CAPÍTULO XIX
LAS doncellas cuidaron de que no hubiera entre los manjares ninguno con carne de cerdo ni aderezo con grasa de ese animal.
Ximeliz no hablaba el griego sino con dificultad. A veces la princesa se decía: “¿Por qué he invitado a esta gente a mi casa? Nos pasarían a cuchillo si pudieran hacerlo impunemente”. Como si el turco se diera cuenta y quisiera agradecerle su confianza, le decía:
—Es un honor para mí traer mis tropas bajo vuestras banderas.
La princesa simulaba que no le oía por el ruido de la música y el jefe turco no insistía. Un mancebo cantaba en el cuarto de al lado la canción de la doncella Teodosia perseguida por los soldados. Muntaner se la traducía a Arenós mientras Rocafort daba de beber en su vaso a Zoé.
Entre los turcos sólo Ximeliz sonreía a las damas y las galanteaba. Los otros se limitaban a responder fríos y corteses cuando les hablaban. No bebían vino. Para ellos, Sofía había hecho té con hierbabuena y cuando pasaba con los vasos calientes y empañados dejaba detrás una fragancia de menta.
Los turcos, hablando con la princesa, tuvieron la delicadeza de referirse dos o tres veces a Roger con la mayor reverencia y dijeron que había merecido la victoria de Artacio porque peleaba mejor y con tropas más aguerridas que las de los turcos. Añadieron que nunca los turcos habrían hecho, bajo palabra de caballeros, lo que se había atrevido a hacer el príncipe Miguel. Ximeliz, sin embargo, no hablaba mal de Andrónico (tío de María) sino sólo de Miguel, a quien culpaba de todo. De vez en cuando la princesa pensaba: “Estos perros están bien informados”. Admiraba el tacto de los turcos y pensaba que debían ser buenos diplomáticos. “Saben lo que se puede decir y lo que se debe callar delante de mí”.
Cuando después se lo dijo a Muntaner, éste alzó las cejas:
—Hay que andarse con cuidado. Son capaces de traicionar al Gran Kan.
Las luces de los candiles daban tonos anaranjados y amarillos. Zoé, confianzuda, ponía su mano en el pecho de Ximeliz. Este movimiento con el que usualmente la gente se proponía averiguar si alguien llevaba o no la cota de acero alarmó un instante a Ximeliz. Se dio cuenta Rocafort y llamó a Zoé, a quien amonestó de mala manera. Ximeliz se puso a hablar de la victoriosa defensa de Gallípoli contra Spínola y del heroísmo de las mujeres almogávares. Decía que toda la tierra de Levante se había reído con aquella historia. Luego siguió hablando con sincera admiración, es decir, evitando el lado pintoresco, de aquel notable hecho de armas.
Aunque a veces los capitanes catalanes discutían sobre materia de administración militar delante de los turcos éstos no osaban opinar ni siquiera para mostrarse de acuerdo. Cuando se habló de la posible llegada de Berenguer, los turcos se abstuvieron de hacer el menor comentario.
Las puertas de las terrazas estaban abiertas. A la luz de la luna seguía lejos colgado el cuerpo del genovés y se alegraba la princesa de que los turcos lo hubieran visto. Ximeliz decía a Muntaner:
—Yo sé que vuesa merced (ese tratamiento les parecía a los turcos especialmente honroso) salió a lidiar con los genoveses a cuerpo limpio, sin cosejete ni loriga.
Muntaner, extrañado de que aquel detalle lo hubiera conocido Ximeliz, decía:
—Soy hombre de letras más que de armas y los poetas somos invulnerables.
Formaban grupo alrededor de la princesa, quien pensaba oyéndolos: "Berenguer va a llegar y a someterlos a todos a su jefatura. Sin él, esta gente acabaría por ser una cuadrilla de bandoleros. Es probable que venga mañana, Berenguer. Debe estar llegando ya por el estrecho. Y cuando esté aquí, con nosotros, ¿qué sucederá? Desde luego, Muntaner y Arenós aceptarán sin discusión la jefatura de Berenguer.
Rocafort le parecía una incógnita aquella noche. La princesa, cada vez que se dirigía a él, lo llamaba “soldado” como si le dijera: “Los otros pueden tener y tienen quizá alguna nobleza, pero tú no tienes más que tus armas y yo lo sé bien”.
—¿Soldado?
—Soldado. ¿No eres soldado?
—Sí; como verdad, es verdad. Soy soldado, capitán de soldados, general de capitanes. Soy Rocafort.
—Eso es —dijo ella en broma—. Rocafort.
Se puso el soldado a explicarle lo que aquel nombre quería decir en catalán, y como no acertaba con sus palabras griegas y su castellano no era muy claro, intervino Muntaner: Roca fuerte.
La princesa tenía la misma impertinente curiosidad con los catalanes que sintió al principio de la velada en relación con Ximeliz y fue poniéndoles la mano en el pecho y comprobando lo que llevaban debajo de las sedas y damascos.
—Sois duros de corazón —dijo a Arenós con un gesto significativo.
Arenós replicó:
—Nadie ha muerto nunca de achaque de prudencia.
La princesa seguía pensando: “Aquí están todos acompañados de sus lorigas y de sus recelos”. Y recordaba la carta reciente donde su madre le hablaba de la llegada de Berenguer.
