CAPÍTULO XXII
”LA verdad es que vamos a salir enseguida. Ya te avisaré cuando nos acerquemos a Tesalónica. Voy a ir con el ejército de Berenguer, como es natural. Antes había pensado ir con Rocafort, pero allí va el infante.
”Tal vez no pueda enviarte noticias mías hasta que estemos en Cristopol. Tal vez las próximas (después de la boda) serán no en Macedonia sino en tierras de la misma Tesalónica. Quién sabe. Ahora no escribo más porque llegan los correos y se oyen piafar los caballos abajo y mis doncellas se excitan y salen a las ventanas. Quieren escoger sus caballos para la jornada y hay diferencias de parecer porque algunas prefieren ir con el ejército de Rocafort. Cuando lo dicen, yo las miro en silencio y ellas sonríen unas veces discretamente, otras tontamente, y todavía alguna que otra indecentemente. Sofía —ya la conoces— se ruboriza”.
Veinticuatro horas más tarde salió Berenguer, a quien se le había incorporado en Megarix la princesa María con su séquito pintoresco. Berenguer le besó las manos y lo mismo hizo Arenós. Caminaban juntos y Berenguer hablaba también de Cristopol como de un lugar donde reposarían y establecerían las bases de una nueva vida. De la boda no decía nada, pero la princesa no pensaba en otra cosa.
Rocafort, que iba con los suyos una jornada más adelante, llegó a una aldea rica y grande que estaba a dos días de distancia de Cristopol, en un llano abundante de toda clase de frutas y legumbres, de arroyos y de viñedos. Las casas estaban deshabitadas, pero llenas de manjares y de vinos. Los de Rocafort llegaron al oscurecer y durmieron allí aquella noche. Al día siguiente, cuando las trompetas tocaron a asamblea, resultó que la mayor parte del ejército andaba en busca de frutas por las huertas y era ya mediodía sin que hubieran podido reunidos.
Entretanto, el ejército de Berenguer salió de su lugar de vivaqueo más pronto de lo acostumbrado para ganarle al día las horas de frescura y comodidad. El retraso de los de Rocafort y la prisa de los de Berenguer determinaron un hecho infausto. La vanguardia del uno llegó a la vista de la retaguardia del otro. Berenguer hizo sonar sus trompetas para alertar a los suyos. Y después de la alerta, al darse cuenta de que se trataba de fuerzas aliadas, dio orden a todos de estarse quietos.
Las fuerzas de Rocafort habían oído el toque de alerta y su retaguardia tomó posiciones de combate. Una parte de la caballería avanzó hacia la vanguardia de Berenguer en disposición retadora. Los otros jinetes calaban los yelmos y se disponían también a la acción.
La princesa María y Berenguer avanzaban al trote por un costado de la columna. La princesa decía:
—Envía un lugarteniente y no vayas tú.
Estaba llena de presentimiento, pero Berenguer no le hacía caso y espoleaba al caballo.
—Al menos —insistió ella, francamente alarmada—, ponte el peto y la celada porque los otros vienen armados.
Berenguer volvió el rostro y le sonrió. Fue una sonrisa de gratitud y también un poco irónica. Puso el caballo al galope porque vio que las tropas aliadas habían establecido contacto y algunas escuadras escaramuceaban. Al mismo tiempo daba grandes voces:
—¿Qué es eso, hermanos? ¡Dejad las armas!
Algunos soldados de Rocafort entendieron que Berenguer estaba arengando a sus tropas para que atacaran a fondo. En aquel momento caían de sus caballos algunos jinetes, bañados en sangre. Los de Berenguer iban sin armaduras.
—¡Atrás! —gritaba, en vano, Berenguer de Entenza.
Cuanto más gritaba menos se oía su voz ahogada por el estruendo de los hierros y las trompas de Rocafort llamando al ataque. Corría la princesa detrás de Berenguer con la reliquia (la madera de la cruz de Jesús) en la mano y tratando inútilmente de hacerse oír.
Los almogávares de Rocafort gritaban a coro en algunas escuadras formadas en cuña la frase sacramental: desperta, ferro.
Fue entonces cuando aparecieron dos caballeros con la celada echada y la lanza en ristre. Uno de ellos alzó un momento el ventalle y la princesa reconoció a Gisbert. En aquel mismo instante el otro jinete dijo detrás de su máscara de hierro:
—¡Collons, échate el ventalle encima!
Los dos jinetes tomaron campo a la derecha y a la izquierda de Berenguer y bajaron sus lanzas preparándose al ataque. Alzado en los estribos, sin armas y con la mano en alto, Berenguer preguntaba:
—¿Qué es esto, señores, amigos míos?
Y los jinetes enmascarados de hierro retrocedieron todavía algunos pasos más..
—Caballeros, ¿qué sucede? —repitió Berenguer.
Los otros contestaron algo detrás de sus ventalles. Las palabras no se pudieron percibir, pero sí el acento, de un rencor y una saña animales. Uno de ellos gritó para acordar sus movimientos con el otro:
—¡A una, hígados de perro!
No trató siquiera de defenderse, Berenguer. Embestido por dos lados distintos, las lanzas de Rocafort y de Gisbert le pasaron el pecho de parte a parte y se cruzaron sobre sus entrañas.
Cayó Berenguer de su caballo. Debió morir instantáneamente. La lanza de Gisbert arrastró un poco el cadáver, que tardó en desprenderse. Detrás, la princesa, a caballo, gritaba algo en griego. Una misma frase que repetía y que era más bien el alarido de un ave herida. El caballo de Gisbert chocó con el de ella y casi la derribó. Entonces Gisbert se levantó el ventalle y dijo:
—Señora, salga de aquí, por Dios vivo. Estas son cosas de hombres.
Y al mismo tiempo la lucha se generalizó.
En lugar de contener a sus tropas, Rocafort las alentaba a seguir combatiendo. Se dirigía a los turcos y turcopoles y los empujaba al exterminio de los soldados de su rival muerto, la mayor parte de los cuales seguían sin armas defensivas, inmovilizados muchos de ellos por el asombro.
Viendo que la princesa y el infante corrían peligro, Rocafort se acercó a protegerlos, pero al mismo tiempo daba órdenes para que apresaran o mataran al fill de puta de Arenós. El infante rechazó la protección que le ofrecía Rocafort y atacó con su espada a los turcos, como guerrero experto.
En otro lugar del campo Arenós trataba de impedir el combate separando a cuchilladas a los unos y a los otros, pero al ver que Rocafort lo buscaba y comprendiendo que no había solución después de haber sido muerto Berenguer, se hizo atrás con los soldados que pudieron seguirle y que no llegaban a cien. Antes de huir se acercó a pedir la venia al infante.
