CAPÍTULO XXIV
ERA el amanecer en Casandria amarillento y sucio mientras que en Gallípoli era azul y oro. Llegaron correos de Tesalónica. La madrina Olga decía: “Estás cerca. En una jornada de caballo puedes venir. Las murallas están abiertas para ti y las guardias están avisadas. Bastará con que te acerques para que suenen las trompas de homenaje. Tu madre te espera, el pueblo te espera, los soldados ponen agua en las almenas para que vayan a beber las abejas que hacen sus avisperos en las saeteras. Las murallas de Tesalónica tienen miel para ti. ¿Todavía no puedes o no quieres salir de la ciudad muerta? Di que vienes a parlamentar o simplemente a ver a tu madre y ven cuando quieras, de día o de noche. Me han dicho que llevas coselete de oro y un águila con las alas desplegadas sobre tus pechos. El águila tiene dos cabezas, una mirando a Macedonia y otra a Tracia. Dicen que llevas también plumas azules y blancas sobre el yelmo. ¿Tú, mi ahijada? ¿Para qué?
Casandria tiene una muerte niña para los viejos, una muerte joven para los hombres maduros, una muerte amante para los varones en la fuerza de la edad. Pero la descomposición ha comenzado. Yo tengo aquí un collar de tres vueltas que en lugar de perlas o de diamantes tiene uñas de tigre ensartadas. Cada diez, un cave de perlas. ¿Te acuerdas? Tú te lo ponías al cuello. Pero ahora, y a distancia, más vale no hablar de eso. Tú tampoco debes pensar en eso.
"Por tu madre sé algunas cosas. No le digas que yo te hablo de ellas porque son secretas. Todo es secreto con tu madre, ya la conoces. Si tú no entras en la vida de Rocafort como entraste en la de Roger los catalanes buscarán un señor de Occidente a quien servir. ¿Quién? Yo creo que Carlos de Francia. Eso cree también, tu madre, que está mejor enterada. Los franceses buscan por todas partes el daño de Sicilia y saben lo que le pasó a Rocafort con el infante don Fernando. El Rey Carlos tiene dinero, ejércitos y una parte de Grecia consigo: el ducado de Atenas. Y sabe que Rocafort empleaba en Gallípoli un sello que decía: “Ejército de los francos de...” O cosa parecida, lo que no daña precisamente a esa alianza. Por otra parte, Carlos busca a los catalanes hace tiempo. ¿Se entenderán? Yo sé que tú no entrarás en la intriga y si entras será pensando en el kan y en tu madre. Antes que entrar en una danza como ésa sería mejor casarte con cualquiera y fundar dinastía.
”Lo que queremos, naturalmente, es que vengas aquí. No ahora mismo ni mañana, sino cuando las cosas (cualesquiera que sean) estén a punto. Tu madre dice que las mujeres no deben hacer fuerza a la fuerza. Lo dice —creo yo, aunque podría equivocarme— pensando en Rocafort y en ti.
”Se ve que no tenéis miedo a las euménides y en eso estáis todos equivocados. Nadie cree en ellas, pero los catalanes deben andar con cuidado porque las euménides lloran entre las cuatro y las cinco de la mañana, cuando los más valientes, solos y lejos de su tierra, tienen miedo. ¿No las has oído llorar? Yo sabría decirte algo si estuvieras aquí, sobre el llanto de las euménides. Pero te burlarías de mí. Yo sé que tú no quieres pensar en eso y renuncio a escribirte más sobre el asunto.
”Es posible que un día de éstos llegue aquí —es decir, a Casandria, otra vez— Muntaner. Yo no lo conozco, pero tu madre sabe de buena tinta que llegará con cadenas en los pies. Hemos tenido noticias de Negroponte. Yo creo que todos los catalanes llevarán al fin cadenas en los pies. Cuando lo digo, tu madre ríe y se escandaliza: Es tu deseo, que te engaña, me dice. Pero si el deseo me engaña a mí, no la engaña a ella. El mismo deseo, creo yo. Será lástima, sin embargo, lo que le pase a Muntaner, a quien tu madre quiere tanto.
”Ella no puede comprender que siendo tan fuertes los catalanes ahora no vayan sobre Constantinopla, donde apenas si hay guarnición”.
Leyendo la carta, la princesa se decía: “Todas estas palabras son un pretexto para decir sólo que Constantinopla se puede tomar a pie llano”. Pero Rocafort lo sabía y no hacía nada.
El anuncio de Olga se cumplió inesperadamente. Días después llegó Muntaner y no llegó soló, porque en la misma galera iba Gómez Palacín. Los dos con cadenas en los pies. La galera estaba ricamente aderezada y llevaba en la popa el estandarte de Carlos de Francia. En la misma galera llegaba el conde Tibaldo de Sapois, agente de Carlos, quien desembarcó llevando consigo a los dos prisioneros.
