CAPÍTULO IX

EL estrecho tenía en aquel lugar su mito poético. Antes de Jesucristo vivía en Abidos, en el lado norte, un joven llamado Leandro que pasaba a nado cada noche el estrecho para visitar a su amada, Hero. Un día Leandro se ahogó y Hero se arrojó al mar para morir también como su amante. Aquellos amores habían creado un puente más sólido y duradero que el puente de barcas que construyó Xerjes y que recordaba la historia también como un prodigio.

Ustarroz, oyendo aquella historia e imitando el hablar de los almogávares del Alto Aragón, decía:

—Anaz a fe como Leandro, si habís collons.

Pasar a nado de un lado al otro era una empresa difícil. Respondía Gavasa que a él le pesaban demasiado y que era “prou de peso pa llévame abaixoy allim'habría de afogá como un bou”.

En Gallípoli se distribuyó la población militar como el año anterior en Cízico, aunque más esparcida y diseminada. Se nombró también una junta para las tasas de los víveres. Gallípoli no era tan grande como Cízico, y una parte del ejército se distribuyó en pequeños destacamentos a lo ancho de la provincia, cerca del mar. Entre las ciudades de la costa había muchos lugares históricos.

Envió Roger un largo y minucioso informe al Emperador sobre el estado de su ejército y al final del escrito se extrañó Roger de las decisiones del Emperador en el asunto de Magnetio y pidió el dinero para las pagas de la tropa.

Dos días después de enviar su informe, la reina Irene dijo que tenía algo que hacer en la corte y se fue. Antes de salir anduvo buscando la lista de reos de Magnetio —que la princesa había quemado— y se marchó muy extrañada de no poderla encontrar y un poco furiosa consigo misma. Decía María a Roger:

—Cosas de éstas le he hecho muchas a mi madre cuando era pequeña.

Cuando Roger preguntó a su esposa por qué había quemado la lista de sus enemigos de Magnetio, ella le dijo:

—No estoy segura de que esa gente fuera enemiga tuya. Yo sé que algunos de ellos eran partidarios tuyos incondicionales.

Roger reflexionaba y ella añadía:

—Mi madre tiene a veces esas cosas.

—Pero... ¿por qué quería tu madre que yo matara a mis amigos?

La princesa se asustó un poco:

—No era cosa de matarlos, creo yo, sino de quitarles sus empleos y honores.

Al leer el Emperador el informe de Roger, pensó que después del botín de tantas batallas y de los tributos recogidos en las provincias ocupadas el pedirle las pagas representaba una codicia injustificable. En previsión de todo aquello, Roger había escrito: “Como vuestra majestad imperial sabe muy bien, lo que alcanza el soldado en premio de la victoria sirve más para el gusto que para la necesidad”. Se veía en estas líneas y en las siguientes el estilo docto de Muntaner, quien añadía: “Por eso se distribuye con largueza en juegos, en camaradas y en banquetes; pero la paga se estima siempre como cosa que se le da en precio de su trabajo y de su sangre y acude con ella a su necesidad y siente mucho que se le niegue o dilate”. Decía otras cosas como ésta en buena prosa latina. Leyó el Emperador el mensaje y las razones de Roger le parecieron bien, pero después de hablar con Nastogo cambió de opinión. Decidió negarse a pagar.

Entretanto, llegó a Constantinopla la reina Irene. Dio una fastuosa recepción y por lo que oyó decir a las mujeres de los grandes duques y de los generales comprendió que la atmósfera no era favorable a Roger. Se propuso reconciliarlo con el Emperador y sacar además el dinero de las tropas. No sólo por ayudar a Roger, sino, sobre todo, por molestar a su propio hermano.

Recibía en sus habitaciones a los secretarios del tesoro y a los amigos del Emperador y después iba a verlo a él y a argumentar en favor de su yerno. El Emperador decía que sí a todas sus razones, pero se refugiaba en la flaqueza de la hacienda pública. La reina Irene insistía y de vez en cuando le decía:

—No creas que a mí me ciega mi yerno. Yo conozco sus flaquezas. Pero, por el prestigio de la corona...

El Emperador la miraba pensando: “Qué raro que mi hermana hable del prestigio de la corona”.

Creyó la reina Irene ver un asomo de rencor en el Emperador cuando le oyó decir:

—Nadie, y menos Roger, puede forzar mis decisiones, querida.

Añadió que había permitido a ella y a su hija sacar de Magnetio el botín personal de Roger por razones de estado que importaban al bien de la nación. Parecía reservado el Emperador en aquella cuestión y la reina Irene puso las cartas boca arriba:

—¿Tú crees que tratando bien a Roger y mal a su tropa vas a crear malquerencias entre el jefe y los soldados? Estás mal aconsejado porque Roger repartió su oro con los almogávares en Gallípoli y se vio obligado a explicarles las razones de tu extraña conducta. Claro es que Roger culpaba a tus consejeros y no a ti, ¿comprendes?

Esto de los consejeros lo decía pensando en Nastogo, en Marulli y, desde luego, en el príncipe Miguel. El Emperador se lamentó, puso una expresión de víctima que la reina conocía muy bien y exclamó:

—Hermana, tú no haces sino atizar el fuego de la discordia.

La reina Irene pensó viéndolo dolido y como resignado: “Roger tendrá el dinero”. Pero sabía que entre la decisión del Emperador y la ejecución y libramiento del dinero habría dificultades. También supuso que Andrónico pagaría porque el Emperador se vengaba ya de su propia benevolencia insultando a los españoles:

—Son señoriales, orgullosos, y eso sería tolerable si fueran picaros y corrompidos, pero, además, quieren ser honrados. Eso es lo peor.

El Emperador paseaba por el cuarto y entornaba la puerta para que no lo oyeran desde fuera.

—Son valientes —decía la reina Irene, sólo por llevarle la contraria.

—Valientes por orgullo y tozudez. Capaces de morir no por convicción sino por obstinación. ¿Es valentía eso?

La reina Irene le daba la razón, como el pescador de cuerda a un pez que ha mordido el anzuelo:

—En esto estoy contigo, hermano.

—¿Sólo en eso?

El Emperador sabía que la reina no quería a los catalanes. Sentía cierta gratitud por Roger, que hacía feliz a su hija, pero en aquella delicada materia, como en otras, navegaba entre dos aguas hábilmente.

Hubo de pronto un hecho sensacional. En aquellos días llegó a Gallípoli un capitán de tropas catalanas a quien había llamado un año antes Andrónico. Era Berenguer de Entenza, de la antigua familia condal catalana, ilustre en hechos de armas y severo y grave en sus maneras. Había sido llamado tiempos atrás por Andrónico, pero desde que el Emperador lo llamó hasta el momento de su llegada habían sucedido muchas cosas que Berenguer ignoraba. Como hombre precavido, antes de llegar a Constantinopla se acercó a Gallípoli y se informó de la situación por Roger, quien no le ocultó ningún recelo, así como tampoco ninguna de las esperanzas ni de las posibilidades del futuro.

Llevaba consigo Berenguer mil almogávares más y trescientos caballeros armados y montados. El refuerzo era de importancia y unido a las tropas de Rocafort y de Roger completaba un ejército de veras poderoso. Pero se sentía en todas partes inseguridad y malestar. Al saber el Emperador que Berenguer estaba en Gallípoli, le mandó una carta con sellos de oro y las armas de Bizancio rogándole que fuera a la corte. Al mismo tiempo, la reina Irene escribió a Roger sus impresiones personales poniéndolo en guardia contra las maniobras del Emperador y su deseo de establecer una rivalidad entre Berenguer y Roger. La reina Irene temía la victoria de su hermano en aquella pequeña intriga, aunque probablemente no deseaba gran cosa la victoria de los catalanes. Roger comunicó la carta de su suegra a Berenguer. Los dos creyeron que la reina

Irene les hacía un buen servicio.

