CAPÍTULO X

BUSCÓ la princesa a los capitanes en quienes Roger tenía especial confianza y habló con ellos. Todos juntos fueron después a ver a Roger y le pidieron que aplazara el viaje hasta asegurarse mejor de los propósitos del príncipe Miguel y del Emperador. Roger, un poco extrañado, contestó:

—Los temores de María mi esposa son fáciles de comprender porque la mujer exagera los peligros y a veces los inventa de buena fe por miedo a perder al marido. Y más mi esposa, que es tan niña.

Decidió partir al día siguiente con trescientos caballos y mil infantes para Constantinopla. Quiso despedirse de María y no lo consiguió porque se había encerrado en sus habitaciones.

Muntaner le acompañó la primera jornada con doce de a caballo. Llegaron a Orestiades y allí recibieron correos de Miguel que con palabras alarmadas preguntaba a Roger si su padre le había llamado y cuáles eran sus intenciones.

Respondió Roger que iba a Constantinopla a dar obediencia al Emperador y a mostrarle la gratitud que le debía antes de marchar al Asia. No dejó de extrañarle la inquietud del príncipe.

En Orestiades encontró Muntaner algunas cosas curiosas, entre ellas un vaso antiguo en un armario del palacio donde se alojaban. Era un vaso griego con figuras grabadas: Orestes rodeado por las furias que le amenazaban con serpientes en las manos. Una de ellas tenía también un espejo. Orestes casi desnudo y mostrando sus atributos masculinos, como se acostumbra en el arte antiguo, alzaba una espada corta amenazando a las furias.

Contemplando aquello, Muntaner le dijo:

—Parece un aviso, Roger.

Y le recordó que la princesa María, que no solía llorar nunca, quedó en Gallípoli hecha un mar de lágrimas.

Entretanto, la reina Irene, viendo que no conseguía tranquilizar a su hija, decidió ir a Constantinopla también y deshacer las intrigas si las había o darles un rumbo propicio para Roger. Fue con algunas damas de su servicio y dejó la mayor parte de las doncellas de honor con la princesa. Hizo el viaje por mar confiando en llegar antes que Roger.

Envió la princesa María dos correos ligeros a Orestiades con una larga carta llena de súplicas. No le dijo a Roger que su madre estaría en la corte cuando él llegara, temiendo que esta noticia aumentara la sensación de seguridad de Roger y le estimulara a seguir su viaje. Decía la princesa:

“No sigas, Roger. Vuelve aquí. Yo sé que el primo Miguel se ha asustado y ha corrido a Constantinopla y que tiene tropas diez veces mayores que las tuyas. Vuelve aquí. Si vas a Constantinopla, no te veré más. ¿Qué será de mí? La muerte no me importa si tú no estás, pero tendré que seguir viviendo. Y si te dejas matar te odiaré y os odiaré a todos. No te vayas. El centro de las cosas está siempre iluminado para mí y para ti. Pero tú no quieres verlo y buscas la oscuridad de Constantinopla, llena de peligros.

"Lástima, ahora que somos tan perfectos. No es broma. Somos más perfectos que nunca, desde que nos conocemos. Si te pierdo tendré que vivir como los otros. Y los otros son suciedad, sangre y mentira. Si te matan, tendré que ser mala para propiciar la bondad de otros como tú y como yo que vendrán un día. Será ya el tiempo de los otros, no el mío. Yo no serviré ya para ninguna clase de amor. Tendré que ser mala como las furias de Orestes. Creo que te odiaré. Ensayaré la suciedad y la sangre como los demás y tú habrás tenido la culpa. Me reiré con media boca nada más y servirá al odio. Mi odio —si a ti te matan— se extenderá a todos vosotros.

”No sigas el viaje. Acuérdate de la oruga que cayó del árbol y de la sonrisa amarilla del príncipe Miguel. Vuelve aquí. Mi tío el Emperador te tiene miedo. Mi primo te odia. El odio y el miedo son padre e hijo. ¿Qué puedes esperar? Padre e hijo te llamarán César y excelencia y te ofrecerán asiento a su par. Pero hablarán a solas un lenguaje diferente y tú no los oirás.

”Vuelve a Gallípoli, bien mío.

"Yo conozco esta tierra tan lejana de la tuya, estas gentes tan diferentes. Sé lo que piensan cuando callan y lo que callan cuando hablan. Sé lo que simulan con los ojos cuando miran de frente y fingen amistad. Sé lo que tienen en su corazón aunque lo ocultan con coseletes de oro y túnicas amarillas. Yo soy tuya, de tu tierra y no de esta tierra. Si te dejas matar odiaré a los que han deshecho mi vida y a ti y a los tuyos también. No sé cómo se puede odiar a un muerto, pero te odiaré.