El grupo que formaban era curioso. Primero, dos gonfaloneros italianos con las banderas de Francia y de la casa de Anjou. Viéndolos la princesa desde el peristilo de su vivienda, se preguntaba: “¿Por qué viene aquí la casa de Anjou, enemiga de Roger?” Detrás iba el mismo conde con la espada desnuda en la mano, pero cogida por la hoja y no por la empuñadura, lo que significaba que iba en son de paz. Luego venían quince o veinte lanceros de a pie y entre ellos los dos presos encadenados.
Acudían los catalanes. Al ver a Muntaner, algunos juraban en su idioma sin acabar de comprender:
—¡Vata!—gritaban los turcos, indignados.
La soldadesca se agrupaba alrededor de la escolta de los presos y como nadie mostraba intención combativa los soldados de Tibaldo no sabían qué hacer. Tibaldo tampoco comprendía. Daba órdenes a la escolta, pero los de Casandria se habían acercado demasiado y las picas largas de los franceses eran inútiles. Eran demasiado largas.
—Redeu, Muntaner! Quina misbia és eixdi —gritaban ofendidos los oficiales catalanes.
En pocos minutos le quitaron las cadenas. Tibaldo gritaba:
—Messieurs, attention! Attendez l'arrivée du general Rocafort, messieurs!
Creía que la liberación de Muntaner era contra la voluntad de Rocafort, delante del cual se presentó poco después con cartas credenciales, regalos y ofrecimientos personales del príncipe Carlos. Rocafort no se interesaba en Muntaner, pero le agradecía la entrega de Gómez Palacín.
La princesa María trataba en vano de comprender y pensaba: “Eso es cosa de mi madre. La prisión de Muntaner la alianza que ofrece el de Francia, todo es cosa urdida por los correos marítimos de mi madre”.
Dijo Muntaner a los soldados que lo liberaron que al llegar a Negroponte la pequeña flota del infante don Fernando se enteró de que los soldados de un destacamento que había dejado en Almiro con la orden de preparar víveres frescos para la vuelta, habían sido maltratados y encarcelados. El infante castigó a los griegos entrando en la ciudad de Almiro a sangre y fuego. Luego volvió a sus naves y marcharon otra vez hacia Negroponte. El infante quiso bajar a la ciudad y los capitanes le advirtieron que los de Negroponte tenían alianzas con el duque de Atenas, cuyas islas habían saqueado, pero el infante no hizo caso y bajó a tierra con Muntaner y algún otro. Apenas puso el infante pie en tierra cuando diez galeras venecianas atacaron la pequeña flota y los de tierra apresaron al infante, a Muntaner y a Gómez Palacín. El infante fue conducido a la presencia del duque de Atenas, aliado de Carlos de Francia, quien lo redujo a prisión, aunque guardándole respetos y preeminencias.
En cuanto a Muntaner y Palacín, los consideró Tibaldo las mejores prendas y arras de la alianza de su rey con Rocafort y con ellos marchó a Casandria.
No podía salir de su confusión, Tibaldo, cuando vio cómo los oficiales y la tropa acogían a Muntaner. Le regalaron el mejor caballo de Casandria y viéndolo sin recursos recogieron en un instante mil escudos de oro que le entregaron delante del perplejo Tibaldo, quien repetía:
—Messieurs! Un moment de réflexion, messieurs!
Y quería explicar algo, pero el alborozo de las tropas se lo impedía.
Muntaner subió a las habitaciones de la princesa a besarle las manos. Se extrañó mucho de verla taciturna, severa y con sombras de una muda desesperación en los ojos. Nunca la había visto así.
—Sabía que volverías —le dijo ella, tristemente— como has vuelto, es decir, pobre y encadenado. Los tiempos cambian y también las personas. Tú no eres el mismo, yo tampoco.
Por un momento Muntaner imaginó (su mente trabajaba) que las intrigas de Negroponte las había organizado ella de acuerdo con su madre desde Tesalónica. Y se lo dijo. Muntaner podía decirlo todo, porque en sus palabras no había ironía ni sarcasmo. La princesa negó:
—No. Las personas cambian, pero no tanto, y yo he sido siempre tu amiga. Si ahora no soy la mujer que soñaba ser desde niña, alguien tiene la culpa y ese alguien lo pagará. Puedes estar seguro de que lo pagará.
Conocía Muntaner las relaciones de la princesa con Rocafort. Hay evidencias que están en el aire, pero, además, alguien le había hablado de aquello. La princesa siguió:
—¿No dices nada? ¿No comprendes? Bien, tú no estuviste en Rodesto, es verdad. Si hubieras estado allí, comprenderías porqué tengo que quedarme aquí con Rocafort a una jornada de Tesalónica. Debía ir a Tesalónica con mi madre y encerrarme dentro de aquellas murallas que Rocafort no escalará nunca. Pero no puedo, por ahora. No puedo, todavía.
—¿Cuál es la causa?