Eran aquellas comunicaciones de Constantinopla muy diferentes entre sí. La carta del Emperador decía que esperaba la presencia de Berenguer de Entenza en la capital para honrarle como le había prometido y que pensaba conferirle los más altos honores del Imperio. Sólo esperaba verlo para confirmarle en su estima y en su gratitud. Entenza se preguntaba: ¿Gratitud? Roger le dijo que Andrónico acostumbraba agradecer los favores antes de recibirlos y premiar a sus soldados antes de combatir. Berenguer sonreía incrédulo y leía otra vez la carta, a la que contestó después de ponerse de acuerdo con Roger. Por su parte, Roger añadió otra suya diciendo al Emperador: “Es el deseo mío, señor, que Berenguer de Entenza tome el mando de todos los ejércitos como más capacitado y de mayor linaje y autoridad. Debéis honrar su persona, señor, que será como honrarnos a todos nosotros”. Añadía otras cosas con las cuales Roger se adelantaba a las posibles maniobras de división del campo catalán. Pero, además, Roger era sincero.

La carta de la reina Irene estaba escrita sin cuidado de las responsabilidades, tratando de merecer la confianza familiar de su yerno. Decía: “Juegan aquí con cartas marcadas, Roger. Mi hermano aprueba las pagas, pero se defiende con el papeleo para alargar y tal vez impedir el libramiento del dinero. Cree que todos sois ricos con el botín de los turcos, pero aunque así fuera, ¿por qué no han ido las tropas griegas a ganarse ese botín, digo a quitárselo de las manos a sus enemigos?

”El mayorazgo —así llamaba al príncipe Miguel sin nombrarlo— rehúye el hallarse a solas conmigo y anda haciendo alardes y quejándose de muchas cosas, pero la única verdadera es que Roger le ha quitado el respeto y homenaje de sus vasallos. Nunca te perdonará tus victorias. Yo hablo con mi hermano, pero entre el sí y el no del Emperador no cabe ni el canto de una uña, como entre el sí y el no de algunas mujeres. Sin embargo, hasta hoy mi hermano te respeta a su manera.

”Va por ahí el mayorazgo con cara de tercianas y el peto puesto no por galantería sino porque, según dice, no hay que fiarse de nadie. Yo creo que tiene miedo después de lo de Magnetio y que está sembrando el odio entre algunos de los mejores. Encuentra buen terreno con los alanos y los genoveses, como es natural. Yo, creo que entre vosotros hay que pensar en conciliar las cosas y no en empeorarlas. Es mejor que llevéis en la cabeza la idea de la amistad y el entendimiento porque algo lleva adelantado el que quiere adelantar.

"Georges no se consuela de la muerte de su hijo, al que no podía ver en vida. Lo llamaba escuerzo e hijo de puta. Parece que esto último era verdad. No estoy segura de que Nastogo esté de tu parte. En medio de todo, si Berenguer de Entenza ha llegado puede ser tiempo todavía de arreglar las cosas. Pero, cuidado. Cuando venga aquí Entenza debe saber que tratarán de usarlo como elemento de rivalidad y de disensión entre vosotros”.

Roger, que había tenido más que dudas de la deslealtad de la reina Irene, sospechaba que ahora quería mantener la unidad del campo catalán por contrariar al Emperador. Roger pensaba que, conociendo las intenciones de la reina Irene, podía ocasionalmente aprovecharse de sus intrigas. Aunque, en todo caso, habría que andarse con cuidado.

Berenguer fue a Constantinopla. Era muy distinto de Roger. Todo lo que en éste era confianza y abandono se hacía en Berenguer cautela y advertimiento. No era Berenguer hombre de confianza fácil. Suave en el exterior, tenía una secreta firmeza irreductible. Oía y callaba, sonreía cuando se esperaba de él una respuesta difícil y aquella sonrisa era, al mismo tiempo, una afirmación, una negación y un quizá, con los cuales nada arriesgaba.

Se consideraba demasiado fuerte para usar de la intriga. Se advertía su recelo como se advertía su confianza. Tenía el don de ver detrás de las palabras de los grandes sus intenciones, porque eran los únicos que querían ocultarlas. Había en su carácter la armoniosa frialdad que nace de una desesperación interior, superada.

No era mujeriego y tal vez no creía en el amor, pero estimaba mucho la amistad y la confianza de una mujer hermosa. Sus mujeres habían sido instrumentos de la Providencia para darle varones capaces de mandar sus castillos del Segre y del Rosellón. Era descuidado en el vestir, pero a través de sus ropas modestas destacaba mejor su calidad y su nobleza.

Muntaner, que estimaba mucho a Entenza, reconocía, sin embargo, que el noble catalán hacía sinceros esfuerzos para amar al prójimo como Cristo nos enseña, pero no siempre lo conseguía.

En su conjunto, la personalidad de Berenguer era atractiva. Rocafort le dijo:

—Nunca esperé que vinierais. A estas aventuras sólo venimos los descamisados.

Berenguer le puso la mano en el hombro y le dijo:

—Tú eres el de siempre.

No sabía Rocafort si aquello era un elogio o un reproche.

Al llegar Berenguer al puerto de Constantinopla, el Emperador le envió su carroza y su guardia personal para llevarlo a palacio. Berenguer preguntó si entre la comitiva había algún pariente del Emperador. Se adelantó su hijo menor diciendo graciosamente:

—Yo soy Juan Paleólogo y Andrónico es mi padre.

Berenguer lo invitó a visitar la galera y lo recibió con los debidos honores. Mientras el príncipe estaba dentro, avisó Berenguer a los soldados para que con cualquier pretexto, pero sin violencia, entretuvieran al muchacho y no le permitieran salir hasta que él hubiera regresado. Y con un solo acompañante y montando los dos sendos caballos se dirigió al palacio al lado de la carroza vacía.

Aunque por el momento nadie se daba cuenta, el príncipe Juan quedaba a bordo como rehén.

Fue Berenguer muy bien recibido. Mejor todavía que lo había sido Roger un año antes.

He aquí cómo contaba las primeras entrevistas la reina Irene en sus cartas a Roger: “Muchos griegos principales estaban presentes. Mi hermano recibió a Berenguer con alegre rostro, pero con ocultas sospechas. Le dijo muchas palabras de amor y aun demasiadas —tú lo conoces— porque con menos bastaba para que un monarca lo estableciera en su amistad y en el respeto de la corte. (Aquí se veía a la reina celosa del favor de Berenguer). Pero no ha querido decir una palabra sobre los sueldos a devengar y cuando Berenguer habló de eso, porque sabe ir directo a las cosas, el monarca dijo abriendo los brazos con sus anchas mangas de seda: Yo esperaba a vuestra excelencia, señor Berenguer, pero no contaba con las tropas y caballos que traéis, y así, fuerza será dar tiempo a consideraciones hasta ver lo que se decide en la tesorería.

”Con eso yo entendí que el Rey dice que no en lo que se refiere a las tropas de Entenza. También lo entendió así Berenguer, no sin cierta escama y sorpresa.

