CAPÍTULO V
SE proponía Roger continuar la campaña, pero el otoño se anticipó en aquel año. Las lluvias invadían los valles y encharcaban los caminos y Roger comunicó al Emperador Andrónico que había decidido interrumpir la campaña y esperar la primavera en Cízico, ciudad fuerte, amurallada y abundante en vituallas de todas clases. Al mismo tiempo, Roger envió a Fernando de Aonés con cuatro galeras armadas, una de ellas lujosamente preparada y dispuesta para que la princesa María y su servidumbre pudieran ir a Cízico. La princesa, que no deseaba otra cosa, llegó tres días después acompañada —esto era una sorpresa— por su madre, la reina Irene. Lo primero que la reina dijo a Roger fue:
—No esperabas a tu suegra, ¿verdad? Pero yo soy así. Me gusta llegar donde nadie me espera.
Se lo dijo en español. La palabra suegra le parecía cómica y la repetía, pero la verdad es que nunca un hombre tuvo una suegra más cuidadosa, devota y fiel, aunque podía también censurarlo y criticarlo si se presentaba la ocasión.
—El pueblo te aclama en Constantinopla —le dijo— y mi hermano el Emperador está en eso con el pueblo. Pero la nobleza comienza a preguntarse si estos catalanes no son demasiado fuertes para poder dormir tranquilos. ¿Es verdad que no ha muerto un solo soldado tuyo?
—Es verdad.
—El Patriarca dice que es milagro y que Dios asiste a tus tropas.
La suegra dejó solos a los recién casados. Roger miraba a María a los ojos:
—¿Qué te parecieron los regalos de mi gente?
—Maravillosos, pero desde mi ventana veía el río y las orillas y pensaba en otros ríos de Francia, de España, de Italia, donde tú habías dejado mujeres. Mujeres usadas, ¿verdad? Como se dejan zapatos usados en el hogar que abandonamos. Bien, querido, yo me sentía también mujer usada como ellas, sólo que era tu esposa y suponía que volverías a usarme. Ellas, las de Italia y España, tenían seguramente esa tristeza que debe quedar después de la disolución de cada amor. Esto lo ha dicho mi madre, que es muy sabia en esa materia. Demasiado sabia, creo yo. También esa tristeza la tenía yo en Constantinopla, pero sin perderte. No te perderé ya nunca. Terminarás pronto tu tarea en estas tierras y nos iremos a Bulgaria para siempre.
La gloria militar no la comprendía la princesa María. Aquella mujer— cita daba la impresión de que vencido, pobre, harapiento, querría a Roger de Flor lo mismo que victorioso. O tal vez más.
Fuera, llovía. La princesa, en los brazos de Roger, pensaba medio dormida: “Mañana vendrán los delegados de Cízico y de mi feudo y del feudo de mi madre y del de mi primo Miguel —estaban en aquellos lugares fronterizos—, vendrán a rendir pleitesía. Y mi primo odiará más a Roger, por eso su odio contra Roger puede ser peligroso. A no ser que se convierta en un difícil y elaborado amor, lo que bien podría ser con el tiempo. Entretanto, Roger me besa y la lluvia golpea en los cristales”.
Seguía adormecida y pensaba aún: “Las opiniones de la gente son ahora como la lluvia. Iguales en todas partes, en todas direcciones. El pueblo de Bizancio admira a Roger y me adora a mí. Somos lo que todos ellos querrían ser. Príncipes enamorados y victoriosos. Eso querrían ser todos. No lo son y les gusta ver que alguien lo es en su lugar. Pero no hay que hacerse ilusiones. Si el caso llegara, nos colgarían a los dos en la misma cuerda. Habrá que velar para que la ocasión no llegue”.
Vio que Roger se había dormido. Ella entonces se sintió de pronto despierta: “Antes yo pensaba mucho en mí misma. ¿Soy inteligente? Yo se lo pregunté a mi madre y ella me dijo: ¿Qué necesidad tienes tú de ser inteligente? Roger no pensará siquiera en eso cuando te tenga a ti delante. Tú eres hermosa. Es verdad. Mi belleza es una belleza de decadencia, un poco venenosa, pero tengo solo dieciséis años. ¿Qué otra cosa puedo ser yo a los dieciséis años?
”El patriarca me dijo un día que yo pienso no con la razón, sino con el instinto. No me parece mal. La cosa es pensar de un modo u otro. Ahora pienso menos que nunca. Me basta con mirar a Roger, me basta con tenerlo cerca y creer en lo que veo. Fuera y dentro de mí veo muchas cosas y las creo todas. Y lo de dentro y lo de fuera es igual. Todo es igual”.
Sentía que iba durmiéndose: “Las cosas son como parecen: las cigüeñas barquitos y los barcos de vela, aves. Y dentro de mí la muerte crece como dice el Patriarca Alejo, pero el pobre no sabe que crece cantando canciones de tierras lejanas.
"Tengo un poco de miedo. No importa. El amor destruye las cosas y el miedo las resucita. Antes yo me destruía en el amor que me tenía a mí misma. El amor a Roger sigue destruyéndome, pero cuando tengo miedo a alguna cosa me siento otra vez cuidadosa, prudente, egoísta, mía y entera. Mi primo es miserable, pero la miseria no es lo peor en él. Tiene un secreto en el que oculta su verdadera vergüenza y lo oculta como un tesoro. De ese secreto vive mi primo. Yo no sé cuál es. Todo el mundo tiene algún secreto cuando llega a los treinta años. Gracias a ese secreto no se disuelve la gente en la lluvia. Ese secreto lo hace a Miguel concentrado, obtuso y tremendo. Tremendo, eso es.
"Roger no tiene miedo a nada ni a nadie. ¿Es bueno eso? No sé”.
La princesa María se durmió.
Cízico era una ciudad amurallada y bastante grande. Tenía agricultura próspera y buenos ganados. No le faltaba nada para la subsistencia de un ejército como el de Roger. Pero los problemas se presentaron enseguida. El mayor fue la codicia de los comerciantes al verse repentinamente solicitados por siete mil hombres, cuatro mil mujeres y cinco mil niños, contando los huérfanos de los turcos.
La población no tenía ya miedo de los turcos. Por vez primera en cincuenta años los campesinos salían de las murallas de la ciudad e iban muchas leguas hacia el Sur y el Oriente sin precauciones ni temores.