—Yo misma no la sé. Las euménides lloran de cuatro a cinco de la mañana y los dos galeotes quieren oírlas y no lo han conseguido todavía. Pero los galeotes no importan. Nada importa ya.
—Señora... —dijo Muntaner conmovido, pensando que la princesa había perdido la gracia adolescente de Gallípoli.
—Nada importa ya. El ejército de Rocafort es el más poderoso desde los tiempos de Alejandro (quiero decir, en estas tierras) y, sin embargo, un príncipe francés te trae encadenado al real de Casandria, bajo la bandera de los Anjou, es decir de los enemigos de Roger. ¿Tú sabes lo que la casa de Anjou representaba para Roger?
—Señora, es verdad. Los tiempos cambian.
Y viendo el silencio intrigado de Muntaner, la princesa añadió:
—Rocafort ha ido escalando todas las alturas con sangre, muerte y traición. Le falta sólo un peldaño y no puede subirlo porque le ha fallado la cuenta. Un sumando de la cuenta. Anda como un ciego, tanteando y tropezando con las últimas escaleras, con las más altas. No las subirá nunca. ¿Y tú? ¿Qué piensas hacer ahora? ¿Vas a quedarte aquí?
Negaba Muntaner con la cabeza. Luego dijo con la expresión del que renuncia a algo:
—Me iré con la primera galera de Tibaldo que salga para Negroponte. Espero que el embajador me dará un salvoconducto.
—¿Quieres que se lo pida yo?
—Oh, no hará falta. Él se da cuenta de que ha hecho una gaffe. Es lo que él dice: una gaffe comme l'Himalaya.
La princesa se levantó y cogió el mangual que estaba en el rincón. Luego volvió a dejarlo, fatigada:
—No tengo fuerza —dijo— en las manos, pero hay otras clases de energía, ¿verdad? La fuerza es sólo humana, pero las ideas son divinas. Y a veces tengo ideas.
Se oyeron gritos fuera. Gritos turcos, turcopoles, entre los cuales restallaban blasfemias en catalán. Muntaner temió de pronto por Palacín y pidió permiso a la princesa para retirarse. Ella lo acompañó hasta la puerta y Muntaner, cuando estuvo fuera, preguntó a Nicodemos por su compañero de desventura.
—¿Palacín? —dijo el galeote después de inclinarse a la vista del conde Tibaldo, que pasaba—. Temo que sea un poco tarde para interesarse por Palacín, señor. El mundo de la sangre no tiene mucha correspondencia con el mundo de la amistad. Eso digo yo.
La cabeza de Palacín había sido cortada y estaba encima del capitel de una gran columna, al lado del antiguo foro. El cuerpo, todavía con cadenas, había sido arrojado escaleras abajo y algunos soldados turcos gritaban, retozaban, reían y lo registraban para quitarle lo que llevaba de valor. Al ver aquello Muntaner cambió súbitamente de expresión y fue en busca de Rocafort. No conseguía encontrarlo en parte alguna y nadie le daba razón de él.
Tuvo el embajador Tibaldo largas conferencias con Rocafort, pero el catalán resistía la seducción diplomática y no se decidía a aceptar sus ofrecimientos. Aquella tarde entró a ver a la princesa y le dijo:
—Antes de contestar a Tibaldo sobre el tratado de alianza tengo que hablar contigo una vez más. Ya puedes suponer de qué.
Los pregoneros del campamento iban de un lado a otro dando cuenta al ejército de que el Rey de Francia —nada menos que el príncipe Carlos— buscaba la alianza de Rocafort. Oyéndolos desde sus habitaciones, la princesa pensaba: “¿Qué dirá el embajador? Rocafort se siente tan perdido que necesita aprovechar todas las ocasiones para establecer o fortalecer alguna clase de autoridad”.
—¿Has firmado papeles con el embajador? —preguntó.
—No. Todavía, no. Antes necesito hablar por última vez contigo.
—¿Para qué?
—¿Lo preguntas aún, alteza?
Callaban los dos y Rocafort, con un acento de veras implorante y desesperado, preguntó:
—Por última vez, señora. ¿Te casas o no te casas conmigo?
La princesa vaciló, miró al suelo, a la puerta, al rincón donde estaba el mangual. Por fin afirmó con la cabeza y a continuación vio a Rocafort que caía a sus pies y apoyaba la frente en sus rodillas frágiles. Era una cabeza peluda y los pelos parecían alambres, como aquella otra cabeza que vio la princesa en Rodesto cruzar la calle rodando como una pelota y salió de una casa para entrar en otra, en la de enfrente. Rocafort no estaba arrodillado. Estaba medio derribado, sentado a medias y a medias acostado. Su cabeza pesaba mucho. La princesa habló:
—A veces pienso que sabes lo que es el amor. Y que me quieres.
—¿Cómo puedes dudarlo?
—Pero necesito garantías, Rocafort.