”Yo, autorizada por ti y con tus cartas en la mano, tuve una intervención lucida aquella tarde. Verás cómo fue. Hice presente a todos tu amistad y la gratitud tuya para Berenguer. Y en tu nombre pedí licencia al Emperador para renunciar al cargo de megaduque en beneficio de Berenguer de Entenza, dando por motivo el valor del príncipe catalán y su nobleza. Oyéndome, el Emperador se asombraba y yo le mostraba vuestras cartas. El Emperador leía: “Caballero de tan alta sangre como Berenguer de Entenza es justo que tenga el primer lugar en el ejército y yo se lo cedo”. Berenguer, con igual firmeza, suplicó al Emperador que el título de César que le ofrecía fuera servido de dártelo a ti, que eres persona de tantos servicios y por tu casamiento con su sobrina tienes categoría real. Dijo Berenguer que él quedaría honrado si tú, Roger, llevabas ese título. El Emperador no comprendía, porque era una competencia pocas veces usada en las cortes. A mí me daban ganas de llorar de felicidad viendo que la intriga se le deshacía a Andrónico en las manos. Roger, poderoso en riquezas, acreditado con victorias, estimado por el parentesco real. Berenguer, ilustre por sangre, por inteligencia y por valor. Parece que los dos debíais pretender el primer lugar, pero las mismas calidades que os empujan a la rivalidad parece que os moderan. Todos los presentes estaban admirados.

”Al día siguiente de la llegada de Berenguer hubo otra reunión en el alcázar, y delante de la corte y del Emperador hice yo llevar en una bandeja, según tus indicaciones, el bonete insignia de tu dignidad de megaduque juntamente con el sello, bastón y estandarte de tu cargo, y los entregué a Berenguer. Éste los rehusó y no los habría admitido si el Emperador expresamente no se lo mandara. Los griegos estaban asombrados. A ninguno se le había ocultado que Berenguer, la noche anterior, en lugar de aceptar la hospitalidad del Emperador se volvió a su galera a dormir. Y sólo entonces, cuando llegó a la galera, dejaron salir al hijo de Andrónico, que se había quedado allí como invitado de honor, es decir, como fianza de seguridad. No comprendían tantas precauciones y recelos de Berenguer con el Emperador y tantas generosidades, cortesías y fraternidades contigo. Te digo que es una lección, aunque esas generosidades tuyas deben tener un límite. Puesto que renuncias a tus cargos, Andrónico te ofrece la dignidad de César que quería dar a Berenguer y yo la he aceptado en tu nombre sólo por molestar a los nobles y también a mi hermano, que esperaba que rehusarías. Los griegos se sienten un poco ofendidos porque el título de César ya no se usa en estos tiempos y ha sido sospechoso para muchos príncipes. Por ahora callan y aguantan. ¿Qué remedio? Después del atrevimiento de Magnetio, es lo menos que pueden hacer”.

Esta alusión a Magnetio desorientó de pronto a Roger, que interrumpió la lectura de la carta. ¿No había sido lo de Magnetio cosa de la reina Irene? Pero en aquel lugar de la carta su suegra parecía más sincera que nunca. Y sin saber qué pensar siguió leyendo: “En los tiempos antiguos, cuando se nombraba a alguien César era como declararlo sucesor de la corona. Aunque ahora no es lo mismo, siempre ha quedado estimado ese oficio como una sombra de lo que fue. Ahora, la primera autoridad después del Emperador es la de Déspota—, la segunda, la de Sebastocrátor, que yo conseguiré del kan de Bulgaria para ti, y la tercera, la de César. Estas tres dignidades no tienen oficio señalado al que atender y al César le llaman señor, cosa poco frecuente porque se cree que sólo Dios tiene derecho a ese tratamiento. Ni Augusto ni Tiberio consintieron que les llamaran señores. Como ves, la cosa en su conjunto es importante y me alegro por mi hija y por ti. Primero, por mi hija, que soy su madre y tú lo comprendes.

”La mitra o bonete que usarás como César es de oro y grana y el remate casi como el del Emperador, a quien acompañarás en las fiestas públicas y en los desfiles. Eso lo siento, porque ya sé que no te agrada mucho.

”Ese segundo día de la visita de Berenguer, el Emperador, un poco resentido de que Berenguer de Entenza rehusara quedarse a dormir en el palacio, le tomó juramento de fidelidad y le dio la dignidad de megaduque del Senado y la vara dorada, que es una invención nueva de mi hermano, y le vistieron al modo que correspondía. Hermoso estaba tu amigo. Todo esto parece que estrecha nuestras relaciones y fraternidades, pero los genoveses han fortificado su barrio de Pera con nuevos fosos y murallas y tratan de hacer sospechosas vuestras armas y poner en duda vuestra fidelidad. En eso ya no se encubren como antes. Y hay que andar con más ojo cada día.

"Hasta ahora el Emperador no escucha a los genoveses porque piensa que sus avisos son nacidos de la envidia que os han mostrado desde que pusisteis pie en este Imperio. Y del deseo de venganza.

”El mayorazgo está más envidioso que nunca por tu cargo de César. También lo está de Berenguer y dice a su padre que sea más cuidadoso y que advierta los males que están cayendo sobre su patria. No ha querido recibir en privado a Berenguer y únicamente lo ha visto en público, al lado de su padre, lo mismo que a mí, aunque soy su tía”.

La carta terminaba con dos líneas que decían: “Tenéis que ser más largos que sus imperiales recelos y más altos que vuestro orgullo de hombres. Miguel anda sospechando que vais a acabar con el Imperio. No vaya el diablo a darle la razón, al final”.

Estas últimas palabras parecían impregnadas de una alegría involuntaria. Roger se guardó la carta pensando: “Debo ir a Constantinopla a poner las cosas en claro”. Pero no se trataba todavía de un propósito, sino de una sugestión.

La carta de la reina era muy aguda, aunque no tanto que Roger no pudiera leer entre líneas. Dos días después la reina Irene volvió a escribir con razones de mayor vuelo. Se había enterado de que el Emperador Andrónico se negaba a dar las pagas hasta que estuviera el ejército otra vez en el campo dedicado a la guerra. Es decir, hasta la primavera próxima.

La noticia de esa declaración del Emperador llegó enseguida a los oídos de la tropa. Muchos soldados se amotinaron y comenzaron a temer que Roger y Berenguer se negaran a hacer fuerza al Emperador en aquella materia porque estaban recibiendo de él favores y dignidades. Roger escribió a la reina haciéndole ver lo delicado de la situación y ella arreció en sus diligencias y consiguió una parte, aunque no todo el dinero de las pagas. Con él fueron los oficiales del tesoro a Gallípoli. También fue Berenguer. La reina Irene se quedó en Constantinopla vigilando —según decía— al Emperador y haciéndole cumplir sus compromisos.

Los soldados se aquietaron con aquel dinero y el orden quedó restablecido, aunque se murmuraba de Roger, de Berenguer y de sus estrechas relaciones con la familia imperial. Los almogávares, que eran los que menos se cuidaban de las habladurías y de los bandos, reían, bebían y cantaban como siempre. La gente de guerra sufre en común y en común se divierte cuando puede.

En los enormes patios del castillo había bulla y algazara. Las botas de vino bien provistas circulaban de mano en mano o volaban por el aire. Exea, que era un buen cantador, aprovechaba una vez más la ocasión:

En Quicena sale el sol en Montearagón la luna en la ermita de Lascallas la rueda de la fortuna.

Dos laúdes marcaban recio el ritmo del baile. Y poco después Exea añadía otra canción:

Buenos ordios en Esquedas buenos trigos en Anzano pero para buenas mozas el castillo de Nizano.

La tercera canción —Exea siempre cantaba tres— decía:

En Vicién matan la cabra y la venden los cortantes.

En Bañarles hay mal vino y eso es culpa del terraje.

Todos parecían felices, pero el problema no había quedado resuelto con el dinero, sino que se agravó de la noche a la mañana al darse cuenta los soldados de que las monedas estaban “cortadas”, es decir, que su peso en oro o en plata era inferior al de la ley y los mercaderes de Gallípoli las rechazaban y exigían la moneda cabal antes de dar la mercancía. Con sus maneras de la alta montaña algunos almogávares iban y venían protestando:

—¿Coneixélas tú, as monedas cortas? A los morralleras les hem tornarem.

Los motines recomenzaron y el nombre de Andrónico, y sobre todo el de Miguel, aparecían entre blasfemias en catalán y maldiciones y amenazas en castellano.

