CAPÍTULO III
CERCA del inmenso balcón se veían fuera, sobre la balaustrada de mármol, las sombras de la noche con luces aquí y allá. Grandes antorchas encerradas en farolas de vidrio daban resplandores cambiantes.
—En nuestro parque —seguía la princesa— la lluvia es libre. En Pera, no. Allí, según dice mi tío, está reglamentada y paga tantos por cientos.
La madre advertía que su hija gustaba a veces de decir cosas raras y se las atribuía a su tío. Preguntaba a Roger si le gustaba Constantinopla. Roger dijo que sí y ella insistió:
—¿Para vivir? Quiero decir, para vivir siempre.
—¿Por qué no? —dijo Roger—. Aunque no veo lo que podría hacer siempre aquí, aparte de serviros.
Y miró dulcemente a la princesa. Roger no decía nunca sino lo que quería decir. La princesa seguía hablando del parque. No le gustaba que estuviera demasiado bien atendido, con el césped cortado raso y los arbustos simétricos, como en Pera.
La reina Irene seguía riendo:
—A mi hija no le gustan los genoveses. Es verdad que todas las personas decentes les deben dinero.
Roger se dio cuenta de que la esposa del kan de Bulgaria estaba siempre al quite con su hija, y se decía: “No veo que sea necesario. La niña dice cosas graciosas y lógicas”. Pensó un instante que la madre debía saber que estaba entrampado con los genoveses. Les había pedido dinero en Sicilia para costear la expedición. La hija explicaba lo que representaban los lugares más famosos de la ciudad delante de un ancho plano en relieve.
Miraba Roger a aquella criatura tan locuaz que, sin embargo, no había despegado apenas los labios con él en otras ocasiones. Y la madre hablaba. Se parecían mucho físicamente, la madre y la hija. Roger creía haber hecho otro descubrimiento: “Cuando la reina me habla tan mal de los genoveses, es porque sabe que ellos me odian. Que tal vez andan por ahí hablando mal de mí”. Era un dato a tener en cuenta. En aquel momento la madre decía:
—Andrónico es un hombre de poca determinación. Si no fuera por mi marido, el kan, ¿a dónde iría el Imperio? Tú tienes que conocer al kan, Roger.
La princesa intervenía:
—¡Qué cosas dices, madre! Una mujer es una mujer y cuando tiene una corona en la cabeza tiene que tomar lo inevitable de la vida por el lado amoroso y aprender a callar. Tú no has aprendido todavía.
No le importaba a la reina Irene que su hija la pusiera en evidencia alguna vez, porque la reputación de imprudente la ayudaba en la corte. La reina Irene era la personificación de la misma intriga. La fama de indiscreción parecía ir pregonando la inocencia y la simplicidad de la reina de Bulgaria y eso le gustaba a ella, que no tenía nada de simple ni de inocente.
La reina Irene miraba a Roger y pensaba: “Es un buen mozo, tal vez es valiente y sabio”. Como buen mozo debía ser marido de su hija. Las demás cualidades le parecían menos importantes. La madre de la princesa, al mismo tiempo, habría querido exaltar a Roger como yerno y disminuirlo si podía dar a Andrónico días de gloria. Era pronto para desearle a Roger una suerte funesta. De momento estaba enamorada de él a su manera y se complacía en verlo con su hija. Pero ella intervenía en el diálogo con frecuencia.
Hablaba la reina Irene con una especie de inocencia afectada. Y decía que estaba allí, en Constantinopla, como una especie de embajadora extraordinaria secreta y no declarada de su marido el kan. Roger volvía a preguntarse: “¿Por qué me dice a mí tantas cosas?” No sabía que la imprudencia aparente de la reina Irene era un disfraz de mujer discreta. De fémina prudentísima.
La princesa María quería quedarse sola con Roger. Fue hacia un álbum de cuero rojo que había en un atril.
—Ven —le dijo a Roger—, ven, excelencia, porque yo no puedo traer el álbum. Pesa demasiado.
Roger iba detrás de ella y se decía con ganas de reír: “Me llama excelencia y me tutea”. La reina Irene decidió dejarlos solos y se quedó en el hueco del balcón, viendo a través de la tenue lluvia las antorchas de Pera que seguían luciendo protegidas por fanales. La doncella Gregoria acudía, aduladora y humilde.
María abrió el álbum que parecía un misal o un grimorio de encantamientos. Había retratos en colores, delicadas miniaturas con calidades de lacas chinas. Nunca había visto Roger nada tan elaborado y artísticamente meritorio.
—Esto es muy hermoso —dijo.
—Sí. En una parte del Imperio están prohibidas las estatuas y todo se hace con pinturas. Los pintores han aprendido mucho. Aquí —dijo palpando el álbum con sus dos manitas que tenían también algo de reliquias chinas— están los otros. Cuando digo los otros, quiero decir los que no son tú ni yo. Hay de todo, aquí. Príncipes turcos, españoles, tudescos. Kanes y beys. ¿Ves tú, excelencia? Están pálidos. Todos miran y algunos sonríen. Quieren hablar.
—¿Qué quieren decir?
Ella se ruborizó pensando que Roger la trataba como a una niña pequeña y advirtió, negando:
—No, ahora no. Te reirías de mí, excelencia.
Pasaba hoja. Para hacerlo necesitaba las dos manos y la ayuda de Roger. Eran hojas de cuero más pesadas por las miniaturas y las pequeñas grapas de oro. Las manos de ella y él se rozaron.
—Sólo hay uno que no habla. Este, pálido y verderón. Todos los judíos y los turcos son verderones.
—¿Cómo?