Mientras hablaba, la princesa pensaba en su madre que decía, según la carta de Olga: La mujer no debe hacer fuerza a la fuerza. Rocafort, sin alzar la cabeza, preguntaba:
—¿Garantías de qué? ¿De mi amor?
Sonrió la princesa, burlona:
—Garantías de que no vas a vender mi Imperio a los latinos.
—¿Y qué garantías puedo darte si no me crees por mi palabra?
—Una. Haz algo que te impida en el futuro establecer cualquier relación con ellos, digo, con los franceses.
Callaban los dos y después de un largo espacio la princesa puso la mano en la cabeza del catalán y dijo bajando la voz:
—Mata al embajador.
—Eso es demasiado —dijo él con voz ronca.
—¿No quemaste las naves en Gallípoli? También aquello era demasiado. Y es lo que te pido ahora: quema las naves otra vez. Mata a Tibaldo tú, con tus manos hermosas. Con tus manos rampantes. Es la garantía de que serás leal al Imperio. Nunca te he pedido una cosa a ti. Mírame de frente y oye bien lo que te digo. Ésta es mi condición: mata al embajador.
Miraba Rocafort a la princesa, de reojo. Podía mirarla de frente, pero la miraba de reojo y ella se daba cuenta y le decía algo agradable. Algún elogio de su barba, de su cabello, del color de sus ojos. Luego seguía:
—En la explanada del campo de Marte de Casandria los lobos entran por la noche oblicuamente. Los lobos entran siempre en los sitios de los hombres oblicuamente. También las escuadras catalanas tuyas entran oblicuamente en la batalla. Los catalanes sois guerreros oblicuos, pero tenéis hermosas manos. No son manos de artistas ni de obispos ni de marqueses. Son manos rampantes. Las tuyas son más hermosas, Rocafort. Pero, ¿para qué? ¿Para acariciarme a mí? Eso no basta. Mata al embajador Tibaldo y me casaré contigo.
Rocafort callaba, pensando: “Tibaldo es un gentilhombre, francés, un hombre refinado y galante que no tiene aspecto ninguno de guerrero. Un hombre de salones y palacios. Matarlo debía ser muy fácil, aunque aquellos hombres suaves de apariencia tenían a veces recursos inesperados y secretos. La princesa insistía con la voz menos pugnaz del mundo:
—Quema las naves, Rocafort, y creeré en ti. Me casaré contigo. Si esa garantía te parece exagerada, piensa que se trata de la seguridad de mis estados y de los estados de nuestros hijos.
Rocafort callaba conmovido por estas últimas palabras. Comprendía la necesidad que tenía la princesa de garantías y seguridades. Y ella seguía hablando:
—El embajador me ha enviado a decir que quiere venir a saludarme. Yo le he dicho que se lo agradezco y que ya le avisaré, pero no le avisaré nunca. ¿Para qué? Seguramente quiere venir a curiosear y a ver si puede obtener algo mejor que tu alianza. ¿Te ha dicho a ti que quería verme? ¿No? Supone que hay perspectivas alrededor de mí, contigo o contra ti. Tú sabes lo que son esas gentes de las cortes latinas. Mátalo, Rocafort. Y entiérralo en ese cementerio antiguo de Casandria, en cuyos sepulcros hay muertos que todavía, después de tantos siglos, tienen hipo. Dentro de su tumba, tienen hipo. Se les enfría demasiado el neuma. Y tienen hipo.
Mata al caballero Tibaldo, al gentilhombre francés, y me casaré contigo.
Rocafort mondaba su garganta sólo por oírse a sí mismo y por cubrir la voz de la princesa.
—Yo conocí a un hombre —dijo ella cuando Rocafort acabó de carraspear— que habría matado al embajador sólo por atreverse a entrar en su campamento con las banderas de los Anjou. Tú sabes quién era: Roger de Flor. Después conocí a otro que estaba ya muerto y que tenía todavía el alma pegada a la piel y ese alma cambiaba de color a lo largo del día con el sol, con las nubes y con la luna. Tenía un neuma perezoso y escéptico: Berenguer de Entenza. ¿Te acuerdas?
—Calla, señora. ¿Qué necesidad hay de hablar de eso, ahora?
—Bien, callaré. Has matado demasiada gente aquí dentro y has mostrado en eso tu debilidad. Eres un hombre a quien la gente obedece menos cada día. Los soldados no te quieren y la ejecución de Palacín ha soliviantado a los pocos que te quedaban fieles. Ahora pensarán con justicia que tal vez estás tratando de venderlos a Francia. Mata al embajador y desharás esas sospechas. Yo me casaré contigo y ellos te aclamarán antes de la boda, en la boda y después de ella. Tendrás una corona en la cabeza y esa corona la dejarás a tus hijos un día.
Rocafort vacilaba. Tuvo una salida poco hábil:
—Cásate antes conmigo y haré lo que quieras. Después haré lo que quieras.