“Había pensado ir a la corte y llegar antes que tú, pero a los conspiradores no les importaría nada mi presencia. Unos creen que soy demasiado joven y otros que estoy un poco loca.

“Me quedo y veremos lo que Dios quiere. Ya sé, por desgracia, lo que quiere el diablo. No tengas un solo minuto de abandono. Georges y Marulli son cínicos, es decir, perrunos (eso quiere decir en nuestra lengua). Yo también podré ser cínica y perruna con ellos, un día, si es necesario. Pero no quiero serlo. Contigo he aprendido lo que es ser buena, fiel, valiente y generosa. Aquí a tu alrededor, hay una virginidad que lo salva todo. Entre los tuyos hasta el crimen es virgen. En la corte de mi tío hasta la virtud es criminal. Mi primo y mi tío morirán un día entre un concierto de pócimas y un olor nocturno de gatos en celo. (Al llegar aquí, Roger comprendió que María se había equivocado y quería decir un olor de pócimas y un concierto nocturno de gatos en celo.) ¿Te ríes? Dios quiera que esa sonrisa no sea la última.

"Roger, vuelve esta misma noche aquí. Daremos las provincias del Asia a tus soldados y nosotros nos iremos a Bulgaria. Mi padre el kan es muy gordo y apenas si puede levantarse de su trono. Tú lo serás todo en Sofía y desde allí vigilarás a Andrónico, y si tus catalanes son defraudados en algo, podrás venir a castigarle".

Así terminaba la carta. Roger, con la imagen de aquella mujer en el fondo de su complacencia de amante, dio la orden de partir para Constantinopla.

El pequeño ejército se puso en marcha. Y llegaron el día siguiente a media tarde. Los mil almogávares ocuparon sus viviendas de Blanquerna. Los caballeros, en su mayor parte, se instalaron en hospederías de lujo y algunos en casas particulares de romeos importantes. Roger fue al palacio, a caballo pasó por debajo del árbol que un día le había arrojado una oruga y vio que un poco más lejos le esperaba sonriente el príncipe Miguel. Tenía un aspecto amistoso, casi cordial, que contrastaba con las alarmadas preguntas que le hizo por correos especiales dos días antes.

Los guardias rindieron a Roger los honores de César, que eran casi los mismos que los del príncipe heredero del trono. Andrónico les esperaba en el primer rellano de la escalera de Embajadores.

Se abrazaron estrechamente. Andrónico llamaba a Roger “mi primo” y también, de vez en cuando, “mi salvador”. Y los guardias de las alabardas lo oían, el oficial de la guardia lo oía. Lo oía también el príncipe Miguel, pálido otra vez. Allí, en la sombra de las escaleras, su palidez tenía sombras y luces —pensaba Roger— de renegado musulmán.

Al encontrar Roger a la reina Irene en la cámara de gala arqueó las cejas asombrado y acudió a besarle las manos. Ella gozaba de la sorpresa:

—¿Qué creías? —le dijo—. Quiero ver si le eres fiel a mi hija en Constantinopla, donde hay tanta hembra soñando con los capitanes triunfadores.

El Emperador era el mismo de siempre y Roger veía en sus ojos la admiración y el respeto. Estaba seguro de poder percibir los vanos del sigilo a través de las fórmulas de cortesía. Pero el príncipe Miguel era más difícil de entender porque unas veces parecía cerca de él, demasiado cerca de él —cerca, como una mujer o un hermano— y otras, de pronto, lejano, lejano y congelado.

Lo primero que le dijo el Rey fue que las cantidades de trigo que no habían sido entregadas a la tropa todavía, le esperaban en Cízico. Había hecho enviarlas allí para evitarles las molestias y los gastos del transporte.

El Emperador lo llevó a ver las nuevas instalaciones en las que se exhibían los trofeos de la última victoria.

—Aquí —dijo llevándole a la cabecera de una galería que llamaban de las ánforas porque había muchas fabricadas con materias preciosas— sólo tengo la mitad de las banderas porque la otra mitad está ya en la catedral de Santa Sofía formando gallardetes con los escudos turcos. Entre ellos está el de Karman.

—¿El escudo de Karman? —preguntó Roger, extrañado.

—Vaya con el César —dijo el Emperador— que no se ha enterado todavía de que me envió el escudo del león de Persia. ¿No recuerda un escudo de concha de tortuga con aplicaciones de oro?

La clasificación del botín la había hecho Muntaner. Dudaba de que aquél fuera el escudo de Karman y lo consideraba más bien una oficiosidad de Muntaner, hombre de imaginación. Roger no habría dicho una cosa como ésa de no estar completamente seguro.