Roger envió su protesta al Emperador y dio cuenta a su suegra de lo que sucedía. Pero ya no dudaba de que la reina Irene tenía su política personal. Si no era la del Emperador, tampoco era la de Roger. Tal vez estaba enterada del fraude. Sin embargo, la reina se dirigió a Andrónico y en plena fiesta del aniversario de la coronación de su padre —la fiesta nacional— suscitó un incidente que puso en ridículo a Andrónico.

Le dijo:

—Mañana salgo para Gallípoli y voy como rehén. Rehén voluntario, claro. Mi yerno el César —siempre lo nombraba por su nuevo cargo para que los oídos de los duques se acostumbraran— me deja completa libertad, como es natural. Yo creo, sin embargo, que debo ir allí y quedarme en Gallípoli como rehén. Las cosas en tu corte, oh, Emperador, van de tal modo que mi yerno el César necesita rehenes para poder pagar a su ejército victorioso. Me niego a seguir en tu corte mientras las relaciones tuyas con los ejércitos catalanes no sean más correctas. Un Emperador dedicado a falsificar moneda y a pagar con ella a las tropas que aseguran su Imperio contra los turcos no merece la confianza de nadie, creo yo. Me voy a Gallípoli y me considero más honrada que nunca en los reales del César.

El príncipe Miguel, cuando oyó estas palabras, perdió el color y habló al oído de su padre. Le decía que aquello representaba la ruptura de hostilidades dentro de la familia y la guerra abierta de los catalanes contra Andrónico. Pero éste hizo un gesto de rechazo y de negación y no quiso seguir escuchándole.

—Si los catalanes me declaran la guerra —dijo—, no será cuando ellos quieran, sino cuando quiera yo.

Llegó a Gallípoli la reina Irene al día siguiente en un navío ligero. Llevaba consigo a Demetria, una joven hermosa, como todas las del servicio de la princesa María, quien se alegró de verla. Era Demetria una muchacha de una rigidez de movimientos que recordaba el estilo de los iconos religiosos. Sus vestidos no revelaban las formas del cuerpo, más estrecho de arriba que de abajo. Su cabeza era grave y sus facciones inmóviles y con poca expresión, como las de las campesinas. Sin embargo, había allí algo terriblemente atractivo.

Los galanes que se le acercaban debían sentir la vaga impresión de ser consagrados y bendecidos por su aliento, por su contacto. Parecía a veces la figura dorada que corona el remate de algunos edificios clásicos, en los estadios o en los foros.

Roger trataba de confesar a la reina Irene, pero no sabía nunca cuándo su suegra le hablaba con reservas o con el corazón en la mano.

La princesa María le decía por la noche, a solas:

—He escrito a la condesa Olga de Bulgaria, que es mi madrina y que tiene mucha autoridad con mi tío Andrónico. Si es preciso, escribiré también a mi padre el kan. La condesa Olga vive en un pequeño poblado sin relación con el mundo por tierra, por aire o por mar. Ya veo que te extrañas. ¿Qué relación va a tener por el aire? Bien, hay una relación posible: las flechas cargadas con mensajes, los clarines que dan de valle en valle señales convenidas, las palomas y también las ideas de los muertos que son enterrados en los campos de batalla al pie de una gran roca. ¿No has visto esas rocas en las que pintan una cruz con sangre o con cal blanca? Yo le escribiré a Olga y se lo contaré todo. Mi tío le tiene miedo —y la princesa reía— porque cree que es bruja. Mi madrina bruja, ¿tú imaginas? ¿Tú crees en las brujas? Hay diferentes opiniones sobre eso. ¿Qué piensas?

—No sé, nunca he visto ninguna.

—Olga es pariente nuestra y fue mi madrina. Me basta pensar en ella para que oiga dentro de mi corazón sus consejos. Ella me dice desde Bulgaria que la moneda corta de Andrónico tiene por objeto irritar a los soldados y hacer que insulten y peguen a los comerciantes y campesinos que se niegan a aceptarla. Y también a los dueños de los aposentos donde viven. ¿Tú sabes? La gente no querrá aceptar ese dinero y ellos les obligarán a punta de espada. Entonces los griegos se unirán contra ellos, vengativos. Esta provincia es la más poblada del Imperio y tiene fama de ser querelladora y atrevida. Eso es lo que busca mi tío Andrónico. Ya que no puede dividiros, por lo menos levantaría la gente contra nosotros. Pensando en mi madrina Olga se me ha ocurrido este recelo. Tiene Olga detrás de su palacio un pequeño cementerio como es debido, con tres hileras de nichos y una cruz en medio. Para sus hijos. Pero no ha tenido hijos y no los tendrá ya porque es vieja. Entonces ha ido instalando en los nichos colmenas de abejas que producen miel. Y se ha mandado hacer un sepulcro para ella en el suelo, porque dice que quiere tener sobre su losa abejas vivas, siempre. Los antiguos pintaban o grababan abejas en su losa y ella las quiere vivas. Pero esto no es en Bulgaria, sino en Macedonia, en nuestro castillo de Tesalónica.

—¿Para qué? —decía Roger soñoliento—. ¿Para qué las abejas?

—Es un mito antiguo. Las abejas eran el símbolo de la inmortalidad. Todo el mundo quiere ser inmortal. Yo sólo quiero ser amada y morir antes de que te mueras tú. Un poco antes, dos o tres días. Mi madrina quiere que las abejas la lleven a ella a una antigüedad remotísima donde el hombre, a fuerza de retroceder en el pasado, se asoma otra vez, por decirlo así, sobre el futuro.

—No lo entiendo, querida —decía Roger.

—Tampoco yo lo entendía, pero Olga me lo explicó. Ella sabe las cosas gracias a las abejas mensajeras, según dice. Van esas abejas a los sitios y vuelven y traen pequeñitas substancias que no se ven y que, según dice ella, son la esencia de las cosas y también, al mismo tiempo, la esencia contraria. Ya te digo que ella emplea palabras antiguas como substancia y esencia. Dice que cada abeja conoce la esencia del odio que hay en el amor y la guerra que hay en la paz y la fealdad que hay en la belleza de todas esas estatuas doradas de los foros y en las estantiguas amarillas de la corte. Es tremenda, mi madrina. Dice también que las abejas parecen pequeñas, pero que de hecho no hay cosas pequeñas en la vida. Esto yo lo comprendo, Roger.

Hablaban en el lecho. Al llegar aquí, la princesa vio que Roger se había dormido y se apartó para mirar la luna en el fondo de un espejo. La luna aparecía allí, más abajo que ella —el espejo estaba inclinado hacia arriba y para ver la luna había que asomarse hacia abajo—. También veía algunas estrellas en lo alto y la princesa pensaba para sí misma cosas nuevas.

Lo primero que pensaba era que Roger no hacía caso de los peligros ni quería recelar porque le parecía incómodo e innoble. En todo caso, los otros capitanes recelaban por él, especialmente Berenguer.

Y la princesa miraba la noche estrellada desde el fondo del espejo y pensaba que había revelaciones a cada paso, en la vida. Revelaciones con sorpresas que unas veces herían y otras acariciaban. A ella no la hería ya casi ninguna revelación. La vida iba a la muerte y la muerte a la vida y entre la una y la otra flotaban, zumbadoras, las abejitas del cementerio vacío de la condesa Olga. ¿Y la nada? La nada estaba más lejos. Sólo así la podía imaginar, siempre “más lejos”. Al otro lado de la inmensa esfera estelar que da vueltas alrededor de un eje invisible. Ese eje pasaba por su corazón. Sin herirla y sin hacerse siquiera percibir.