—No, Rocafort. No me fío de ti. Las cosas y las gentes te invalidan poco a poco. Te invalidan como hombre de honor. Especialmente las mujeres. La sirvienta, la esclava, la esposa del capitán, la princesa. Sí, también princesa. No importa. Te has envilecido y nos envileces a todos un poco. No me fío. Me venderás, Rocafort. Sí, a mí. Por eso te pido que me des prendas y que quemes las naves. Si no las quemas no me casaré contigo y no serás ya nunca nadie. Este es el momento crucial de tu vida. Si no te casas conmigo no serás sino el lacayo de la carroza de los muertos. Pero ya veo que no puedes responderme ahora. Anda, márchate, sal fuera y piensa en todo esto a solas. Cuando hayas decidido quemar las naves vuelve a entrar. Anda, márchate y no tardes mucho en decidir. Aquí te espero.
Se levantó Rocafort como un sonámbulo y salió. Ya fuera se sentó en un plinto roto, pero no necesitaba pensar nada. Había decidido obedecer a la princesa y quemar las naves. Le agradecía que lo invitara a meditar y seguía sentado en el plinto y mirando sin ver, atento a la soledad de alrededor. No pensaba en nada. Ni siquiera en su buena fortuna.
Acudía a las ruinas de la acrópolis aquellos días una hembra griega ya entrada en años, que vivía en Casandria antes de que llegaran los catalanes. Rocafort la miraba, intrigado. Y la mujer, acercándose a la estatua medio mutilada de una divinidad, imitaba gravemente su actitud. Alzaba un brazo, apoyaba el peso del cuerpo sobre una sola pierna y después de un largo espacio en aquella posición —la misma de la estatua— comenzaba a hacer gestos simulando los de la diosa. Afrodita —aquella imagen era de Afrodita— estaba peinándose. Con un brazo extendido como si estuviera contemplándose en un espejo de mano y el otro doblado sobre la cabeza, la mujer pasaba por sus cabellos largos y tendidos un peine imaginario y así se estaba. Rocafort la miraba sin tratar de comprender.
Luego aquella hembra tranquila y grave se apartaba un poco, se situaba ante Diana y comenzaba a hacer el gesto de sacar flechas de una aljaba que imaginaba llevar a la espalda. Al hacerlo alargaba el pie derecho sobre el mármol y lo recogía. Repetía aquellos movimientos sin apartarse del lugar donde estaba. Rocafort la miraba sin pensar en nada. Estaba decidido, pero no quería volver a decírselo a la princesa porque se hacía la dulce ilusión de tenerla impaciente, esperándole.
La mujer imitaba también figuras masculinas, por ejemplo, a Mercurio, cuyo caduceo simulaba llevar en la mano. Y hacía de vez en cuando los movimientos del que corre, sin moverse del lugar donde estaba. De vez en cuando dejaba el pie derecho un rato en el aire. Se suponía que tenía en él pequeñas alas. Y entretanto Rocafort la miraba sin parpadear y pensaba: “La princesa ha dicho que estaba yo en el instante cumbre de mi vida. Es posible que tenga razón”.
La mujer se había apartado y delante de otra estatua truncada movía un brazo y alzaba y bajaba despacio la cabeza. “¿A qué diosa imita ahora?”, pensaba Rocafort. Los pocos griegos que quedaban en el ejército llamaban a aquella mujer Licisca. En ese nombre había algo desdeñoso.
Cuando más abstraída estaba en sus movimientos y gestos apareció al pie de la escalinata un hombre barbudo de greñas rubias y la llamó con voz exasperada y tremenda. Licisca se levantó y con el mismo aire despacioso y tranquilo fue bajando las escaleras. Había un lugar donde éstas faltaban y tuvo que arrastrarse por el suelo a cuatro manos.
Como si la marcha de la mujer fuera una indicación para Rocafort, éste se levantó también y acudió al cuarto de la princesa, quien al verlo entrar le dijo en voz baja:
—¿Has decidido algo?
Rocafort no respondía. Por fin dijo:
—En resumen de cuentas, lo que me pides es una traición más.
—El que hace una traición es un traidor. El que traiciona cien veces con éxito es un gran estratega a quien los pueblos coronan de laurel. ¿Entiendes Rocafort?
La miraba el catalán, entre burlón y confuso. En aquella expresión de Rocafort dominaba, sin embargo, la sumisión, y la princesa se daba cuenta. Ella le preguntó:
—¿Cuál es tu enemigo peor? Digo, en Occidente, entre los latinos, donde seguramente tienes muchos.
—Ninguno es en Occidente tan enemigo mío como lo eres tú en estas tierras. Pero ya que quieres saberlo, te lo diré. El peor enemigo, mi enemigo natural, es el Rey de Nápoles. Le retuve en rehenes varios años algunos castillos sólo por hacerle pagar las cantidades atrasadas que debía a las tropas y que me debía a mí. Cuando me pagó le devolví los castillos. De igual a igual. Pero, ¿qué tiene que ver eso? ¿Por qué quieres saberlo?