En una plataforma, un juglar turcopol, siguiendo el ritmo de la danza, arrojaba al suelo con los dientes uno detrás de otro varios puñales que iba sacando de una especie de arnés de oro que llevaba en lo alto de su caftán. Los puñales quedaban clavados en la tarima formando una F griega, es decir, un círculo atravesado por una raya.
Y la princesa se decía: “Debía haber invitado más mujeres, algunas mujeres de la población griega y de las catalanas. La mujer ha venido a la vida para ser testigo. Las dos mil mujeres que ocuparon las almenas bajo las órdenes de Muntaner eran sólo eso: testigos. El daño mayor lo hacían mostrándose con sus caras rasas en las murallas”.
Salió a la terraza acompañada por Constantina, a quien le dijo de pronto:
—¿Te acuerdas de Rodesto? Aquel día el aire traía auras mojadas, aunque no había llovido. Las traía entonces y las trae ahora. Voy a retirarme pronto —dijo— porque quiero estar sola y dormir de modo que mañana me sienta fresca y descansada. Comienzo a tener la impresión de que las cosas no son del todo inertes en la sala. Uno de los extremos del diván se mueve y hace como si mascara. Y huele de un modo demasiado vegetal: a reseda, a madreselva y a menta.
Apareció en la terraza Muntaner. Dijo que Rocafort se veía muy a gusto con los turcos y añadió con una perfidia un poco infantil que aspiraba a que lo nombraran Rey de Trapisonda. Llamaba Trapisonda al territorio que se llamaba Trebisonda. En la terraza había una mesita con vasos de vino y al ver aparecer a Arenós se acercó y le ofreció uno. Bajo la terraza se oía relinchar un caballo y Arenós tendía el oído. Muntaner dijo:
—Ximeliz es un renegado español. Debe llamarse Ximénez.
—No. El abuelo de Ximeliz iba ya a la Meca en un burrito gris y blanco.
—Son galanes los turcos.
—Son fantásticos en sus vestiduras —corrigió ella.
Muntaner bajó la voz:
—Y presumidos. Constantina estaba diciendo a uno de ellos que todos eran muy galanes y él le respondió: “Así, a pie, no sé. Pero a caballo, es verdad que se nos puede mirar”.
La princesa intervino otra vez:
—Lo malo de esas gentes es que no tienen rostro. Nosotros tenemos rostro, pero ellos tienen catadura. ¿Cómo entenderse con ellos?
Muntaner se asombraba, como siempre. Arenós dijo:
—Se oye el mar ahora, desde aquí.
—Es la marea —advirtió Muntaner.
La princesa, viéndolos a los dos juntos, les hizo una pregunta atrevida:
—¿Qué pasará cuando venga Berenguer?
Ellos no entendían o no querían entender. Ella aclaró dirigiéndose a Muntaner:
—Si alguien no acepta su jefatura, habrá que colgarlo como a aquel genovés.
Y miraba al que se columpiaba de una cuerda, a lo lejos. Sin esperar respuesta les dio su mano a besar y antes de retirarse se acercó a Ximeliz y a Solimán, que estaban con Constantina. Les repitió su bienvenida y les dijo con palabras palaciegas que ella olvidaba el pasado y confiaba en el futuro.
Luego se retiró acompañada de Constantina. Muntaner dijo a Arenós cuando la princesa hubo salido:
—¿Qué quería decir con eso de colgar al que no acepte a Berenguer?
—No sé. Una broma. Las bromas de la princesa son así, a veces.
En aquel momento se oía la voz de Zoé cantando:
Cuando florece el almendro llega la abeja a visitarlo desde el sepulcro antiguo donde quedó mi juventud dormida.
Aquella canción ponía siempre triste a la princesa. Volvía a oírse la voz:
El ave de los atardeceres se ha posado en la cúpula detrás está el sepulcro donde quedó mi juventud dormida.
En su cuarto, la princesa le decía a Constantina:
—Todas nuestras canciones son tristes. Somos voluptuosos, perezosos y traicioneros. Por eso cantamos de una manera plañidera. Cuando vivía Roger, yo era la mujer que yo misma había soñado. Era mejor incluso de lo que yo había soñado. Y alguien me lo mató a Roger, ¿sabes por qué? Para obligarme a ser como los demás. Los demás son cobardes, sucios y traidores como perros. No lo digo por ti, Constantina. Aunque tú lo serás también, con el tiempo, si no te vigilas. ¿Sabes? Por eso yo odio a mi tío Andrónico, porque quiere hacer de mí una perra como sus amantes y las parientes de sus amantes. Así suele ser la gente toda, del Imperio, y de Europa y del mundo. Cuando mataron a Roger era como si me dijeran: Ahora anda sola por el mundo y odia a la gente y desea a los hombres, y blasfema y ríe de rabia, como yo. Como tu madre. Como cada cual. Pero no importa. Es tarde. Anda, Constantina, recuérdale a Muntaner que es hora de que envíe a dormir a toda esa gente.
Salió Constantina del cuarto.
Antes de dormirse sintió la princesa el repique de una lluvia ligera en los cristales y dijo para sí misma: “Cuando estaba Roger conmigo, la lluvia era distinta en Cízico y lavaba el aire y después de lavado y limpio el aire yo lo palpaba cuando mi amado me hablaba sobre mis labios. Todo era diferente”.
En la sala de la fiesta el jefe turco hablaba con Muntaner de graves materias, es decir, de religión y de filosofía.
Había entonces muchas sectas en Oriente y todas en pugna y en acalorado combate de doctrinas. El islamismo hervía en interpretaciones, revelaciones y heterodoxias. Pero cada cual oía a su contrario.
