CAPÍTULO XX

LA sombra natural había crecido muros arriba y la zona dorada del sol alcanzaba sólo los últimos torreones y atalayas.

Escuchaban a Muntaner de buen grado los dos bandos. Tenía autoridad verdadera y era raro observar que una de las razones en las que esa autoridad se basaba era su naturaleza de hombre no de armas sino de letras. Alzado sobre el estrado dijo:

—Según Berenguer de Entenza, es posible que el infante esté en camino y lo mejor que podemos hacer todos es remitir al día de su llegada la solución de nuestras diferencias. Entretanto, conviene conducirnos como si nada nuevo hubiera sucedido. Rocafort mandará sus tropas, incluidos los turcos. Arenós mandará sus valientes y cortas mesnadas y Berenguer de Entenza los hombres que ha traído. Yo... yo mandaré las dos mil mujeres de Gallípoli y los siete caballos cojos que me dejasteis para un caso de emergencia (todos soltaron la risa) y nadie discutirá el asunto bajo pena de multa. Mientras el infante llega, gritemos todos: ¡Viva el rey don Fadrique! ¡Viva el infante don Fernando!

Respondieron todos clamorosamente arrojando las gorras al aire. Arenós mostraba una expresión falsamente satisfecha y Rocafort recelosa, pero su recelo era natural en él, en todas las situaciones. La tropa seguía en el patio formando grupos. Las discusiones renacían acaloradas y vivaces. Todos entendían que el problema quedaba cancelado sobre el azar de la llegada del infante, a quien imaginaban de pie en la proa de su galera bajo los estandartes de Sicilia.

El sol se había retirado ya del último torreón, pero iluminaba aún el estandarte de San Pedro que, llovido, sucio y desgarrado, seguía ondulando en lo alto desde el día en que las pocas tropas de Gallípoli salieron desesperadas buscando una muerte honrosa.

La mayoría de los almogávares defendían a Rocafort. No podían olvidar que había gobernado el campo durante los últimos tiempos, tan llenos de angustia y de incertidumbre. Creían que no era justo quitarle el mando en el tiempo de la felicidad si se lo habían dado en los días de la más negra desgracia. Creían que el fruto de tantos trabajos debía ser para el jefe que los padeció con ellos.

Como a pesar de la amenaza humorística de Muntaner —las multas— no se podía evitar que la gente hablara, llegó la noche en estas discusiones. Alguien salió con antorchas y las dejaron en los machones de las saeteras. El patio de armas seguía lleno de soldados y las discusiones tan encendidas como al principio.

La princesa había observado diferencias y bandos entre sus doncellas, también. Cuando estaban delante de ella, todas se mostraban partidarias de Berenguer, pero a sus espaldas Zoé, Sofía y alguna otra preferían a Rocafort. Cosa rara, Constantina, enamorada de Rocafort, creía sin embargo que este debía subordinarse a Berenguer y la princesa se lo explicaba por la necesidad posesiva de la amante, por el secreto egoísmo del destructivo amor. Esto le gustaba a la princesa, quien hizo algunos regalos de importancia a Constantina y la llamó varias veces aquella noche “hermanita” y “dulce amiga”. Al día siguiente preguntó a Muntaner si había dicho a Rocafort algo sobre la broma de la noche en que recibió a Ximeliz.

—¿Que broma? —preguntó Muntaner fingiendo haberlo olvidado.

—Yo dije que habría que colgar a los que se negaran a aceptar la jefatura de Berenguer. ¿Se lo habéis dicho a él?

Muntaner se apresuró a negar. Ni él ni Arenós le habían dicho nada ni pensaban decírselo. La princesa lo miraba a los ojos:

—¿Por qué?

—Esas cosas... —dudó Muntaner, confuso— no son cosas para decirlas a nadie.

Satisfecha, la princesa pensaba: “El hecho de que no se lo hayan dicho representa que lo tomaron en serio, que lo consideran posible”. Eso le gustaba.

Tenía Berenguer menos soldados que Rocafort. En todo caso, y viendo que las cosas iban cada día peor y que el infante don Fernando no llegaba, acordaron llevar su problema ante el consejo de los doce y reanudar la campaña. El consejo acordó hacer buena la proposición de Muntaner, es decir, dejar las cosas como estaban, y declaró al mismo tiempo que no permitiría en modo alguno hacer fuerza o ejercer represalias sobre los que quisieran cambiar de jefe. Al enterarse, la princesa se lamentó:

—Un monstruo, es ahora el ejército. Un cuerpo con tres cabezas. Esto le gustaría a mi madre.