Viendo Rocafort que el infante don Fernando castigaba con saña a los turcos, hizo tocar alto y deponer a todos las armas, con lo cual, y no sin grandes confusiones y dificultades, pudo restablecerse la paz. Conseguido esto se vio que habían sido muertos la mayor parte de los soldados de Berenguer sorprendidos en confianza y sin armas. Cubrían el campo más de seiscientos hombres caídos en su sangre.
El infante y Rocafort acudieron juntos al lugar donde habían apartado el cuerpo de Berenguer y el infante se arrodilló, se quitó el yelmo, abrazó estrechamente el cuerpo sin vida, lo besó varias veces con lágrimas en los ojos y fue tal en sentimientos que algunos de los mismos enemigos de Berenguer contenían las lágrimas con dificultad. Sin levantarse, el infante volvió el rostro hacia Rocafort y dijo ásperamente que la muerte de Berenguer había sido la obra de algún cobarde traidor. Humildemente Rocafort respondió que lo había matado su hermano Gisbert porque no lo conoció en la confusión del combate.
„La princesa había vuelto a montar a caballo y con el aliento alterado, pálida y manchada de sangre de Berenguer, escuchaba impasible. Cada vez que Rocafort decía algo la princesa respondía no tan en voz baja que no la oyeran los más próximos:
—Mientes, Rocafort.
Al principio el jefe catalán buscó la mirada de dónde venía aquella voz y al ver que se trataba de la princesa pareció por un momento pesaroso y humilde. Cada vez que Rocafort decía algo, no importa qué, la princesa respondía:
—Mientes, Rocafort.
El infante pidió que se detuvieran en aquel lugar hasta hacerles honras fúnebres al capitán muerto y a sus soldados y Rocafort dijo que lo aceptaba con gusto y pesar.
—Mientes, Rocafort —dijo la princesa.
En un momento en que Rocafort pudo acercársele, murmuró en voz baja:
—Yo no miento, alteza. Un hombre como yo no necesita mentir ni siquiera en un caso como éste.
Y se apartó yendo a ocupar el lado izquierdo del infante.
La princesa se decía: ¿A dónde vamos? Era ya de noche y llevaban el cuerpo de Berenguer en una especie de litera sobre dos caballos emparejados con yugos. Delante y detrás iban hacheros y en la noche todo aquello tenía un aire lúgubre. A veces se acercaban a Rocafort algunos jinetes de los que corrían al flanco y saludaban. Rocafort les preguntaba con un gruñido y ellos decían siempre lo mismo:
—No hay señales. Ha debido escapar al campo griego.
El infante sabía que se referían a Arenós. La tercera vez que presenció aquella diligencia, el infante dijo:
—¿Qué queréis, Rocafort? ¿Que venga Arenós a tu lado a hacerse cómplice del asesinato de Berenguer?
Rocafort no dijo nada. El infante iba hablando a la princesa para que Rocafort le oyera:
—Berenguer era el mejor de los hombres y ningún otro capitán se le podía comparar. Lo que ha sucedido es ignominioso. ¿Quién iba a decir que moriría a traición y a manos de los suyos? Los que le debían sumisión y gratitud lo asesinaron a la vista mía, a la vista de su Rey.
Repetía Rocafort que su hermano Gisbert no lo había conocido hasta que, muerto, cayó del caballo. Y la princesa decía:
—Mientes, Rocafort.
En el silencio y la oscuridad de la noche la cara de Rocafort no se podía ver. La de la princesa, a juzgar por la modulación de sus palabras, debía ser tranquila y firme. Rocafort llegó a tener miedo de aquella firmeza fría. Se alegraba de que las sombras los separaran. No estaba seguro de poder resistir su mirada.
Enterraron a Berenguer en una ermita con la mayor pompa posible. El infante volvió a hablar y amenazó con hacer justicia en Sicilia y en Cataluña. Se apresuró Rocafort a decir que estaba de acuerdo y que sería el primero en ayudarla, pero que debía advertir que su hermano era inocente.
Al dejar el cuerpo del muerto en el mausoleo, la princesa María se arrodilló y estuvo inmóvil y en silencio un largo rato. El infante la levantó y la llevó casi en brazos a su caballo.
Luego todo el ejército acampó cerca y se alzaron tiendas y se encendieron los fuegos de la noche. La princesa María no quiso acostarse. Estuvo toda la noche sentada en una piedra y cubierta con una manta, como una pobre mujer.
En una tienda próxima Gavasa, el capitán de Jaca, velaba, atareado. La princesa veía su sombra inquieta y móvil sobre la lona. Gavasa escribía lo que había visto para enviar su carta a Aragón con los correos de mar. Aquella noche anotó lo siguiente con su estilo peculiar y sin puntuación ninguna: “Berenguer caballero de boca y mano del rey ha sido muerto en el campo por los partidarios de Rocafort y algunos dicen que por Rocafort mismo y su hermano Gisbert porque uno de los que lo arremetieron llevaba echado el ventalle y no se puede saber quién era aunque es lo que yo digo si la cosa no se averigua será porque Rocafort no quiere pero yo lo vi que estaba al lado y la cosa fue para no olvidarla porque Berenguer estaba gritando paz y dando aviso de que se apartaran y no siguieran lidiando entre hermanos y los otros sin querer entenderlo y yo quería entrar a apartarlos pero iba también sin armas como Berenguer y los otros bien acorazados ¿qué hacer? apartarse y aguardar que unos y otros se dieran cuenta, pero Berenguer iba sin yelmo y sin gorra ni peto ni quijotes a cuerpo limpio como en un viaje de placer y gritaba hermanos ¿qué es esto? al mismo tiempo Arenós sacaba la espada y comenzaba a separar a los lidiadores a cuchilladas porque Arenós aunque no armado del todo llevaba peto y espaldar y yelmo y gritaba otras cosas con la furia de lo que veía y la voz muy encarnizada y decía las malas palabras que se dicen en la pelea pero nadie le oía como Berenguer que decía a Arenós que guardara la espada para evitar mayor confusión y en aquella parte de la columna donde la retaguardia del uno y la vanguardia del otro se tocaban ya la pelea se extendía que los ánimos no eran para otra cosa y entonces Berenguer sueltas las riendas y con las manos desnudas que no llevaba cosa en ellas vio dos jinetes que tomaban campo el uno frente al otro y al sesgo que el uno era Gisbert y el otro Rocafort o creo que lo era porque decirlo de fijo no podría ya que llevaba echado el ventalle y Berenguer viéndolos llegar con las lanzas dijo caballeros ¿qué es esto? Y no dijo más porque recibió las dos lanzadas al mismo tiempo y si no cayó enseguida del caballo fue porque las dos lanzas en aspa lo sostuvieron un rato mientras que la montura y el caballo y el suelo se llenaban de sangre y yo lo vi porque estaba a una distancia no mayor de tres lanzas y estuve tentado de ponerme enmedio entre los lidiadores antes de que Berenguer fuera atacado por amor que para Berenguer he tenido siempre pero en un momento así nunca se sabe lo que uno