Querían los comerciantes aprovechar la riqueza del ejército. Tenían los campesinos víveres en abundancia, pero no veían el oro sino de tarde en tarde. Como era de esperarse, los víveres subieron de valor a los pocos días de llegar las tropas. Una cosa era recibir a los liberadores con palmas y laureles y otra cosa venderles los productos de sus huertas.
Hubo algunos incidentes y para evitarlos se nombró una comisión de seis almogávares y otros seis mercaderes cízicos que señalaban el precio de las vituallas. Esto era importante no sólo para evitar el alza, sino también la baja excesiva que se produjo más tarde con la afluencia de mercaderes de otras partes. Así, pues, aquella junta cuidaba los intereses de los dos bandos.
En la planta baja del palacio había una guardia —la guardia principal—. En los sótanos se acumulaban cosas antiguas: un santo descabezado, libros medio podridos por la humedad y también un arco de tirar flechas, un arco de guerra bastante grande. Había también un carcaj roto, cerca. El arco debía ser muy duro de manejar y estaba distendido y en reposo, con la cuerda floja. Para armar aquel arco sería necesaria la habilidad y la fuerza de Ulises.
Tenía el arco la forma de yugo que solían tener en la antigua Grecia.
Cada vez que Arenós pasaba por allí, sentía la tentación de armar aquel arco aunque sólo fuera por probar sus fuerzas, pero pasaba de largo. Pensó también otro día que le gustaría llevarse aquel arco a Aragón y ponerlo en algún lugar de la sala de armas, porque tenía guarniciones de madreperla y de ámbar y se veía que era una pieza de valor.
Revisándolo un día, vio dos imágenes grabadas en las zoquetas de cada remate. Una debía ser Santa Sofía (en todas partes aparecía esa santa) y la otra era San Juan Evangelista, que anduvo por aquellos territorios y que, según la tradición, murió cerca de allí. Es decir, no murió. Se enterró vivo en un sepulcro y se desvaneció su cuerpo.
El ejército de Roger estaba entero en aquella ciudad, con excepción del almirante mujeriego Aonés y su armada. Por acuerdo de Roger se había ido a invernar con sus barcos a la isla de Xío, cercana a las costas enemigas, de modo que la armada estaba al mismo tiempo de invernada y de vigía. Aquella isla de Xío era la única donde crecía el almaste, arbusto del que salía esa resina balsámica que se llama almáciga. Arenós le gastaba bromas al almirante con la almáciga y Aonés decía que iba a calafatear con ella toda su escuadra, con lo cual los mares por donde pasara quedarían perfumados y las mujeres dirían desde las orillas: Ahí va Fernando de Aonés. Atribuía a esas mujeres otras palabras de un realismo bastante procaz. Arenós y el almirante se entendían bien porque eran del mismo pueblo aragonés. A veces hablaba Aonés con ilusión de volver a su aldea y ver a su gente. ¿Cómo nos recibirán?, se preguntaba, y Arenós le decía:
—Si volvemos ricos, nos recibirán bajo palio, y si volvemos pobres, nos mirarán de reojo y dirán: No vemos qué es lo que han sacado con tanto correr tierras.
Aprobó el Emperador en Constantinopla los acuerdos de invernada de Roger y le envió grandes cantidades de miel, pescados en conserva, carne seca y fresca. Estos víveres eran regalados, puesto que no tenían nada que ver con las soldadas que a su tiempo se pagarían íntegras.
En Cízico estaban no sólo los soldados de Roger, sino también los masagetas o alanos de Georges y los bizantinos o romeos de Marulli. Los alanos eran borrachos y amigos de pelear. Peleaban entre sí con frecuencia y no era raro verlos con la cabeza vendada y orgullosos de sus vendas y de sus heridas. Algunos días se habría dicho que había en el real de los alanos verdaderas batallas campales.
Los romeos eran gente ordenada y disciplinada. Mejor equipados que los alanos, comían como buenos burgueses más que como soldados en facción. Así como los almogávares solteros, que eran pocos, cocinaban por grupos de cien y no eran muy cuidadosos de la calidad, aunque sí de la cantidad, y sobre todo del vino o la cerveza, los romeos tenían pequeñas repúblicas de veinte para las cuales guisaba un buen cocinero. Sus comidas eran, pues, más delicadas y mejor condimentadas. A veces los almogávares se burlaban amistosamente de ello y les decían que tenían la tripa de buen año y que la carne blanda la penetraban mejor las flechas turcas.
Los romeos a veces los invitaban a comer. No muchas veces porque casi todos los almogávares mientras comían eructaban como árabes y ventoseaban como germanos.
Comían los masagetas peor todavía que los almogávares alrededor de pequeños fuegos en grupos de cinco o seis.
Se burlaban los alanos de los almogávares y decían: “Poca cabeza. Hacéis un fuego grande y os sentáis lejos de él. Nosotros hacemos un fuego chico y nos sentamos cerca. Menos trabajo, menos gasto y más calor”. Siempre andaban con bromas a propósito de las costumbres de los unos y los otros.
A veces los oficiales del estado mayor de Georges o de Marulli, que pretendían ser saludados y honrados por los soldados de Roger y no lo conseguían, mascullaban algo entre dientes. Era producto del ocio y de la convivencia forzosa. Cuando alguien daba cuenta a Roger, éste decía: “En el campo, con el enemigo enfrente, todo el mundo olvidará esas cosas”.
Entretanto, en el palacio la reina Irene, que era la figura mayor de la casa, fue descubriendo ante Roger el pequeño mundo de sus pasiones. No podía ver a Marulli, según decía, pero lo invitaba a veces porque, al fin y al cabo, era un mariscal del Imperio. A Georges no lo invitaba nunca. “Al fin”, decía, “es un aventurero, un mercenario”. Solía añadir que los alanos eran todos leñadores en su tierra y que Georges era un tipo ridículo con sus grandes barbas que le salían por debajo de la celada cuando se armaba.
—Además, te odia —decía a Roger.
En público, la reina se adaptaba al protocolo bizantino y daba lecciones a las damas y doncellas de su servicio si se permitían olvidar algún detalle. Pero en privado tenía un ánimo alegre, juvenil a pesar de sus cuarenta y cinco años, y un don cruel de imitación y de sátira que a veces hacía reír a Roger y a veces le asombraba. Sobre todo hablando de Andrónico y del príncipe Miguel.
