CAPÍTULO XIV

CUANDO llegaron los galeotes, la princesa les dijo:

—Vais a vestiros de un modo más decente, pero repetidme antes quiénes sois y de dónde venís. Comienza tú, el de la barba y el pelo blancos.

El viejo apenas sí podía ver a la princesa porque tenía los ojos irritados por la sal del mar después de tantos años de vivir en él. Por fin dijo:

—Me quitaron los calzones, éstos.

Le gritaron al oído por tercera vez la pregunta de la princesa y el viejo acertó a responder:

—Simeón Sidonios, para servirte.

Añadió el nombre del lugar donde había nacido, pero como si no estuviera muy seguro de que aquel pueblo existiera.

—Había entonces un pueblo sobre la orilla del Mármara que se llamaba Clitor y allí dicen que estaba mi madre, medio lerda ya por los años, y unos hombres que había entonces en Éfeso me dijeron que la habían conocido y que yo nací allí. Eso decían.

—¿Cuánto tiempo llevabas en las galeras?

—Once años seis meses tres días y ocho horas. Pero, ¿por qué lo quieres saber?

Añadía receloso que mientras estuvo en la galera se olvidó de mirar porque los ojos no veían sino el pequeño mar que se abarcaba por la tronera del remo. Azul, azul y más azul. Por la noche, negro y más negro con algún cabrilleo en el agua, de las estrellas. Una pajita de oro aquí y allá encendiéndose y apagándose. Y eso era todo.

—Ahora estoy aprendiendo poco a poco a mirar otra vez.

Luego se puso a contar con gran excitación que había visto en el patio del castillo un tajo de madera. Un tajo que no era para cortar la cabeza a la gente sino sólo para córtales las manos. Tenía encima un repalmar, dos canaleras y sobre ellas una especie de bisagra de hierro en forma de cepo. Puso los antebrazos en las canaleras y empujó con la cabeza la grande bisagra. Con las dos manos atrapadas vio de pronto que el cocinero chino podría cortárselas las dos de un solo tajo. En la madera maciza se veían huellas de hachazos anteriores y aquella parte estaba negra y como barnizada, pero no de pintura sino de sangre. Simeón se asustó, sacó las manos y salió corriendo, según decía.

Ahora preguntaba:

—¿No nos llamas tú, princesa, para cortarnos las manos?

La princesa negaba con la cabeza:

—¿Que voy a hacer yo con vuestras manos cortadas? —preguntó. Luego se dirigió al segundo, que era un hombre calvo con la piel quemada por el sol. Este respondió:

—Yo soy Basilio Damasceno, señora. El jambebe. Así me llamaba el turco que tenía delante en la galera. El jambebe, por mal nombre. No sé dónde nací. Tampoco me parece que sea importante, pero si lo supiera lo diría a tu alteza porque no tengo miedo. Yo también sé cortar cabezas, no soy como Simeón. A mí me llamaban él jambebe, que en turqués quiere decir, con perdón de tu alteza, el hijo de la gran perra.

—Ya veo. ¿No tienes miedo? —preguntó la princesa.

—No, ¿por qué? Toda mi vida he tenido miedo, pero ahora no lo tengo. Soy inocente. Si supiera dónde nací, lo diría. Pero ¿qué importa dónde nací y dónde moriré? Y, además, puedo cortar cabezas como cualquier otro. Que me den un hacha y verán.

—¿Qué edad tienes?

—Entre setenta y ochenta. Viejo para ti, señora.

Así como los otros no era raro que se acusaran a sí mismos, Basilio hacía todo lo contrario. Acusaba a los demás.

Cuando un herrero aguzaba la punta de una lanza, cuando un guarnicionero estiraba con los dientes el cordobán para cubrir una silla morisca, Basilio oía en los martillazos y en el crujido del cordobán la frase de siempre: “Basilio es inocente y cortará cabezas”. Y Basilio sonreía con esperanza.

—¿Y tú, Nicodemos? —pregunto la princesa al tercero.