Muntaner escuchaba a Ximeliz y seguía de vez en cuando discretamente la dirección de su mirada en la sala. Ximeliz afirmaba que el fraile de Nápoles (Tomás de Aquino), que tanto ruido estaba haciendo con sus escritos, había sacado la base de sus argumentaciones de Averroes. Y decía cuáles eran esas bases y cuáles los argumentos copiados al pie de la letra. No podía menos Muntaner de admirarse de aquella erudición sobre una materia todavía reciente. No hacia aún veinticinco años que se habían dado a conocer los más importantes escritos de Aquino entre los doctos.
La doctrina de la revelación y de la unidad de Dios y otras igualmente importantes eran en Tomás de Aquino, según Ximeliz, una copia de Averroes. Pensaba Muntaner, divertido, en la expresión que pondría Rocafort si el jefe turco le hablaba de aquellos problemas. Sería como hablarle en chino.
Más tarde Ximeliz y Muntaner discutieron sobre la fe religiosa del vulgo y la fe de los doctos y señalaban diferencias sutiles. Arenós los oía desde lejos mientras parecía prestar atención a Zoé.
Pero era tarde, la música cesó y los invitados turcos se marcharon a sus cuarteles. Muntaner los acompañó hasta el rellano ancho de las escaleras. Detrás de él iba Zoé con Flora. La bailarina decía algo entre dientes, riendo:
—Es lo que manda el Patriarca Alejo: amar a nuestros enemigos. Es decir, a los turcos.
Se quedaron los catalanes hablando mal de sus invitados como suele suceder. Rocafort era el único que los defendía:
—Vamos, vamos —protestaba— ¿aún no acaban de llegar y ya empezamos con banderías?
Muntaner aguantaba la risa imaginando a Rocafort bey deTrebisonda. O mejor, kan de Trebisonda. O rey de Trapisonda.
No eran, sin embargo, cosas para reír. Detrás de todo aquello había la sombra de una amenaza.
Acordaron Arenós y Muntaner reforzar las guardias catalanas cuando llegaran las tropas turcas, por si acaso. Rocafort, que en fin era hombre más prudente que confiado, les oyó decidir aquellas y otras medidas sin comentario alguno, como si pensara: “Todo eso es ley de guerra y está bien”. Aunque los turcos fueran sus aliados.
Fue el día siguiente de gran movimiento en Gallípoli. Llegaron al amanecer las tropas turcas, que entraron en la ciudad formadas con gran lujo de pífanos y chirimías y albornoces de gala. Detrás iban en carretas, mulos, burros y caballos, las familias y la impedimenta. Al lado de las mujeres con el rostro cubierto iban los niños graciosos con sus túnicas hasta el suelo y sus pequeños pies descalzos. Les fueron señalados cuarteles al lado opuesto de la ciudad. Los turcos, que conservaban el recuerdo de sus derrotas y habían acatado la superioridad de las armas catalanas, no hicieron el menor comentario y aceptaron con buena gracia lo que se les daba.
Iba y venía Ximeliz con su traje de campaña rodeado de su estado mayor. Cerca de él llevaba siempre un soldado que padecía a veces ataques de epilepsia, a quien consultaba antes de tomar determinaciones importantes. Algunos decían que Ximeliz era muy religioso y que lo habían visto en la noche a solas dando vueltas sobre sí mismo, lenta pero persistentemente, hasta formar con su caftán una especie de campana. Después —según decían— caía sentado sobre la alfombra con la cabeza en las rodillas, suspirando. Eran ejercicios religiosos. El epiléptico que lo aconsejaba en materias difíciles era un sufí de Túnez. Otros decían que era de El Cairo, donde tenía una alcazaba con mercado de caballos y de mujeres.
Ximeliz llevaba músicos y bailarines masculinos y en sus cuarteles se oían a veces las canciones monótonas de los centinelas que se aburrían por la noche.
Una alusión religiosa que Ximeliz gustaba de repetir como si hiciera gala de erudición era la del cántaro de Mahoma, que no acababa de vaciarse y que no se vaciaría del todo hasta que el profeta hubiera recorrido, jinete en el corcel de Alá, los cielos y los infiernos.
Nadie sabía lo que quería decir con aquello.
La princesa estuvo viendo el desfile acompañada de sus doncellas y de los galeotes. Pensaba para sí: “Oh, el alma vuestra, la del odio, biencriada, sometida y vestida de blanco”.
Los turcos se instalaron pronto y pocas horas después en su barrio no se advertía la menor confusión. Las enjalmas y las sillas de los caballos estaban todas en orden alineadas contra las murallas. Y cada cual conocía la suya. Todo el día transcurrió en tareas de almacenaje y aprovisionamiento. Y no hubo incidentes. Con los catalanes no había nunca incidentes si se aceptaban sus regulaciones.
Aquella gente turca comía arroz y carne salada en polvo, mezclados. Cada soldado llevaba consigo Una cantidad bastante para alimentarse quince días y algunos hasta treinta. Sólo bebían agua. Algunos almogávares los tenían por verdaderos seres de excepción y detrás de su originalidad veían algo siniestro. “¿Qué se va a esperar —decían— de hombres de guerra que no beben más que agua?” Sus caballos daban la impresión de ser más ágiles, pero sólo por cortos espacios ya que los maltrataban de tal forma que ninguno resistía la tiranía del jinete mucho tiempo. Saltaban de costado, caracoleaban, se encabritaban para cambiar de frente sobre las patas traseras y al final de una carrera pocos de aquellos animales dejaban de sangrar por los ijares. Los turcos les dejaban el rabo caudal y estimaban más a los caballos que lo tenían más largo. Un caballo con el pelo de la cola cortado les parecía desairado y risible y nadie lo habría querido montar.