La princesa María le reprochaba a veces: “Madre, ¿tú sabes lo que estás diciendo?” La reina decía: “No lo sé ni quiero saberlo”, y como si esas advertencias la estimularan a hablar seguía con nuevos ímpetus y nuevas impertinencias. Pero tenía gracia. Algunas de sus maledicencias eran inocentes. Decía que la duquesa de Nastogo se ponía por la noche parches en las sienes y en las mejillas para evitar las arrugas y que cuanto tenía que beber lo hacía sorbiendo con una paja para no contraer los labios. De su marido decía que toda su vida había tenido una sola vocación: la de sobrino. Había nacido para ser sobrino de su tío, el kan de Trebisonda.
Según ella, las injurias de guerra del príncipe Miguel eran estupendas. Había recibido dos golpes en la cabeza cuando se batía a espada con un peral en su parque. El peral daba frutas muy duras y con los golpes de la espada algunas cayeron desde las ramas más altas y le hicieron contusiones. Entonces el príncipe comenzó a patadas con el árbol. Cayeron más peras y una de ellas, la más grande y la más alta, lo dejó sin conocimiento. Cuando volvió en sí hizo cortar el árbol como castigo. Y su padre le concedió honores de guerra.
Lo decía en serio, pero, claro, nadie la creía.
La reina madre podía ser casi chabacana con sus bromas, pero en cuanto se trataba de cuestiones de política bizantina que tuvieran relación con su marido, el kan, sabía siempre quién era el fuerte y el débil y dónde estaban los intereses de cada uno. Conocía bien el punto crucial de las cosas y daba consejos inteligentes. No estaba en Bulgaria sino en Constantinopla porque prefería vivir al lado de su hija mientras su esposo el kan Azán no “liquidara” a sus dos concubinas. Esa expresión —liquidar— tenía varias y diversas acepciones que ella no explicaba.
—En Cízico —decía a Roger— trata bien a los nobles, devuelve sus reverencias y ofréceles de beber de vez en cuando. No se atreverán a chistar. Cuando comiencen a sentirse bastante familiares para intentarlo, será ya la primavera y la hora de salir al campo. A los mercaderes déjalos que roben un poco y luego les sacas el dinero en impuestos. Al final lo que hacen esos comerciantes es servir de agentes de recaudación de tributos, quieran o no quieran. Debes inventar un par de gabelas nuevas. No te preocupes de lo que pueda decir el Emperador. Éste es mi feudo.
Luego, a solas, Roger preguntaba a su esposa:
—¿De veras está tu madre esperando que liquide tu padre a sus amigas?
La princesa María se quedaba un momento cavilando y respondía:
—Eso dice ella, pero no hay que hacerle caso.
Comenzó a dar Roger sus edictos encabezándolos así: “De orden de S. M. Imperial la reina Irene Paleólogo de Bulgaria y Cízico...” (era un edicto obligando a los griegos a pagar un impuesto por cada joven esclavo turco que se llevaban a trabajar). Más tarde llegaron cartas del Emperador a su hermana Irene y ésta dijo a Roger que quitara su nombre del encabezamiento de los edictos. Los mismos correos llevaron copias del poema que Gayo Sorinópolus había dedicado a las bodas de la princesa y que había hecho reproducir en pergaminos iluminados con tintas de colores y con capitulares de oro. Roger, viendo aquella exquisita obra de arte, preguntaba quién era Gayo. La princesa le decía: “¿No te acuerdas?” Y le explicaba. En su juventud había conocido Gayo dos o tres veces la prisión acusado de permitirse bromas contra el Emperador anterior. No había sido culpable, sin embargo. Otras veces había hecho copiar y difundir epigramas feroces, pero en las dos ocasiones en que lo arrestaron no había tenido la culpa.
Trataba Gayo de enseñar a los hombres a no creer en nada y a contentarse con lo menos posible en la tierra. Algunos le preguntaban:
—¿Pero hay Dios? ¿Tú crees que hay un Dios?
Gayo se acomodaba la toga (llevaba una especie de toga blanca bastante sucia) sobre el hombro izquierdo y decía:
—¿Tú crees en Dios?
—Sí.
—Entonces, Dios existe. ¿Y tú? —preguntaba a otro— ¿Crees en Dios?
—Yo, no.
—Entonces, Dios no existe.
El que creía se enfadaba:
—¿Cómo puede Dios existir y no existir al mismo tiempo?
Gayo le palmeaba el hombro y le decía:
—Quieres que Dios sea como nosotros. Pero para Dios no hay nada imposible. Por eso Dios, que es único, diferente y sin comparación, puede ser y no ser al mismo tiempo.
El que creía en Dios se enfadaba:
—No lo entiendo.
—Ni debes entenderlo —insistía Gayo— porque si lo entendieras serías tanto como Dios.
La princesa María lo había llamado a veces a su lado y después de oír sus últimos poemas le preguntaba si quería alguna merced, algún favor. Gayo decía: “No necesito más que un poco de sol, un poco de pan y un poco de agua para vivir”. La princesa le regalaba una bolsita de ducados y lo echaba del palacio diciéndole invariablemente que era un mal poeta y que todo se convertía en sus poemas en afectación y mentira y grandilocuencia. También era mentira lo del sol, el agua y el pan. Pero la princesa sabía que Gayo no mentía.
Los capitanes de caballería y los jefes de escuadrón almogávar tenían entrada en el palacio. Jiménez de Arenós era el que lo frecuentaba más, siempre con reclamaciones contra las libertades de la soldadesca y con historias enfadosas. Era Arenós puntilloso y de fuerte sentido moral.
—Aquí viene —decía Roger en broma— el caballero sin tacha.
Y Arenós le sometía listas de desafueros y agravios cometidos por los soldados contra la población civil y pedía castigos. Hubo en Cízico algunos casos de estupro y tres asesinatos. Los robos ocasionales sobre los cuales Roger hacía la vista gorda eran cosa de cada día. Con frecuencia los soldados abusaban de la timidez de los campesinos modestos y del miedo de los ricos. Arenós tuvo con Roger una entrevista agitada.
—Yo no quiero ser —dijo Arenós— capitán de bandoleros.
—En todos los ejércitos suceden esas cosas.
—Castiga las más aparentes y el orden se restablecerá.
Arenós acusaba, entre otros, a cuatro almogávares para los cuales pedía un castigo ejemplar. Roger lo miraba con un recelo amistoso:
—¿Tan grave es eso?
Pero ninguno de los dos pasaba de ahí. Y se despidieron después de haber hecho un poco de conversación con la princesa, que solía aparecer cuando oía la voz de Arenós o de Muntaner. Delante de ella Arenós se ponía muy galán, olvidaba sus discrepancias y por fin se iba sin haber vuelto a plantear sus querellas.