—Verderones. ¿No se dice así? Es Karman, el jefe turco que amenaza los estados de mi primo, el príncipe Miguel. Este retrato lo hizo un imán renegado de los servicios secretos de mi padre, el Emperador. Está bien, ¿verdad? Míralo, excelencia, porque tal vez un día lo tendrás delante. Ese hombre nos odia.
La reina Irene acudía:
—Niña —le dijo—, no te olvides de mostrarle a los búlgaros y a tu padre, el kan. Son la única gente decorosa que hay en el álbum.
—Pero, madre, está Andrónico.
—Es verdad —dijo Roger—. Está su Majestad Imperial.
La reina Irene bajó la voz y dijo:
—Bah, mi hermano, con todas sus grandezas, no es más que un águila imperial y que tiene miedo a salir del nido. ¿Ustedes saben que no sale nunca de su palacio? Es que tiene miedo. Es buena persona, eso sí, mi hermano Andrónico, Dios lo bendiga.
Esta confidencia acabó por producir a Roger verdadero asombro. La reflexión inmediata fue: “El Emperador y la reina Irene son enemigos. Si son enemigos, la princesa María no está en la gracia de Andrónico a pesar de su corta edad. Y, sin embargo, me quiere casar Andrónico con ella”. ¿Con la hija de una enemiga suya? Bueno, era posible que aquellas malquerencias de familia no intervinieran para nada en la política del Imperio. Lo importante era para él la inmensa confianza de la reina y la seguridad de que detrás de aquella confianza estaba la princesa María esperándole. No tenía Roger una imaginación erótica, pero no pudo evitar un movimiento de impaciencia y de delicia.
La reina se fue al otro extremo de la sala con las camareras de servicio, mujeres de megaduques, que entraban. Roger y la princesa María siguieron su amable coloquio. Desde el principio ella lo tuteaba pero lo llamaba señor de un modo enfático y artificial, y cuando Roger le preguntó por qué ponía aquel énfasis, la princesa María le dijo:
—Es para nosotros un poco extraño el tratamiento de señor. No llamamos señor al marido ni al padre, y ni siquiera al Emperador. Es demasiado. Sólo llamamos señor a Dios. Pero sabemos que con vosotros los latinos es distinto.
Dijo Roger que aquella costumbre castellana tampoco le gustaba a él y que se sentiría halagado y feliz si ella accedía a llamarle por el primer nombre. La princesa pareció sorprendida y se puso a hablar de su padre el kan y de su propia infancia. Seguía diciendo cosas raras, cosas que Roger no había oído nunca y que le sonaban como una música nueva. Le mostraba la princesa al mismo tiempo las miniaturas de la corte de Bulgaria.
—Los amigos míos están lejos y los enemigos también, megaduque. Aunque mis sentimientos no tienen importancia, la verdad es que si he de ser sincera del todo, quiero un poco a mis enemigos. Como éste. Mira qué cara. Parece un viejo boque. ¿No se dice así? Boque, macho cabrío, sátiro. ¿No se dice así? —y mostraba a un noble de barba rala y ojos oblicuos—. Pobre. Está en la cárcel, ahora. En un castillo del kan, mi padre. Es lo que yo digo. Se les puede matar si han cometido algún delito, pero, ¿por qué encarcelarlos? Pobre. En cambio, odio un poco a algunos de mis amigos. Como a éste. Un viejo guerrero bastante hermoso. ¿Sabes tú, excelencia? Los búlgaros son buenos soldados. Mejores que los griegos. Pero las últimas banderas cogidas al enemigo están ya comidas por la polilla.
—¿Eso último lo dices tú o lo dice tu padre?
—Mi padre, es verdad. Eres un adivino.
Entre las miniaturas había una plancha que llenaba toda la página del álbum. Era como un icono prodigiosamente complejo y delicado. La princesa lo besó e invitó a Roger a hacer lo mismo.
—Aquí —le dijo—. Hay que besarlo entre el hierro y el laurel. Aquí.
El álbum olía a cuero. Según dijo la princesa, aquel beso sabía a “labio inferior”. Esta observación extrañó a Roger. “¿Qué labios inferiores habrá podido besar esta criatura?”, se decía. Contagiado por la extrañeza de la situación, Roger se hacía también reflexiones raras. “Aquí me encuentro bien”, pensaba, “demasiado íntegro y dueño de mí. Pero bien”.
Llegaba sobre ellos desde el muro frontero una luz tenue color topacio. En la sala había candiles de aceite con pies de león y alas de quimera. Tenían los candiles sus tulipas de vidrio coloreado dentro de las cuales la llama inmóvil o agitada hacía sus fantasmagorías.
Para evitar los gases de la combustión había delante de los grandes candiles pantallas de vidrio o de laca o de jaspe laminado que difundían la luz impidiendo que el humo enturbiara demasiado el aire.
El color de la llama no era siempre natural. En algunos lugares, de acuerdo con los colores del tapizado u otros detalles de la ornamentación, los criados ponían colorantes en el aceite, y de pronto, sobre el topacio de las cortinas el verde vivo de las sales de cobre hacía sombras fantásticas. Otras veces el color era azul o amarillo tenue o de un blanco deslumbrador.
A la princesa le gustaba el blanco. La reina Irene evitaba las luces directas, como suelen hacer las mujeres de más de cuarenta años. La princesa María buscaba esas luces directas y sabía que el blanco daba diafanidad a su piel.
—A mi madre —decía— le gustan las luces venenosas.