Estaba la princesa con sus doncellas y les hablaba de sus aventuras recientes. Insistía en dar un sentido especial a la lobreguez de la noche que sucedió a la gran mortandad de Rodesto. Había, según ella, esponjas gigantescas que se extendían y se recogían en la noche, respirando. Estaban hechas con avisperos secos de Galilea. Cuando miraba aquella noche el cielo, pensaba que había también esponjas inmensas que recogían el mercurio disperso y siempre quedaba alguna abeja mojada de mercurio y zumbante alrededor del grimorio del abad (el archimandrita de San Makarios) caído en medio de la plaza.
Escuchaban las doncellas temblorosas pensando en Rocafort, en el hombre terrible que había hecho todo aquello. Y esperaban a los caballeros turcopoles.
Llegaron cuando la luna comenzó a inclinarse hacia Occidente.
Ya entonces los turcos dormían. Sus centinelas cantaban aburridos a media voz cantinelas melancólicas, siempre repitiendo la misma melodía. La princesa recordaba una vez más que los hombres taciturnos y tristes son terribles amadores, terribles hombres de sexo y de voluptuosidad. Los de la cara cetrina y borrascosa eran terribles fornicadores. Ella lo sabía y seguía pensando: “Los turcos son de ésos. Y están dentro. Los catalanes les han señalado su barrio con mojones y flámulas y términos. También a los turcos les gusta saber sus límites”. Y todos dormían, menos los centinelas.
Los turcopoles llegaron con ruido de carros y cascos y relinchos. Muntaner y tres capitanes del consejo de Rocafort los recibieron y les señalaron establos y viviendas aparte de los turcos, aunque no demasiado lejos. El jefe de los turcopoles se llamaba Matusso y era pequeño y cuadrado. Había estado a veces en las fiestas de la corte, cuando la princesa María recibía con su madre a los capitanes a quienes dejaba besar la fimbria amarilla de sus dalmáticas. La princesa quería ver a Matusso. Recordaba que nunca había sido muy galán porque había quedado cojo de una caída del caballo, es decir —como él precisaba—, de una caída con el caballo. Era su animal el que había caído y no él. Una vez en tierra, al ir a levantarse fue derribado por otro caballo y pisado de mala manera. Se quedó cojo y se le desarrolló un carácter nervioso y a veces impertinente.
Lo imaginaba la princesa por los caminos de Macedonia, en la noche, suscitando la risa sonora de los sapos despiertos.
Al día siguiente llegó Matusso, se inclinó profundamente y dijo:
—Gracias a tu presencia en Gallípoli, señora, puedo dejar de servir al Emperador sin ser infiel a la familia del Emperador ni a la dinastía.
La princesa, complacida, le invitó a sentarse. Le preguntó si era verdad que había estado de guardia en el palacio el día de la muerte de Roger y el capitán turcopol se puso muy pálido y juró que por estar de guardia no se habían empleado sus tropas en la persecución y matanza de los catalanes. Confesó que de haber estado libre habría sido obligado por el príncipe Miguel a intervenir, pero que por fortuna no sucedió nada de eso.
Matusso no estaba seguro de que su cabeza saliera indemne de aquella difícil entrevista:
—Nadie me lo dijo, señora —repetía— Digo, ninguno de los conjurados.
—Pero lo supiste.
—Como todo el mundo dentro del palacio. No pude hacer nada. Nadie pudo hacer nada. Ni siquiera su majestad la reina Irene, tu madre.
Vio una reacción de alarma y de ira en la cara de la princesa y se apresuró a añadir:
—No digo que ella lo supiera, pero cuando vio que sucedía, tampoco pudo hacer nada. En lo que se refiere a mí, yo estaba de guardia y seguí en mi puesto. Eso fue todo. Seguí en mi puesto.
La princesa comprendió que Matusso se alarmaba más cada vez y quiso cambiar de tono. Le dijo que tal vez tendría que combatir un día dentro de la ciudad de Constantinopla contra sus antiguos hermanos y Matusso se apresuró a advertir que los griegos no habían sido nunca hermanos suyos. Él era turcopol y prefería la corte del kan Azán.
La princesa le pidió noticias de muchas personas. Matusso se las dio lo mejor que pudo, un poco sobresaltado aún, y la princesa, cuando creyó que había agotado sus confidencias, lo autorizó a marcharse. El mismo día la princesa transmitió a su madre las palabras de Matusso. La carta comenzaba: “Han llegado los turcopoles tiesos en sus caballos, más firmes y vistosos que nunca. Los jinetes menos galanes son los aragoneses, porque no montan por galantería ni presunción sino sólo para derribar, matar y exterminar. Mientras el turco se gallardea en su silla, el catalán lo pasa con la lanza. Luego lo lleva arrastrando detrás hasta que por su propio peso el cuerpo se desprende. Pero ahora son amigos.
”Aquí, dentro de Gallípoli, flotan en el aire las vírgenes catalanas hijas de los almogávares con sus pechos duros. Han madurado ayer apenas y acuden y se beben el agua de las palomas. Porque esas vírgenes recientes siempre tienen sed.