Un día llegó con Muntaner y no hizo reclamaciones, pero la entrevista tomó un sesgo curioso. Roger estaba más jovial que otras veces. Se habló ligeramente de las condiciones de vida de cada uno y Roger dijo:
—La princesa quiere que deje la guerra y me vaya a Bulgaria, a la corte de su padre.
Los otros se quedaron callados, como si esperaran oír algo más. Roger siguió:
—No le interesan los turcos, ni los bizantinos, ni Andrónico, ni la cristiandad. Quiere que nos vayamos a Bulgaria a vivir tranquilos. Como si hubiera tranquilidad en el mundo.
Arenós dijo con los ojos muertos:
—Es natural. Y es discreto y razonable.
—¿Cómo? —preguntó Roger.
—Es lógico, eso. Eres megaduque, eres yerno del kan Azán y tienes una esposa como la princesa María. Una victoria en el campo de batalla la tiene cualquiera, pero todas esas victorias no las da la vida sino muy rara vez.
—¿Victorias? ¿Qué victorias?
—El amor y los títulos y grandezas.
Había hostilidad en el acento de Arenós, pero detrás de aquella hostilidad percibía Roger una pureza impresionante.
—¿El amor? —preguntaba Roger como si le hablaran en chino.
—Sí, el amor. ¿Es que no sabes lo que es eso? Por un amor se deja todo en la vida: las victorias de Alejandro y de Julio César. Ella tiene razón queriéndote sacar de todo esto.
Muntaner lo echó a broma:
—Arenós quiere que te vayas y le dejes el mando.
—Si sólo es eso... —dijo Roger, jovial.
Arenós repitió sus argumentos con una gravedad dramática. Viendo la cara de Arenós, no pudo menos Roger de soltar la carcajada. Como esto era bastante inusual en él, los otros dos se quedaron un momento extrañados. También debía parecer inusual a la reina Irene, que acudió. Y Roger seguía riendo.
—¿Tú crees? —decía sin dejar de reír.
Muntaner comprendió que Arenós estaba dispuesto a seguir por aquel camino tal vez hasta la impertinencia y decidió salir de allí y llevárselo. Besaron la mano a la reina y salieron. Cuando llegaban a la puerta apareció la princesa María. La risa de Roger volvía a oírse mientras los dos capitanes bajaban las escaleras.
Muntaner, acomodando su paso al de su compañero, preguntó gravemente:
—¿Qué te pasa, Arenós?
—A mí, nada.
—Se diría que estás enamorado de la princesa María.
—Es verdad.
—Pero llegas tarde.
—Aunque estuviera soltera o viuda yo no me casaría nunca con una mujer como ésa. Está en el centro de un nidal de brujas. Todo es mentira en la corte de Andrónico. La princesa María no puede hacer sino reflejar las cualidades que ve alrededor desde que nació. Y las refleja a su manera. Ella no tiene la culpa, claro, pero ningún ser humano con dos dedos de frente se fiaría de ella. Es decir, de sus sentimientos puede fiarse Roger, pero no de su cabeza. ¿No ves que desde la primera vez que la vimos tiene el mismo acento, la misma expresión y las mismas palabras? Eso quiere decir que no dice nunca la verdad sobre nada ni está dispuesta a decirla. No es sólo con nosotros. Con Roger, tampoco. Yo quiero a la gente que un día dice sí y otro que no y que hoy llora y mañana ríe. Dame a mí personas que cambien de parecer. Pero esa jovencita está por encima del bien y del mal, del amor y del odio, de la vida y de la muerte.
—¿Hablas de la madre?
—No. Hablo de la hija. Sobre la madre no es necesario que diga nada porque salta a la vista y lo ve un ciego.
Reía Muntaner aunque no tanto como Roger de Flor.
—Estás enamorado —repetía.
—Bien, pero sé bastante de la vida para no acercarme nunca a la princesa.
Seguían caminando. Arenós dijo después de un largo silencio:
—Supongo que lo mejor será que olvides lo que he dicho.
—Yo no volveré a acordarme nunca, pero hay algo que no entiendo. Si la princesa es tan peligrosa, ¿cómo puedes desearle a Roger que se vaya con ella a vivir a Bulgaria para siempre?
—Tal vez para Roger la princesa María será una compañera fiel. Y, además, nos libraría a nosotros de ella.
Muntaner se detuvo y lo tomó por el brazo:
—Arenós, tú eres un hombre honrado y acabas de descubrirme muchas cosas. Que yo las crea o no, eso es otra cosa. Conocí a dos parientes tuyos que eran iguales. Todos tenéis lo preocupación del misterio y la manía de la justicia. Roger también la tiene, pero, ¿crees que le quedaría un solo soldado bajo las banderas si fuera a juzgar la manera de conducirse de cada uno?
Se despidieron. Los días siguientes Arenós no fue por el palacio.
Una tarde, a primera hora, apareció otra vez con un papel y una lista de agravios de la soldadesca contra la nobleza y la población llana. Roger tomó el papel, lo dejó a un lado y le dijo:
—Mira, Arenós, yo tengo una sola misión y una sola responsabilidad: la victoria. Es decir, nuestro compromiso con el Emperador. Todo lo que me ayude a ganarles el campo a los turcos es virtuoso. Todo lo que me estorbe es vicioso. Y de ahí no habrá quien me saque. Otras veces me has dicho que soy magnánimo con la soldadesca. Tienes razón. Yo hago la guerra sin preocupaciones de justicia. Que haga Andrónico la justicia que quiera. Hay que ser fuertes antes que justos. ¿No es eso?
—Está bien —concedió Arenós—, pero un ejército no se forma con carne de horca.
—¿Por qué no? Después de la victoria la carne de horca se convierte en la flor y gala de la sociedad. Esos bandidos pueden ser los santos de una nueva religión. Nunca faltará quien los canonice.
Miraba Roger la lista de los culpables que le había dado Arenós y comentaba:
—Launer de Biescas y Ramiro de Sallent han matado a una anciana. Launer es un buen arquero y Ramiro es un desertor de Anjou que me salvó la vida en Perpignan. Este otro, Bandaliés, es el que da con su gente el primer antuvión de corazas para romper la cuña de picas. Es uno de los mejores soldados. Inútil, Arenós. Di lo que quieres hacer y yo te facilitaré lo que esté en mi mano. Si estás dispuesto a marcharte, lo sentiré mucho. ¿Dices que sí? ¿Cuándo te vas? No me entiendas mal, nosotros te necesitamos; pero cada vez que discutimos sobre cuestiones de orden interior salimos un poco más distanciados. Acabaríamos por ser enemigos y no quiero. ¿Cuándo te marchas?