Los catalanes mostraban fácilmente su soberbia, pero todos los hombres son soberbios cuando tienen el enemigo delante y el amigo, dudoso, detrás. La humildad era femenina y la princesa María quería ser humilde y lo era casi siempre, pero una humildad perfecta resultaba imposible sin una completa satisfacción de sí misma, y esa satisfacción de la propia humildad era, tarde o temprano culpable. Ese problema se lo había planteado muchas veces al Patriarca Alejo sin conseguir una respuesta satisfactoria. Nunca daba aquel hombre respuestas satisfactorias. Y recordando aquello, la humildad de la princesa María se hacía aventurera y difícil y podía aceptar las efusiones de sangre en el campo de la misma corte, a la vista del alcázar de Constantinopla, entre catalanes y genoveses. O en Cízico, entre catalanes y alanos. Eso de que la humildad se hiciera aventurera le parecía un signo de los tiempos. Aquella humildad difícil se unía a la grandeza enfermiza de las victorias. Ya no había más salvación que la sangre. Y la princesa la aceptaba con un entusiasmo secreto, pero no disimulado.

Había tenido en aquellos días curiosidades sobre Berenguer de Entenza. Quería enterarse de lo que hacía Berenguer en Cataluña y Roger le dijo todo lo que sabía. En realidad, la princesa quería saber cuál era el acento que Roger empleaba para hablar de Berenguer de Entenza.

Le dijo Roger que había estado muchas veces en la casa de su amigo. La casa de Berenguer de Entenza en Aragón era el ideal de la vivienda señorial catalana. No exactamente un castillo aunque a aquellas casas las llamaban “torres”. Tenía también una peña roquera en Palamós, pero cuando iba allí vivía en otra casa que había en el parque, una casa con recios soportales que en verano lucían encalados. El interior era acogedor, suave, sin aparato, con algo monacal. Berenguer llamaba a aquello, a la manera árabe, “su almunia”.

No tenía esclavos allí —en su almunia—, sino algunos criados discretos tan educados como el mismo amo, de cuyos servicios apenas sí hacía uso.

En el castillo estaban, por el contrario, sus intereses de hombre de campo y de negocios. En la planta baja había habilitado, entre la poterna y el patio de armas, más de cien cochiqueras donde tenía parejas de cerdos para la reproducción. En el parque había vacas y en las colinas que daban al Norte algunos millares de corderos que en verano subían por las cañadas del Ampurdán buscando el césped fresco de las tierras altas.

Recibía Berenguer a los príncipes en la casa pequeña y a los negociantes en el castillo, donde concentraba y alojaba sus mesnadas para la guerra. En otros castillos Berenguer hacía lo mismo y era rico no por los tributos de sus vasallos, sino por su buena habilidad e industria. Aunque su título no era muy decorativo ni aparentemente importante, la baronía de Entenza era más respetada que algunos condados antiguos, por ejemplo, el de Ribagorza.

Tenía Berenguer esa gravedad natural del señor campesino unida a un sentido cristiano de la amistad entre los hombres. Su nobleza se veía mejor en sus actos y costumbres que en sus pergaminos y blasones.

Hablaba poco, Berenguer, y siempre era para decir algo concreto que no podía menos de ser dicho.

Roger vino a decir más o menos todas estas cosas a su mujer mientras ella lo miraba y escuchaba con una gran atención.

—Tú hablas de Berenguer —dijo ella— como si él fuera mejor que tú. En eso se ve tu grandeza.

—¿Estás segura? —preguntó Roger con ganas de dormir.

Y poco después se durmió. La princesa seguía despierta. Pensaba que Roger vivía el amor —el de ella— desde fuera. Vivía el amor desde fuera del amor. Eso le parecía a la princesa criminal. “Ese hombre que está jugando en el margen del amor y se ve a sí mismo exactamente en la perspectiva de su propio amor, ése es el criminal.” Así pensaba la princesa María aquella noche y no sabía lo que quería pensar luego, porque tenía mucho sueño, y después de acomodar sus brazos de modo que ninguno de ellos se apoyara en sus pechos jóvenes, se durmió. Antes de dormirse se arrepintió de lo que acababa de pensar sobre Roger.

Lo último que oía en la noche era la voz de los centinelas que cantaban la hora con una especie de desmayo de tierras lejanas. Aquellas voces olían a cuero viejo, a enjalma y a hierro mal trabajado, apenas desbastado. Hierro de Calatayud (decían los almogávares). Ella no sabía pronunciar aquel nombre: Calatayud. Le parecía el de una mina negra con la embocadura llena de herreros y fraguas y yunques.

Al día siguiente vio Roger que los soldados querían obligar a tomar la moneda cortada a los mercaderes y éstos protestaban.

—Es moneda del Rey —gritaban los almogávares—. Moneda de Andrónico.

Algunos creían hacer un buen servicio al Emperador obligando a tomar aquella moneda que llevaba su cifra. Le hacían un servicio, pero de manera muy diferente a lo que imaginaban.

Como otras veces, Muntaner fue encargado de hacer una investigación por los pueblos de la orilla del mar, donde había destacamentos catalanes, y al volver dijo:

—La traza del Emperador ha salido bien porque los griegos están levantados contra nosotros.

Roger recordaba lo que le había dicho la princesa. Pero el informe de Muntaner continuaba:

—No todo ha sido crueldad y violencia entre los almogávares. Sabido es que cuando las pagas llegaban a tiempo en buena moneda, los soldados socorrían a los fugitivos de los lugares asediados o invadidos por los turcos. Estos fugitivos trataban de llegar a Constantinopla, pero muchos morían de hambre en los caminos, otros se refugiaban en los muladares y los soldados les daban de comer su propia comida o les socorrían con dinero. Todo el mundo ha visto estas cosas. Pero los soldados no toleran que nadie les defraude y les niegue sus derechos. Mucho menos teniendo, como tienen, un arma en la mano.

Con todo eso la situación era cada día más inquietante. De pronto llegó Marulli de Constantinopla. Traía un aire conciliador, como si dijera: “No todo va a ser tratar con genoveses y alanos. Aquí estoy yo, vuestro antiguo camarada de Cízico. Llevaba nuevas ofertas del Emperador para Roger y Berenguer de Entenza. Pedía Andrónico a Roger que fuera a Constantinopla con la reina Irene para tratar despacio de la situación. Le hacía nuevos ofrecimientos. En la entrevista con Marulli estaban presentes también Berenguer, Rocafort y Moneada. Roger dijo que consideraría aquella invitación después que el Emperador hubiera enviado las pagas para todo el ejército. Marulli entonces pidió permiso para ver a la hermana del Emperador, quien poco después apareció en la sala. Dio su mano a besar a Marulli, se mostró alegre de su llegada y le dijo que pensaba seguir viviendo con su hija y con los catalanes de Gallípoli, cuya suerte, buena o mala, correría. Después censuró la conducta del Emperador, aunque con palabras discretas y acusando más bien a sus consejeros y a los secretarios del tesoro. Dijo que pagar con moneda sisada era Una hazaña de tahúr, indigna de una corte imperial. Marulli entonces habló con Berenguer y le dijo hasta qué extremo el Emperador lamentaba que se hubiera marchado de Constantinopla donde lo necesitaba para el decoro de su casa y para el consejo de su persona.

Berenguer, que solía hablar poco, respondió:

—Marulli, usted es hombre de guerra como nosotros. Dígale al Rey que todo lo que haga por dividirnos podrá ser muy agudo, pero será inútil.

A continuación Berenguer rompió el bastón de megaduque del Senado que le había dado el Emperador y devolvió a Marulli algunos vasos de oro y otros obsequios imperiales. Marulli se puso pálido, comenzó a balbucear, y a las preguntas de los presentes dijo que no se encontraba bien de salud. La reina Irene, no se sabe si en broma, llamó a su doncella Demetria y pidió un vaso de licor para ayudarle.