Quería decir las luces cuyos colores se obtenían con materias malsanas. Y reía. Roger miraba los labios de la princesa. El de abajo, a veces, entre dos sonrisas, temblaba un poco. Y los dos seguían mirando el álbum. La princesa oía a las damas de su madre que hablaban en voz alta al otro lado de la sala y a veces tenía ganas de reír y explicaba a Roger:
—Esa que habla ahora es la duquesa de Nastogo, la mariscala. Está un poco débil de la cabeza y dice cosas poéticas. ¿No será por eso? La poesía buena suele ser un poco tonta. ¿Sabes lo que dice? Dice que aunque es pequeña, se siente fuerte entre las sábanas y las toallas de su casa, bordadas en sedas de colores con las armas de Constantino. Yo le digo a veces: “Mira que Constantino asesinó a su mujer y a su hijo”. Y ella, muy seria, me dice: “Con mi marido, no hay cuidado”. A mí me gusta hablar con ella porque puedo decirle todo lo que acude a mi fantasía. Mira, excelencia, aquí está el retrato del duque de Nastogo, su padre. Voy a llamarla a ella. Verás, señor, digo, excelencia, digo, Roger.
Y al decir su nombre desnudo de tratamientos, se ruborizó un poco por primera vez. La duquesa de Nastogo acudía. A ver el retrato de su padre se puso a decir que algunos meses antes, cuando fue su marido con el príncipe Miguel a Nicea, estuvieron a pique de encontrarse con los ejércitos de Karman.
—En las afueras de Nicea hay un barranco —dijo la princesa ladinamente—. Un barranco muy hondo, duquesa.
—Muchos barrancos, alteza —dijo la Nastogo viéndola venir.
—Sí, pero para ti sólo hay uno. Tu abuelo murió allí y no hallaron nunca el cadáver. Esto hace cincuenta años.
—Cincuenta y tres.
—Pero el general Marulli encontró un hueso del abuelo de la duquesa. El hueso de la cadera, allí en el fondo. El coxis. ¿No se dice el coxis? Había una mariposa blanca posada en el coxis.
La duquesa comenzaba a gemir y acudía la reina Irene, que se daba cuenta de lo que estaba sucediendo. Pasó un brazo por la cintura de la duquesa y se la llevó. Gemía la vieja duquesa como una niña.
—Oh, princesa María —decía—, hablando así a su edad, siendo todavía una muchacha.
La princesa sonreía discreta y traviesa. Hacía aquello para demostrarle a Roger cómo era la aristocracia griega.
—Mi corte en Bulgaria es mucho mejor.
Roger descubrió dos o tres miradas de una ansiedad adolescente en los ojos de la princesa. Pero ella mostraba otra miniatura:
—Este es mi primo Miguel.
—¿Lo tiene tu alteza entre los otros? ¿Quiere decir que no tienes otro álbum para los familiares y amigos?
La princesa lo miró un momento y dijo:
—¿Qué amigos?
Se lo preguntaba como si pensara: “Nadie tiene amigos en el mundo”. Pero no dijo nada. Después de un silencio añadió:
—Mira qué bien hecho está el retrato de mi primo. Con este cristal de aumento verás hasta dos venas azules en el blanco del ojo derecho, aquí. No me gustan sus ojos porque son demasiado indecisos. ¿Lo ves? Es mi primo, pero eso no quiere decir que sea amigo mío.
—Alteza... —dijo Roger extrañado.
Cambió ella de tema y le mostró otra miniatura.
—Este es Basilio de Tracia. Me parece bueno como una cosa más que como una persona. Como una silla blasonada o como una puerta.
En aquel momento hubo un paréntesis de silencio y se oyó en la chimenea encendida, en lo alto de la chimenea, el rumor de una brisa de invierno. Roger pensó que le gustaría estar solo en aquel cuarto con María y oír aquella brisa los dos solos. Ella percibió su deseo y se acercó casualmente hasta rozar con su sien dos veces el hombro que era ya el hombro del amado.
—Este —dijo señalando un retrato grande con una franja negra al pie— es otro de los enemigos a quienes quiero. No es que los quiera exactamente, sino que les estoy agradecida porque gracias a ellos soy prudente y recuerdo que hay maldad en el mundo y que hay que ser menos confiada y pánfila. ¿No te parece, excelencia?
Pero la princesa, como si quisiera desmentirse a sí misma y mostrarse imprudente, volvió a hablar de su primo Miguel:
—Demasiadas dudas en sus ojos —repetía—. No está nunca seguro de sí porque desde chico lo convencieron de que es malo.
Roger tenía ganas de reír, pero la veía a ella tan seria que no encontraba manera de reírse sin turbarla y tal vez sin ofenderla.
Al final de la velada se llamaban los dos por sus primeros nombres, pero delante de los demás se daban tratamiento.
Apareció otra vez Gregoria y con ella dos viejas duquesas. Vio Roger que todas tenían uñas artificiales. Algunas de cristal y otras de metal o de nácar. La Nastogo las llevaba de ámbar crudo. Hacían una impresión extraña, como si estuvieran dedicadas a algún arte especial de orfebrería o bordado y tuvieran delicados utensilios en las puntas de los dedos. La única que no usaba uñas artificiales era la princesa María.
Explicó que sólo se las ponía —de nácar— para tocar la cítara las raras veces que lo hacía. Estaba, en realidad, aprendiendo y no se atrevía aún a tocar en público. “En público” era, para ella, delante de la Nastogo y de su madre.
La madre se acercó también; hicieron conversación general y poco después Roger pedía permiso para retirarse, comprendiendo que la velada había llegado a los límites del protocolo.
Porque todavía había entre él y la princesa un poco de la rigidez reglamentaria de la corte.