Éste parecía con su cara afeitada mucho más joven.

—Me llamo Nicodemos de Galatia para servir a tu alteza imperial. Nací en Galatia no sé cuándo, pero sólo tengo sesenta y tantos años. Me pegaba mucho el cómitre con un brazo seco de turco. Decía que yo era letrado y que por eso no remaba. Tenía razón. Dejaba flotar el remo y los que ponían su ímpetu eran éstos. Cuando acostábamos un muelle de piedra ponía el remo de manera que se rompiera. Rompí dos remos y uno salió hecho astillas y le quebró un ojo al cómitre, lo cual que lo sentí. Porque yo no odio a nadie como Basilio. Ni recelo de nadie como Simeón.

La princesa los invitó a sentarse, pero ellos no se atrevieron.

—¿Qué os parece la victoria de los catalanes?

—Que ganaron —dijo Simeón— por habernos soltado a nosotros. Pero querrán ponernos las manos en el tajo. Por eso las llevamos acarrazadas los tres. Ahora, que si a mí me dan un hacha yo haré lo mío.

Dijo la princesa a Basilio:

—Deja estar tu pie —el viejo lo balanceaba en el aire— y escúchame a mí, que soy hija del kan del Bulgaria.

La miró el viejo debajo de sus borrascosas cejas blancas. Después comenzó a reír. La risa ponía en acción sus bronquios que sonaban como viejos fuelles. Y dijo:

—Este Simeón siempre cantaba en el banco. Y entonces venía el cómitre y empezaba a pegarnos y el turco que estaba detrás de mí decía sus vituperios: ¡rosperi! ¡manahora!

Excitado, se había puesto de pie otra vez. La princesa lo hizo sentarse y preguntó:

—¿Qué tiempo hace fuera?

—Tiempo de comer, tiempo de dormir, tiempo de cortar cabezas. Dice Nicodemos muchas cosas raras. Dice que ha visto sátiros muertos en el campo de batalla. Todos de Branchiallo. Con pelos negros, rojos y amarillos en la cara y sangre en la boca. A mí me podrían matar, no digo que no, pero en mi barba no hay pelos amarillos ni rojos. Ni tengo pezuñas ni cuernos ni sangre en la boca.

Los miraba a los tres, la princesa, como si dudara. Se dirigió a Nicodemos y le preguntó qué se decía en su galera de los catalanes. ¿Se hablaba de ellos?

—Sólo se hablaba —dijo Nicodemos— de Berenguer de Entenza. Tú también piensas en él, señora. Piensas en él como en un topo ciego que tropieza contra tus piernas.

Al oírle hablar así, la princesa pensó que Nicodemos solía callar porque era de los tres el único que reflexionaba y decía a veces algo inteligente:

—Háblame, Nicodemos. Necesito ver si tienes todavía un alma, después de tantos años al remo. ¿Dónde está tu alma?

Pareció animarse Nicodemos:

—Está entre los dientes y la cintura. En el aire elástico, en el neuma, entre las costillas. El alma. Tal como están los tiempos, no hay más remedio que escucharla, al alma. No hablo casi nunca porque por dentro soy tonto —concedió Nicodemos— pero la naturaleza es más tonta que yo. Hay diluvios para la pequeñita sed mía, millones de granos de trigos y de veranos y de cosechas para mi hambre, tolvaneras, torbellinos y montañas de aire para mi aliento, millones y millones de semillas para un hijo. Fuego, hierro, sangre, hecatombes para condicionar el pan del hambre que canta y también cielos inmensos, estrellados, y lunas y universos para una pasajerita turbación cuando estamos solos por la noche. Dios gusta de los excesos. Yo he visto muchos sátiros de Branchiallo morir con el hocico contra el suelo. Agonizaban con toda su fuerza. Hacían jadeos, esfuerzos, acezares, todo tremendo y todo horrible para una cosa tan sencilla como morirse. Exageración y locura. La naturaleza es tonta. Yo también lo soy, pero sólo por dentro.

La princesa lo miraba con amistad.