Decidió escribirle aquel mismo día. Pero no le dijo lo de las tres cabezas. Le hablaba de la llegada de Berenguer y luego añadía: “Estos hombres que lo han vencido todo en el campo de batalla esperan a un infante de Sicilia para decidir cómo se juegan la carta última contra Andrónico. No saben que la tienen ganada ya y no sé si esa ignorancia es buena o mala. Mi padre el kan podría decírnoslo o tal vez lo sabes tú misma también. No es necesario que me contestes a esto que acabo de decirte, y menos por escrito y confiándolo al azar de los correos. No sé lo que podrías decir, pero sin saberlo me inquieta.

”Cuando pienso que yo misma podría haberlo arreglado todo el día de la daga en Pactio, me acuso a mí misma. Pero era difícil. Agatocles llevaba la camisa de malla de acero. Esfuerzo perdido. ¿Lo lamentas? Yo no sé todavía si lamentarlo o no. La vida es complicada.

”Yo también espero al infante. Mientras los catalanes discuten, los turcopoles afilan sus cuchillos y los turcos calientan sus panderos para templarlos comenzando ya a mirar de reojo y a sonreír bajo las barbas.

”No me es permitido —por recomendación de Berenguer— mostrarme partidaria de ningún bando. Dicen que hasta que llegue el infante debo callarme. Comienzo a pensar que me preparan razones de estado y sorpresas, todavía más sorpresas, aunque es difícil que yo me sorprenda de nada. Todas las tardes hay foro abierto en el patio de armas y mientras la sombra va subiendo por los muros las discusiones se encienden y los ánimos se calientan. Desde mis ventanas he aprendido en tres días más palabras feas que en el resto del tiempo desde la llegada de los catalanes.

”Y al oscurecer quiero invitar a Berenguer de Entenza a mis habitaciones y no puedo por razones de estado. Para no añadir dificultades”.

Con la decisión del Consejo quedaron todos aparentemente tranquilos, aunque en el fondo nerviosos e inseguros. Entre tanto, Berenguer subió varias veces (por la mañana siempre) a ver a la princesa sin ser llamado. Al principio llevó a Muntaner consigo, pero la tercera vez subió solo. El galeote Nicodemos alzó la cortina y sonrió con su boca sin dientes.

—¿De qué te ríes? —preguntó Berenguer.

—Bajo la luz —respondió el viejo— las cosas se saben a sí mismas y el caballero acude.

Berenguer se volvió a mirarlo pensando que la compañía de aquellos viejos daba a la princesa una nota de irregularidad y extravagancia. La princesa le preguntó antes de contestar a su saludo:

—¿Con quién van los turcopoles? Yo puedo hacerles cambiar de opinión. Yo y mi familia somos algo para esos hombres.

—Por el momento —dijo Berenguer—, es mejor que dejemos las cosas como están. Arenós va conmigo. Los hidalgos todos están de mi parte. Si los mil caballeros turcopoles se pasan a mi bando, las fuerzas serán ya bastantes para afrontar el choque armado con Rocafort y prefiero alejar esa tentación, ya que sólo catástrofe y ruina puede traernos a todos.

Acostumbrada la princesa a la discreción de Berenguer pensó que su deseo de ser amado de las tropas era una muestra de debilidad. Pero le guitaba todo en Berenguer, hasta las muestras de debilidad. Hasta las maledicencias que había oído contra él. Porque temeroso Rocafort de la influencia de la princesa le había hecho llegar a través de Constantina toda clase de comadrerías. La princesa se había divertido con ellas dándoles su justo valor como astucias y ardides de un enemigo encarnizado y un poco bellaco. Y quiso hablarle de aquello a Berenguer:

—¿Has quedado pobre en Aragón según me dicen? ¿Tienes enemigos en Aragón, en Francia, en Roma y en Sicilia? ¿Es verdad que no te quedan amigos en ninguna parte y por eso has venido aquí?

—Tengo los amigos que quiero tener señora. Además te tengo a ti.

Impacientaba a la princesa aquel cuidado de Berenguer por conservar intacto el núcleo secreto de su personalidad. “Tengo los que quiero tener señora.” Era como si estuviera diciendo con sus ojos opacos: “Hay dentro de mí algo que no es necesario que nadie conozca nunca”. Sin embargo Berenguer era afable, comunicativo y capaz de confianza. Pero la princesa, como todas las mujeres que ponen en acción los recursos de su amor, adivinaba mucho más. Siguió preguntándole:

—¿Es verdad que en tu feudo de Aragón tenéis verdugos negros?