Tres días después se anunció la boda, que se celebró una semana más tarde y fue, como se puede imaginar, una fiesta de príncipes, es decir, un poco insulsa y de una brillantez pesada y grandilocuente. Duró todo el día, desde las nueve de la mañana hasta la madrugada del día siguiente. Roger descubrió más pequeños secretos familiares. La madre de la princesa María dominaba a su augusto hermano. Andrónico le toleraba sus insolencias porque era la esposa del kan de Bulgaria, que le daba buenos soldados. A su sobrina, la princesa María, la trataba con una dulzura condescendiente. Nadie sabía nada de los afectos del Emperador. Ni de sus creencias. Dudaba Irene de que su hermano creyera en Dios, a pesar de que en su conversación repetía a menudo las expresiones “Dios nos está oyendo” o “Dios nos pedirá cuentas”. Entre las figuras históricas que más le gustaban al Emperador figuraba Juliano el Apóstata.
No había para Andrónico más razón de estado que su propia seguridad. La boda de su sobrina con Roger le parecía muy bien. A Irene le parecía mejor. Y mejor todavía a la princesa María, quien, sin embargo, se atrevía a veces a bromear con su propia fortuna. Parecía como si en aquellos Paleólogos de Grecia no hubiera la menor aptitud a la gravedad interior. Esto desconcertaba a veces un poco a Roger. Pero María era encantadora y deseaba y tenía los privilegios de la virginidad.
En público era Andrónico un rey solemne y hierático. Parecía un icono antiguo más que un ser vivo. La población griega lo adoraba y los genoveses del barrio de Pera le atribuían cualidades de sagacidad y penetración, y aunque no se consideraban sus súbditos, hincaban la rodilla si eran recibidos en audiencia. No le gustaban a Andrónico los genoveses. Tampoco los búlgaros. Pero no se permitía a sí mismo exteriorizar ninguna clase de resentimiento o inquina. Al menos, en público.
Estaba Andrónico bien de salud, pero era un poco nervioso y tenía la costumbre de tragar aire. Cuando la corte acogía sus palabras con clamores de entusiasmo, hacía una pausa en su discurso y la aprovechaba para eructar —a veces muy sonoramente— sin que nadie más que los más próximos lo oyeran. Luego, cuando los clamores cedían, continuaba hablando.
La boda la bendijo el Patriarca de Bizancio en la capilla del palacio, que estaba esplendente de oro y luminarias. Las damas de la corte exhibían sus joyas y sus tocados. Entre los españoles habían sido invitados, además del discreto Muntaner y el alegre Arenós, los capitanes Guillen de Tous, Ramón Arquer, Berenguer de Llobregat, el marinero Aonés y otros muchos. No fueron todos porque algunos dudaban de sus propias aptitudes cortesanas y se encontraban más a gusto en Blanquerna o en las tabernas del puerto que en los salones alfombrados. Pero se alegraron de aquella distinción que Roger recibía, y en Blanquerna hubo también comida extraordinaria y música.
Fue necesario instruir a Roger como a un actor antes de salir a escena, porque las costumbres de la corte eran distintas a las de Occidente. Roger fue aleccionado por su suegra, la princesa Irene, entre bromas y risas. La reina Irene le decía:
—La corte está enamorada de usted, yerno mío, y mi hija tendrá que andar alerta. Algunas duquesas le acusan de tener una mirada que congela, que detiene, que empuja hacia atrás. Eso dicen. Pero yo he visto que cuando mira a mi hija no la congela, sino que la enciende y acaricia. Y a eso me atengo. Yo estoy enamorada de su buen ánimo, siempre igual, y el Emperador le admira por su prestigio y fama de soldado. ¿Qué más puede desear un mortal? Ah, mi hija tiene suerte, pero la merece. Lo único que le reprocho es la importancia que le da al matrimonio. A su edad, no es raro. Todas las niñas son así.
Mientras Roger ensayaba con la reina, tenía que tolerar comentarios desairados de su suegra:
—No tienes talento histriónico —le decía tuteándolo. Roger reía y repetía los movimientos.
En la sala contigua, una voz femenina, acompañándose de su arpa, cantaba:
Os doy todo,
venid y tomadlo todo,
sólo hay algo que no puedo dar
y es la fuente secreta de mi amor.
No puedo darla porque no es mía.
Por las ventanas entraba una luz débil de nubes bajas que a veces se encendían con tonos malva. Una tormenta en invierno, es decir, en la fría primavera. Aquello era, según dijo la reina Irene, buena señal. Aquella luz violeta era como el latido de las nubes propicias en una tierra ignorada para Roger, quien, acordándose de Lucas de Exea, pronosticador de climas y meteoros, decía:
—Fríos tardanos, truenos tempranos.
Oyendo la música en el cuarto de al lado, viendo palpitar las nubes y esperando hacer suya a la princesa, comprendía Roger que puede haber una vida gloriosa sin batallas, sin victorias y sin mercedes reales.
La boda salió tan bien como debe salir una ceremonia real en una corte de gran tradición.
Luego hubo recepción y besamanos bajo la presidencia del Emperador. A su lado estaba Roger, quien tuvo el honor de oír los eructos de Andrónico cuando se produjo la primera aclamación. Luego Andrónico le contó en latín, mientras desfilaban los griegos nobles, que Karman, el jefe turco, le había desafiado hacía tres años, personalmente, como a un particular. El duque de Nastogo fue a Artacio a llevarle la respuesta. Le dijo Roger que a los reyes les estaba negado en los países de Occidente batirse en duelo y que debían hacer oídos sordos a cualquier clase de desafíos, según el código del honor. Esto interesó tanto al Emperador, que Roger sospechó que lo acababa de aliviar de un escrúpulo de conciencia. Era verdad. Se sentía Andrónico un poco deshonrado por aquel desafío de Karman.
La recepción seguía.