—Bien —dijo, satisfecha—. Marchaos los tres. Os darán ropas limpias y viviréis en el castillo. De día entre las cocinas y las caballerizas y de noche estaréis al tanto por si a mí se me ocurre llamaros.

La princesa envió una doncella para ayudarles a instalarse. La servidumbre de la princesa trataba a los tres viejos con una desdeñosa deferencia.

Los resultados de la victoria no se hacían esperar. Andrónico había llamado a Constantinopla a todas sus reservas y se envolvía en una muralla de decenas de millares de hombres armados. La vigilancia era estrecha día y noche en los caminos que conducían a la capital a pesar de la enorme distancia que la separaba de Gallípoli. El príncipe Miguel, que no había intervenido en la acción de Branchiallo, acudía ahora personalmente a las tareas de defensa y se le veía en todas partes.

En Branchiallo encontraron los catalanes papeles que, descifrados, decían: “El príncipe Miguel no cree conveniente para el buen nombre de la real e imperial familia dirigir en persona las operaciones contra Gallípoli ya que el ataque, conquista y desmantelamiento de la plaza es tarea para pocas tropas y sin esfuerzo ni peligro. Por esa razón el mando del ejército contra ese puñado de gentes desesperadas se confía a los capitanes acostumbrados, superiores cada uno de ellos, y sobre todo juntos, a una empresa como ésa”. Pero las cosas habían salido de una manera diferente y los pocos que se salvaron llegaron a Constantinopla a uñas de caballo, heridos y maltrechos después de perderlo todo.

El pequeño ejército de Rocafort tenía patrullas de vigilancia a más de treinta millas en la dirección de Andrinápolis y enviaba espías griegos para tratar de averiguar lo que sucedía en esa ciudad, base y sede militar de Miguel. Pero muchos de esos espías, asustados de la pequeñez del ejército de Rocafort, se pasaban al enemigo.

En Gallípoli, la princesa María llamó a Rocafort:

—Tienes que salir con las gentes que puedas reunir y talar, incendiar, saquear, asesinar, robar la tierra de Andrónico. Deja aquí cien hombres con Muntaner. Y anda cuanto antes. ¿No te decía lo mismo anoche Gregoria?

Rocafort la miraba, receloso:

—¿Cómo lo sabes?

—Desde que murió Roger, cada vez que veo andar a una persona sé a dónde va. Y lo que dice a los otros. Y lo que le dicen a ella. Ver tanto no es bueno porque nadie nos ama a no ser que seamos de veras desgraciados. Eso me salva a mí por el momento, pero a veces no quisiera ver tan claro. Ahora puedes marcharte, si quieres. ¿No es Gregoria tu amante de jornada? Anda a los establos, saca los caballos, prepara otra cabalgada. Y cultiva entretanto, si puedes, tu humildad.

No creía Rocafort que poseyera esa virtud o que fuera, al menos, su cualidad más aparente. Eso dijo. La princesa insistió:

—Eres humilde sin saberlo. Yo también. Y es que hemos visto una vez que la sombra nuestra es igual que la del animal más impuro: el cerdo. Eres humilde y cuando entras en acción dices a los otros las cosas que piensas de ti mismo. Es decir que los insultas y les gritas: ¡A morir como puercos! Y nadie se ofende porque sabe que el mayor puerco eres tú y que te hablas a ti mismo y no a ellos.

Rocafort suponía que ella hablaba en broma, pero, así y todo, no acertaba a comprender. En el muro estaban encendidos los candiles de la noche. No eran aquellos candiles como los del palacio de Constantinopla. En los anchos corredores con bóveda de piedra no eran siquiera candiles, sino antorchas hechas con toda clase de materia combustible, especialmente cera virgen y grasa animal.