Le prometió el Emperador hacer traer el escudo de Karman para que lo viera.

—Es lo mejor de mi tesoro —decía con la expresión de un viejo pacífico que gusta, sin embargo, de las glorias de la guerra. Y repetía irónico—: Karman no es espartano y no se cree obligado a volver del campo de batalla ni con el escudo ni sobre el escudo.

Encontró Roger en su cuarto una estola con palabras de la princesa María bordadas en oro: “Llega la mañana de la destrucción y yo me digo: ¿qué culpa tiene ése de haber nacido? Vino a la vida por azar y aguanta la broma como puede. Por eso en mis oídos sobrenada una capa rosada, una especie de aceite balsámico de reservas conciliatorias.

"Menos en el odio que me tengo a mí misma, a veces. Yo lo combato ese odio. En las mañanas suelo bajar al parque donde se establece, ella sola, la neutralidad. Las flores tienen en el tallo un temblor y hacen un juego de afirmaciones ligeras. Compruebo que los recursos de nuestra esperanza son como los del recuerdo. Y son infinitos.

”Yo le daré a él una mujer nueva y sin rostro, cubierta con un lienzo que será blanco en la primavera y en el otoño malva. Las multitudes en la plaza de armas agitarán laureles. Yo seré el amor que vuelve sobre sí mismo y puede contemplarse. Y las multitudes estarán manchadas de sangre o de vino. Todas las mujeres que yo le daré a Roger tendrán cara de virgen y muslos maduros. Y todas serán yo”.

El encuentro con la reina Irene le había sorprendido demasiado para saber si le gustaba o no. Y se preguntaba: “¿se quedaría aquí o vendrá con nosotros a las provincias del Asia?”

Esperaba que no estaría el Rey acompañado de cortesanos durante la comida porque quería hacerle algunas preguntas y cuando había gente extraña el protocolo lo prohibía. “En todo caso”, pensó, “tendré tiempo de verlo a solas mañana”. El buen estilo cortesano consistía en ser lo más impersonal posible a todas horas. Llegaba un momento en que se tenía la impresión de que todo el mundo estaba haciendo teatro.

En la comida de la noche estaban todos los megaduques de la corte con sus esposas. El Emperador parecía curioso del lejano reino de Francia y de sus sucesos, y Roger se limitó a decir vaguedades advirtiendo que no podía ser muy adicto a algunas casas, como la de los Anjou, porque tenía motivos familiares de resentimiento. Esto pareció muy bien al Rey y pensó que una de las virtudes de los catalanes era la honestidad para juzgarse a sí mismos.

Solía repetir el Emperador que no gustaba del protocolo, pero era todo lo contrario. Como nadie podía preguntarle, sus palabras tenían la virtud de dejar acabado y sin remate cualquier clase de diálogo, y como no tenía nada de tonto, siempre que daba una opinión sobre alguna materia se preocupaba de abrir el tema siguiente y dejarlo a merced de la elocuencia de sus invitados. Así, pues, dijo antes de llevarse a los labios la copa que acababa de llenarle el hijo de Nastogo:

—Tengo oído que el Rey de Francia anda en dificultades con el Papa.

La reina Irene intervino preguntando a su vecino:

—¿Es Felipe le Bel un bel-homme, de veras?

No había nadie alrededor que pudiera atestiguar. Roger miró a su suegra y dijo:

—Yo he tenido el honor de estar a su lado y es un hombre de buena presencia.

Las damas preguntaban si era un hombre alto, bajo, gordo, rubio o moreno. Roger dijo que para los hombres un rey era un rey. Aquellas curiosidades las contestaría mejor una mujer. Añadió que Felipe de Francia era de buena estatura y no gordo ni flaco. El Emperador intervino:

—Basta a las damas de mi corte saber que Felipe es aragonés por su madre Isabel y que pelea contra el Papa. Todo eso a mí me parece excelente, amigos míos. Lo que no me parece tan claro es que permita esa invención y novedad de los estados generales. Aunque yo no estoy muy enterado del asunto. ¿Qué serán los estados generales?

Nadie respondería. En un extremo estaba el Patriarca Alejo devorando una langosta. Tragó un buen bocado, lo regó con vino y dijo:

—Si me es permitido responder, yo diré a vuestra majestad que el Papa de Roma acaba de lanzar una bula dirigida al Rey francés titulada: Ausculta, fili. Y le amenaza no sólo con el fuego eterno, sino con la guerra inmediata si mantiene los estados generales.

—Pero, ¿qué son esos estados generales? —insistió Andrónico después de beber de nuevo.