"Querría ir contigo, pero espero que llegue Berenguer. Anoche creí que llegaban sus barcos. Oí una trompa de guerra. Resultó que no era tal trompa, sino el mugido de un toro que se había roto una pata. Me lo dijo Nicodemos, el galeote, que es el que sabe siempre lo que sucede cuando no sucede nada.
"¿Por qué tarda tanto Berenguer? Dicen que trae hombres de guerra y armas. Yo lo espero y no digo nada. Casi siempre escucho sin hablar, sobre todo si está cerca Ximeliz. Y camino paso a paso, cada pie alcanzando al otro y rebasándolo para ser alcanzado y rebasado a su vez. Es una tontería caminar. Pero todo es como debe ser y mi espacio, el que yo ocupo, es mío por ahora y de nadie más.
”He tenido noticias del príncipe Miguel y de todos los de nuestra corte. Desde que he oído a Matusso hablar de ellos, es como si estuvieran aquí, en el castillo, al pie de mi torreón. Mi torreón es negro —de piedras llovidas— alrededor del glacis y gris arriba, sobre el cubo de piedra, allí donde la luna se asoma algunas noches como una señora en el aniversario de su boda.
”En la plaza de armas hay una luz que me parece siempre la de las seis de la tarde. El aire tiene la transparencia de aquellos atardeceres en Constantinopla, cuando todos se iban a otra parte y yo me quedaba unos instantes olvidada en mi traje de fiesta y me creía perdida para siempre.
"Cada almena tiene su estandarte ideal del mismo color pardo de la tierra.
”Y el universo gira alrededor, respetuoso. Los cortesanos de mi tío Andrónico están ahora conmigo, quiero decir, después de hablar con Matusso.
”Los capitanes-comerciantes-burgomaestres de Pera dicen de mí que estoy loca, pero que soy hermosa. Eso creo yo también y estamos de acuerdo. Estoy loca de impaciencia desde que sé que viene Berenguer. Por eso no quiero ir aún a Tesalónica. Espero a Berenguer y a veces bajo a los sótanos y leo en el muro los nombres que los tiernos ahorcados de antaño escribían con un clavo. El clavo estaba siempre torcido y por eso la línea de la P se les quiebra a la mitad del trayecto. Y todos usan la P muchas veces. Luego alzo la cabeza y veo a los héroes, los mártires y los muertos por delegación cubriendo el cielo entre las almenas. En un círculo cercado de piedra. Nimbados de flor de azufre, de minio, de azul celeste, de alga verde por alturas y planos, según sus mereceres.
"Acostada en el adarve, miro arriba. El silencio es un disco mellado y veo pasar altos y remeros los ánades.
"Las efigies de todos los nuestros están ahí, en lo alto, después de haber hablado yo con Matusso. El cielo, que antes se veía arriba, se ve ahora a un lado, en el fondo de una profunda tronera. Por ella penetra la voz nuestra, sin cuidado.
"Están los Demetrios, los Estafilardos, los Belisarios, los duques Vasiliev, los condes Armenópulos, los Dalmacios de Tracia, los de la dinastía inquieta de Grégoras, todos sin sus mujeres que no cuentan en estas cosas de vida o muerte. Unos con barbas de estaño y otros con barbas de yema de huevo hilado. Algunos rasurados, con la cara de suegra que se les pone a los viejos rasurados. Otros sin un solo pelo en la cabeza y con las barbas espesas y borrascosas. Y todos diciendo que soy buena y hermosa y enamorada, pero que estoy loca. Que Roger el César me dio el filtro de la locura, el filtro póstumo que dan en Castilla, según ellos, a las mujeres un instante antes de quedarse viudas. En la India las mujeres se queman con el cadáver del esposo. En Castilla, según dicen esos viejos, les dan un bebedizo que les quita la razón. Pero yo la había perdido antes, con el amor. Digo, la razón.
"También me ha dicho Matusso que los Zonaras hablan mal de ti, madre. Los Zonaras, emparentados con los Nastogo por la puerta falsa.
Dicen que por tu deseo el Imperio se hundiría sin que movieras una mano ni dijeras una palabra. Después de hablar con Matusso yo imagino quiénes nos esperan, quiénes nos odian y nos temen, quiénes alientan la esperanza turbia y quiénes la limpia, quiénes se ríen por no llorar y quiénes lloran presintiéndolo todo. No te digo los nombres, pero es necesario para que los adivines.
”Cada día pienso en todo esto desde la torre albarrana. Los caracoles de la vega prueban a llegar a la tronera donde el cielo aparece ladeado. Miro por dentro de la tronera y veo otra vez ese cielo entre las pajas del nido del esparver. En los entrepaños hay figuras de gamberros de Roma grabadas con la punta del cuchillo. Grandes gamberros con sus pendones dominicales y sus capiscoles cantores.
"Hay soldados que saben hacer muchas cosas con el cuchillo en la madera y hasta en la piedra.
"También salen en procesión los bucardos (nombres que usan los almogávares, según la ocasión). Y esas beatas, como se ven en la población vieja de Gallípoli, sobre las cuales ha llovido el agua de la desgracia y el agua de la gracia. Yo les doy a veces cinco escudos de oro diciendo que lo hago por tu parte, madre y reina mía. Ninguna de ellas te olvida desde los tiempos de Cízico y me dicen siempre lo mismo: que rezan por ti.