Berenguer soltó a reír:

—¿Son mejores los blancos? Pero yo no los tengo ni blancos ni negros.

La princesa se le acercó:

—Ayer —dijo— vino un juglar aragonés y cantó varias canciones. Me lo envió Muntaner que es un diablo que sabe la poesía de vuestro país. Es una canción de un pastor a quien una princesa le propone matrimonio. ¿Es que en España las princesas proponen matrimonio a los pastores?

—Eso dicen los poetas.

—También lo dicen en Macedonia y en Tracia y en otras partes. Yo soy una princesa pero tú no eres un pastor.

—¿Y qué? —dijo Berenguer sonriendo paternal—. En mi familia hay infantes. Eso hace más fáciles las cosas.

Se acercó, se sentó a su lado y le preguntó:

—¿Es que te casarías conmigo?

El choque fue un poco brutal. Cuando la princesa pudo reaccionar dijo que sí con la cabeza. No estaba acostumbrada a oír las cosas tan directamente. Berenguer se quedó un momento reflexionando ausente y ella se dio cuenta y se sintió desconcertada:

—¿Qué pasa? ¿Hay algo que no quieres decirme?

Pensaba Berenguer que si llegaba el infante don Fernando la boda de la princesa con él sería el mejor medio y tal vez el único de resolver todos los problemas. La princesa comprendió las reservas de Berenguer, que eran las de un soldado leal. Berenguer dijo:

—Sí. Tienes razón. Hay un príncipe de Sicilia.

—¿Cómo es el infante don Fernando? —preguntó ella.

—Más joven que yo.

—¿Rubio o moreno? —añadió ella en broma.

—Rubio.

—No me gusta. ¿Alto o pequeño? ¿Cómo dices? ¿Más alto que tú? Demasiado alto. No me gusta. ¿Es muy religioso? ¿Sí? Tampoco. Yo soy religiosa a mi manera aunque no quiero un beato a mi lado. Pero dime una cosa querido: ¿es de veras, posible que el infante don Fernando venga?

Era seguro y sólo lo sabía Berenguer. No había querido decirlo a nadie. Tampoco se lo dijo a la princesa porque Berenguer podía guardar un secreto, sobre todo cuando importaba tanto a su futuro. Se limitó a decir:

—Es posible.

Comprendió la princesa que el infante estaba al llegar. Preguntó a Berenguer si había pensado seriamente en casarla con don Fernando y él se limitó a abrir un poco los brazos inclinando levemente la cabeza a un lado. La princesa irguió la suya:

—¿Es que no me quieres?

—Creo que no. Pero me gustas.

—¿Otras mujeres te gustan tanto como yo?

—Sí. Es verdad eso. Pero no son como tú. Tú eres diferente.

—Bueno, te gusto. ¿No basta con eso para casarse?

—Sí, desde luego.

—El matrimonio es importante.

—No lo creo. Si me atrevo a decirlo hay algo cómico en el matrimonio. Pero podemos casarnos como los demás. Sin embargo lo mejor sería esperar al infante antes de decir la última palabra.

La princesa le ofreció los labios y Berenguer se inclinaba sobre ella cuando llegó Muntaner, quien retrocedió cómicamente. Iba a marcharse pero ella lo llamó:

—Eres un bufón —le dijo— y eso no va bien con el vencedor de Spínola.

Muntaner le preguntó:

—¿Te ha dicho Berenguer que sale mañana para poner sitio a Megarix?

Se puso la princesa un poco sombría y Muntaner explicó que al mismo tiempo Rocafort saldría con sus fuerzas para poner sitio a Nonna a sesenta millas de Gallípoli. La plaza que iba a sitiar Berenguer estaba a treinta millas de Nonna y la distancia entre los dos jefes le pareció corta a la princesa teniendo en cuenta la tirantez de relaciones. Berenguer añadió que el ejército de Rocafort saldría seis horas antes que el suyo para evitar encuentros en el camino.

—¿Así estamos, Dios mío? —preguntó la princesa ni alegre ni triste pero de veras escandalizada.