puede hacer que no hay tiempo para considerar nada y de haberlo considerado habría sido igual porque ya digo que eran dos lanzas a previsión de que alguno quisiera intervenir y si una fallaba la otra acertara que fue cosa de verlo y no verlo y una lástima mayor que ninguna otra de las muchas que se ven en las guerras que los compañeros de ayer así se maten como bestias feroces en el bosque y aún peor que las bestias tienen sus leyes y sus respetos entre ellas pero allí estaba yo sin saber qué hacer y todo ya pasado y sin remedio con el cuerpo Berenguer caído en tierra y todos nosotros refrenando los caballos para no pisarlo porque algunos animales muy viciosos y acostumbrados a la guerra gustan de pisar al enemigo caído y se soliviantan a la vista de la sangre ya digo que yo tenía que refrenar el mío y la tarde estaba ya adelantada y el sol bajo cuando nadie sabía qué hacer allí y la princesa y Arenós y nosotros viendo como el combate crecía y a pesar de todo sin hacernos entender de nadie yo bajé del caballo con peligro porque en aquella parte no había nadie a pie y todos los jinetes combatían y con ayuda de otros dos cogimos el cuerpo de Berenguer que estaba acabando de vaciarse de sangre y lo llevamos aparte cosa de un estadio y allá lo dejamos con algunos capitanes yo creo que vivía aún y la princesa que estaba muy pálida y decía cosas en griego con los ojos extraviados y también estaba Arenós y la princesa le dijo qué haces aquí, Arenós, ¿quieres que te hagan lo mismo que a Berenguer? Y Arenós dijo mejor será que haga yo lo mismo con algún villano, bellaco, borde, hijo de un amurcón y la princesa dijo que no y que debía marcharse con sus tropas cuanto antes ¿a dónde? a un castillo cualquiera de los alrededores y Arenós dudaba y la princesa repitió que marchara entonces mismo con los suyos porque de otro modo las cosas se harían peores cada instante y quién sabe a dónde iríamos a parar y Arenós fue a ver al infante y lo encontró con la espada en la mano mandando a los turcos que se retiraran y Arenós le pidió licencia para irse y salió al galope con unos cien jinetes por fin al caer la noche se acabó la refriega y la mayor parte de la gente de Berenguer estaba muerta o malherida y entonces se acercaron algunos con antorchas a donde estábamos con el cuerpo de Berenguer y la princesa sentada en una piedra en el suelo miraba a otra parte sin querer ver más la lastimosa figura de Berenguer que unos dicen que era su amor y que iba a casarse con lo cual nos habría beneficiado a todos y otros que era sólo su cortejo y galán pero fuera lo uno o lo otro y bien podría ser que fueran las dos cosas al mismo tiempo la princesa estaba desconsolada y en esa situación que impide llorar cuando el dolor cierra todas las llaves del sentir y no se puede sino callar y esperar y ni siquiera pensar porque la princesa tenía la cara alelada y los ojos fijos en el aire sabiendo que todo era por demás y que nada se podía ya hacer y era locura y vanidad y miseria que eso veía yo en aquel momento y lo digo como lo siento aunque no sepa declararlo con buenas palabras porque no soy letrado y entonces se acercó el infante don Fernando todavía manchado de sangre y a la luz de las antorchas aunque todavía había algo de luz del día puso las dos rodillas en tierra al lado del cuerpo de Berenguer y se puso a hacer el más grande duelo que un hombre puede hacer por la muerte de otro y allí era llorar y besar la cara de Berenguer y llamarlo su hermano y su amigo y su mejor caballero y allí era volverse hacia Rocafort que estaba detrás a caballo y decirle que aquello había sido una grande y miserable traición y todos los que estábamos allí sentíamos lo mismo que el infante y veíamos cómo la amistad y la lealtad entre señores y caballeros es mayor que entre los soldados de ventura y también veíamos cómo en nuestra patria aragonesa y catalana la lealtad de los nobles a su rey es pagada con amistad verdadera y amor y la casa de Entenza que venía a tan triste suerte merecía glorias y honores por la calidad de Berenguer y de otros caballeros que fueron antes que él y el infante volvía a decir en voz más alta que aquella traición merecía el castigo mayor y entonces Rocafort de mala gana pero mostrando alguna clase de dolor dijo que lo sentía mucho y que nadie había conocido a Berenguer hasta que cayó del caballo en la pasión de la pelea con lo que el infante pareció calmado pero un gentilhombre dijo a Rocafort que era grande falta de respeto hablar al Rey desde su caballo estando don Fernando a pie y Rocafort desmontó y dijo expresiones de humildad yo creo que si Rocafort no hubiera dado excusas aunque fueran embustes que allí habríamos visto más sangrientos hechos todavía pero Rocafort salvó el respeto por el muerto y el infante aunque es cortesano sabe imponer su autoridad y castigar al culpable en la corte y en el campo de batalla y la princesa María hizo repetir al jefe del campo lo que había dicho como si ella no hubiera oído y eso era para que constara en los oídos de todos lo increíble de la disculpa y lo poco de creer que era que casi nadie creyó a Rocafort y tampoco lo esperaba el mismo Rocafort quien desde que tiene consigo los turcos y turcopoles se alza a pensar que es otro hombre y tiene ideas de sí más altas de lo que conviene a un simple particular y se atreve a considerarse ya como persona de oro y por eso toma un continente y hechura que a veces ofende aun a sus amigos pero ni la princesa ni el infante le han vuelto a mostrar benevolencia ni amistad sino que evitan hablarle y cuando lo hacen es sin disimular su desgana y su recelo pero yo nunca he visto nada más miserable y lastimoso que el infante don Fernando hombre granado y barbado llorando y algunos que lo veíamos no podíamos contener las lágrimas y es lo que yo digo allí en la noche y bajo el cielo de Dios estábamos contemplando algo que nos representaba la fraternidad de los hombres y la importancia que tiene saber respetarse los unos a los otros y aceptar la autoridad donde Dios ha querido establecerla que sin ella todo se lo llevaría el diablo tarde o temprano y así son las cosas que muchos vamos ahora con desgana en las tropas de Rocafort y haríamos algo por remediar el mal si tuviera remedio en todo caso Rocafort ya no es hombre particular como antes sino que quiere levantarse a figura pública como el que dice ahora y se le presenta la mayor dificultad de su vida porque ¿qué va a hacer un hombre cuando ha subido los últimos peldaños y allí no tiene el respeto natural de los demás ni el resplandor de las virtudes que es de lo único que puede desprenderse alguna forma de dignidad y despertar reverencia en nosotros?”