"Aunque parecen bobas, saben mucho de materia de dobleces humanas, han vivido siempre con hombres de guerra y han sido viudas más veces que yo. Ahora, en la vejez, no saben qué hacer porque la vida las lleva más allá de sus medios.
“Berenguer se acerca tal vez a Gallípoli, navegando, y sonríe en la borda de su barco. Yo le envío el halcón neblí para que lo reciba en una mano o lo deje posarse en el hombro y piense en mí. Porque hay que pensar siempre en mí.
“Es la hora de la tarde aquí, digo, en mi torreón. Las seis de la tarde, hora en que los hombres acostumbran a derramar su ira. Yo salgo fuera y voy a ver si el esparver ha vuelto. Miro fijamente el azul hacia el horizonte y sólo parpadeo cuando es realmente inevitable.
“Entonces, madre, en lugar de ir yo a Tesalónica creo que debemos prepararnos todos a ir a Constantinopla. Tenemos a Andrónico al alcance de la mano, como a uno de esos pájaros que los chicos llevan por la calle con una cuerda atada a la pata. Los ojos comienzan a desorbitársele a Andrónico. Habrá que matarlos a los dos (también a su hijo Miguel) antes de que los dos comiencen a dar pena. Aunque para Miguel yo tengo una venganza mejor. Querría encerrarlo en una sala tapizada de espejos por todas partes y dejarlo allí siete años con siete meses y siete días y siete horas y siete minutos en medio de una multitud de yos. Allí se vería él a sí mismo siete millones de veces cada día. Ya sabes que él no se gusta a sí mismo.
“El culpable debe estar tributando eternamente. Allí, encerrado. Las cortinas se moverán como si hubiera brisa y, sin embargo, todo estará herméticamente cerrado. Y Miguel tendrá que amarse a sí mismo al cabo del tiempo y no podrá, viéndose en todas las actitudes, posiciones y ángulos, vencido y ominoso.
“Tal vez iré yo a Tesalónica y tal vez vendrás tú. Todo dependerá de la caída de Constantinopla que, según se dice, nos está esperando porque la gente quiere volver a sus pueblos. Las calles están llenas de multitudes refugiadas y fugitivas de todas partes. Quieren volver y no pueden y se ponen enfermas y los aires se corrompen. Mueren en las calles de Constantinopla. La verdad es que toda esa gente del pueblo quiere que ocupemos otra vez el palacio y que haya paz. Para entonces tú vendrás y te recibiremos bajo palio. Con otro archimandrita y otro Patriarca, porque el de ahora está con Andrónico y come con fruición los postres que le prepara los viernes la condesa Belisaria”.
Esto le decía la princesa María a su madre.
En los días siguientes los turcopoles y los turcos tuvieron dificultades sobre el uso del agua de un pozo que estaba a mitad de camino de sus reales. Los hombres no habrían peleado porque sabían evitar la pugnacidad a sus horas, pero las mujeres iban a buscar agua y se insultaban. En su defensa llegaban los maridos y a veces echaban mano a las espadas. Las mujeres no podían evitar los temas vidriosos y discutían si llevaban o no el cuello o la frente tatuadas, si sus maridos estaban circuncidados y si comían “más limpio” las unas o las otras.
Cuando no había otro tema de discusión, salían a relucir las batallas y las derrotas recientes.
Acordaron que los turcopoles, que eran menores en número, tomaran el agua del castillo. Muntaner dio, además, un decreto amenazando con multas a la mujer o al hombre que insultara de palabra a una persona de una nación diferente. Decía Muntaner en su decreto que confiaba en la buera crianza y el respeto mutuo de los ciudadanos de Gallípoli; quienes habiendo demostrado que sabían ganar imperios debían demostrar también que eran capaces de vivir en ellos como ciudadanos.
Muntaner llevaba la administración del castillo con cuidado, de un modo vigilante y flexible, pero firme a su manera. Por sus funciones de alcalde civil y de comandante militar de la plaza (mala companyat de hommes... etc.), los capitanes seguían burlándose afectuosamente de Muntaner. Descubrieron que en la tradición de Gallípoli —antes de la ocupación catalana— el alcalde iba a los actos oficiales y públicos acompañado de dos timbaleros delante y un alguacil detrás. Los timbaleros hacían resonar solemnemente los parches de dos timbales que producían un rumor como un trueno lejano. Muntaner hizo buscar a los que ejercían esa función y los restableció en su puesto. Cuando asistía a algún acto público, iban delante de él. No le extrañó ver que impresionaba a los capitanes y en general a la tropa de un modo favorable. Los soldados se quitaban la gorra cuando pasaba Muntaner con todo aquel fastuoso acompañamiento.
Cuatro días más tarde llegó Berenguer. Desembarcó sus quinientos soldados, todos lidiadores expertos, bien armados y mejor adoctrinados. Muchos de ellos encontraban conocidos entre los soldados de Gallípoli y se cambiaban impresiones y noticias.
Tantas tropas estaban dándoles a los catalanes ya la sensación de ser invencibles. Tal vez la confianza del número comenzaba a confundir a aquellos hombres bravos.
Quiso Berenguer el mismo día que llegó tener noticias del estado de las fuerzas y de los territorios ganados, así como del monto de los ejércitos de Andrónico y de la hacienda que habían recogido en Gallípoli en víveres y en dinero. A todo le respondieron con minucia y exactitud.