Luego hubo mimos, es decir, cuadros animados, entre danza y teatro. Las doncellas de la corte fueron las que dieron a ese número del programa el atributo de su belleza y de su gracia. Antes de aparecer, cada una era anunciada por un caballero. Unas veces era un caballero rudo con un hacha al costado (un hacha decorativa, de plata). Otras, un paje con un lirio en la mano. O un caballero vestido de pieles, con un capacete de hierro en la cabeza y un ramo de viña en forma de corona, como Dionysos con su asfódelo. Este último caballero recordaba por su atuendo a los almogávares, y Roger agradeció aquella muestra de respeto y de amor por sus bárbaros infantes. Fue el único momento en que Roger sonrió. Y el Emperador sonrió también. Todos los nobles bizantinos sonrieron. Pero sólo los bizantinos, no los genoveses.
Las muchachas llevaban un cestito de flores naturales y las dejaban caer sobre los manteles. Algunas caían sobre la alfombra dorada. Un poeta recitaba improvisando —es un decir— en un extremo de la sala, mientras las doncellas bailaban. El poeta se llamaba Gayo Sorinópolus y al hablar trataba de imitar, según se decía, el estilo de la princesa María. Roger se preguntaba cuál sería aquel estilo.
El poeta Gayo, que aparentaba unos cincuenta años y tenía una cabeza hermosa de filósofo, decía que “aunque no era verano ni primavera estaba en el aire el aliento de la germinación y ese aliento se advertía en las nubes bajas iluminadas con los fuegos del conocido cielo, donde las almas se clasificaban. Había un arado con reja de oro para labrar el suelo. Al otro lado de la hiedra había ruinas excavadas de los tiempos de los abuelos griegos. Y un perro al pie que dormitaba y se sacudía en sueños. Y un sandiar con los regatos espumosos entre las hojas enormes. Y un camino blanco, inmenso, que iba a Oriente, con alimañas aplastadas por las ruedas de los carros de guerra”.
Roger pensaba que todo aquello debía ser alegórico y simbólico. Creyó sentir en los carros de guerra una alusión a sus futuras campañas. Lo que no entendía era que aquél fuera el estilo de la princesa. Cuando se lo preguntó a ella, la princesa afirmó como si se tratara de una travesura y dijo:
—Desde que te conozco a ti estoy violentándome mucho para parecer razonable.
—¿No lo eres?
—No, megaduque. Eso dicen, al menos, en mi familia.
Hubo más danzas y terminadas se formó una comitiva que fue a la catedral para la consagración pública. Un poco le extrañó a Roger ver que algunas damas de palacio se arrodillaban y se ponían a cuatro manos al pie de la carroza para que la princesa María las usara como estribo. Pero era una vez, el día de la boda. Otras harían lo mismo, más tarde, para que la princesa subiera al lecho nupcial, lo que le extrañó mucho más a Roger.
La catedral de Santa Sofía estaba cerca y desde el palacio hasta el atrio principal había dos grandes explanadas flanqueadas de porches y arcos románticos, cerca de los cuales se aglomeraba la gente. Aunque no había servicios públicos de orden —lo que no dejó de extrañar a Roger—, nadie se desmandó y desde el palacio al templo el desfile fue perfecto. Roger se sentía como un figurante, después de haber ensayado su papel con la reina Irene.
En la catedral cubierta de tapices con franjas de oro e iluminada profusamente se celebró la segunda parte de la ceremonia. Hubo más danzas, ahora religiosas. Las danzarinas eran como figuras secas con vestidos aneblados y endurecidos de oro y de miel. Sus movimientos tenían la gracia de los iconos de los viejos retablos.
Por todas partes el color del oro recordaba las libreas de la casa de los Paleólogos. Los novios ocupaban un doble trono a la derecha del presbiterio. Toda la nobleza bizantina estaba en la catedral. Los genoveses ricos se apiñaban cerca de las puertas y algunos no se tomaban la molestia de quitarse sus gorras de terciopelo. No eran cristianos orientales, sino católicos romanos. Terminadas las danzas hubo un sermón del archimandrita de Nicea, que tenía fama de santo porque se atrevía a censurar públicamente al Patriarca Alejo.
Al final, la comitiva volvió al palacio solemnemente. Los recién casados, bajo palio. A su paso, la gente soltaba palomas pintadas —las pobres— de oro. Muchas de ellas morían después envenenadas por aquella pintura. Era su tributo a las glorias del día.
Otra vez en el palacio, siguió la fiesta. La reina Irene iba y venía, nerviosa. Le molestaba todo aquel esplendor en la corte de su hermano y a veces repetía a los que estaban más cerca:
En Sofía, en Bulgaria, habría sido mucho más brillante todo.
Roger estaba atento a las canciones, es decir, a la extraña mezcla de violencia y melancolía de los cantares. Sentado al lado de María, se hacía traducir la letra, y la joven esposa, cubierta de oro y diamantes en sus ropas de color pajizo claro, iba diciendo casi sin mover los labios:
Cuando vamos por el río
hay una luz lejana que nos sigue
y en ella hay un enigma
y en el enigma un eco
y en el eco un lamento
de mi hermano pequeño
el que preguntaba las cosas
y se marchó un día de casa
antes de que nadie pudiera contestarle
Roger esperaba que las canciones fueran en alabanza de la generación de los Paleólogos o de la novia. Ella le advirtió que las alabanzas en el día de la boda daban mala suerte, según una superstición antigua. Dijo Roger sin mirarla:
—Son canciones tristes, demasiado sombrías.
—Sí, querido —afirmó ella—. Todo es triste entre nosotros porque somos malos. Especialmente en mi familia. La peor es mi madre, ahí donde la ves.
—¿Cómo dices?