Todo eso escribió Gavasa aquella noche con un ánimo muy distinto del que tenía cuando anotó sus impresiones sobre el combate primero contra los turcos en la península de Artacio y a poco de llegar a Oriente con Roger.
Dudaba Gavasa de que Rocafort fuera hombre capaz de conservar la victoria y de aprovecharla en bien de todos. ¿A dónde iría con todo aquel poder y qué haría para establecer alguna calma de duradera autoridad? Como decía Gavasa en unas líneas que añadió a su escrito: “Hay hombres que valen para organizar el combate otros para matar otros para gobernar la victoria y otros que no son guerreros ni capitanes ni generales para unir las voluntades de los demás con un fin común y establecer el reino y el imperio capaces de permanecer pero eso no se basa en el hierro ni en el encono y tampoco en el amor ni la amistad sino en la templanza y la nobleza del ánimo y eso la sola presencia de la princesa o el infante dicen lo que es cuando yo no puedo ponerlo por palabras porque hay algo de milagro y de merced de Dios que hombre en el mundo no sabría declarar si antes pensé a veces que éramos guerreros y a veces bandoleros de caminos con el nombre de ejército franco ahora después de lo que ha hecho Rocafort digo que nuestras valentías han perdido calificación y bajado a tal extremo que no sé cómo el infante puede seguir con nosotros un día más en cambio antes cuando vivía Entenza todos éramos soldados de la cristiandad capaces de salvar nuestra fe y los reinos que la profesan y capaces de extender el poder de Aragón hasta el sol naciente”.
Decía Gavasa todo aquello para dar noticias de sí a sus familiares de Amposta en el término de Tarragona. Entregaba sus cartas a los correos marítimos que iban a Sicilia y desde allí las llevaban en los de la casa real a Tarragona, a través de Nápoles y de Génova.
Se gastaba en portes una cantidad respetable al cabo del año e ignoraba que sus parientes no daban crédito a lo que decía porque siempre había tenido fama de fantástico.
Al día siguiente, un poco antes del amanecer se levantó el campo. El infante hizo decir una misa en sufragio del alma de Berenguer, a la que asistió toda la población cristiana. Y estaba el infante a la izquierda del altar, con sus maceras y la princesa a su lado, quieta y sin levantar los ojos del suelo. Rocafort no se atrevió a hacer su presencia ostensible y se quedó fuera, cerca de la puerta. Luego se reorganizó la comitiva y el ejército se dirigió hacia el mar buscando el lugar donde, según lo convenido con Muntaner, tenían que estar las cuatro galeras y los demás barcos que transportaban la población civil de Gallípoli.
Llegados allí —era un pequeño puerto cuya población había huido a Cristopol—, el infante reunió a los catalanes y volvió a decirles que por última vez les comunicaba el deseo del Rey don Fadrique de aceptar sus obediencias y de tomarlo a él como lugarteniente general. Se veía que lo hacía sólo por cumplir una formalidad oficial y sin la menor esperanza o deseo de ser escuchado. Rocafort respondió:
—Lo que dije antes es lo que repito ahora. Te ofrecemos obediencia y acatamiento a ti, alteza, que estás cerca y que cuidarás de nuestras necesidades y mereceres. Pero no a la persona de don Fadrique, que está lejos y tiene otras obligaciones más cercanas.
El infante añadió:
—Te sientes fuerte y ya no disimulas tus habilidades. Si piensas solamente en tu fortuna, tienes disculpa porque lo primero que haría el Rey mi tío es pedir justicia de la muerte de Berenguer y de sus valientes caballeros y soldados. Todos son testigos de qué Rocafort se niega a aceptar las banderas del Rey mi tío. Yo considero acabada mi misión y volveré hoy mismo 4 mis galeras con rumbo a Sicilia.
Se retiró a bordo. La princesa se quedó en tierra y poco después se vio rodeada de los capitanes de Rocafort y de su propio séquito. Rocafort le dijo:
—Si quieres irte a bordo, alteza, puedes hacerlo, sola o con los tuyos. Yo no tengo para ti, oh, hija del kan de Bulgaria, sino reverencia.
Ella lo miró de arriba a abajo y dijo:
—Mientes, Rocafort.
Como había tantas personas presentes y era de día, aquellas palabras tuvieron más violencia que antes. Nicodemos, que no había abierto la boca desde la muerte de Berenguer, se preguntaba si la princesa habría perdido la razón. Hablaba menos que nunca, la princesa, y parecía conducirse de un modo mecánico y sin espíritu. Simeón no sabía si era una mujer vacía o demasiado llena de propósitos o sentimientos secretos.
El ejército siguió paralelo al mar y caminó una jornada más en la dirección de Cristopol aunque sin la seguridad de acometer la ciudad porque con la pérdida de cuatro o cinco días, las traiciones y la guerra intestina, el enemigo había tenido tiempo de fortificarse. Rocafort, al saberse dueño absoluto de los ejércitos y del campo, no sólo de Tracia sino de una parte de Macedonia, sentía que sus planes iban cambiando. Comprendió que había pasado de ser un simple soldado de fortuna a tener en sus manos los hilos de la historia en un lugar determinado de la tierra. Muchos soldados lo notaban, especialmente Gavasa, quien lo decía en voz baja a sus amigos. Lo notaban en la manera que tenía Rocafort de hacerse el distraído cuando le hablaban y de tender la mirada desde el caballo sobre la infantería almogávar. Sin embargo, sus insignias eran las de siempre y en su coraza no había otros distintivos que las huellas crudas del martillo de la herrería.
Después de hacerse de noche siguieron caminando hasta el lugar donde debían esperar las naves de Muntaner. Suponían que aquellas naves habían llegado días antes a la isla de Tarso, que estaba a pocas millas de la tierra firme. En aquella isla estaría seguramente también el infante don Fernando y en ese caso Muntaner conocía ya los sucesos de cuatro días antes, es decir, la exterminación de Berenguer y de su ejército.
Mientras caminaba en la noche, Rocafort se acercó a la princesa María:
—Yo tengo también sentimientos humanos, señora —le dijo entre resentido e iracundo.
La princesa callaba. El rostro de Rocafort parecía más oscuro en la sombra y ni su palidez ni su mirada podían denunciarlo. La princesa lo miró extrañada de sus palabras. Luego rio. Era una risa nerviosa y artificial. Luego habló:
—Me río como se ríen los juglares que reciben bofetadas delante del rey. Yo he hecho males también, males por omisión. El más grande ha sido no hacerte cortar la cabeza el primer día. —¿Qué día fue el primero? ¿El de Rodesto? Una buena jornada la que tuvimos en Rodesto tú y yo.