Después Berenguer subió a ver a la princesa, quien lo recibió con una alegría contenida y con la gracia que acostumbraba. Reparó ella en muchos detalles de la persona de Berenguer, de tal modo que a ninguno de los presentes se le escapó aquel interés. Lo primero que le dijo —en un tono un poco protocolario— fue lo siguiente:
—Sé que has dejado tu patria, abandonado tus castillos, vendido una gran parte de tu hacienda, pero ya estás aquí. Gallípoli necesitaba una cabeza y aquí está. Un poco encanecida, pero lo que pierde en juventud lo gana en autoridad.
Otras cosas le dijo la princesa en las que se entendía que le daba la dirección de los ejércitos y la más alta preeminencia. El capitán se limitó delante de los otros a besar su mano y a agradecerle la generosidad que usaba siempre con los catalanes y que había mostrado una vez más en sus palabras de bienvenida. Pero la princesa no lo había dicho todo:
—Cuando saliste para quemar las atarazanas de Andrónico yo te dije que te esperaba. ¿Te acuerdas? Bien. A pesar de los genoveses, has cumplido tu palabra.
Sonrió Berenguer y sonrieron los que lo acompañaban. No estaba Rocafort porque andaba atareado con los problemas de abastecimientos. Berenguer callaba y la princesa miró su propio pie desnudo. Añadió:
—Las cosas son en Gallípoli muy diferentes de lo que eran cuando te marchaste.
Odiaba la princesa aquella entrevista delante de tanta gente y los despidió con la esperanza de ver más tarde a Berenguer, a solas.
En el kenourgion encontró Berenguer a Rocafort. Después de los primeros saludos Berenguer preguntó:
—¿Han jurado lealtad los turcos?
—Los turcos y los turcopoles.
—¿Públicamente?
—Públicamente y bajo escribano.
Quiso ver Berenguer aquellos documentos y fueron a la comandancia. Por el camino se les reunieron muchos capitanes.
Cuando llegaron Berenguer encontró a Arenós y se abrazaron. Hubo un largo silencio y Berenguer dijo con voz clara y distinta:
—Al menos, ahora tengo un ejército.
Rocafort se apresuró a rectificar:
—El ejército que traes contigo. Lo he visto y no es malo.
—¿Qué quieres decir con eso, Rocafort?
—Lo dicho. Tú gobiernas y gobernarás los hombres que has traído porque los otros tienen ya general.
—¿Quién?
—Yo.
Berenguer tropezaba con un obstáculo serio.
—Éstas no son cosas —dijo tranquilo y afable— para tratarlas a solas. Los demás tienen seguramente algo que decir.
Entonces Berenguer salió a la sala inmediata donde estaban la mayor parte de los oficiales. Alzando la voz, dijo:
—Caballeros, Rocafort y yo tenemos algo que declarar.
Salía Rocafort detrás de él diciendo que las cosas estaban claras en el ejército, pero que no se oponía a celebrar una reunión con todos los catalanes y aragoneses. Los pregoneros llamaron a asamblea y pocos minutos después estaban los soldados reunidos en el patio descubierto del castillo. Los veía la princesa desde su terraza, con los rostros alzados para ver a los capitanes que ocupaban las balaustradas. Eran rostros francos y sin recelo.
Berenguer, en lo alto de la escalinata, cambiaba impresiones con sus amigos sin hablar del problema, como si se tratara de un rutinario asunto de administración sobre cuya solución a nadie podía caberle dudas. De pronto se volvió hacia la gente y alzó la voz:
—Creo que el capitán Rocafort quiere hacer una declaración de extrema importancia.
Rocafort se acercó a la balaustrada e irguió el pecho:
—Nada puedo decir que parezca nuevo a la tropa —dijo, aparentemente tranquilo, pero con la voz a veces temblorosa— porque todos saben quién soy yo y quién ha compartido las angustias y temores de todos y quién los ha llevado a la venganza y a la victoria en estos últimos tiempos. El campo está en condiciones muy distintas de como estaba al marcharse Berenguer de Entenza, cuando le quitaron las galeras, le mataron la tropa y lo redujeron a prisión. Yo soy el primero en lamentar las desgracias que padeció, pero, según recordamos todos, él se había empeñado en seguir su propio consejo y no el de los capitanes y soldados. Lo que le he dicho al capitán Berenguer a solas se lo puedo repetir ahora delante de todos: Entenza mandará las tropas que ha traído consigo de Aragón porque las demás tienen ya jefe.
Los soldados callaban.
Uno de los capitanes de Rocafort, que era amigo de Entenza, dijo que había que tener en cuenta no sólo los hechos de armas de cada cual, sino también sus alianzas personales, la fuerza y el valor de su familia, la autoridad de su nombre. Ventajas que podían favorecer a la totalidad del ejército y a la suerte futura de cada cual.
—¿Favorecernos? ¿Se puede saber en qué? —preguntó Rocafort con la voz más tranquila que antes, pero un poco destemplada—. Entenza ha ido a pedir a los reyes de varios países su ayuda. Ha ido a ver al Papa. Ni los unos le han dado ayuda ni el Papa la bendición. Y eso que las bendiciones de Roma no cuestan armas ni dinero ni sangre. Pero si al Papa de Roma no le gusta que la casa de Aragón crezca y se mejore y si a los reyes de Aragón o de Sicilia no les interesa nuestra vida o nuestra muerte en estos territorios, el caso es que nosotros estamos sin más sostén que nuestras adargas y sin otro aliento que el de nuestras espadas. Y esas adargas y esas espadas se han empleado en ausencia de Entenza tan bien como otras y seguirán empleándose como lo han sido hasta ahora. Parece que la autoridad del nombre de Berenguer no ha servido para gran cosa ni en los reinos de Occidente ni en nuestros campos de batalla.