Aquella tarde algunos hombres de origen noble del bando de Rocafort se pasaron al ejército de Berenguer con armas y bagajes. Pero fueron en número que no modificó el balance de fuerzas. La princesa tuvo que salir a revistar las tropas de los turcos y turcopoles. Estaban formados con sus banderas cerca del castillo y hacían sonar pífanos y tambores. Rocafort en persona fue a buscarla. Se alegró ella de verlo pensando que le hablaría de lo que más le importaba. Emparejada con el caballo de Rocafort, la princesa le dijo mientras pasaban despacio frente a las tropas:

—Andas en malos pasos, capitán.

—Ando en los pasos en los que me ponen los otros.

—Por ahí no irás a ninguna parte. O, lo que es peor, irás a algún lugar del que tendréis todos que arrepentiros.

—Prefiero ser ahorcado a tener sobre mí a otro capitán, sea quien fuere.

—Ya veo. Prefieres ser ahorcado a obedecerme a mí.

Dijo Rocafort sin mirarla, con el acento del que responde humildemente:

—Señora, la mujer manda desde la cama, no desde el caballo.

Sin dejar su sonrisa de corte, la princesa le dijo:

—Rocafort, eres una bestia.

—La clase de bestia que tu alteza necesita para restablecerse en sus estados.

Saludó con la espada y se alejó al trote a recibir a Ximeliz, que llegaba a darle la novedad. Los pífanos sonaban. Detrás de la princesa iban a caballo los dos galeotes y con ellos dos doncellas que iban vestidas con los mismos colores. Eran Constantina y Zoé. Los galeotes habían aprendido a mostrarse en público sin llamar la atención, pero, así y todo, los turcos no acababan de comprender qué clase de gentes eran. Suponían que serían maestros o tutores. Entre los turcos, los maestros tienen dignidades y honores. Casi siempre son nobles por sí mismos y ejercen ese ministerio gratuitamente y por vocación.

En el silencio más completo, los cascos de los caballos que pasaban delante de las filas sonaban de un modo imperativo y metálico.

—Lucidas tropas —dijo la princesa a Ximeliz cuando este llegó a su altura.

—Gracias, alteza.

Las tropas orientales suelen dar una apariencia brillante. Los caballos no sólo van bien equipados sino enjaezados con cierta libertad, de modo que el jinete le pone los adornos que quiere. A veces un soldado de filas tiene arneses incrustados en nácar y oro mientras que su capitán los tiene sólo de cobre. Había soldados vestidos de seda y damasco. La mayor parte se habían puesto sus mejores arreos y las lanzas llevaban en su remate pequeñas oriflamas. Recordaba que los colores de aquellas oriflamas eran, por casualidad, los mismos de la casa de Anjou, de triste memoria para Roger y que éste le había dicho en Cízico: “Cuando aparecen las oriflamas turcas, el caballo las conoce y salta sobre ellas encabritado”. Pero Roger no había podido imaginar que un día aquellas oriflamas iban a formar parte de las enseñas de su ejército.

El caballo de la princesa fue alcanzado por el de Rocafort.

Ella volvió a hablar:

—Hasta ahora has librado la cabeza, Rocafort. ¿Sabes quién mandará que te la corten un día?

—Vuestra alteza, señora —dijo él con una inclinación cortés—. Si es por orden de tu alteza, pondré la cabeza en el tajo de buena gana.

—¿Eso es todo, villano?

—No, señora. Mi cabeza cortada os mirará por última vez con reverencia y amor.

Pensó la princesa que los villanos de Cataluña sabían ser corteses y palaciegos, al menos delante de las tropas. Y le hizo otra pregunta:

—¿Qué pasará cuando llegue el infante don Fernando?

Aquí el capitán la miró de frente, sorprendido:

—El infante no vendrá.

—¿Por qué?

—Demasiados mares, demasiadas sirenas tentadoras, demasiados turcos.

—¿Así hablas tú de tus señores?

—Yo sólo digo que no vendrá. Si viene el infante, obedeceré sus órdenes.

La princesa cambió de registro:

—Berenguer me ha hablado bien de ti y de los tuyos. Cada vez que yo digo que eres un villano, él replica que un gran capitán no puede ser un villano y que hay hombres que son cabeza de linaje y que hay otros que lo acaban. Berenguer te respeta.

—No lo veo si no se pone bajo mi gobierno. Y tú, señora, no te molestes en conciliarnos porque no has de conseguirlo.

—Eres un bárbaro.

—Mi nación no es una nación de bárbaros y en eso tu alteza está mal informada. Soy un capitán que se llama Rocafort y que gana batallas cuando puede y cuando Dios quiere.

—Eres una bestia que no escuchas sino tu propia ambición.