La princesa callaba. En aquel río de hierro se sentía transportada por fuerzas superiores a su voluntad.
—Eres una bestia —dijo por fin.
—Todos somos bestias —dijo Rocafort—. Y menos que bestias, pero hay algunas bestias que saben a dónde van y otras no. Yo sé a dónde voy.
—Sí, a Cristopol. Ojalá te rompas los dientes contra las murallas.
—No quisiera porque entonces podría ser que te los rompieras tú también, señora. Tú, que enviaste a tu madre la noticia de que íbamos a atacar Cristopol. ¿Sabes que por eso podría yo condenarte a muerte? No digas que no porque tengo aquí tu carta.
—Llama al verdugo, si quieres.
—No. Sería más fácil que tú aceptaras casarte conmigo —y añadió bajando un poco la voz—: Yo sé que acabaré por fundar un linaje. No quiero tenerte por enemiga. Sé que las mujeres como tú, de manos delicadas y ojos huidizos, son peligrosas. Lo mejor sería casarnos. ¿No quieres casarte conmigo? Estabas dispuesta a la boda con Berenguer. ¿No quieres que sea yo quien deshaga tus galas?
La princesa pensaba que Rocafort se atrevía tanto por estar allí a oscuras, caminando en la noche, sin verse los rostros.
—¿No quieres casarte conmigo, señora? Quizás es mucha ambición esa de ser tu marido. Bueno, ¿podré contar un día con merecer ser tu amante por lo menos? Yo soy por ahora el más poderoso de todas las naciones de Levante. Conmigo tus empresas estarían seguras. Cerca de mí podrías dormir más tranquila y reverenciada que ninguna otra princesa en el mundo. ¿No te tienta la idea, señora?
Sabía la princesa que Rocafort había hablado de ella a las doncellas. Constantina le había dicho dos o tres veces a la princesa: “Ese hombre está loco por ti, alteza”. Y ahora Rocafort repetía:
—¿O preferís que te juzgue y te condene a muerte por haber avisado de mis planes al enemigo? Así, en la noche, es fácil hablar. Yo te digo princesa, que ahora soy más que Roger y más que Berenguer. Más que tu tío y más que tu padre. Por eso me atrevo a hablarte así. Necesito que te cases conmigo. Yo he matado a Berenguer. Yo he matado a otros sólo porque habían puesto los ojos en ti. Yo mataré a todos los que te miren como hombres y a todos los que te hablen con la voz ronca y el color bajo porque te desean. Arenós no se volverá a acercar nunca a mí. Ese hidalgo perfumado lo sabe. Sabe muchas cosas, aunque no las dice nunca. Y él te ha mirado como macho. Berenguer era viejo para ti, pero Arenós tiene el primer bozo en la cara todavía. Tiene cara de cabrón lechal. No se me acercará. Si se acerca, lo mataré también, como habría matado al infante don Fernando si se hubiera atrevido a hablarte de matrimonio. Y, sin embargo, en ese caso habría sido más natural. Yo sabía que no lo hacía porque su tío, el Rey de Sicilia, le ha ordenado que no se case con ninguna princesa para que estas provincias sean unidas a sus territorios y a su corona y el infante don Fernando guarda su palabra. Yo sabía que la guardaría como hacen los que no tienen otra cosa que guardar. Pero si yo no la guardo es porque tengo otras muchas cosas a mi cargo. La vida de seis mil hombres. Seis mil, princesa. Esos seis mil soldados valen tanto como sesenta mil de tu tío. Diez por cada uno. Sesenta mil. ¿Cuándo ha tenido nadie en estas naciones sesenta mil soldados? Soy poderoso y lo seré más cada día. Pero no tenemos cabeza. Lo digo en serio. Nos falta una cabeza coronada. ¿Quieres ser tú la cabeza de todos? Entonces, ya sería diferente. No seríamos una cuadrilla de forajidos buscando la comida a punta de espada por estos valles. Ya seríamos una nación. Hay diferencia, ¿eh?
—Una nación éramos Berenguer y yo.
—Y lo seremos tú y yo, alteza. Yo valgo lo que pueda valer otro y, además, lo que vale Rocafort. Necesito tu cama. Para tenerla maté a Berenguer. Una de las dos lanzas fue la mía. Muchos se dieron cuenta porque saben que no hay nadie como yo para dar el antuvión y meter la lanza entre las costillas apoyando el guardamano y la zurda en el arzón de la silla. Los que estaban cerca saben que fui yo. Pero nadie lo dice. Nadie lo dirá nunca mientras sepa que está a mi alcance. Lo que no saben es que lo hice por ti. A pesar de todo. A pesar de que le avisaste de mis planes de guerra al enemigo.
Seguía hablando Rocafort y la princesa María pensaba para sí misma sin oírle: “Sus amenazas son ridículas. Lo único que existe para mí es el recuerdo de Berenguer. Yo le decía: Retírate, ponte la coraza, apártate de aquí, pero él no me quería escuchar. Tal vez sabía que iba a la muerte y, sin embargo, prefería la muerte a la paz de las palomas de Bulgaria. Cada vez que lo pienso puedo odiarlo como a Roger sin dejar de quererlo. Si lo odio un poco menos es porque llevo aquí, al lado, a Rocafort, contra el que se dirigen mis iras secretas y mis iras aparentes”. La idea de que cada paso de su caballo le acercaba a Tesalónica le parecía cómoda.
En la noche, oyendo a Rocafort y caminando con aquel torrente de cuero y hierro, pensaba: “La risa no me serviría ya para nada. Conservo la imagen de aquel juglar que se reía cuando le pegaba mi tío Andrónico con un látigo. Y el otro bufón viejo y asmático le decía al Emperador: Zurriágamelo bien, monarca. De los males que yo podría hacer por omisión, el más grande no lo he hecho y tal vez no lo haré nunca. Yo llevo a Rocafort a mi lado y siento en él una especie de odio venenoso y de pecadora fe, primitiva. Dice que ha matado por mí a Berenguer. Mentira. Nadie mata por nadie. Cada cual mata por sí mismo. Ahora Rocafort tiene miedo y dice que mató por mí. Dice que ha matado y que matará por mí. Para dejarme sola —separada de los otros— con él. Estas palabras entre hombre y mujer son como arrojadas a un pozo sin fondo y convocan a una clase peculiar de espíritus: los ángeles viciosos. Hay un ángel vicioso ahora sentado delante de mí, en mi caballo. De esos ángeles que suelen acompañar a los cardenales en sus viajes. Y hay risas de ángel a mi alrededor (de ángel vicioso), al mismo tiempo que los ronquidos de Simeón, que se ha dormido en su caballo. Ronca Simeón como un cerdo.
Y Rocafort repite una vez más que podría matarme legalmente como espía.