—Mañana a primera hora saldré por mar con el convoy de Constantinopla.
—En Constantinopla darán a tu separación del ejército motivos que no me favorecerán mucho.
—De mí no sacará nadie sino buenas palabras para ti.
—Lo creo, Arenós.
Roger se levantó y abrazó a su compañero. Luego le ofreció dinero, pero Arenós dijo que tenía bastante y que no necesitaba nada. Le dejó un papel con las cuentas de su escuadrón.
Arenós iba a marcharse cuando de pronto pareció dispuesto a decir algo:
—¿Me permites una pregunta en buena y honrada amistad?
—Las que quieras, Arenós.
—Sólo una. ¿Qué dice la reina Irene de las violencias de la tropa? ¿Se alegra? No me extrañaría que se alegrara.
—De eso no puede alegrarse nadie.
Lo dijo Roger con una sequedad cortante. Arenós hizo un gesto de disculpa, le estrechó las dos manos y se fue.
Estuvo Roger algunos días taciturno; trató de tomar medidas de justicia con los soldados más culpables pero se dijo al fin que un poco de violencia no iba mal en los ejércitos de ocupación y que eso mantenía a la población civil sujeta por el miedo después de haberse sentido obligada por la gratitud. Sin embargo, Roger era capaz también de seguir el consejo de sus amigos después de demostrarles que no tenían razón. Cuando salió Arenós, hizo que se constituyera un juzgado militar permanente. Pero más para cubrir las apariencias que para restablecer alguna clase de orden.
Los soldados eran ricos, pero se jugaban sus riquezas por todos los medios. El más general era el naipe. La “cartera”. Ya entonces la “carteta”, que ha sobrevivido a todas las costumbres de la soldadesca a través de los siglos, era el más aceptado por los juegos de azar. Ganancia y pérdida rápidas. Y, sobre todo, habilidad. Habilidad más que azar. Los soldados se jugaban las pestañas. Había pendencias y a veces corría la sangre. El juzgado llevaba las diligencias despacio para dar tiempo a la reanudación de las hostilidades antes de sentenciar. El campo de batalla haría tabla rasa.
Los ricos de Cízico se acercaban al palacio con honores y obsequios y, en consecuencia, Roger no tenía más remedio que acompañar a su esposa a apadrinar bautizos y a hacer liberalidades con las fundaciones y hospitales.
La reina Irene de Bulgaria, que parecía especialmente feliz desde que Arenós se marchó y no podía ocultarlo, celebraba sus fiestas aparte con la nobleza vieja del país. En aquellos saraos se jugaba, se bebía y se hacían alardes de lujo y de grandeza. Las intrigas de amor eran más secretas, pero también más gustosas que en Constantinopla. Algunos viejos nobles se arriesgaban a hablar mal de los catalanes, aunque sólo con la reina Irene y no con la princesa María.
Trataba de conspirar la reina Irene, pero no lo hacía directamente sino a través de otras personas, frecuentemente de sus doncellas. Le gustaba sembrar diferencias entre alanos y catalanes y entre catalanes y bizantinos. De un modo tan sutil que nadie habría podido ver su mano en ninguno de los pequeños incidentes que a veces se producían. No pasaba un día sin que hubiera algún choque o rozamiento.
En el pabellón de la reina Irene las fiestas terminaban con representaciones de mimos y música y recitado de versos. La reina se hacía acompañar por un joven ayudante de Nastogo; y se decía que eran amantes, pero la conducta aparente de la reina Irene era siempre irreprochable. Sabía guardar las formas.
De Constantinopla se trasladaron a Cízico no pocos danzantes y músicos de renombre. Parecía como si la corte se fuera desplazando. La reina madre se sentía el centro de la atención de una parte de la nobleza provinciana. Roger no hacía caso del pequeño mundo de la reina y se dedicaba a pasar revista a sus tropas dos veces por semana. En una de aquellas revistas sucedió un hecho curioso. Había un soldado masageta que se había pasado a los almogávares porque los admiraba como infantes. Decía que quería pelear a la manera aragonesa y que había aprendido ya a derribar y matar en tres tiempos. Era un hombre de más de cuarenta años. Llevaba armas defensivas y a veces, en medio de una revista, le daba un temblor que lo sacudía de pies a cabeza y sin caer al suelo bailaba dentro de sus hierros que entrechocaban y sonaban de un modo peculiar.
Eso sucedió aquel día. Roger preguntaba con la mirada y un capitán le explicó:
—Es Wladio, que le da el baile.
Aquel masageta contaba que había sido picado por una tarántula en los desiertos de Libia. Y que a veces bailaba sin querer.
Después de sus revistas, Roger volvía al palacio. La princesa María tenía también su pequeño mundo con las doncellas de su madre y los jóvenes aristócratas. Pero, sobre todo, tenía su propio mundo interior. A veces Roger le pedía: Dime lo que piensas en este momento, y ella sonreía un poco melancólica y decía:
—Cuando era niña y no sabía qué pensar, me ponía a contar las flores del vestido de mi madre. Cuando no sé qué hacer, ahora, me pongo a contar los días, horas y minutos que hace que te conozco a ti, Roger, y que son para mí toda mi vida. Aunque tú no quieras venir a Bulgaria.
¿Yo? ¿Por qué voy a ir a Bulgaria?
—Hay que dejar todo esto y ser feliz. Es lo que dice mi madre, también. Mi madre dice que el Emperador no merece nada de esto. Que es mejor para todos que nos vayamos a Sofía.
Pero estas cosas, al fin y al cabo, eran razonables, y las que pensaba la princesa con más frecuencia no lo eran tanto. Decía que tenía la ambición de ser un pequeño animal sagrado para alguien. Para Roger.
—Lo único que nos separa de los animales —añadía— es nuestro pudor sincero y verdadero de la sangre.
Pero ella no lo tenía. Y, sin embargo, no había matado a nadie. Y, sin embargo —insistía—, la guerra le parecía hermosa. Y no tenía nada que objetar cuando un almogávar mataba a un campesino de Cízico. Probablemente el almogávar tenía razón.