—Es lo que hacen todas las demás bestias del orbe cristiano o pagano. Hasta las bestias más hermosas, como vuestra alteza.

—Te haré degollar, miserable —replicó la princesa, sonriendo.

La sonrisa de la princesa se apagaba cuando llegaban frente a las banderas turcas. La princesa, entonces, miraba atentamente a los abanderados, quienes inclinaban sus pabellones un poco, de modo que la tela no llegara a tocar el suelo. La bandera llevaba bordada en oro la media luna creciente. Y la princesa recuperó su sonrisa para decir:

—Esa media luna es bizantina y no turca. Los turcos nos la robaron. Pero a ti te ahorcaré, Rocafort.

—Prefiero el hacha, señora. La horca es para los rufianes.

La princesa contestó con un movimiento grave de cabeza al saludo de Ximeliz, a quien arrojó una bolsa de oro que llevaba en el arzón. Ximeliz la caló gracioso en el aire. Luego la princesa con su pequeño séquito, se instaló a un lado y las tropas comenzaron a desfilar por delante. Sonaban las rodelas en los estribos, colgadas a un lado de la silla, relinchaban algunos caballos y aquí y allá se oía la aguda voz de un jinete que castigaba al caballo juguetón o rebelde.

Mientras las tropas desfilaban la princesa dijo a Rocafort:

—¿Sabes quién va a ganar en el caso de que tú y Berenguer lleguéis a un mal rompimiento?

—Sí, alteza, estos hijos de puta que desfilan delante —y Rocafort saludaba la bandera turca que en aquel instante pasaba. Añadió:

—Por eso hemos tomado medidas Berenguer y yo para no encontrarnos en el campo.

Continuaba el desfile:

—Te ahorcaré Rocafort.

—Con tus manos cuando quieras alteza. Pero si es con verdugo prefiero el hacha.

Era muy poco frecuente la risa en Rocafort. Con tantas y tan lucidas tropas iba cambiando de ánimo. La princesa lo veía ladeando un poco la cabeza pero sin poner los ojos en él. Desde la llegada de los turcos parecía otro hombre. Y le dijo, pensando que había personas a quienes el uso de la grandeza y la autoridad les hacía daño:

—Rocafort, ¿sabes que hay caballos que no pueden tolerar la avena?

—Pero hay otros a quienes la paja y la avena les sienta muy bien. El mío es de ésos.

Dio una palmada en el cuello a su caballo y lo llamó por su nombre.

Era un nombre curioso: Longinos. Dijo Rocafort que su caballo podía hablar pero no quería porque despreciaba demasiado a los hombres. Y añadió con intención:

—Y a las mujeres, claro.

Después del desfile la princesa volvió un poco irritada a sus aposentos.

Iba convencida de que no se podía esperar de Rocafort sino el cisma y la violencia. Y comenzó a poner sus esperanzas, igual que Berenguer, en la llegada del infante.

Dos días después de la salida de los ejércitos llegó a Gallípoli un bajel de ochenta remos muy vistoso y alhajado. Recordaba el romance:

Las velas traía de seda la jarcia de hilo torzal.

Los vigías avisaron y la guardia comenzó a armarse, pero viendo que sólo salían del barco diez o doce hombres desistieron y avisaron a Muntaner. Gente de paz.

Pronto aparecieron detrás de la galera primera tres bajeles más empavesados y de gran gala como si fuera el día de una celebración especial. Al salir organizaron los viajeros una comitiva solemne. Iba delante un gonfalonero viejo pero erguido, con la bandera de Sicilia recogida alrededor del asta. Detrás dulzaineros y timbaleros. Luego dos maceros con dalmática de heraldos y escudos de Sicilia bordados en el pecho. Finalmente, el infante don Fernando con su escolta de tres caballeros más por autoridad que por precaución, puesto que iban sin coseletes. Todos a pie. Esperaron un momento que salieran a recibirles.

Mientras esperaban sonaban las dulzainas y el gonfalonero, abrazado a la bandera, que era dos veces más alta que él y seguía arrollada al palo, saltaba a la derecha o a la izquierda grave y solemne y daba vueltas sobre sí mismo más ágil de lo que su edad prometía.

El infante don Fernando se ponía los guantes y miraba a las murallas. Salieron por la puerta principal siete caballeros con Muntaner al frente y llegaron en tromba. Se detuvieron en seco y bajaron de sus caballos.