Rocafort preguntaba algo a la princesa por tercera vez. Le preguntaba si estaba fatigada del viaje. Era como decirle: “¿Quieres que nos detengamos aquí y plantemos las tiendas?” La princesa dijo que no estaba fatigada y siguió con sus reflexiones: “Queda siempre la incógnita de los deseos larvados. La incógnita es un rostro grande colgado sobre el mar del atardecer. Cuando comience a amanecer estaremos en los arrabales, entre los burdeles del puerto. Todos los soldados querrán quedarse en los burdeles del puerto. Hay algo contra lo que Rocafort puede muy poco: el hambre de frutas frescas de sus tropas cuando pasan cerca de una huerta y también el deseo de la hembra. Debajo de esos deseos que a mí no me parecen mal hay ecos de canciones castellanas. ¿Pero y yo? ¿A dónde voy? ¿Qué haré?”
La princesa oía hablar a Rocafort. Decía que no atacaría a Cristopol porque había avisado ella a su madre la reina de aquel propósito y de la cantidad de fuerzas que llevaba. La princesa, sin contestar, seguía pensando: “Cada cual imagina el secreto del otro y sonríe en la sombra, como una corneja. No quiero verlo a Rocafort a la luz del sol, mañana, pero ¿cómo podré evitarlo?”
Rocafort la llamaba por su nombre a secas:
—Vamos a vivir cuatro días, María. O cuatro horas. ¿Quién sabe?
—Eso es verdad —dijo ella—. La muerte se equivoca a veces de puerta y también se equivoca de camino y de jinete. Pero aunque se equivoque, no es fácil que me encuentre a mí, Rocafort.
—Vamos a vivir quizá unas horas —insistía Rocafort sin oírla— y vacíos de sangre no seremos más que un harapo secándose al sol. Como eran en Rodesto las personas aquel día nuestro, digo, tuyo y mío. ¿Por qué privarnos entonces de lo que queremos, digo, de lo que yo quiero? Yo tengo tu cabeza en mis manos por lo que tú sabes, pero donde quiero tenerla es en mi almohada.
La princesa oía, pero no escuchaba. Y se decía: “De la lejana Europa vienen cientos de cartas para estos bárbaros, todas con las señas confundidas. Cartas de mujer. Las escriben dejando entretanto sus ubres redondas en las bocas de los ciudadanos. En la leche que rebosa de los labios hay arena. Arena de Francia, de Aragón, de Mallorca, de Sicilia. Viene esa arena de las playas de los menesterosos, con ruido de celadas rotas arrastradas por el viento. Las cartas traen noticias de hombres que quieren ser más que hombres y que mueren por eso; por tratar de ser más que hombres”. Y a su lado seguía Rocafort:
—Yo he matado, a Berenguer. Alguna vez tiene que comenzar uno a ser hidalgo, ¿no es eso? Para serlo yo tenía que acabar con él. ¿Sabes qué te digo? Si tú te hubieras casado con Berenguer no habrías hecho más que dormir con un hombre que te consideraba inferior y que llevaría tu Imperio a la corona de Fadrique como una provincia más. Y tú no serías la esposa sino la barragana, porque Berenguer estaba casado en Aragón y tiene hijos con barba mandando castillos. ¿Oyes? Conmigo serás dueña de tu Imperio y de mí, serás reina de tu casa y...
No sabía si era bueno decir lo que quería decir en aquel momento, pero como una difícil concesión al mundo de las mujeres añadió:
—... y de mi corazón.
Había decidido hablar del corazón cuando vio que salía la luna. La princesa pensaba en otras cosas: “Es verdad que Cristopol es una de las mejores ciudades del Imperio y que hay un castillo en lo alto, en el centro y en lo alto, y un kenourgion y un trono vacío esperándome y cada paso nos acerca a él. Allí están prevenidos. No se asalta una ciudad prevenida así como así. Para llegar a Cristopol hay todavía muchos caminos, todos malos, y en ninguno de ellos está Berenguer”.
El caballo de la princesa se rezagaba. Rocafort la esperaba para igualarse con ella otra vez y la princesa dijo:
—Mi caballo tiene miedo.
La cara de Rocafort parecía de metal a la luz azulenca. Y la princesa lo miraba de reojo, pensando: “Mató a Berenguer y ahora me promete toda grandeza posible si respiro de un modo alterado y desacompasado debajo de sus labios. Pero la grandeza posible la tengo ya y es algo desairado y sórdido y musical, como la misa mayor de Santa Sofía con el archimandrita vestido de gala y las esquilas de los campaniles sonando. Entretanto, todos callan en la ciudad todavía lejana y ese silencio nos intriga a todos. A todos, menos a Rocafort. ¿Será capaz de acusarme de espía y de cortarme la cabeza si me niego?”
Los caballos se acercaron demasiado y las rodillas de él y de ella se rozaron. Al mismo tiempo Rocafort dijo unas palabras que parecían salir de su violenta voluntad inconsciente:
—Si no te casas conmigo será como si llevara el cadáver de Berenguer pudriéndose a mi espalda. Y tendré que acusarte delante de las tropas. Yo. A ti.
La noche pesaba sobre ellos. Pensaba la princesa: “Todo podría ser voluptuoso en la naturaleza, desde los gusanos sin alas a los turcos viejos de barbas blancas que devengan soldada. La mano de Rocafort también podría serlo. Este criminal ciego y sordo me arrancaría ahora mismo de mi caballo y me pasaría al suyo. Con sus manos en el aire, como si fuera yo la muñeca japonesa que me regaló el cocinero de Roger. No lo hace porque tiene miedo de la risa de los soldados que vienen detrás. No iremos a Cristopol. No estaremos en la ciudad por las buenas ni por las malas. Tengo la impresión de que todo el mundo agoniza en Cristopol, en las esquinas, unos de pie y otros acostados, como en Rodesto. Hay que respetarles la agonía. Si esta bestia atacara la ciudad, podría ser que se produjera un pánico. Pan es amigo de estos catalanes. Y si hubiera un pánico podría ser que Rocafort no se rompiera los dientes contra las murallas. Ha llevado el cuerpo de Berenguer colgado de su lanza. La primera vez que le vi hacer eso fue en Rodesto al salir con su caballo de la iglesia. Delante de él huían los viejos y los mozos a refugiarse en alguna parte. Todos los rincones estaban llenos de fugitivos temblorosos. Y detrás de Rocafort se veían en la iglesia, sobre el presbiterio, dos alas de madera socarradas por sus plumas más secas, echando humo todavía. Todo el mundo corría, gritaba, se interpelaba. Y Rocafort decía cosas en catalán que yo no entendía”.