Por las noches llovía. Y la princesa miraba las glorietas del parque marchito desde sus ventanas. La lluvia hacía más rojos los muros de ladrillo que en verano y en tiempo seco parecían grises. Y la princesa preguntaba cosas extrañas a la naturaleza, a la lluvia, al cielo gris, al vendaval que no era nunca demasiado violento aquellos días, sino únicamente lo preciso para que se oyera por la noche en el gran silencio. Y esperaba la respuesta. Quería que la naturaleza le dijera concretamente sí o no. Y a todas las preguntas le contestaba la naturaleza con una misma palabra. Con una sola palabra: “quizá”. Entonces preguntaba la princesa a Roger cómo eran sus tierras natales. Porque ella creía que Roger era la suma de varias personas: una que nació en Italia, otra que nació en Alemania, otra en España. Las tierras natales eran para Roger concretas y claras. Y debía hablar de ellas. Y Roger hablaba, a veces.
La princesa decía que recordaba los días de su infancia —de la infancia suya y de la de él— como glóbulos de luz, de luz melada conservada en ampollas. Pero existían también las tierras mortales. Por de pronto, la princesa no vivía en sus días natales ni en sus días mortales sino en sus días nupciales (con azahar, arras y bailarinas). Allí estaba desnuda como cuando nació y acostada como estaría cuando muriera. Y tenía los pies descalzos. A veces Roger los besaba y entonces ella recordaba que su madre le había dicho que siendo muy niña ella se mordía sus pies y se hacía daño y lloraba y así aprendía que los pies de ella, eran parte de su pequeño cuerpo.
Por ese mismo procedimiento tendría que aprender las cosas que eran suyas en la vida, con daño y tal vez con llanto. No le importaba. No podía concebir un daño y un llanto que no tuvieran algo gustoso y orgiástico, desde que se casó.
Aunque Roger no quisiera ir a Bulgaria, por el momento la escuchaba lo mismo si decía cosas importantes como si decía ligerezas de adolescente. Le gustaban a ella estas ligerezas:
—Antes de conocerte —decía— conquistaba todas las cosas con mi pereza. Y las cosas me empujaban a una acción interior en la que iba consumiéndome. Porque fuera de mí no había nada. Sólo el día y la luz del día. Un solo día, con el mismo hombre adulto, el mismo niño, la misma mujer (mi madre), el mismo viejo (mi tío Andrónico) y el mismo príncipe verderón, como llamaba a Miguel. Eso era todo lo que tenía yo.
En aquellos días la reina se incomodó con dos de sus doncellas —hijas de duques— y se las cedió a la princesa. Eran Pelagia y Alejandra. La princesa las conocía y las estimaba mucho.
Pero no eran fáciles de tratar. Pelagia, que parecía un ángel, era un pozo de envidias. No sólo envidiaba a las mujeres más jóvenes y más hermosas, sino también a las viejas y feas si veía en ellas alguna cualidad que le faltaba. Era capaz de ponerse enferma cuando otra doncella tenía algún éxito amoroso o social. Incluso cuando se le moría a alguien un pariente —lo que acababa de pasarle a Alejandra—, envidiaba a los que recibían el pésame de la gente. Trataba de despertar la atención de los demás y en ese sentido era capaz de las mayores mixtificaciones, como fingir que se había dislocado un tobillo o desmayarse en público.
Aunque era buena por naturaleza, Pelagia, arrastrada por aquella inclinación habría sido capaz de intervenir en el mayor despropósito y tal vez en un acto de deslealtad. Decía, refiriéndose a los hombres, que no tenían que ser hermosos. Un amante feo hacía destacar la belleza de la amada. Y su cabecita, que era hermosa pero no muy aguda, creía haber descubierto algo importante diciendo que el hombre debía tener tres efes: feo, fuerte y formal.
Alejandra era muy dormilona y cuando se levantaba por las mañanas se le inflamaban un poco los labios y tenía un aire más sensual. A veces salía muy temprano del palacio y pasaba entre los soldados de las guardias para hacerse ver. Al regresar decía a la princesa que aquel día se había visto hermosa en el espejo y antes de que se le fuera la belleza (que, según ella, le desaparecería hacía el mediodía) había ido a que la vieran los hombres.
Se hicieron cargo las doncellas nuevas de la ropa interior de la princesa, que hasta entonces estaba a cargo de una doncella de Cízico.
María pensaba viendo llover: “Esta lluvia me anticipa la tristeza de mañana”. Porque para María la tristeza estaba representada por una mañana, un amanecer nublado y lluvioso. Ella despertaba riente (siempre de buen humor) y de pronto veía que a su alrededor todo lloraba. En Constantinopla, en el centro de sus habitaciones privadas, en el palacio de su tío estaba de pie la muñeca japonesa que le regaló el cocinero de Roger. Y detrás de ella había el día de la boda un rumor sospechoso (el día del combate contra los genoveses). Los monólogos de los amantes sin sacrificar. Porque entre los genoveses debía haber bastantes amantes masculinos. Y sus novias quedaron vivas. Ellas —no todas, pero algunas— habían entrevisto ya al hijo de mañana y pensado en la ejecución del padre. Esto se lo decía la princesa a su madre y la reina se asustaba un poco:
—Niña, no hables así. También yo pienso otras veces cosas terribles, pero no las digo nunca. Se pueden pensar, se pueden incluso hacer, pero no hay que hablar nunca de ellas.
Las noches eran largas. Decía cosas raras la princesa y la lluvia decía otras igualmente incongruentes detrás de aquellos vidrios cuadriculados con plomo. Y los centinelas de las guardias daban su voz alrededor del alcázar, aburridos o contando tal vez las cosas que brillaban bajo la lluvia con el reflejo de las linternas de la guardia principal.
Alejandra, la doncella, se quedaba de servicio hasta medianoche. La princesa decía que Alejandra no era un ser humano sino una especie de divinidad carnal. Nada había en ella más que la carne. Era perfecta en su carne y, como decía la reina, Dios debía estar satisfecho de su obra cada vez que la miraba.
La princesa no permitía nunca que una doncella le hablara mal de las otras a pesar de que lo intentaban a menudo. Sin embargo, estimulaba por otros medios su desacuerdo y rivalidad. Hacía a una un regalo —lo que despertaba celos en las otras— y distribuía con el mismo fin los elogios o los reproches. De ese modo, según ella le explicó a Roger un día, sus doncellas no se podían poner nunca de acuerdo contra ella en las pequeñas cosas del servicio diario. Teniendo sólo cinco doncellas era fácil. Cuando tenía quince, como en Constantinopla, la cosa era más delicada y difícil.