—Sí. Todos somos perezosos, sensuales y malos. Mi ayo me decía que la gente perezosa y mala siempre es taciturna. Siempre mira al suelo y compone poemas tristes. Somos así. ¿Has visto a mi primo Miguel, que se ha negado a entrar en la catedral y a figurar en el desfile? ¿Lo has visto, taciturno y triste? Es que es malo. Bueno, la gente alegre no es mucho mejor. Ni la gente indiferente.
Roger no podía menos de extrañarse oyendo aquello. Pero la princesa estaba encantadora y por fortuna terminaba el besamanos público. Los recién casados recorrieron los cinco salones para hacerse ver, como decía la reina Irene, que tenía los ojos enrojecidos de haber llorado.
Entre los capitanes españoles, Muntaner, con su ropa de gala, aparecía y se esfumaba como un fantasma. Guillén de Tous y otros habían bebido mucho y lo disimulaban con una cortesía afectada y teatral.
Vio Roger en un rincón del salón privado de la princesa el bastidor a medio tejer en cuyos hilos verticales se mezclaban los de oro y los de plata. La lanzadera era de marfil y el bastidor tenía al pie una serie de carretes de sedas de diferentes colores.
Roger pensó: “Como la tela de Penélope”. Y después decidió que los restos de la antigua Troya debían estar situados en algún lugar próximo a Constantinopla. Tal vez era la misma Constantinopla en sus orígenes remotísimos. Tal vez Troya estaba debajo de Constantinopla. Se lo dijo a Muntaner al encontrarlo en un pasillo y él respondió:
—No. De ninguna manera. Un día te explicaré los razones por las cuales eso es imposible.
La tarde volvía a hacerse luminosa al otro lado de los cristales. Las nubes se abrían y se veía un sol tímido.
Llevó la princesa a Roger a un rincón de la sala de los regalos, donde había una muñeca enorme.
—Es —dijo— un regalo del cocinero chino de tu galera capitana. Me han dicho que cuando llega la ocasión, ese cocinero hace de verdugo y corta las cabezas de los condenados. ¿Es verdad?
—Bah, tonterías —dijo Roger pensando que era verdad, pero que aquello había sucedido únicamente cuando el chino estaba a las órdenes del duque de Calabria y nunca en su ejército.
Iba la muñeca, regalo del cocinero, vestida con un capisayo bordado y llevaba mitra y estola. El chino quiso que la muñeca tuviera su traje bizantino de corte.
Roger había bebido un poco y sentía una dulce vaguedad:
—Háblame como tú sueles hablar, querida. Ahora estamos casados y supongo que ya no te importa.
A veces, por la manera de mirarse los dos en público, parecían asustados el uno del otro. María miraba alrededor:
—Tengo un presentimiento. Creo que va a suceder algo violento. Hay odio civil en la calle. Lo vi al salir de la catedral. Los genoveses no se quitaban los sombreros. ¿No lo viste?
—Tendrían frío —dijo Roger.
—Al revés —corrigió ella—. Eran tenidos por el frío. Ya ves que comienzo a decir mis tonterías. Eran tenidos por el frío del odio civil. Pero no me importa. Si hay violencia, no me importa. A mi madre, al contrario, le gusta.
—¿No te importa la sangre?
—Nada me importa a tu lado. Arrestaremos a todos los que no se quitaron el sombrero y, si es necesario, puedes llamar a tu cocinero chino y decirle que venga con el hacha. Si hay sangre, mi madre será feliz. ¿Sabes? Voy a decirte un secreto. A mi madre le gusta que haya sangre en la corte de Andrónico.
Volvieron frente a la muñeca china, que tenía una expresión abstraída.
—¿En qué estará pensando? —preguntó Roger, que en aquel momento se sentía completamente feliz.
—Gayo, el poeta, me ha dicho que esa muñeca está más viva que las figuras del álbum de cuero. Si se le da vueltas a una llave que tiene detrás mueve las caderas como una bailarina. Y parece como si se le hubieran secado en su cabecita todas las fábulas antiguas. Sí, no te rías de mi manera de hablar. Es que soy mujer y me paso la vida delante del espejo. El espejo me hace un poco cínica y sabia, también. Bueno, Gayo no estuvo muy inspirado en las cosas que dijo, pero en estas celebraciones siempre está mal. Dice que no puede concentrarse y que está fuera de sí. Él es más bien el poeta de la calle y del suburbio. Esto es demasiado para él.
Se acercaban a un grupo de cortesanos y cambiaron de acento. Llamaba ella a Roger excelencia y él a su esposa alteza. En sus acentos, sobre todo en el de ella, había un poco de ironía para los cortesanos y de reserva altiva. Roger se conducía con una llaneza condicionada y fría. Los dos hacían la mejor impresión.
El vaticinio de la princesa sobre la violencia de los genoveses se cumplió a media tarde, cuando estaban todavía en la mesa.
Ocurrió en la plaza de armas un incidente sangriento que comenzó por la repetición de una nimiedad ya conocida. Tres genoveses se rieron de un almogávar. El almogávar les respondió:
—¿Qué os reís? Hemos venido aquí a salvar vuestros hígados de perro.
Ellos replicaron que sin los veinte mil ducados que habían prestado los genoveses a Roger en Sicilia, no habrían llegado nunca a Constantinopla. Aquellos genoveses habían estado en la boda en Santa Sofía y volvían a sus casas ironizando sobre la majestad y la galanía de Roger. El almogávar insultó gravemente a los tres genoveses y éstos echaron mano a la espada, seguros por saberse tres contra uno. Al primer golpe de mangual del almogávar cayó uno con el cráneo abierto. Los otros dos dieron voces pidiendo auxilio. No sólo acudieron otros genoveses armados, sino también ocho o diez almogávares que estaban cerca.