A medida que se acercaban las luces a las habitaciones de la princesa, iban oliendo mejor. Y en la antesala eran ya tres candiles, cada uno con tres mechas que daban una llama coloreada de blanco con bórax natural. La luz era en los alrededores de los aposentos de la princesa de una gran dureza. Tenía cierta irrealidad y sólo podían tolerarla las mujeres muy hermosas o, como decía Procopia, los ángeles. La princesa daba la impresión de vivir en el centro de un fanal de vidrio encendido en cuya llama pudiera penetrar sin quemarse.

En Constantinopla, desengañado Andrónico y también Miguel de la realidad, y temerosos de que después de aquella derrota llegaran de Sicilia o Aragón refuerzos a las tropas de Gallípoli, se apresuraron a reunir un ejército bastante grande y aguerrido para acabar de una vez con los catalanes. Éstos lo supieron y decidieron salirles al encuentro.

Acordaron que se quedara en Gallípoli Muntaner con no más de cien almogávares medio lisiados y diez caballos.

Algunos de los marineros que habían quedado en tierra después de barrenar los barcos lograron corazas, petos y celadas y el ejército de Rocafort, a la hora de ponerse en camino, era de mil seiscientos peones y trescientos caballos. No permitió Rocafort que nadie se pusiera encima oro ni objeto alguno de lujo, porque la culminación decorativa apoca el ánimo y despierta el instinto de conservación. Rocafort tenía sus normas.

Caminaron tres días por Tracia y llegaron a poner sus cuarteles una noche a la falda de un monte escabroso sabiéndose ya cerca del enemigo. El territorio que habían dejado detrás estaba arrasado y quemado.

Pusieron centinelas en lo alto de las cañadas y éstos avisaron que al otro lado de la montaña estaba el ejército del príncipe Miguel. Avanzaron algunas patrullas a resguardo de la noche y pudieron hacer dos prisioneros que llevaron al campamento. Dieron informes más exactos. Estaba el príncipe Miguel acampado con seis mil caballos y unos treinta mil infantes entre dos pueblos que se llamaban Apros y Cipsela. Algunos capitanes, viendo la diferencia de fuerzas, propusieron a Rocafort que atacara inmediatamente para aprovechar la ventaja de la sorpresa y la noche. Pero Rocafort, que no tomaba una decisión sin el acuerdo de su consejo, lo reunió y determinaron esperar las luces del día. La confusión de la noche podría serles también contraria a ellos y, por ser pocos, tenían que tener en cuenta todas las circunstancias.

Otro griego a quien apresaron en las cercanías de Cipsela dijo que el príncipe Miguel estaba esperando un refuerzo importante en caballos y peones antes del alba. Así y todo, y sin olvidar el riesgo en que aquella decisión los ponía a todos, decidieron que sería mejor aguardar el día.

Aquella noche no durmió nadie. Llevaban un capellán católico que habían sacado de Gallípoli y que algunos creían que era de la iglesia de Oriente, pero que simulaba ser de Roma, y estuvo confesando a la mayor parte de ellos sin entender su idioma. Absolvió a los demás por falta material de tiempo y les dio la comunión a todos antes del amanecer.

A toda prisa, cuando la raya del horizonte comenzaba a clarear, Rocafort formó un escuadrón de infantería y dividió en tres cuerpos la caballería. Uno de estos grupos iba a la derecha, el otro a la izquierda y el tercero detrás para atender a los incidentes inesperados del combate.

El capitán Gori gritaba a Rocafort:

—Pon el ojo de vez en cuando en mi capitanía, Rocafort.

Quería decirle que como mandaba el tercer grupo de caballería, cuya misión consistía en acudir a un lado u otro al azar del combate, debía Rocafort tener en cuenta lo que la gente de Gori hiciera, no para auxiliarlo, sino para aprovechar la ventaja. Y después de decirlo, Gori trataba de cerrar su celada y no podía. Empujaba el ventalle hacia abajo con el gavilán de la espada, entre juramentos.

Dispuestas las fuerzas, avanzaron hacia el campo de Miguel. El ejército del príncipe era mayor aún porque dos horas antes habían llegado los refuerzos.