Parecía que iba a reír, pero algo se interpuso entre su corazón y su risa. Se calló, vio la princesa una nube cruzando por el fondo de sus ojos y tuvo miedo. Se sintió insegura. En aquel momento Rocafort añadió:
—Si firmara la alianza yo con el rey francés, todo se arreglaría.
—Se arreglaría para ti. Se arreglaría para un capitán con alma de esclavo. ¿Qué necesidad tienes tú de Carlos ni del embajador Tibaldo? ¿Qué puedes ser tú en la corte de un rey latino más que un lacayo con las armas ajenas bordadas en el pecho?
Callaba Rocafort mirando el mangual abandonado en el rincón:
—¿Te casarás realmente conmigo?
—Sí, Rocafort. En Tesalónica. Mañana. Ahora mismo. Pero mátalo antes.
Seguía viendo Rocafort un misterio en todo aquello. El Emperador Andrónico había dado títulos a Roger, a Berenguer, a Aonés. ¿Por qué nadie le había dado títulos a Rocafort? El mismo Rey de Nápoles podía hacerlo duque de su corte, pero prefirió pagarle la deuda. No eran para él los honores. Ahora la princesa le ofrecía los más altos y él recelaba. Estaba decidido a aceptar, pero recelaba. Y expresó sus recelos en alta voz:
—Yo nací —dijo, deprimido— detrás de una albarda y eso pesa en la vida. Detrás de una albarda remendada con cuero y saco. Eso pesa en la vida de uno. Sobre todo, en la mía. Y ahora me pides que mate al embajador y que me corone rey.
—Reyes ha habido con un nacimiento más humilde que el tuyo.
En aquel momento se oyó una masa de voces afuera, que parecía bajar de las nubes. Era una bandada de ocas silvestres que pasaba alta por los caminos migratorios del África. Rocafort se quedó un momento inquieto, escuchando. Se oía otra vez el graznido descendente, a coro.
Escuchaba Rocafort mirando con recelo la puerta por donde a veces aparecía Constancia. Luego contempló a la princesa. La miró a los labios, a la garganta. Había una línea amarga en el ensamblaje de sus labios. Estaba decidido a matar a Tibaldo y no lo decía porque se daba cuenta de que sus dilaciones le daban importancia, le hacían crecer delante de ella.
Añadió la princesa con los ojos encendidos:
—No crees bastante en mí. Si creyeras, harías lo que te digo. Lo matarías. Sin violencia aparente, sin sangre. Un accidente. Finge un accidente. Llévalo al extremo norte de las murallas, sube con él a la atalaya y arrójalo al foso. Podéis hacerlo tu hermano Gisbert y tú. Nadie más. Luego diremos que ha sido un accidente casual.
Rocafort pensaba: “Suprime la sangre como si yo tuviera miedo de la sangre”. Aquello le parecía humorístico. Y respondió:
—Nadie creerá que ha sido un accidente.
—¿Y qué? Los que duden te admirarán por tu habilidad y disimulo.
Seguía meditando Rocafort. Pensaba en el sello real que llevaba en el bolsillo. Por fin se pasó la mano por la frente. La princesa repitió una vez más:
—Quema las naves, Rocafort, y ven conmigo.
—... ¿Cuándo?
—Pasado mañana a las cinco de la tarde. No a las cuatro ni a las seis, sino a las cinco.
Los ojos de Rocafort se animaban. Hubo un momento en que ella lo vio vacilar aún —aunque estaba decidido hacía tiempo— y dijo:
—Cuando Tibaldo esté en el foso y yo lo vea muerto me casaré contigo. Entraremos pacíficamente en Tesalónica y nos casaremos. Al día siguiente de quemar las naves nos casaremos.
Atrajo el catalán a la princesa doblándola por la cintura hasta casi partirla en dos. Sentía allí, bajo los labios, latir el pulso en la garganta.
Luego se fue en busca de su hermano.
Aquella noche llamó la princesa a Nicodemos y le dijo:
—Necesito de ti, Nicodemos. Hay un complot contra la vida del gentilhombre francés Tibaldo. Sólo intervienen Rocafort y su hermano Gisbert. Se trata de fingir un accidente en el bastión norte y arrojarlo al foso desde lo alto. Para eso lo llevarán allí con algún pretexto pasado mañana a las cinco de la tarde. ¿Oyes, Nicodemos?
El galeote escuchaba atentamente, pensando: “Ahora comprendo por qué me tiene la princesa a su lado. Nunca se había presentado una ocasión como ésta, pero ella sabía que podría presentarse. Ahora comprendo”. Y ella siguió:
—Anda a ver a Tibaldo y con el mayor secreto díselo. Dile que has oído hablar a Rocafort y a Gisbert y te has enterado del complot por casualidad. Háblale en tu buen latín, despacio y claramente. No debe saber que te lo he dicho yo. No debe saber siquiera que yo he dicho nunca su nombre. Anda a buscarlo y dile que pasado mañana a las cinco de la tarde Rocafort y su hermano lo llevarán al bastión del norte y lo tirarán abajo.