Nastogo alzó la cabeza sobre su plato:

—Son la última palabra del desenfreno. Eso quiere decir que el Rey necesita pedir permiso a sus súbditos para hacer las leyes.

La música tocaba en un salón contiguo, y entre los instrumentos que daban un son quejumbroso y agrio se alzaba una voz cantando. Roger, pensando en Muntaner, se hizo traducir por un paje la letra de la canción, que decía:

Los soldados persiguen a Eudosia después de la batalla.

Uno es más fuerte y aleja a los otros y quiere lo que ella puede darle ella se niega y él le amenaza ella huye y busca al pope no lo encuentra y corre a su casa se encierra y busca un cuchillo pero no hace más que arañarse la piel.

La piel bonita de Eudosia.

Se tira por la ventana una ventana baja y cae de pie sin dañarse siquiera las piernas

las hermosas piernas de Eudosia.

Toma un tósigo y lo devuelve sin envenenarse y entonces suspira, se persigna y busca al soldado para decirle aquí estoy y Dios nos perdone a los dos.

Roger pensaba que aquella escena había debido suceder más de una vez durante las últimas campañas. La canción le gustaba. El nombre de Eudosia lo decían los cantantes con un acento de una melancolía cómica.

Al Patriarca no le gustaba aquella canción, pero el Emperador sólo quería canciones populares y solía decir que eran mejores que las de la iglesia. El Emperador no respetaba a los archimandritas ni tampoco a los prelados franceses que, según Nastogo, ponían condiciones al Rey. El duque seguía hablando de los estados generales:

—Todos comprendemos que el Rey convoque una asamblea de consejeros. Pero que el pueblo haga las leyes me parece un abuso y la historia le pedirá cuentas al monarca por tolerarlo.

El Emperador, afectando una gran perplejidad y al mismo tiempo un desinterés completo del problema, comentó:

—Sin embargo, el pueblo es el pueblo.

Todos asintieron. Andrónico añadió:

—Pero hay algo que no entiendo. ¿Cómo va el pueblo a obedecer a unas leyes que el mismo pueblo ha hecho? ¿No hay en eso una contradicción?

En aquel momento el Emperador brindó por el buen suceso de las armas de Roger.

—Sólo le pido a Dios —dijo un poco emocionado— que siga asistiéndonos. Eso nos basta para llevar el Imperio a una era de paz y de prosperidad.

Mientras hablaba, observó Roger que la reina Irene miraba a su hermano con un desdén apenas disimulado. Contestó el César brindando por la salud del Emperador y de la nación, por la reina Irene y porque la Providencia diera al príncipe Miguel fortuna en las armas y en los complejos problemas del reino que un día pesarían sobre él.

Esto de la “fortuna en las armas” —que Roger dijo de buena fe— hizo palidecer al príncipe, y Roger se dio cuenta de que había nombrado la cuerda en casa del ahorcado. El Emperador preguntó a Roger qué lugar de los que había visitado en el Imperio le había gustado más y Roger habló de Éfeso y dijo que aquella ciudad le había dejado un recuerdo profundo. Se refirió a la Diana Atenea de los griegos antiguos y a otras cosas, resbalando sobre ellas para evitar al mismo tiempo la pedantería y el riesgo de mostrar su ignorancia. La reina Irene intervino alzando la voz:

—Yo prefiero Orestiades. Es una población menos antigua, pero hubo un tiempo en que tenía mujeres con alas. Las euménides. Yo he creído siempre que esas euménides han existido y existen todavía hoy.

Hubo rumores joviales de feliz abandono. La duquesa de Nastogo, que no entendía nunca las bromas, comenzó a decir que estaba segura de que no existían euménides ni en Orestiades ni en Constantinopla.

—En potencia las hay siempre, creo yo —dijo la reina Irene.

—No —añadió torpemente la Nastogo—. Ni en Potencia ni en Constantinopla ni en Nicea.

El Rey disimuló, pero no pudo aguantar más y su risa fue coreada por la de los cortesanos. La reina Irene insistió:

—Las euménides andan volando por la noche. Yo las oigo sobre el parque.

—Son bulos —dijo la Nastogo.

El Rey volvió a reír y dijo a Roger en voz baja:

—No hay como la inocencia para acertar con los rasgos de humor.

El Rey hacía el honor de hablar a alguien en voz baja pocas veces y a pocas personas.

Después de la comida, el Emperador llevó a Roger a la galería de retratos. Llamaban a aquel lugar el pasaje de la anfictionía. Cuando llevaba allí a un invitado, quería decir que debían dejarlo solo con él.