Veía Marulli el bastón de megaduque roto y lo tomó del suelo preguntando si podía llevarlo consigo. Berenguer se alzó de hombros y se apartó a hablar con Roger, como si considerara terminada la entrevista.

Y Marulli se fue de espaldas haciendo reverencias a la reina.

Algunos días después llegaron cartas otra vez del Rey en las que proponía a Roger un arreglo aparentemente generoso. El Rey estaba dispuesto a darles en feudo las provincias del Asia que habían liberado, con cargos y dignidades especiales para los caballeros y ricos homes, pero con la obligación de que siempre que fueran requeridos por él o por sus sucesores acudieran a servirle a su propia costa. El Emperador no estaría obligado a dar, después de la conclusión de este acuerdo, sueldo alguno a los soldados, pero abonaría cada año treinta mil escudos y ciento veinte mil quintales de trigo. También les abonaría las pagas en moneda justa hasta el día del convenio.

A todos les pareció bien y aceptaron. El emisario del Rey que concluyó este acuerdo era un hombre pequeño y casi jorobado que se llamaba Kanaworio y que había sido años atrás secretario de la reina Irene. Estaba muy satisfecho de su éxito y volvió a Constantinopla con la seguridad de haber resuelto el problema. La reina y la princesa decían: “Dios ha iluminado a Andrónico, bendito sea”. Pero la reina quedaba un poco pensativa y añadía: “Dios o el diablo, quién sabe”. A veces sonreía pensando que Andrónico perdía por fin la batalla con los catalanes.

En cuanto a los soldados, al saber la noticia se mostraron felices y comenzaron a hacer sus listas de empleos eligiendo y nombrando los sobre— junteros y otros cargos, a la manera de Aragón. Cada cual pensaba trasplantar allí sus experiencias de la tierra natal.

Hablando con su esposa, Roger decía:

—El Emperador ha comprendido por fin nuestra situación.

Pero la princesa parecía más preocupada que nunca:

—Ten cuidado. Mi primo está siempre cavilando maldades y el Emperador está ahora helándose y abrasándose al mismo tiempo como dice mi madre. Por un lado la nobleza de la corte y por otro, Gallípoli. No a qué atender. Puede haber sangre.

Roger sonreía oyéndola hablar de esa manera y le preguntaba:

—¿Te lo ha dicho tu madrina?

—No es necesario. Lo veo yo. Tú vas con pies inocentes a todas las cosas, pero tenemos que seguir viviendo ya que estamos en la vida y somos el uno para el otro. ¿No te parece? La cesión de las provincias que te hace mi tío estaría bien si la idea hubiera sido suya, pero ha sido una idea de mi madre. Y mi madre tiene la preocupación constante de agraviar al príncipe Miguel y al Emperador. Quiero decírtelo todo. Muchas veces comienzo a decirte algo importante y tú no me escuchas. Tú te pones a hablar de otra cosa. Yo soy muy joven, es verdad, y no sé nada de la vida, pero te quiero y mi amor me da clarividencia, como me dice Olga. Es muy sabia mi madrina. La idea de darte las provincias de Oriente ha sido de mi madre. ¿Te lo ha dicho ella?

—No.

—Me extraña. Si no te lo ha dicho es que no le parece una idea buena, por alguna razón. Buena o mala, yo sé que el príncipe Miguel no aceptará esa decisión de su padre sin alguna clase de protesta. Es egoísta mi primo. Es egoísta no como una persona y menos como un príncipe, sino como un animal. Como un perro cojo y un caballo ciego.

Contestaba Roger, medio risueño, medio provocativo:

—Es posible que tengas razón, pero cuando las cosas se ponen mal hay que confiar en que se arreglen afrontándolas más francamente que nunca. La presencia del hombre hace milagros. La confianza es contagiosa. Mi confianza hará confiarse al Emperador.

—Pero es que mi madre...

Roger alzó las cejas y preguntó caucioso:

—¿No querrás que yo piense en tu madre como en una enemiga mía?

Ella parecía dudar.

—No tanto como eso, no.

Al ver que Roger se mostraba sombrío y abstraído, la princesa dijo que probablemente tenía razón, pero que ella se encontraba entre la confianza de él, las intrigas de su madre y las advertencias de Olga en una situación insegura y delicada. Luego añadió:

—Lo que ha hecho Berenguer delante de Marulli es demasiado. No debía haber roto el bastón de megaduque porque mi tío el Emperador da mucha importancia a esas cosas. Con eso Berenguer ha ofendido no sólo a mi tío, sino a toda la nobleza.

—Antes nos ha ofendido el Emperador tolerando lo de Magnetio, enviando las pagas en moneda corta y tratando de separarnos y desunirnos. Hay que demostrarle que nos damos cuenta de sus manejos.

Ella, como si estuviera fatigada de sus propias dudas y tomara una determinación ciega, dijo:

—Bien, no importa. Si tú me quieres, con tu cariño lo tengo todo. Tengo una impresión rara de las cosas. ¿Sabes? Un día le pregunté al archimandrita de Santa Sofía por qué las mujeres tenemos que cubrirnos la cabeza al entrar en la iglesia y él me dijo repitiendo palabras de San Pablo: “Se cubren la cabeza para eludir la seducción de los ángeles, porque los ángeles se enamoran fácilmente de la cabellera de las mujeres”. Bien, pues yo lo he creído eso. Y a veces he sentido una tentación rara: la tentación de asomarme desnuda a la iglesia para seducir a los ángeles de veras. Es decir, no sólo por mis cabellos. Eso era antes de quererte a ti. Ahora me parece que los he seducido a todos y que todo es nuestro. Ya he ido desnuda a la iglesia. Bien, entiéndeme, es una manera de hablar. Mía es la tierra y mío es el cielo, puesto que en los dos me quieren.

—Pero, si estás tan segura de los hombres y de los ángeles, ¿por qué tienes miedo?

—Es que son seres llenos de sangre y la tierra está esperando y deseando la sangre humana. La tierra es sanguinaria. Déjame todos los recelos y los miedos para mí y escúchame y hazme caso. Soy astuta y hasta puedo ser mala si quiero. Déjame que hable de mí porque soy feliz ahora. De niña jugaba en casa de mi madrina Olga con sus sobrinas. Y había un chico con ellas, un sobrino de nuestra edad. Recuerdo una tarde de lluvia, de aguacero. Yo decía que la lluvia era una especie de telar antiguo. Aquella tarde sacamos al chico fuera de la casa y las niñas más pequeñas veían el agua cayéndole por los hombros y se reían de él como mujercitas. Déjalo que se moje bien, decían. Así se morirá y será uno menos, porque cuando son mayores quieren comernos, que yo se lo he oído decir a la tía Olga hablando con la reina. Cuando la condesa me oyó hablar del telar y de la lluvia, y sobre todo cuando me oyó contestar a mis primitas diciendo: Es verdad, vamos a dejar ahí al primo para que se muera porque para eso es un chico, la madrina me dijo: Tú vas a ser no sólo mi ahijada sino mi amiga, y te diré muchas cosas que no sabes. Me las ha dicho ya, buenas, malas y regulares. Soy ignorante, pero sé cosas raras que no saben otras mujeres. Eso lo debo a Olga.

Se acercó a un bargueño y sacó un papel. Se lo dio a leer a Roger, quien se lo devolvió recordándole que no leía griego. Entonces la princesa se puso a traducirlo. Antes le dijo con alegría que lo primero que había hecho cuando lo conoció en Constantinopla fue traducirle la cédula imperial en la cual era presentado oficialmente a la corte y se pronunciaban especiales mercedes que unirían la casa de Andrónico a los catalanes. La más importante de esas mercedes era el matrimonio de ellos dos. Roger escuchaba gravemente. La princesa leyó la copia de una carta que había escrito a su madrina Olga. Decía en ella lo siguiente: “Pasan cosas que nadie ha visto ni oído nunca. Es como la niebla que baja de las sierras en el otoño, pegada al suelo, y cubre el valle, casi verde y casi roja. Todo lo confunde abajo, pero en lo más alto, en el copete de la sierra, luce un poco de sol.