Nicodemos palideció y preguntó:
—¿Por qué me lo dices a mí, señora?
—Porque sabes guardar un secreto.
—También Simeón sabe, señora.
—Pero Simeón es imbécil y la lealtad de los imbéciles es demasiado insegura.
Estas palabras halagaron a Nicodemos, quien besó la fimbra del vestido de la princesa y salió, deprisa. No fue difícil hallar a Tibaldo a solas y le avisó del complot. El embajador le dio una bolsa de oro y por precaución para el mismo Nicodemos lo hizo encerrar en los aposentos de su guardia. Se asustó Nicodemos y por un instante creyó llegado su último día. Pero luego vio que lo trataban amistosamente.
Preparado el golpe por Gisbert y Rocafort al día siguiente, el jefe catalán habló a Tibaldo de la conveniencia de visitar el bastión norte para izar la bandera de Carlos de Francia. Podrían ir los tres: Gisbert, Tibaldo y él. Sería a las cinco de la tarde. Tibaldo disimuló cuanto pudo y dijo a todo que sí. Hizo algunas preguntas hábiles y por las respuestas de Rocafort comprendió que era verdad la advertencia de Nicodemos.
Quedaron citados a las cinco de la tarde del día siguiente en el bastión del Norte. Izarían la bandera y allí mismo firmarían el pacto. Tibaldo prometió que iría solo. Pero aquella noche el embajador, con un destacamento francés y algunos capitanes enemigos de Rocafort, arrestó al jefe catalán y a su hermano y los llevó a bordo de una galera armada. Tibaldo no pudo entender una palabra de los torrentes de amenazas que Rocafort profirió en catalán mezclando palabras turcas y maldiciones griegas. Quiso gritar por una ventana y llamar a las armas. Lo amordazaron y lo llevaron a bordo como un fardo. Su hermano Gisbert hablaba francés y en vano trataba de explicar a Tibaldo que había un error en todo aquello.
Cuando estuvieron a bordo y encadenados, la princesa envía un billete a Rocafort y otro al embajador francés. En el de Rocafort decía: “Tú eres el primero que ha confiado en mí. El primero que ha seguido mi consejo. Te lo agradezco, Rocafort. Tal vez prefieres de veras las palomas de Bulgaria a la muerte, pero no me interesas ni rebelde ni sumiso. Has prendido fuego a las naves y te has quedado dentro y te vas a abrasar. Lo siento, aunque no demasiado. Quiero decir que me gustaría salvarte de alguna gran dificultad si eso fuera posible sin dejar de castigarte. ¿Comprendes? Adiós y que Él te dé la suerte que merezcas”.
En el billete dirigido al embajador le invitaba a pasar a saludarla —como él le había pedido— aquella misma noche.
Fue el conde Tibaldo con Nicodemos, a quien puso en libertad en el momento en que tuvo a Rocafort a buen recaudo. La princesa recibió al embajador de un modo frío y cortés. Su madre le había dicho muchas veces que no hay arma más eficaz que la cortesía e incluso la dulzura. En aquel caso bastaba con la cortesía. Entre otras cosas le dijo:
—Entrégale, señor embajador, esos dos presos al Rey de Nápoles y te lo agradecerá mientras viva. Es también el mejor servicio que puedes hacerle al Rey Carlos. Yo lo sé. Mejor que yo lo sabe la reina Irene de Bulgaria, mi madre. Si haces eso mi padre, el kan de Bulgaria, hablará contigo cuando quieras de igual a igual y si os interesa conseguiréis con él pactos mejores que los que buscabais con ese pobre capitán mercenario.
Estaba el embajador deslumbrado por las perspectivas que inesperadamente se le abrían y también por la belleza de la princesa. Decía a todo que sí y de vez en cuando intercalaba alguna alusión a sus oficios cerca de la casa de Francia para dejar ver discretamente la importancia de su persona.
Volvió a su galera y aquella misma noche salió con sus valiosas presas hacia Italia aprovechando la marea alta. Con él se fue Muntaner.
Al día siguiente llegaron correos de Tesalónica. La madre de la princesa decía: “Está aquí Arenós y es posible que venga alguien más". Esa expresión —alguien más— estaba subrayada en el pergamino de confusiones ya que aquella indicación se usaba sólo para aludir a las personas reales. Llegó a pensar si se trataría de Andrónico. O tal vez del príncipe Miguel. Y se preguntaba: “¿Esa persona real que se acerca viene tal vez al olor de la paz con los catalanes? ¿Es posible todavía la paz?”