Las tropas de Miguel vieron acercarse a los catalanes y no creyeron al principio que se tratara de presentar batalla sino de ofrecer paces, de tal modo parecía fuera de razón hacer frente a fuerzas veinte veces mayores. En el campamento de Miguel no se llamaba siquiera al arma.

Pero al ver más cerca a los catalanes y observar su formación, Miguel, que tenía motivos para sospechar que la cantidad y el número no garantizaban la victoria, se preparó al combate. Ordenó la infantería en cinco escuadrones muy nutridos al mando de Teodoro, tío de Miguel, que acababa de llegar y tenía un puesto en el Imperio parecido al de Nastogo. En el ala izquierda puso las tropas de caballería de los alanos y turcopoles a cargo de Basila. En el ala derecha, la caballería más aguerrida de Tracia y Macedonia bajo las órdenes del gran eteriarca, todavía no restablecido de sus heridas. En la retaguardia quedó el príncipe Miguel con los nobles, que cuidaban de su seguridad personal. Le acompañaba el déspota, su hermano y algunos observadores del Emperador. Alrededor del grupo de Miguel había un tremolar constante de estandartes y oriflamas con diferentes tonos de amarillo y oro. Viendo Rocafort desde lejos, se decía: “La muerte bizantina es amarilla”.

Pasó Miguel revista a sus escuadrones rápidamente y los arengó para la batalla.

Después de haber visto Rocafort la distribución de fuerzas de su enemigo, formó cuatro escuadrones con la infantería. En el campo-catalán no hubo desde el principio puntos muertos, es decir, que desde el primer instante estaban todos los infantes y los caballeros en acción, mientras que en los escuadrones de Miguel sólo combatían las filas exteriores de los escuadrones formados en cuña.

Venían alegremente al ataque los caballeros alanos y turcopoles en una sola masa de banderas, aceros, lanzas y cimitarras. Los jinetes gritaban de un modo parecido a los turcos. El primer escuadrón que los recibió era de almogávares, quienes con su acostumbrada habilidad mataron las primeras filas de caballos que al caer arrastraron en alguna confusión a sus vecinos y formaron una trinchera de carne, arneses y armaduras. Mientras se rehacían las filas siguientes, degollaron los catalanes a muchos de los jinetes caídos. Cuando iban sobre los turcopoles, una parte de ellos volvieron la espalda y se retiraron de la línea. Las trompetas de Rocafort tocaban, como siempre que una parte del campo enemigo se desorganizaba, ataque general. Las trompetas de Rocafort se dirigían sólo al enemigo. El toque para las propias fuerzas tenía un distintivo especial que todos conocían.

Retrocedían los turcopoles en masa y una parte de ellos buscó la salvación en la huida. Rocafort, que estaba muy atento a los movimientos de la caballería turcopol, hizo tocar a tres de las trompetas una señal búlgara de entendimiento entre ellos (aprendida en Gallípoli bajo las instrucciones de la princesa María). Y se vio poco después que los turcopoles no sólo no combatían, sino que con su presencia pasiva dificultaban los movimientos del ejército griego. Entretanto, los catalanes, sin gritos ni voces ni tremolar de banderas, se dedicaban a matar. Los almogávares, entre dos entradas de arbalete en la masa enemiga, se daban la voz de guerra: despertó, ferro. Y Rocafort gritaba en catalán: ¡A ellos, verracos, puercos, hermanos míos! Y se veían los ventalles caer de golpe mientras se lanzaban los treinta caballos de la unidad de gracia, como la llamaban, hacia los lugares donde la fuerza enemiga perdía cohesión.

—¡Vamos allá, cobardes! —gritaba Rocafort con el ventalle alzado.

Los insultos de Rocafort eran como una siniestra señal a la que seguían los choques de hierro y los gritos de rabia o de dolor. Luego se veía el grupo de Rocafort dejando aquel frente impedido por una trinchera de caballos y jinetes caídos y hacer lo mismo en otro lugar, donde la formación enemiga parecía más firme. Allí donde Rocafort y su grupo atacaba, todo se desmoronaba y se rompía:

—¡Entrad al sesgo, marranos!