La galería era ancha y de altos techos. En un lado se veían numerosos relojes de plata, de oro, de nácar. Todos estaban detenidos, menos uno que ocupaba el tímpano encima de la puerta del fondo. Como los muros eran altísimos, encima de los relojes había grandes espacios con los retratos de los Emperadores anteriores a Andrónico. Faltaba el retrato del último Ducas, cuya dinastía quedó interrumpida al coronarse el primer Paleólogo.

Y Roger miraba los retratos y encontraba en los de mujer alguna clase de parecido con la princesa María. Había una belleza griega y búlgara que los bizantinos habían realzado con sus artes, sus vestidos, sus maneras. Y que imitaban un poco las mujeres de la aristocracia.

Pero las expresiones de aquellos reyes eran bastante bobas casi siempre. La galería comenzaba en el siglo VII con Leoncio, que mostraba un rostro rígido y parecía estar diciendo: “He hecho todo lo que puedo y es inútil esperar más de mí”. Luego venía Tiberio III, con las fechas de su reinado al pie: 698 − 705. Este Tiberio, aunque no tenía nada que ver con el de Capri, mostraba una cara caprina y parecía estar diciendo al que lo miraba: Cuidado. No se acerque porque le doy con el cetro.

Los otros, a medida que se aproximaban al tiempo de Andrónico, estaban mejor pintados, pero conservaban un poco de la rigidez bizantina en el traje y en el gesto y sólo eran expresivos en el rostro.

Estaban los trajes minuciosamente dibujados y no había mucha diferencia entre el de Anastasio, por ejemplo, en el año 715, y el que llevaba Andrónico en aquel instante.

El Emperador decía a Roger:

—¿Ha licenciado vuestra excelencia las tropas?

—Las he esparcido y diseminado. Pero esperan órdenes de vuestra majestad porque lo último que habíamos convenido era que pasaríamos a las provincias del Asia.

El Emperador lo miraba a los ojos, muy cerca.

—Lo que quería decir con eso, César, es que no me creo obligado a pagar un solo escudo desde el día de la firma del convenio.

—De acuerdo, señor.

—¿Y podría vuestra excelencia —añadía celoso— mantener el ejército a su costa?

—Con los feudos que me ofrece vuestra majestad, desde luego.

Roger estaba mirando en el muro la figura un poco ridícula de Nicéforo I (802 − 811), cuya expresión parecía suplicar un poco de simpatía.

Era como si dijera: “Dése usted cuenta de mi verdadera sencillez natural y no se fije usted en todo este oropel que ha puesto el pintor”.

—Ya veremos —dijo el Emperador.

Esa respuesta extrañó al César Roger porque parecía un desafío. Cada vez que se veía inclinado a confiar ciegamente en el Emperador, recordaba que el príncipe Miguel seguía concentrando tropas en algún lugar. Según le había dicho la reina Irene, su ejército tenía ya treinta mil hombres de a pie y nueve mil caballos. Y aunque no era necesario creer todo lo que decía su suegra, al recordar Roger estas cifras comprendía o trataba de comprender las palabras del Emperador:

—¿Es que prefiere vuestra majestad —dijo como el que aventura una hipótesis— que mi gente pase a ser una unidad secundaria en el ejército de vuestro hijo, el príncipe Miguel? Si es eso, podemos hablar francamente. En principio considero a vuestro hijo como una personificación del Imperio y como el brazo derecho de vuestra majestad imperial.

El Emperador se quedó un momento dudando, como si no estuviera seguro de haber comprendido a Roger. Y dijo, conmovido:

—En ese caso, querido primo, seréis el primer mariscal del Imperio bajo las órdenes directas de Miguel.

Roger pensó: “Ah, vamos, quiere que gane las batallas y que su hijo reciba los laureles”. Tampoco tenía inconveniente, pero sólo con tropas catalanas podía estar seguro de obtener alguna victoria y de poder regalársela al príncipe Miguel.

Alzaba Roger la mirada hasta la efigie de Constantino VIII (1025— 1028) y seguía dudando de que un ejército de griegos y alanos, aunque fuera de treinta mil hombres, bastara. Esas dudas las entendió a su manera el Emperador. Roger dijo:

—Estoy pensando que como mariscal recomendaría que los seis mil catalanes vinieran a nuestras filas. Serían una excelente vanguardia.

El Emperador estaba mirando el retrato de Alexis Paleólogo, quien mostraba en la tabla una extraña determinación un poco excesiva y feroz. El Emperador dijo:

—Demasiados, seis mil. Demasiados. Yo diría mil. Mil infantes y doscientos caballos.