Los caballos se acercaron demasiado y los jinetes volvieron a rozarse las rodillas. Rocafort parecía ir recobrando la confianza en sí mismo:
—No creía Berenguer en el amor, pero tú le gustabas. Yo tampoco creo en el amor, pero tú me gustas. Berenguer nunca hablaba de su propia nobleza. Yo tampoco hablo nunca de mi bellaquería. Nos parecemos, pues, en algunas cosas. La única diferencia consiste en que yo te necesito y tú, si lo piensas despacio, me necesitas a mí, también.
Iba a poner Rocafort su mano en el muslo de ella, pero la desvió y la puso en el cuello del caballo:
—No era Berenguer tan noble como decía la gente. Ni yo soy tan bellaco. Berenguer tenía en Villalonga seiscientos cerdos instalados por parejas para la cría. Cada pareja en su choza y Berenguer hacía lavar las chozas tres veces por semana. Nada de eso he hecho yo todavía. Además, escondía un secreto en el rincón más oscuro de su vida. Bueno, todo el mundo tiene un secreto cuando pasa de los treinta y cinco. Pero él lo celaba para que no lo descubriera nadie. Yo conozco ese secreto. Yo, aquí donde me ves. Si te lo dijera, ya no volverías más a pensar en él, digo, en Berenguer.
Cambió de dirección y comenzó a decir con acento quejumbroso que, a pesar de todo, Berenguer valía más que él y tenía que confesarlo. No le dolían prendas. Comprendía que la princesa lo hubiera querido. Hombres como Berenguer quedaban pocos en el mundo, pero, ¿qué podía hacer? El amor de Berenguer por la princesa era un insulto y una provocación de cada día. Lo único que podía hacer un loco de amor con una lanza en la mano era clavarla en alguna parte.
Callaban y seguían caminando. Rocafort dijo:
—Será lo que tú quieras, alteza. Ni más ni menos que lo que tú quieras.
Lo dijo con una gran desolación en su voz.
—Yo he nacido para galopar con los que galopan, para gritar con los que gritan, para herir al fuerte y degollar al herido. Un día seremos todos como las makarietas de Rodesto. ¿Y qué? Berenguer era un hombre y yo sólo soy un perro, de acuerdo. Nací como un perro. Éramos varios hermanos y mi madre era una perra también, y nos lamía al nacer y luego nos daba de dentelladas a ver quién devolvía el golpe. Si alguno no lo devolvía, lo dejaba reventar en un rincón sin darle la teta. Nací como un perro y moriré como un perro. Sin dejar de ser perro me considero algo más que tu tío Andrónico. Moriré como un perro. Lo prefiero a montar la guardia en el campamento mientras tú te acuestas con Berenguer, el que mantenía con sangre de frailes albigenses los cerdos de Villalonga, los cerdos de la baronía de Entenza. Bien. ¿No querías saberlo, su secreto? Ese es. Ya lo sabes”.
Al sentir la princesa la mano de Rocafort en la rodilla, le puso la suya encima al mismo tiempo que dijo:
—Mientes, Rocafort. Berenguer no hizo nunca una cosa así.
Era la mano de Rocafort rígida como de madera, con vello en los artejos. Pero tibia y sensitiva. La princesa la tomó y la separó de su rodilla. De modo que Rocafort no sabía si el contacto había sido una caricia o una repulsa.
De pronto dijo que no podía caminar más aquella noche.
Mandó tocar alto y en menos de una hora quedó el campamento dispuesto, cubriendo una llanura inmensa.
Por el lado izquierdo llegaban las auras salinas del estrecho. Al frente se presentía el mar abierto con las brisas más frías y húmedas. Era una sensación de libertad un poco salvaje. La princesa pensó: “Tal vez Rocafort tiene razón y va a morir un día como un perro. Pero es un hombre a quien no se le puede decir nunca que tiene razón”. Le parecía triste que Rocafort muriera como un perro, a pesar de todo. No era un ser humano, pero tampoco un perro. Tenía algo del macho cabrío de Pan, del toro de Pasifae, del cisne de Leda, del caballo de los centauros, de los cerdos de Circe y también, de las cosas vegetales: el laurel de Dafne, por ejemplo, en sus barbas. Ella, María, estaba casi segura de que Rocafort, cuando dejó de hablar y se mantuvo un largo trecho en silencio estaba de veras conmovido. Y la princesa pensaba que le habría gustado verlo morir como un macho cabrío, como un toro, como un centauro, como el cisne de Leda, como un laurel y como los cerdos todos de Circe. Y se decía: “Berenguer no es ya más que un poco de carne en descomposición envuelta en harapos rígidos y en sangre seca. Un día lo será también Rocafort y lo seré yo. Bien. Puedo compadecer a Berenguer y a Rocafort y a mí misma y poner mi mano sobre la de este asesino y esperar (sin dejar de compadecerme de nosotros tres) el fin de cada uno. Ahora debe ser Rocafort el que caiga. Yo haré que caiga sin dejar de compadecerlo y, si es necesario, sin dejar ocasionalmente de estar con él y hasta —quién sabe— de desearlo en algún momento del día porque los gusanos, los perros, los toros son así, especialmente cuando saben que se les acerca el fin.
Cuando montaba a caballo, la princesa sentía que se identificaba con la bestia y que se sentía a sí misma separada y distante de su propio cuerpo, al que podía dejar hacer lo que quisiera, como dejaba hacerlo al caballo. Así y todo, ella rechazaría a Rocafort, como los caballos se rechazan a veces entre sí.
Pero prefería no hacer cábalas ni pensar más en aquello.
Quería acostarse y dormir. Se sentía fatigada, rendida en cuerpo y alma. Habría querido matar a Rocafort, pero no sabía cómo se puede matar al mismo tiempo al laurel, al macho cabrío, al toro, a todos los cerdos de Circe, etc. Había algo que no podría menos de suceder y de provocar ella de alguna manera. “Rocafort había dicho de sí mismo que un día moriría como había vivido: como un perro.” Bien, había que dejar que aquel vaticinio se cumpliera. Sabía que no conseguiría nunca ayudarle a morir, empujarle a morir. Había tenido esta revelación el día anterior, caminando a caballo y viendo delante de ella el caballo de Rocafort. Porque Rocafort era todas aquellas cosas: el toro, los cerdos, etc. Iba el caballo y su jinete adelante. No mucho más adelante, pero bastante para verlo a él y a su caballo desde los cascos al yelmo. Y el animal, sin detenerse, satisfizo una necesidad. No es demasiado repugnante eso, con los caballos. Pero tuvo la princesa María la impresión de que era Rocafort el que lo hacía. Era el caballo, pero era Rocafort. Eso cambió sus ideas sobre el asesino. Lo hacía más inaccesiblemente peligroso, como un rinoceronte o un grifo.