En las guardias del alcázar los soldados se aburrían. Eso era lo malo de los almogávares, que estaban siempre aburridos y a veces, por aburrimiento, perdían la calma, los nervios y el sentido de lo permisible. Por aburrimiento hacían el amor, como había dicho al juez militar uno que había violado a tres niñas de doce años y herido al padre de una de ellas que quiso impedirlo. Hay que andar con cuidado cuando los héroes profesionales se aburren. Arenós se había marchado porque no podía tolerar a los héroes aburridos. Eso decía la princesa.
Roger miraba la lluvia resbalando por los cristales en chorritos verticales un poco irregulares, como la escritura china. Y cambiando de tema, la princesa decía:
—Quiero tener un hijo, Roger.
Lo habría querido enseguida, sin esperar. Ella no podía esperar. Eso de esperar estaba bien para los campesinos. Las madres rurales no tienen prisa en la gestación. Eso dicen. Los hijos son delicados y quieren su tiempo. Son las únicas cosas que nacerán haciendo desde el primer momento lo que han de hacer siempre, como lo han de hacer. Requieren su tiempo. Pero la princesa María necesitaba el hijo inmediatamente. Si no lo tenía, ya no volvía a pensar en aquello por algunas semanas.
Y la noche le parecía un enorme saco de luces. Enorme, de vidrio negro, flotando y marchando a otra parte.
La princesa María decía que cuando estaba sola en su cuarto, las cosas a su alrededor crecían.
—Tú sabes —decía a su madre— que la luna trae el silencio. De noche estamos rodeadas de silencio y eso me asusta siempre porque es un silencio con superficies sembradas de papilas de insecto que se mueven. Entonces recuerdo que Roger no quiere ir a Bulgaria.
—¿Papilas? —decía la reina Irene—. ¿Quién te ha enseñado esa palabra?
Trataba la princesa de hacer memoria sin conseguirlo.
La madre tejía un estandarte para la Caballería de Roger con siete hilos de siete colores, lo que habría de darle suerte, según una antigua superstición. Mientras su madre tejía, la princesa decía que había delante de Cízico un anfiteatro de piedra antigua donde un hombre, un soldado masageta, había arrojado las dos piernas cortadas de su amante. Con el golpe blando de la carne al caer en la piedra habían cesado de moverse y de oírse todas las papilas de la noche. Y la princesa se había enterado de la marcha de Arenós y decía que aquellas piernas cortadas en el anfiteatro y aquellas papilas del silencio habían asustado al capitán de la caballería y que por eso se fue. Luego añadió que Arenós le parecía una doncella con barba. Hermosa, pero que caminaba un poco estevada, como los marineros.
Reía la madre como un ave nocturna y decía, visiblemente satisfecha de que Arenós se hubiera marchado:
—En eso te equivocas. Arenós es un hombre. No tenía miedo Arenós, pero no es como los soldados mercenarios y se sentía incómodo con los almogávares. Cada cual es como Dios lo hace, y aún peor.
Para la reina, no ser soldado de fortuna y tener ideas caballerescas eran dos desventajas. Recogía a un lado los siete hilos de colores del telar y pasaba la lanzadera por la trama, con un peine de marfil:
—¿Te ofende mucho que Roger no quiera ir a Bulgaria?
—No. Sólo me ofendió su risa. Porque cuando se lo dije se rio de un modo ofensivo.
La reina extendió los hilos, tomó el verde con una aguja, lo entrelazó en la trama y dijo:
—Por ahora no puede hacer tu marido más que servir al Emperador.
Se oían los trebejos de la reina poniendo hilos de plata y desplegando al lado contrario el arco iris de sus siete sedales.
—¿Por qué llueve tanto en Cízico? —preguntó María.
—Es el invierno, hija.
—A veces el parque está demasiado mojado y a mí me gusta sentir el aire mojado desde los porches, pero en este parque no hay porches. Los charcos tienen toda la luz y lo demás está oscuro. ¿Tú ves, madre? También el camino es oscuro y tiene dos hileras de magnolios a los lados.
—Dices cosas raras, hija.
—Yo no tengo la culpa. Es que pasan cosas raras. ¿Tú has visto lo que pasa en Constantinopla? ¿Y aquí? Aquí no es como en la corte. Aquí los rezadores madrugan y se paran en los quicios para cantar la oración de Santa Sofía mientras golpean los pies contra el suelo para calentarlos. Y siguen rezando. Los gatos comen carne de turco. Me han dicho que caminan diez millas al ir y otras diez al volver para comerse un riñón de turco. O un hígado. ¿Tú qué piensas?
—¿Quién te ha dicho esas porquerías?
—No recuerdo. Tal vez nadie. Es que las pienso yo. Esta mañana salí de paseo. Había tenderos hindúes en las puertas de sus comercios esperando que pasara yo. Yo no iba a pie, sino en la carroza. ¿Son musulmanes? ¿O hay de todo? Si son musulmanes, ¿por qué están de parte de Roger y no de parte de Karman? El cielo está siempre cubierto y es gris. Y hay agua de lluvia en todas partes. Aunque está en charcos y lodazales, el agua de lluvia es virgen. Los niños hacen barquitos de madera y los ponen en los charcos. Pueden levantarse los niños en dos pies y andar y reírse y mirar como yo. A pesar de que se ven terriblemente sucios. Y son muy pequeños. ¿Es posible, en seis años o siete que han pasado desde que nacieron, ponerse tan sucios? ¿Qué dices? ¿Te ríes? Yo querría tener un hijo sucio y bonito como ésos. No comprendes. Nadie comprende. Todos tratan de comprender y no lo consiguen. Hay que comprender, en la vida. Todas las cosas que veo y oigo las comprendo yo. Todas, menos una. —¿Cuál?
—Esa persona que veo desde el balcón pasando con un saco a la espalda por un puentecito mojado.
—Eso no lo ves, sino que lo imaginas.
—Es posible. También imagino que al otro lado de los magnolios están los arriates antiguos, mal recortados y llenos de aves oscuras que contienen la respiración cuando me ven.
La madre dejó la lanzadera sobre el bastidor y dijo:
—Hija, no hables así.
Explicó la princesa, secretamente satisfecha:
—Es que soy feliz. Los que somos felices somos iguales que los locos, sólo que estamos en nuestro juicio. Si a veces te doy miedo es porque nunca me has comprendido.