En aquel momento llegaba la reina Irene acompañada del Patriarca, y al verla Roger pensó: “Mi suegra olfatea dificultades. Tal vez hace bien si mis diálogos con el Emperador van a seguir por este camino”. Llegaba la reina discutiendo con el sacerdote, quien decía que la posesión de una reliquia bastaba para propiciar cualquier clase de milagro. Estaban hablando del hombre a quien colgaron en Culla sin conseguir quitarle la vida. El hombre elevado por el cuello sobre la multitud la miraba gravemente. Grave e impasiblemente. Y no murió. Vivía todavía en Culla y solía ir a cantar a la iglesia todos los domingos.

Pareció el Rey recordar de pronto el incidente y se mostró también interesado. La reina Irene intervino alzando la voz y dirigiéndose al Patriarca:

—Dígale usted al Emperador en qué consiste la gracia de las reliquias del Santo Sepulcro. Yo no creo una palabra de todo lo que usted ha dicho, pero tal vez convencerá al Emperador. Eso de la simbiosis de la fe y la razón no lo entiendo.

Añadió dirigiéndose, a su hermano:

—Espero que autorices al César Roger a retirarse. Quiero que me acompañe porque tenemos que abrir los correos de Gallípoli.

Salió la reina acompañada de Roger. No había correo alguno de Gallípoli, pero, en cambio, vio Roger algunas cartas que había escrito la reina Irene a su hija. Eran cartas tranquilas y seguras, pero todavía con una sombra de alarma. La alarma no se sabía si era por Roger, por la princesa o por sí misma. Insistía la reina en la normalidad de la vida del palacio como si supiera que iba a necesitar muchos argumentos para convencer a su hija. Roger leyó aquellas cartas y vio en ellas, a pesar de todo, una sensación de inseguridad. Con ellas en la mano dijo a la reina Irene las palabras que había cambiado con el Emperador y preguntó después:

—¿No está clara la situación?

—No —dijo ella, abstraída.

—¿Qué haría usted en mi caso? —preguntaba Roger.

—Marcharme esta noche a Gallípoli.

El consejo de la reina lo daba ella como se da un consejo imposible de seguir. Ella sabía que Roger no se marcharía. Por ver que sucedía, Roger fingió que iba a marcharse sin avisar a nadie, pero la reina Irene puso las dos manos en su pecho:

—Roger, no hagas eso. Tú creerás que es sólo una descortesía. Bien, pero en la corte se puede hacer todo menos una descortesía. ¿Comprendes?

Viéndola tan excitada, Roger le prometió no salir hasta el día siguiente, después de la comida, que era, al parecer, una comida íntima con la familia del Emperador. Y cuando salió de las habitaciones de su suegra, iba pensando: “Cada palabra nueva aumenta la confusión”. Pero era sólo una confusión menor y sin riesgos.

Al día siguiente paseó por el parque, vio al tesorero mayor con quien firmó algunos papeles, fue a Santa Sofía para admirar —por indicación del Rey— el escudo de Karman y regresó a pie con su ayuda de cámara Bizcarra, quien le dijo que los almogávares andaban desarmados por las calles y qué a él le parecía demasiada confianza. También andaban así los caballeros del séquito de Roger. Algunos ni siquiera llevaban yelmo, sino gorra de gala.

—¿Por qué piensas tú que es peligrosa tanta confianza? —preguntó Roger—. ¿No crees que ir siempre armados sería una provocación y una ofensa a la buena amistad?

—Es posible que tenga usted razón —dijo Bizcarra, confuso.

La comida era a las doce y media y la salida de Roger para Gallípoli estaba señalada para las seis.

Antes de ir al comedor imperial, el criado vistió a Roger con el manto de grana de los césares. Y el jefe catalán fue a buscar a la reina Irene para dirigirse juntos al comedor, en cuya puerta les esperaba el Rey.

En la antesala, el príncipe Miguel y Roger cambiaron impresiones y Roger aludió a la campaña próxima como si hubieran de hacerla juntos. Por la sorpresa de Miguel comprendió que su padre no le había dicho una palabra de aquello, todavía. El Emperador llegó diciendo que el griego era el mejor soldado del mundo si tenía buenos jefes, pero que, por desgracia, la corte griega no los había tenido hacía siglos. Y concretando más sobre ese espinoso tema dijo que Roger organizaría tercios griegos con oficiales aragoneses a las órdenes de Miguel.

La música en el cuarto de al lado repitió la canción del día anterior que le había gustado a Roger. Y éste la escuchó con gusto, llamó al maestro que la dirigía y le dio una pequeña bolsa de oro, según la costumbre. El músico se inclinó y dijo, con permiso del Emperador, que tocaría otras canciones populares griegas.