Desde aquel momento le pareció difícil empujar a aquel hombre a la muerte del perro o del gusano. Un hombre que podía hacer aquello delante de ella sin dejar de amarla debía tener una muerte propia, secreta e indiscernible, como la del grifo o del cocodrilo.
La proximidad de Rocafort después de esta reflexión no le incomodaba tanto a la princesa. Pero dijo que quería estar sola y Rocafort se apartó. Había muchos problemas y los ayudantes (ya no tenía el consejo de los doce, sino algunos ayudantes que nombraba a capricho) se acercaban a preguntar y a pedir órdenes.
Sola por fin, la princesa, en su tienda de triple toldo (el exterior de tafetán impermeable), con sus doncellas y con la pintoresca guardia de los galeotes, se acostó. Pero estuvo pensando mucho tiempo en aquellas mujeres de Rodesto que se desmayaban o morían mostrando un trasero de artesanía honesta. De loza bien pulida y biselada.
Estaba fatigada. Tan fatigada estaba, que no podía dormirse. Y llamó a Nicodemos, a quien dijo de pronto:
—No puedo acostumbrarme a la idea de la muerte de Berenguer de Entenza.
Recogió Nicodemos en su memoria el latín que sabía y dijo:
—Vive Berenguer per sua virtutem, quod est propium ei. Ahora, si tú crees que no, pues no.
La princesa callaba y Nicodemos le ofreció:
—Si quieres, puedo decirte el discurso del pobre Filoctetes cuando está solo en la isla de Lemnos.
Afirmó la princesa por pereza y Nicodemos dijo, con voz monótona, como si rezara:
—“Oh dioses protervos que así me abandonáis a mi destino...”
La princesa comprendió que trataba de adormecerla con cosas altas y aburridas y lo interrumpió:
—Cállate. Eso, todo eso, yo lo sabía de niña, cuando iba con mi primo Miguel a pegarles a los perros intrusos que hallábamos en el parque del Emperador.
Vio que el viejo estaba muy cansado y le dijo que se marchara y que podía acostarse. Pensaba: “No me sirven estos viejos. Han vivido demasiado y no saben qué hacer”. Llamó a Constantina, quien llegó y se sentó silenciosamente en un rincón, sobre unos cojines.
—Te llamo para decirte que puedes retirarte, pero te sientas ahí como si hubieras de quedarte toda la vida.
—Prefiero estarme aquí toda la noche, señora, si me lo permites.
Se quedaron las dos, calladas. Más tarde la princesa dijo, como hablando consigo misma:
—Es un cerdo, Rocafort.
—Señora...
—Es un cochino —y añadió—: Yo creo que estamos todos un poco locos en el campamento.
Le dijo lo que le había sucedido viendo el caballo de Rocafort delante del suyo, caminando. Y la doncella comentó, soñolienta:
—Yo venía aquí porque necesito hablarte de la muerte de Berenguer. Si no te hablo no podré dormir esta noche.
—Háblame querida, y Dios nos asista a todos.
La doncella hablaba y la princesa escuchaba con curiosidad. Ya no era el espanto del primer momento ni la desesperación de algunas horas después. Escuchaba con curiosidad y recordaba el caballo de Rocafort. Constantina decía:
—Lo apartaron del lugar del combate, a Berenguer. Su caballo estaba también muerto, que se había desnucado al caer. Y le temblaba una pata. Tú sabes que a mí me dan miedo los animales vivos o muertos. Y me aparté y fui con los que se llevaron a Berenguer. Acudieron dos médicos de Rocafort y uno de ellos estaba comiendo algo que llevaba en la mano. Apartó las ropas de Berenguer y vio enseguida que estaba muerto. No podían hacer nada. Y seguía comiendo, pero se había manchado la mano de sangre y cogía la fruta, que era un durazno, con el dedo pulgar y el meñique para no tocarla con los dedos ensangrentados. Olía a sangre y ese olor es como el de las flores que empiezan a pudrirse y a mí me marea un poco. Se acercó otro soldado con el yelmo puesto y el ventalle echado. Figúrate, alteza, con aquel calor. Tenía la lanza manchada de sangre y salía de la sangre un poquito de humo. Entonces yo dije: “Ya nunca más permitiré que Rocafort...”
—Bien está —dijo la princesa—. Quiero que me digas sólo lo que viste.
Cohibida por la interrupción, Constantina esperó un poco antes de volver a hablar:
—“¿Está bien muerto?”, dijo el del ventalle. “Entonces, sacadlo de aquí y dejadlo más lejos. Quédate tú, con él Máximo”. El médico era Máximo y tú, señora, lo puedes llamar, que no me dejará mentir. Entonces el del ventalle echado dijo algo que yo no entendí y aunque las voces dentro de la celada engañan bastante, pensé: “Es Rocafort y ya no se atreverá a levantar el ventalle, digo, aquí, entre los que lo hemos visto. En aquel momento se acercó ese soldado a quien le picó una tarántula y a veces parece que baila. Y fue a cubrir la cara del muerto, pero se acercó mucho y con uno de sus pies le dio un golpe. Sin querer, porque el pobre no tiene el mando de sus miembros desde la picadura de la tarántula. Pero fue horrible y Rocafort le gritó desde el caballo: “¿Qué haces ahí? ¿Quieres que te diga yo dónde está tu puesto?” Y ladeaba el caballo para echárselo encima cuando el soldado salió medio cojeando medio brincando y se perdió entre los almogávares.
—Entonces, ¿tú crees que fue Rocafort quien mató a Berenguer?
—Sí, señora.
—No, querida. No fue Rocafort.
Constantina se quedó confusa. Creía ciegamente a la princesa, pero en aquel instante no sabía qué pensar. Con una súbita timidez e indecisión añadió:
—He dicho lo que vi, pero no he dicho las cosas que escuché.
—¿A quién?
—Al hombre del ventalle echado. Desde dentro de la celada dijo con una voz de odio y de sarcasmo: “Ahí está él, gozando de su muerte como si tal cosa”. Por la manera de decirlo comprendí que quería añadir: “Y yo aquí, con mi lanza ensangrentada, comenzando a sufrir de su muerte, de la misma muerte que él está gozando”. Se veía que le tenía envidia hasta después de muerto. Yo creo que era Rocafort, señora.
Dijo Constantina muchas cosas más, pequeñas cosas obvias. De pronto se dio cuenta de que la princesa dormía con una respiración tranquila e igual. Le cubrió una pierna que tenía desnuda, se apartó a su rincón y se dejó caer en una esterilla turca, sobre unos cojines que tenían bordadas las armas de Andrónico y las del kan Azán.
Fuera se oía hablar en voz baja a los galeotes. Decía Nicodemos:
—La señora debe estar enferma. Hace preguntas como los que están enfermos.
Luego calló. Callaban todos, alrededor. Cerca se oía el mar.