”Hay un hombre en Constantinopla, debajo de esa niebla. Dicen que es un hombre clarividente por odio. Mentira. No es clarividente, sino extraviado y loco. Loco de odio contra mi marido Roger.

”Hay hombres, como el Emperador, que lo han visto ya todo en la vida pero no saben que es todo y esperan y temen sorpresas. Tú, que tanta influencia tienes con él, debes escribirle y convencerle de que lo ha visto ya todo y no necesita pensar en tiempos futuros ni menos poner en ellos los fantasmas de su imaginación.

”Las imprudencias de mi primo Miguel acumuladas —tantas y tan diversas— han llegado a formar a su alrededor como una ciudadela fortificada. Y tiene aduladores entre los de Pera y los del Norte. Y hasta en esos turcos que no lo son del todo y que en España, según Roger, llaman algarabiados. ¿No te gusta la palabra? Algarabiados. Yo no lo quiero ver a Miguel. La última vez que estuve en Constantinopla, hace ya tiempo, vino Miguel a hablarme y sus palabras dejaban en mis mejillas huellas viscosas, como si me anduviera por ellas un caracol. Cuando vio que me repugnaba, se calló y se fue.

”Es muy distinto de su padre, Miguel. El padre es un Emperador que cambia de un día a otro. En una ocasión dijo que debía perseverar en alguna cosa y él respondió: Para mí, la única perseverancia es esa de la transformación y el cambio. Por lo tanto, se puede esperar todo de mí, hasta lo más usual y aparente. Eso dijo. Es listo mi tío a veces, pero no le servirá nunca de nada porque se complace demasiado con su propia listeza y en su complacencia se le va todo.

"Aunque parece feliz es pesimista, mi tío, pero su pesimismo es muy diferente del de Miguel. Su pesimismo es todavía amor. El pesimismo de Miguel es indiferencia, recelo y un poquito de sangre. No mucha. Con esa sangre querría expresarse y eso yo no lo veo mal, pero depende de la persona de quien procede la sangre.

"Sueña con suplicios, mi primo. Muchos y muy raros, para sus innumerables adversarios chinos, turcos, griegos, latinos. Pero casi siempre la lluvia de las tormentas viene a correr una cortina sobre el jardín de sus malos deseos cuando éstos son demasiado exuberantes. En cambio, Roger, con la espada en la mano, no cree tener enemigos. Yo le hablo de Miguel y me dice: No me quiere, tu primo, pero es probable que me escuche, porque no se trata de mí sino de todos nosotros y de la sangre que hemos derramado y vamos a derramar.

"Eso dice. Entretanto, Miguel se desespera todo un día y una semana por trivialidades como, por ejemplo, el hecho de que uno de sus perros viejos no acuda a su llamada. Todas las cosas pequeñas cree ahora que tienen un misterio y que se basan en algo que han hecho Roger y sus tropas.

"Roger tiene en su mano la salvación o la ruina de todos como tú sabes; pero Miguel no quiere verlo. ¿No es eso un poco indecente?”

Luego firmaba la princesa, pero después de la firma venían unas líneas en las que se condensaba el interés informativo de la carta: “Mi tío el Emperador ofrece a Roger las provincias del Asia como feudo para él y los otros capitanes. Todos parecen satisfechos con eso. Menos yo. Mi madre ha tenido que ver en el asunto y eso es lo que me hace dudar, aunque no sabría decirte exactamente por qué. Yo creo que el ofrecimiento va a romperle en el aire como una burbuja de jabón. ¿Y qué pasará entonces, después de haberse hecho la gente tantas ilusiones?”

Roger, al acabar de oír la carta, dijo:

—Me quieres y tu cariño te hace ver fantasmas, querida.

La besó y se puso a hablar de otra cosa.

En aquellos días salió de Constantinopla un nuevo delegado de Andrónico llevando consigo los acuerdos del Emperador sobre los feudos del Asia escritos, firmados y sellados. También llevaba treinta mil escudos en cumplimiento del convenio y el aviso de que el trigo ofrecido estaba ya recogido y almacenado. Los acuerdos habían sido confirmados delante de la imagen de la Virgen, en la capilla del palacio, y avalados con la firma del archimandrita, quien escribía su nombre en grandes letras latinas y ponía al lado un sello con unas insignias parecidas a las del pontífice romano. Todo esto salió de Constantinopla, pero no llegó por entonces a Gallípoli por una serie de circunstancias.

Estaba encargado de esta misión Teodoro Chuno, jefe de policía que tenía la confianza de la reina Irene. Salió para Gallípoli despacio, deteniéndose en varios lugares y enviando mensajeros delante para que le informaran de la situación entre los catalanes. Se detuvo en una aldea cerca de Ripi dando espacio a que el último de sus agentes regresara, porque suponía que había en Gallípoli algaradas y motines. Y quería informarse antes de “proceder”, como él decía.

Tenía Teodoro la esperanza de que comenzara entre los catalanes la guerra civil, pero el último mensajero volvió diciendo:

—Todo está tranquilo en Gallípoli. La gente catalana maltrata a los griegos y habla mal de Andrónico, pero todo está tranquilo. Roger ha devuelto al Emperador las insignias de César, igual que hizo Berenguer con las de megaduque, pero todo sigue en calma.

Teodoro, que era uno de esos hombres cautos y tímidos que todo lo esperan del azar, detúvose unos días más, dudando si debía seguir o no. Por fin envió otro mensajero y siguió hasta Branchiallo, pequeña ciudad de curtidores donde toda la gente tenía cicatrices en las manos o en la cara. Allí esperó al mensajero, quien volvió diciendo lo contrario del anterior: que la gente estaba conspirando en favor del Emperador y que amenazaba a Roger. No sabiendo a qué carta quedarse, Teodoro regresó a Ripi y se encerró en un castillo con su séquito, acémilas, secretarios y sus treinta mil escudos. Nunca dijo a nadie que los llevaba, por si acaso. Y no sabía si debía “proceder” o no.

Esperó indeciso algunas semanas y por fin decidió regresar a Constantinopla, porque el castillo no le parecía bastante seguro. En definitiva, pues, “no procedió”. Cuando lo supo la reina Irene, se llevó una gran alegría que disimulaba delante de su hija y de Roger.

Supo Roger aquella diligencia del Emperador y lamentó que hubiera fallado por la pusilanimidad de Teodoro. Al mismo tiempo se enteró de que Miguel preparaba un ejército en Andrinópolis, no lejos de los cuarteles de invierno de los catalanes. Esto era más que sospechoso. La princesa María escribió una carta a su padre, el kan Azán de Bulgaria, sin decírselo a su madre. Era una carta como las suyas, donde a fuerza de vaguedades decía cosas muy concretas: “Padre, el príncipe Miguel no mira de frente desde que han tenido los catalanes sus victorias sobre los turcos, y odia a Roger, mi esposo, César de Bizancio, a quien hace pocas semanas tú mismo has dado el título de Panipersebátor. Aquí vivimos todos descuidados porque estos soldados de Gallípoli se embriagan con su propia honradez de criminales, que es la honradez más sólida. Nadie cree que los soldados de tu cuñado Andrónico vengan sobre nosotros. Tú podrías evitar que vinieran aunque estuvieran ya en camino, al menos, los turcopoles que dependen de ti y que tienes en Constantinopla. Mi esposo no sabe que te escribo, pero tampoco puede comprender que sea posible una agresión de las tropas del Imperio que él ha salvado. Tú puedes, padre y rey mío, arreglarlo todo aún. Mi madre te habrá dicho lo feliz que soy. Ella sigue con nosotros y está alerta a lo que sucede. Quiere que volvamos ahí los tres cuando la paz esté asegurada. Yo no había imaginado hasta ahora que hubiera una felicidad con dobles fondos siniestros y horcas y hachas ensangrentadas. A veces, viendo a Roger tranquilo y no pudiendo persuadirlo de los peligros que nos rodean, me digo: ¿Estoy yo loca o lo están los demás? Creo oír una voz, la de la madrina