Los genoveses tenían sus guardias en los palacios de Pera —el Emperador les permitía mantener un pequeño ejército-y acudían en compañías y escuadrones. Se trabó una verdadera batalla. Poco después había en la explanada del palacio más de sesenta genoveses muertos y la pelea continuaba encarnizada. Los genoveses sacaban sus banderas y atacaban los cuarteles de los almogávares como en batalla campal. Ésta se generalizó en el barrio de Pera. Toda la ciudad se convirtió en sangriento palenque.
El Emperador salió a una terraza con Roger, la reina Irene, la novia y algunos invitados griegos. Roger estaba muy tranquilo y el Emperador, después de comprobar que no había ningún genovés cerca, dijo que aquellos navegantes y comerciantes de Génova eran una plaga en su Imperio, pero que no podía renunciar a ellos por el momento ya que eran los banqueros de todo Levante. Confesó que no se le daba gran cosa de la desgracia de aquellas gentes y se alegró de ver que un escuadrón de genoveses era desmontado en el primer choque junto al río y que los almogávares mataran a su jefe, un capitán renombrado. Comentaba Andrónico el modo de embestir de los caballeros catalanes, en filas sesgadas, y la manera eficaz y certera de los almogávares con las jabalinas.
Se entusiasmaba como si estuviera contemplando un inocente juego de cañas. La princesa María, al lado de Roger, repetía:
—Ellos tienen la culpa. Yo vi a los genoveses al salir de Santa Sofía con ganas de pendencia en los ojos. Parecían estar diciendo: “El que crea en sí mismo que nos siga”. Y ahí se lo tienen.
—Es verdad —dijo Roger pensativo—. Ahí se lo tienen.
Para tantear la voluntad de Andrónico dijo Roger que iba a exigir responsabilidades a sus gentes, pero el Emperador, alzando las cejas, preguntó con una sonrisa:
—¿Para qué? Espere usted un poco, megaduque. A falta de torneos, no me parece mal todo esto.
La princesa bajó la voz y dijo a Roger:
—Mi tío es así. Él no se atrevería a hacerlo, pero le gusta que lo hagan tus soldados.
La tarde avanzaba y seguían los combates en las calles y plazas. Un mensajero llegó alarmado, diciendo que los almogávares eran dueños de Pera y andaban asaltando las casas de los genoveses y pasándolos a cuchillo. Añadió que habían muerto más de tres mil. Roger prometió restablecer la paz e iba a salir, pero el Emperador lo retuvo otra vez con un gracioso gesto de la mano. Volvieron adentro y estuvieron bebiendo vino de Esmirna. Sólo pasado un largo espacio el Emperador dijo a Roger.
—Ahora, sí. Antes que cierre la noche puede usted mandar a sus tropas que se retiren a Blanquerna.
Roger montó a caballo y salió con su estado mayor. Dio la orden de retirarse “en nombre del Emperador”, lo que éste agradeció después, complacido. Al caer la noche, la batalla había cesado y todos los catalanes y aragoneses estaban en sus cuarteles. Admirado el Emperador de la disciplina y obediencia de la tropa, les hizo dar otra paga, es decir, el importe de una soldada mensual.
Con este motivo hubo grandes regocijos que parecieron coronar en Blanquerna las fiestas de la boda.
Nadie se lamentaba de los millares de genoveses muertos.
Durante las refriegas, Roger había visto cosas extrañas. Un aragonés de Lierta, a quien llamaban Leoncio Fanlo, iba y venía reclamando calma y queriendo restablecer la paz. Caldés, capitán viejo, le salió al paso:
—¿Qué te pasa, Fanlo?
—Que tengo miedo de que maten a Simognino.
Caldés no le hizo caso y siguió degollando con su escuadrón. ¿Quién sería Simognino? Más tarde Caldés volvió a encontrar a Fanlo y éste le dijo que los genoveses tenían casas de cambio y de banca en Barcelona. Simognino era uno de los agentes en Pera. Fanlo le daba el importe de sus soldadas y Simognino lo mandaba a Barcelona.
—¿Para qué? —preguntaba Caldés.
Explicaba Fanlo que se había alistado en aquella expedición para pagar las deudas que había dejado su difunto padre. Le mostraba una bolsa de oro (botín de aquella tarde) y Caldés no sabía qué pensar. Lo había visto rematar heridos genoveses y registrarles a los muertos las escarcelas.
—Todo esto lo hago —decía Fanlo una vez más— para que los huesos de mi padre puedan descansar en su tumba.
—¿Tanto quieres a tu padre?
—Hombre, no sé. En vida no recibí de él más que malas palabras, palos y bofetadas. Pero es lo que digo: un padre es un padre.
Caldés le contaba todo esto a Roger, admirado.
Los capitanes, y sobre todo la tropa, se veían a las órdenes de un monarca generoso. Pero aquella noche llegaron al palacio emisarios del barrio de Pera y aunque comenzaron hincando la rodilla, hablaron alto y recio. El Emperador Andrónico los escuchó impasible, lamentó los hechos y advirtió que los aragoneses habían sido maltratados a pesar de ser sus aliados y sus huéspedes, y que no podía menos de reconocer que el azar había dispuesto las cosas para darles una lección a todos. A los genoveses y a los catalanes. En lo sucesivo, los genoveses debían guardar mejor las leyes de la hospitalidad y de la cortesía, y los catalanes sujetar sus propios nervios. Añadió —lo que a Roger le pareció una salida irónica— que creía que los genoveses tenían sus defensas mejor organizadas, ya que les habían dado permiso años antes para mantener un ejército de su propia nación bajo sus propias banderas. Los genoveses oyeron estas palabras tascando el freno. Luego el Emperador preguntó cuántos muertos había entre los catalanes, y al saber que no había sino algunos heridos leves, la reina Irene, que estaba presente, pareció muy sorprendida y hasta un poco decepcionada.