Seguía el gonfalonero bailando, viejo y grave, al son de las dulzainas. Muntaner vio que era tuerto. Se acordó Muntaner de Polifemo el siciliano. Luego se acercó al infante e hincó la rodilla. El infante, que era hombre joven rubio de voz un poco gangosa y de aire altivo e indolente, lo hizo levantarse y lo abrazó:

—Eres Muntaner —le dijo— y tengo noticias de tus hazañas. ¿Dónde están los otros capitanes?

Muntaner le dijo que estaban en el campo y que tenían dos ciudades sitiadas pero que les enviaría aviso aquella misma mañana. Al oír Muntaner el nombre de Berenguer de Entenza en los labios del infante tuvo la noción de la importancia social de Berenguer.

A las preguntas del príncipe contestó que todo estaba seguro en las provincias de Tracia. Quiso hablarle de la defensa que las mujeres hicieron en Gallípoli, pero el sol comenzaba a picar y pensó que sería mejor dejarlo para más tarde.

La comitiva se puso en marcha. Aludiendo el infante a los barcos empavesados y a las ceremonias, explicó que era el día del cumpleaños de su tío Fadrique.

Detrás del infante iba la escolta y detrás de ella los caballeros del séquito vestidos de gala. Al final varios caballos enjaezados y conducidos de la brida por los palafraneros.

El gonfalonero, con su alta estatura y su cabello gris, bailaba avanzando despacio. Las trompetas de la guardia principal tocaban la marcha del infante. Parecía don Fernando un príncipe de estrados, es decir, más de corte que de guerra, pero Muntaner advertía por pequeños detalles —un gesto, una palabra— la presencia de un alma bien templada. Muntaner le dijo que él era el gobernador y alcaide de la plaza y que en Gallípoli no había otra persona de sangre real más que la princesa María, quien lo esperaba en sus aposentos.

La comitiva avanzaba. Preguntó el infante cuándo había llegado Berenguer y habló de las dificultades que su libertad había encontrado entre los genoveses y también en la cancillería del Papa. Otra vez oyendo el nombre de Entenza en los labios del infante, tuvo Muntaner la sensación de la importancia de Berenguer y también de la solidez y fortaleza de la casa de Aragón, sin saber porqué. Se dio cuenta de que el infante se había decepcionado al principio viendo que Berenguer no salía a recibirle. Pensó Muntaner que lo consideraba más que un amigo, tal vez un hermano.

Las fuerzas de la guardia formaron en un ala muy extensa que llegaba hasta los exedras del castillo. El infante las revistó sin que dejaran de sonar los timbales y las dulzainas y sin que el gonfalonero cesara en sus movimientos, que no eran una danza, pero sí una insinuación de danza.

Llegaron al patio de armas. Los heraldos, los músicos y el gonfalonero se hicieron a un lado mientras el infante recibía la llave del castillo, la daba a un gentilhombre y decía a las tropas de la guardia:

—Hoy, en el día del santo del Rey de Sicilia, ha querido Dios traernos con buena mar y en buena salud a estas playas tan famosas en los tiempos pasados. Vengo en el nombre de mi tío Fadrique a hacerme cargo del gobierno si vosotros estáis conformes.

Hubo un clamoreo de aprobación y alguien gritó: “¡Viva el Rey don Fadrique!” Muntaner repitió luego aquel vítor tres veces y cuando todos callaron el infante agradeció su acatamiento por ser las primeras tropas españolas que encontraba en Oriente y dijo que en nombre de su tío aceptaba su obediencia y los ponía bajo su gobierno. Esta expresión bajo su gobierno le parecía a Muntaner una voz providencial que cambiaba de pronto las condiciones de la vida de los catalanes.

Entraron en el castillo y Muntaner subió a avisar a la princesa. Ésta se hallaba en el kenourgion, dispuesta a recibir al viajero. Dijo que lo había visto y que la parecía hombre de buena gracia pero demasiado ceremonioso. Le explicó Muntaner que aquel día era fiesta en toda la nación siciliana y que las solemnidades que veía eran obligadas.

—Traed a vuestro infante —dijo ella—. ¿Qué idiomas habla?

Dudó un instante Muntaner y, recordando que el latín de Sicilia era diferente del de Tracia, convinieron en que la princesa hablaría griego y el infante castellano y que él serviría de intérprete.

Mientras se acercaba el príncipe, se oían abajo las dulzainas y los timbales. Pero sólo acompañaban al príncipe dos gentilhombres y los mace— ros con sus dalmáticas, que se quedaron a los lados de la puerta del kenourgion.