Berenguer quiso hablar, pero sus mismos partidarios se lo impidieron porque se discutía airadamente entre algunos grupos y las voces mostraban al calor de los ánimos. Jiménez de Arenós consiguió hacerse oír y habló tomando el partido de Berenguer, cosa que no extrañaba a nadie. Entretanto, Berenguer daba la impresión de ser ajeno e indiferente al problema y discreteaba aparte con algunos capitanes. Al verlo la princesa desde sus ventanas, pensó: “Perderá la partida. El que se desentiende en estos casos la pierde siempre. La altivez y la seguridad en sí mismo no bastan”. Pero Arenós decía:
—Estamos en un momento difícil. Nuestras victorias nos han puesto ricos de armas, hombres y fortuna en el terreno de la disputa por la preeminencia y la autoridad. Todos sabemos que Rocafort es un jefe esforzado y valiente. Lo hemos seguido y lo seguiremos en el campo de batalla, pero las proporciones de nuestro ejército son tales que ya no se trata de poner nuestras vidas y el orden de nuestras haciendas bajo una mano de hierro ni bajo una espada. Hay muchos intereses y cada día serán más y más complejos. Rocafort ha dado ejemplo de valentía y de capacidad, pero ha creado, como suele suceder en las largas campañas, amigos y enemigos. Un jefe como Berenguer de Entenza, que está por encima de nuestras pequeñas o grandes dificultades de grupos, no puede hacernos sino bien a todos. Yo llamo a la conciencia y al buen entender de los compatriotas, especialmente del mismo capitán Rocafort, para que comprendan que la cabeza de Berenguer puede y debe ser desde ahora la cabeza de todos.
Los soldados seguían callados. El patio de armas conservaba la resonancia de las últimas palabras. La mitad inferior de los muros que rodeaban el patio estaba en sombras y la parte alta del lado norte soleada y dorada. En aquel aire dorado navegaba a veces un pájaro perezoso mostrando su vientre blanco.
Pidió Arenós que hablara Berenguer de Entenza y éste dijo, negligente y como a su pesar:
—Respondiendo a las palabras de Rocafort sobre mi relación con las casas de Aragón y de Sicilia creo que estoy obligado a revelar algo que no he dicho a nadie todavía. Su majestad don Fadrique me ha prometido enviar lo antes posible a uno de sus descendientes, al infante don Fernando, para que sea nuestra dirección y nuestro rey. Repito que no había dicho nada porque hasta que lleguen noticias de su salida de Mesina me parecía más prudente reservarme y no sembrar ilusiones que podrían tal vez resultar vanas ya que, como dice el refrán, el que vive de ilusiones muere de desengaños. Caballeros, si hablo ahora es porque me veo obligado a mostrar el fondo de las razones y estímulos de mi conducta. Yo no quiero mandaros por mí y ante mí. Quiero, simplemente, establecer la unidad en nuestros campos hoy ricos y poderosos para ofrecer esa unidad a nuestros señores naturales, representados por el infante don Fernando, que tal vez a estas fechas está navegando hacia las playas de Gallípoli. Y si otros piensan de otra manera, en su derecho están; pero me creo obligado a invitaros a todos a la reflexión y a la razonable mesura antes de decidir.
El silencio entre los soldados continuaba. La princesa se preguntaba un poco turbada quién sería aquel infante don Fernando y por qué Berenguer no le había dado a ella la noticia antes de hacerla pública. Comprendía que en aquella alusión al infante había un argumento inesperado de verdadera fuerza contra Rocafort, pero no estaba segura de que beneficiara a Berenguer y desde luego a ella, como princesa de Grecia y de Bulgaria, la confundía y disgustaba. Rocafort había recibido una fuerte impresión que trataba de disimular. Dos de sus capitanes le gritaron: —Dale la respuesta, capitán.
Un almogávar dijo con voz destemplada:
—¡Dónali tapabocas, capitán, fill de verraco!
Aquí y allí rieron. Y Rocafort dijo con un poco de sorna:
—Berenguer lo ha dicho por sí mismo. La casa de Sicilia puede mandarnos un infante y puede no mandar infante ninguno. Si lo manda, desde luego yo seré el primero en prestarle acatamiento y reverencia, que no he capitaneado nunca comunidades ni motines. Pero la verdad es que el infante no ha llegado aún y que yo he levantado la situación de nuestras tropas desde la miseria a la victoria y la seguridad y he ganado territorios y castigado a nuestros enemigos traidores. Yo —se golpeó el pecho dos veces con furia— seguiré llevando la rueda del timón. Digo, si las tropas lo aprueban.
Arenós quería que hablara Muntaner porque esperaba que después del golpe de sorpresa de Entenza la opinión de Muntaner podría remachar y asegurar la opinión de la gente en aquella dirección. Muntaner parecía remiso, pero viendo que no había otra solución subió la escalinata y apoyado con ambas manos en la balaustrada hizo el gesto del que pide silencio. Los murmullos tardaron en apaciguarse y entre tanto la brisa del estrecho agitaba las melenas romanas de Muntaner.
Detrás de él se alzaba un alto cubo de piedra punteado de ventanas y en dos de ellas se veía a algunos almogávares curiosos, husmeadores y reticentes, todo al mismo tiempo.