En aquel momento se oyeron rumores inusuales en el parque y el Emperador puso atención y ordenó a un paje:

—Ve al capitán de la guardia y dile que no alboroten.

El paje desapareció rápido y silencioso.

Pero apenas salió al pasillo volvió a entrar de espaldas para dejar paso al alano Georges, que llegaba con la espada desnuda en la mano.

Roger lo vio y sintió que el aire del cuarto cambiaba de color. Todo era amarillo y oro, pero se hacía más oscuro.

Al lado de Georges iba un capitán de las tropas turcopoles con más de una docena de los suyos detrás y con ellos Gregorios, capitán romeo amigo de los genoveses. Al verlos, el príncipe Miguel, muy pálido, se apartó a un extremo de la sala. El Rey, mirando con ira a Georges, dijo:

—¿Qué violencia es ésta, en mi casa?

La orquesta seguía tocando porque el mayordomo había dicho muchas veces a los músicos que ellos no estaban autorizados a oír ni a ver nada dentro de los recintos del Emperador.

Buscó Roger con los ojos a Bizcarra, que tenía cuidado de sus armas. El príncipe Miguel se había retirado a un rincón y esperaba, más amarillo que nunca, atacado de una tos seca y nerviosa. La reina Irene gritó:

—¡Traición! ¡Favor al César!

Como si Georges y los suyos quisieran cubrir con sus voces las de la reina, avanzaron hacia Roger insultándolo todos a un tiempo. Roger dijo:

—Caballeros, no se trata, espero, de una algarada de rufianes. Concédanme el derecho de la defensa.

La reina Irene gritó de un modo inarticulado:

—Huye, huye y sálvate para mi hija y para el Imperio.

En esas voces entendió Roger, mejor que en la actitud de sus enemigos, que había llegado su fin.

—Caballeros —repitió, más pálido—. Supongo que ninguno de ustedes es tan cobarde que quiera matarme por sorpresa y a traición.

Se dio cuenta entonces de que el Emperador no estaba en la sala. Había una panoplia en el muro y se dirigió allí para alcanzar un arma, pero en aquel momento se sintió herido en la espalda. Dio frente a sus enemigos, como una fiera:

—Georges, traidor, cobarde. ¡Tenías que ser tú!

Avanzó sangrando por la boca hacia la puerta, donde la reina Irene gritaba otra vez:

—¡Favor al César!

El príncipe Miguel, en su rincón, miraba y tosía nerviosamente. Dos de los hombres que seguían a Georges y el mismo capitán alano avanzaron hacia Roger, que vacilaba sobre sus pies. Uno le agarró por el cabello y el mismo Georges le cortó la cabeza de un solo tajo.

La reina Irene, con una voz ronca, repetía fuera de la sala —¡Traición! ¡Favor a la reina!

Un paje miraba, congelado, en el marco de la puerta:

—¿Qué ha hecho usted, general? —dijo sin aliento.

—Matar a un enemigo —respondieron a coro dos o tres hombres.

El cuerpo de Roger seguía en la alfombra. La cabeza la llevaba Georges colgada de los cabellos. Todo estaba lleno de sangre: la cortina, la alfombra, los manteles.

En el cuarto de al lado la música seguía con la canción favorita de Roger. Una viola producía sobre una cuerda alta una nota que hacía vibrar y entrechocar los cristales delicados de una lámpara.

El príncipe Miguel, sin dejar de toser, se acercó al cuerpo caído y dándole con el pie, dijo:

—Ahí estás tú, el de las grandes victorias, el que vino a salvarnos, el que pudo hacer en un año lo que nosotros no habíamos hecho... —y viendo a Georges que abría un balcón llevando la cabeza de Roger en la mano, gritó:

—¿A dónde vas?

—A enseñarles la cabeza a los míos, que están esperado esta señal para no dejar un catalán vivo en toda la ciudad. En toda Tracia. En todo el Imperio.

La reina Irene gritaba en los corredores:

—¡Romeos, soldados de mi padre, traición! ¡Favor a la reina!

Pero nadie acudía. Antes de salir al balcón, Georges dijo al príncipe:

—Nuestras tropas están esperando y no se salvará uno solo. Lo juro por la memoria de mi hijo y por ésta.

Besó su espada manchada de sangre que dejó una mancha negra en sus barbas grises.

De las habitaciones interiores llegaba ruido de armas y voces. Bizcarra se defendía. La reina Irene buscaba al Emperador. Nadie lo encontraba. Llamó a sus damas de honor y a un paje, a quien Irene le dio cien escudos y le ordenó que corriera a Gallípoli y contara a la princesa lo que había visto.