—Eso le decía yo a mi madre cuando tenía tu edad.
—¿Pero tú has tenido madre? Yo creía que habías nacido de tu tía, de tu tía Sonia, la de Trebisonda.
La reina madre soltó a reír. Después se quedó mirando a la princesa y ésta sonrió pensando: “Ahora le he quitado el miedo. Con una palabra la horrorizo y con otra le devuelvo la calma. Las personas felices podemos hacer eso mejor que los demás. En cambio, mi madre, no. No es que sea desgraciada, sino que no le importa la felicidad. Nunca le ha preocupado eso de ser feliz o desdichada”.
Estaba la reina Irene orgullosa de su hija, que no parecía hecha de carne como los demás, sino de ámbar y de cristal. Tenía calidades que no permitían pensar en un organismo en funciones de vivir sino en un rayo de luz y también en un eco o en una idea. La madre se daba cuenta y estaba orgullosa.
—Sólo te pido —le dijo— que cuando hables con los demás cuides un poco lo que dices.
—En La Alexiada alguien dice que su alma dormida se derrama. La mía se derrama despierta. Roger me besa tanto, que no me deja respirar —la reina Irene escuchaba intrigada— y ahora comprendo que he nacido para eso: para que Roger me bese. Sus besos son la verdad del mundo. Si un día viene a Bulgaria y se dedica sólo a besarme, nada me quedará que desear ya en la vida.
Pensaba la reina Irene que ella tenía las mismas ilusiones cuando se casó y algunos años después su marido, el kan, era lo que menos le interesaba en el mundo. Un perro, un gato, le parecían más dignos de amor. Pero no quiso decírselo. “Ya lo comprenderá ella sola”, se dijo. La princesa seguía hablando:
—Roger se atreve a ser sincero. No quiere, como Arenós, tener un ejército virtuoso, sino un ejército sanguinario y brutal. Y lo dice. ¿Bandidos? Sí, bandidos. ¿Y qué? A mi tío el Emperador también le decía la verdad. A los héroes, la gente los señala con la mano. Digo, a los que se atreven a decir la verdad. Roger, aunque lo aclamen las tropas, no es arrogante. ¿Sabes por qué? Porque cuando los soldados lo aclaman, como sabe que los soldados son bandoleros, se ve a sí mismo más pequeño y peor. Sí, no creas que estoy inventando cosas. Yo quiero decir siempre la verdad, como él. Para eso hace falta algo más que no tener miedo. Cuando Roger se ve aclamado se insulta a sí mismo entre dientes y luego se queda callado. No habla. Mira al suelo y no habla. Sabe que la valentía y la violencia no bastan. Sabe muchas cosas que no dice nunca.
Las dos mujeres callaban y se oía fuera la lluvia.
Recibió la madre una carta del príncipe Miguel. La leyó irritada. Miguel le pedía que obligara a Roger a encabezar los edictos militares con su nombre y sus armas puesto que la mayor parte de aquellas provincias eran suyas. Dijo la reina Irene que le daban ganas de contestarle que no eran suyas, puesto que no había sabido defenderlas con las armas.
En Constantinopla, el príncipe Miguel no salía apenas de su palacio, pero creía estar en cada momento en el centro de cada acontecimiento a lo largo y a lo ancho del Imperio y se apasionaba con lo que sucedía, como si estuviera. Siempre andaba buscando noticias.
La madre sentía las vibraciones que dejaba a su alrededor la voz de su hija y pensaba sólo que María era muy joven y tenía derecho a ser feliz. Para ser feliz, la primera condición consiste en creer en la felicidad. La reina Irene no creía. Le irritaba que creyeran los demás, a no ser que se tratara de su hija, porque en ese caso la fe de su hija le parecía como una gracia infantil.
En otra de aquellas veladas de invierno y estando las dos solas, se puso a hablar la madre de la familia imperial, de los parientes de María. La reina Irene se creía obligada a revelarle las interioridades de la dinastía.
—Cosas —decía— que no te pueden enseñar los ayos ni los maestros de historia. Óyeme bien. La madre de Miguel, mi cuñada muerta (Dios la haya perdonado), tenía todas las miserias de los Ducas. De mi hermano, es decir, de tu tío el Emperador, prefiero no hablar. Es inteligente y bueno a su manera pero lo mejor en su vida es la suerte que ha tenido. El diablo le ha dado su barbichuela de judío. A nosotros, los Paleólogos, nos ayuda la suerte, es verdad. Pero cuando yo me casé con tu padre y pasé a compartir la corona de Bulgaria, lo tomó tu tío como una ofensa personal. Porque el kan no está sometido a tu tío, sino que es su aliado de igual a igual. De la familia de mi cuñada no debemos esperar nunca nada y tampoco de tu tío. Mi hermano el Emperador me tiene miedo. Oculta ese miedo con una campechanía confiada, como se usaba hace cincuenta años. Un poco pasada de moda. Todo es pasado de moda en tu tío. Es tonto, mi hermano. Siempre cree que los otros son más viles de lo que son y, sin embargo, los adula. Un Emperador adulando a la gente vil es lo último que me quedaba por ver en la vida. No cree en la virtud porque él no es virtuoso. ¿No te has fijado? Cuando habla de sus antepasados parece estar pensando: son todos una cuadrilla de locos o imbéciles, pero yo valgo más.
Quiso decirle otras cosas, pero era tarde y Roger regresaba de la guardia, en cuyo cuarto de banderas había recibido algunas visitas de griegos notables.
Había en el primer peldaño de la escalera una sandalia abandonada. Una sandalia de hombre, de griego. Tenía aún una hebilla que debió ser dorada algún día y estaba casi desprendida. Conservaba la sandalia la forma del pie que la había llevado. La forma de un pie es más desairada en una sandalia que en un zapato. Se ve en la ligereza de la sandalia cada uno de los lugares donde el pie tosco, caminador, danzante, brincador, ha hecho fuerza y presión.
Cada vez que Roger pasaba por allí sentía una impresión enojosa, como si el dueño de aquella sandalia hubiera muerto y estuviera cerca en algún lugar próximo, sin enterrar todavía. “Tengo que mandar que saquen eso de ahí”, pensaba.
Cuando llegó a sus habitaciones oyó el rumor de la voz de la reina Irene y pensó que era muy tarde para que estuvieran despiertas. Fuera seguía la lluvia. Roger pensaba en Arenós y se decía: “¿Habrá llegado ya a Atenas?”