Más tarde Roger pudo comprobar aquella decepción. La conducta de la reina Irene le parecía a veces de lo más inestable y contradictorio.
Pero aquella noche la entrevista de los genoveses con el Emperador tuvo rasgos cómicos. Uno de los genoveses llevaba un rollo de pergamino en la mano, con el que accionaba violentamente. Cuando hablaban, los genoveses solían manotear y hacer gestos. Los bizantinos, no. Los aragoneses, tampoco. En esto se parecían. El Rey y Roger miraban a los genoveses con reservas irónicas, y ellos se daban cuenta.
Salieron por fin agradeciendo al Emperador el haber puesto fin a la pelea y diciendo frases de doble sentido sobre los almogávares y los caballeros de Aragón. No eran amenazas —que Roger no habría tolerado—, sino expresiones faltas del respeto que se debe al enemigo victorioso. El Emperador contenía su alegría.
A partir de aquel incidente, ningún griego ni genovés se atrevía a apoyar su mirada demasiado en un almogávar ni a tratar de discutir con él sobre materia alguna, por inocente que fuese.
Antes de ir al lecho nupcial, la princesa María se bañó en leche tibia de gacelas.
Hacía la medianoche volvió a llover. La princesa decía:
—Ahora la lluvia se llevará la sangre de los genoveses abajo, a la tierra.
Y reía como si aquello fuera de veras divertido.
Todo era íntimo aquella noche, dentro y fuera del palacio. La sangre en las losas de Pera atraía a los perros vagabundos y se oían sus aullidos de horizonte a horizonte, más allá de las caballerizas. Luego fueron callándose y sólo quedó la voz de uno, que ladraba. A juzgar por el volumen de su voz, debía ser un perro enorme. Cuando callaba, el silencio se hacía profundo y difícil.
La princesa lloraba de gozo y el duque descubrió en aquella muchacha tan joven tesoros de ternura. Roger la llamaba en castellano “mi corza”, “mi cervatillo”. Pasaron la noche dedicados a sus efusiones naturales.
Por la mañana llegaron varias damas al petit lever de los príncipes. Roger se levantó, dejóse vestir una especie de dalmática ligera que llegaba hasta el suelo y pasó a una sala contigua, donde le esperaba su ayuda de cámara. Era éste Pedro Bizcarra, quien, a medida que le atendía, iba dándole noticias. La ciudad estaba separada en dos bandos y los ánimos exaltados, pero los griegos se alegraban de la catástrofe sufrida por los genoveses. Roger pensaba: “Se ponen los griegos de parte de mis tropas y es natural, porque llevan más tiempo sufriendo la vecindad de los genoveses que la nuestra”.
Eso dijo también la princesa, después.
Los genoveses muertos llegaban casi a cuatro mil. Los nobles griegos lo comentaban asombrados. ¿Qué táctica y qué experiencia era la de aquellos catalanes que podían matar y seguir matando horas enteras casi a mansalva?
El príncipe Miguel, con su piel color azafrán y sus ojos evasivos, aconsejaba a su padre que enviara a los aragoneses al encuentro de los turcos cuanto antes. El Emperador decía que no había llegado la hora todavía. Era mejor esperar la primavera, dar tiempo a que Karman reuniera sus tropas para destruírselas en el primer choque y dejar también a los recién casados gozar de su luna de miel durante algunas semanas.
Ya llegado y avanzado mayo, el Rey y Roger acordaron comenzar la campaña.
La princesa quería ir con Roger, pero éste y la reina Irene la convencieron de que debía quedarse en la corte, por lo menos hasta ver cuál era la fortuna de la expedición.
Sorprendida de que alguien pudiera dudar, la princesa preguntaba:
—¿La fortuna de la expedición? ¿Qué queréis decir con eso?
Todavía no había podido comprender la reina Irene que los catalanes mataran cuatro mil genoveses sin sufrir bajas, es decir, con sólo algunos heridos, y cuando pensaba en aquello —según le confesaba a su hermano Andrónico— sentía que se le erizaban los cabellos. Había escrito a su marido el kan contándoselo todo y haciendo extremos de admiración.
Creía la princesa que su presencia podía contribuir a la victoria de algún modo. No sabía cómo. A las tropas les gustaba ver la felicidad completa y ejemplar de sus señores y esto podía ser un elemento de unión y disciplina frente a los turcos. Además, a la princesa María le gustaba la guerra por ser la noble profesión de su amado. Y también por otras causas que ella misma no acababa de comprender. En todo caso, la paz era la costumbre ordinaria y la guerra llegaba siempre como un paréntesis en ese aburrimiento de las cosas de cada día.
Además —solía decir—, la paz está llena de crueldades blancas, laboriosas, complejas y silenciosas, de tal forma que a la gente le es difícil intentar alguna forma de virtud. Cuando Roger le oía decir esas cosas, preguntaba:
—¿Y tú, alteza? ¿Te atreves a intentar esa virtud?
—¿Cuál?
—Alguna forma de virtud. Por ejemplo, la piedad por los caídos en el campo.
—No sé —decía vagamente.
Cada vez que Roger veía reacciones como aquélla en su imperial esposa de quince años, la miraba asombrado, como se mira a un monstruo. Luego sonreía y la besaba.
La princesa insistió con su madre en acompañar a Roger, pero la reina Irene llegó a enfadarse:
—Los matrimonios no conviene que estén siempre juntos. ¿Qué crees tú que es el amor? ¿Es que crees que lo has inventado tú, el amor?