Olga, que me dice: Ni ellos ni tú. Lo que pasa es que has olvidado algo. Has olvidado que tu padre está en Bulgaria pensando en vosotros. En Sofía te espera la vida y en Constantinopla te acecha una cosa que no es la vida ni la muerte. Te espera la cara amarilla de tu primo Miguel. Miguel, convencido de que no puede ganar una batalla ni una conspiración, va tomando un aire errático y divagatorio. Los nobles dicen: Si quisiera Miguel, iría lejos, pero es un abúlico. Lo es sólo hasta que la envidia lo despierta. Lo peor es que el envidioso no entiende sino de crímenes a mansalva. ¿Los permitirás tú? De niña siempre imaginaba a Dios como a ti y a ti te veía como a Dios. Los dos podéis ahora resolverlo todo con una palabra”.

La carta produjo efectos inmediatos. Azán escribió a Andrónico y éste volvió a enviar a Roger los treinta mil escudos y cien mil quintales de trigo, además de los documentos que legalizaban el convenio. Teodoro Chuno fue el tímido portador y esta vez “procedió”. Volvió a enviar el Emperador las insignias de César que Roger aceptó para no herir al kan de Bulgaria y se celebró una fiesta aquel día mismo para honrar al emisario del Emperador. Era el día que conmemoraba en el calendario cristiano la resurrección de Lázaro.

Con Teodoro Chuno había llegado la doncella Zoé. En la fiesta de aquella noche bailó primero sola y después con dos jóvenes juglares. Zoé tenía movimientos de serpiente no sólo con las manos y el torso, sino, lo que era más difícil, con el cuello. Hacía avanzar la cabeza con la misma muelle rapidez de las serpientes. También podía hacer con ella movimientos horizontales de derecha a izquierda.

Muntaner no se cansaba de ver bailar a Zoé.

Hubo otras cosas notables y la alegría de la reina Irene era sincera y conmovida porque veía detrás de todo aquello la intervención de su marido el kan Azán.

Terminada la fiesta, Teodoro dijo a Roger que, en cumplimiento del pacto con el Emperador, podía licenciar su ejército y quedarse con mil hombres nada más. Acompañado de ellos debía ir a Constantinopla cuanto antes. Esos mil hombres serían la cuna y matriz de un ejército mayor si hubiera que improvisarlo para acudir a la defensa del Imperio donde hiciera falta. En todo caso debía ir a la corte y cambiar impresiones con el Emperador.

Dijo Roger a todo que sí y despachó a Teodoro con las palabras más afectuosas. Le dio cartas de la reina Irene, de la princesa María, suyas y de Berenguer para el Emperador. Hasta que salió Teodoro no le dejaron un momento solo para evitar que hablara con los soldados.

La carta de la princesa María a su tío Andrónico decía: “Tío y señor mío. Te digo la verdad. Hay malentendidos del domingo, pero los que quedan de pie después de la celebración del día de San Lázaro en nuestro castillo de Gallípoli son los que me inquietan. Querido tío, no lleves las cosas al extremo del odio. No hay enemigo pequeño, dice Roger. Es verdad. Yo sería un enemigo pequeño, pero en cada cuerpo hay un alma igual a las otras almas y no quiero poner la mía a prueba. Sólo veis en nosotras, las mujeres, la risa o el llanto, pero yo sé quebrarme de sutil y volverme a anudar sin que nadie lo vea ni lo sienta. Es una virtud de familia que he heredado de tu hermana, mi madre. No me obligues a quebrarme de sutil. Y recibe el receloso amor de...”

Antes de enviar aquella carta, Roger la leyó y se asustó un poco.

—¿No hay una amenaza ahí? —preguntó a la princesa y ella dijo:

—Sí, pero sólo la ves tú, la amenaza. El Emperador no la verá. Está demasiado alto para ver esas cosas. El que la verá será Miguel. Porque Miguel está más cerca de nosotros. Miguel la verá.

—¿Entonces? —decía Roger dudando.

—Quiero que mi primo la vea. Es necesario que la vea. Más tarde te diré por qué.

Roger decidió enviarla. Iba a escribir también y llamó a Muntaner para que redactara la carta, pero estuvo vacilando y por fin decidió que era mejor obedecer y acatar las órdenes del Emperador.

—Es necesario —dijo— que los malentendidos se acaben de una vez.

La princesa María lo escuchaba con asombro:

—¿De veras piensas ir a Constantinopla?

—Debo ir. Debo obedecer al Emperador.

—Pero no se trata sólo del Emperador. La última vez que salimos juntos al parque del palacio en Constantinopla venía el príncipe Miguel con nosotros, ¿te acuerdas? Pasamos debajo de un árbol muy grande y muy viejo y te cayó a ti una oruga en el hombro. Desde la rama, una oruga se dejó caer sobre tu hombro. O la arrojó el árbol mismo. Mi primo Miguel miró al árbol con simpatía, como diciendo: Ese árbol odia al extranjero catalán y deja caer orugas en su hombro. Cuando oigo hablar de mi primo Miguel recuerdo aquel pequeño detalle que fue como un aviso. Bueno, ya veo que tienes ganas de reír. Bien. Puedes reírte, pero no debes hacer caso de las palabras de mi tío. Ni de mi primo. Miguel sabe que no lo quiero. Un día me dijo: Tú me sentenciarías a ser encerrado en un cuarto, condenarías la puerta y tapiarías la ventana a cal y canto. En el lugar de la ventana pondrías las armas de Bulgaria. Yo le dije que no. Pondría un espejo en la parte de adentro para que se viera allí día y noche un año y otro año. Porque él no se puede ver a sí mismo. No le gusta su cuerpo, su cara. Eso le dije. Y él me odia más desde entonces. ¿Tú comprendes, Roger? ¿No me dices nada?

Disimulaba Roger su impaciencia. Una niña de dieciséis años estaba tratando de limitar sus actos y movimientos y de envolverlo en recelos y en miedos pueriles. Aunque fuera en nombre del amor, aquello era desproporcionado y ridículo.

—Iré —dijo— y no pasará nada.

—¿No? Escucha bien lo que te digo. Si vas, te matarán y tendrás tú la culpa. Pero te juro que me vengaré de ellos y también de vosotros. De todos los que me habéis rodeado desde que nací y queréis hacerme la vida imposible. Yo me vengaré.

Roger la besó y ella se puso a llorar dulcemente:

—No vayas —repetía.

Y Roger, que apenas si había hablado, sintió de pronto la necesidad de aclarar un extremo importante:

—Querría ver lo que dice tu madre. Lo mejor será que averigües lo que piensa, sin hacerle ninguna pregunta directa. Dices que ella está de nuestra parte, pero eso no basta. Yo quiero ir y tú quieres evitar que vaya. ¿Con cuál de los dos está tu madre?

—Ella parece francamente feliz con el asunto de las provincias de Asia y dice que ha sido quien ha convencido al Emperador de que debe dároslas. Por eso no me extrañaría que sea partidaria de que vayas.

La reina era enemiga del Emperador y no podía menos de darle malos consejos. En la cuestión de las provincias del Asia y en otras muchas materias menos importantes.

Pero Roger odiaba ese género de reflexiones. Si insistía en ellas se sentía desorientado, incómodo y menos íntegro. Aquellas reflexiones lo debilitaban.