Provisionalmente mandaba las tropas en Casandria el capitán Pérez de Caldés, hombre razonable y frío, ya entrado en años. Fue quien dio la noticia del secuestro de los hermanos Rocafort a las tropas atribuyéndolo a intrigas de los enemigos de Sicilia y sin molestarse en decir palabras de elogio para el capitán, aunque tampoco las dijo de vituperio.
Todos recibieron la noticia con la atonía natural después de tantas catástrofes. Comprendían que la conducta de Rocafort no podía conducir al jefe catalán a un fin menos desventurado que aquél. Algunos se preguntaban cuál sería la reacción de la princesa y estaban muy lejos de suponer lo que había sucedido. Entretanto, desde su capitel jónico la cabeza de Palacín parecía contemplar el cielo asombrada, con los ojos y la boca abiertos.
La carta de la reina iba acompañada de otra de la madrina que decía: “Estoy convenciendo a Arenós de que vaya allí y se ponga al frente del ejército. Pero Arenós recela. Parece que recela precisamente de ti. Al mismo tiempo este hombre tiene para ti, princesa María, sentimientos que son más que estimación y respeto. Su entendimiento de varón a veces parece agudo, refinado y sutil como el de algunas mujeres de la corte de mis abuelos. Y es galán. Con sus patas torcidas y todo, es galán. A veces habla demasiado y luego se arrepiente y está varios días sin decir nada. Hace muy buenas migas con tu madre”.
Tomó la princesa la decisión de ir a Tesalónica con el menor ruido posible, esperando que el ejército de Casandria no se diera cuenta. Pérez de Caldés había reconstituido el antiguo consejo de Rocafort y era ese consejo el que realmente gobernaba. Esperaba la princesa salir un día temprano con su séquito de doncellas —sin los galeotes— por la puerta cuya guardia estaba a cargo de los escuadrones de Caldés.
Y así lo hizo. Nadie conocía las intenciones de la princesa más que Zoé y Constantina. En lugar de salir al alba lo hicieron al oscurecer, diciendo la princesa a Caldés que iban a dar un paseo por la playa. Y antes de rayar el día llegaron ante las murallas de Tesalónica. Las puertas se abrieron con todos los honores. Las trompetas lucían al sol sobre el rastrillo. A una señal comenzaron a tocar. Los soldados de la guardia arrojaron al aire palomas pintadas de oro. Zoé decía, asombrada:
—Estas son las palomas de las que hablaba la señora.
Acompañada de su pequeña corte, la reina Irene esperaba a su hija. Cerca de ella algunos duques de Constantinopla rindieron sus respetos a la princesa María, como si no hubiera sucedido nada. Todos parecían taciturnos y un poco fantasmales. Se aglomeraba la gente al paso de la comitiva y se oían vítores y músicas. Zoé pensaba: “La reciben como si fuera la salvadora del Imperio”. Al pasar frente a la catedral, el archimandrita del monasterio de San Demetrio salió revestido de pontifical mientras las campanas volteaban. Desde allí el archimandrita bendijo a la princesa.
En cuanto la reina Irene pudo hablar aparte con su hija le preguntó:
—¿Quién manda en el real de Casandria?
—Manda una junta, la misma que aconsejaba a Rocafort en Gallípoli.
Sonreía la princesa desde su caballo contestando las aclamaciones a derecha e izquierda. Al llegar a la entrada del palacio vio a la servidumbre de estrados formada en dos alas.
Desmontaron en el patio de armas y subiendo una ancha escalinata la reina madre le preguntó sin ocultar su inquietud:
—¿Tú crees que esas hordas van a asaltar Tesalónica?
La princesa dijo que no y que si había algún lugar seguro en el Imperio era aquél, pero que, además, todo andaba desordenado y en decadencia entre los catalanes.
—¿Por qué?
La princesa miró a su madre con cierta dureza y quitándose los guantes le dijo:
—¿Por qué ha de ser? Me extraña que me lo preguntes precisamente tú. ¿No lo sabes mejor que yo, mejor que nadie?
Quería recordar que en gran parte la desgracia de los catalanes era obra suya. La reina respondió:
—Hija mía, cuando las cosas son de esa magnitud sólo pasan porque lo permite Dios.
La princesa quería aclarar el misterio de la última carta de su madre:
—¿Quién es esa persona importante que hay en casa, además de Arenós?
—Miguel. No ha ido a recibirte porque no quiere que lo vean por la calle. Nadie sabe que está aquí más que tú y yo. Bueno, y Arenós. Se pasan el tiempo jugando ajedrez y supongo que Arenós se deja ganar para mantenerse en su buena gracia.
Al ver el gesto de disgusto de la princesa, la reina se apresuró a decir:
—No es necesario que lo veas, hija mía. El no vendrá a verte tampoco si tú no lo llamas.
Y añadió después de un silencio largo:
—Aunque ha cambiado mucho. Te aseguro que es un hombre diferente. Y al fin, hija, ¿qué le vamos a hacer? Es mi sobrino.