—¿Yo? —decía el paje espantado—. ¿Lo que he visto yo?

La reina le dio las insignias de los correos especiales y el paje salió, montó a caballo y, acompañado de dos hombres de pica, partió al galope. La insignia de la reina le autorizaba a tomar caballos de refresco en cualquier lugar sin ceder la prioridad a nadie. Por una casualidad curiosa uno de los lanceros llevaba el banderín de la guardia personal del Emperador. Éste seguía sin aparecer por parte alguna.

El silencio era tal en el comedor que se oía el ligerísimo siseo de la sangre al romperse algunas burbujas entre la alfombra y el mosaico romano.

La reina Irene volvió al comedor. Estaba manchada de sangre que le limpiaban dos damas con sus finos pañuelos de encaje. No lloraba. Parecía haber envejecido y su piel tenía la opacidad de la piel de las momias.

—¿Dónde está la guardia? —decía sin gritar, como si hablara consigo misma.

En las habitaciones interiores la pelea con el criado Bizcarra había terminado. Bizcarra estaba muerto, pero dos hombres de Georges yacían cerca de él y su sangre corría sobre el mármol en un largo reguero.

—¿Qué haces ahí? —preguntó la reina a Miguel.

—Esperar que maten al último catalán.

La reina Irene miraba el cuerpo de Roger:

—El último. El último. No será fácil matarlo, al último. Por ahora sólo habéis matado al primero, de espaldas y a traición.

Todo era en el comedor amarillo, incluso los manteles en donde se había vertido el vino de las ánforas. Pero junto a las manchas del vino había grandes cuajarones de sangre. La alfombra color leonado tenía también charcos enormes entre la panoplia y la puerta. Del cuello de Roger seguía fluyendo sangre, todavía.

Comenzaban a dominar sobre los rumores del palacio los gritos y los llantos de las mujeres. El príncipe Miguel estaba atento a los clamores de la plaza de armas, donde se oían apóstrofes, gritos y cascos de caballos. Al mismo tiempo, los primeros escuadrones armados salían a la caza de almogávares. Miguel miraba inquieto desde el balcón. Parecía tranquilo, su tos había cesado, pero repetía entre dientes a los que se le acercaban:

—Prudencia, mucha prudencia.

Salió poco a poco a la terraza, donde estaba Georges todavía. Volvía a toser. Era una tos de la garganta, de una garganta no obstruida, sino solamente seca.

Comenzaba Miguel a reflexionar: “Mi padre no dirá nada. Mi padre, sin saberlo, odiaba a Roger como se odia a aquél cuyos favores nos obligan. Mi padre no dirá nada. Mi padre estará ahora lamentando la muerte de Roger y alegrándose al mismo tiempo. Y rezando. Odia al héroe que le obliga a gratitud. Yo no sé qué hacer. Soy demasiado feliz para pensar. Ahora puedo mirar a todo el mundo a la cara porque todo el mundo sospechará que a Roger lo he matado yo”.

Y repetía para sí: “Me he salvado. De verdad que me he salvado”.

En la plaza de armas había siete cuerpos catalanes caídos sobre su sangre y despedazados. A algunos les faltaban las cabezas, como a Roger.

Veía el príncipe en aquel momento desde la terraza las cosas más triviales. Veía en un arbusto del parque, abandonada, una abarca de las que usaban los almogávares. Una abarca de cuero. Estaba colgada de una rama seca. De un rama seca y baja. Una abarca de cuero que alguien había usado. Brutal y delicada al mismo tiempo. El que la usaba había pasado con ella por algunos charcos y estaba sucia de barro y de sangre. Un alano se acercaba y la cogía y la miraba un instante, meditabundo. Luego volvía a dejarla donde estaba antes. Es decir, un poco más alta y más a la vista. Como pensando: “Es un objeto útil cuyo dueño ha muerto de muerte violenta”.

El príncipe Miguel oía las voces de la algarada, iguales a las de los turcos (eran en aquel momento tropas turcopoles). Por todas partes se oían gritos de feroz alegría.

Los catalanes morían en silencio, peleando como podían. El que más y el que menos había conseguido una espada. Los que tuvieron tiempo volvieron a Blanquerna y se armaron. Pero iban cayendo uno tras otro, todos. Hasta el último.

Marulli se acercó al príncipe Miguel:

—Señor —dijo—, ¿qué has hecho?

El príncipe llevó la mano al pomo de la daga y al ver que era Marulli explicó entre toses nerviosas:

—Era inevitable.

Y añadió en voz más baja que tuvo que hacer aquello para no volverse loco. Lo sentía sólo por la joven viuda, la princesa María.