Atacó Rocafort con sólo su grupo a los restos de la caballería turcopol que cubría el ala izquierda de la infantería del príncipe Miguel, rodeada de oriflamas. Y los turcopoles de aquel sector, después del primer choque en el que murieron quince o veinte, volvieron grupas y se lanzaron a la huida arrastrando consigo no pocos alanos. Vieron entre éstos al general Georges con sus banderas, y los aragoneses Miguel Binéfar y Albero que lo conocían (Rocafort no los había visto nunca) fueron sobre él. Albero lo derribó del caballo al parecer sin daño mayor porque el alano se levantó y quiso dar frente. Albero fue rodeándolo y castigándolo con el rompecabezas. Se cubría Georges como podía con su escudo, pero abollado éste y rotas las resistencias de Georges, se oyó el golpe contra el yelmo y Georges cayó con un alarido. Pudo todavía ser recogido por un jinete alano, pero algunos lo consideraron muerto y esto añadió confusión y desorden en las huestes.

Por el flanco izquierdo descubierto atacaron los catalanes con todo su poder y los escuadrones de almogávares acuchillaron en el centro, casi a mansalva. Libres del riesgo de la caballería, en su mayor parte en fuga, los almogávares se creían sin enemigos. Y muertos los que ocupaban las filas exteriores de los griegos —que solían ser los más valientes—, los demás huían arrojando las armas y buscando la salvación. Los restos de la caballería griega de Tracia y de Macedonia, famosa por su agilidad y valentía, estaban con todas sus fuerzas en lucha con la caballería catalana.

Infantes contra infantes, los almogávares no tenían rival, y uno de los escuadrones pudo llegar saltando sobre los muertos hasta el flanco del escuadrón imperial, donde estaba el príncipe. Los venablos y las jabalinas abrieron una brecha en aquella masa todavía ordenada y los griegos que resultaron ilesos se dirigieron al galope a Cipsela, abandonando el campo.

Viéndose perdido, el príncipe Miguel se condujo con verdadero arrojo. Se lanzó contra el enemigo acompañado de algunos incondicionales que al principio trataron de impedírselo. Como dos de ellos sujetaban al caballo, el príncipe saltó de él y montó en otro que estaba cerca. Viéndolo dispuesto a morir matando, los más valientes lo siguieron. El príncipe Miguel combatía a brazo partido, llamando por sus nombres a los capitanes e insultando a los que huían. Perdió su caballo el freno y aunque este incidente era considerado en la guerra como de muy mal agüero, sin hacer caso el príncipe Miguel atacó a ciegas acompañado de sus guardias de corps, a quienes gritaba:

—¡Ha llegado el momento en que la muerte es mejor que la vida!

Sus voces y el ejemplo de su arrojo hicieron algún efecto y hasta cien de sus mejores capitanes se lanzaron a la lucha desesperada que por algunos momentos puso en duda la victoria. Los de Rocafort, sorprendidos de aquella reacción y fatigados después de muchas horas de combate, tuvieron que maniobrar hábilmente para envolverlos.

—¡A mí los hijos de la perra sarnosa! —gritaba Rocafort.

El príncipe Miguel vio a Albero, que llevaba penacho de gala en el yelmo, y pensó que debía ser algún jefe importante. Se lanzó sobre él y consiguió darle una cuchillada en el brazo izquierdo. Albero se revolvió y con la rabia del dolor y sin saber exactamente quién era le dio un golpe de mangual que le arrancó el escudo y le hirió gravemente en la cabeza. El príncipe manaba sangre por las narices y las orejas. En el mismo instante otro le mató el caballo. Uno de sus guardias de corps saltó del suyo y se interpuso entre Albero y el príncipe mientras éste montaba y a duras penas conseguía salir de allí. El guardia de corps perdió la vida bajo la maza de Albero mientras el príncipe, obligado por los suyos y contra su propia voluntad, huyó a Apros para guarecerse en el castillo.

Quedó el campo para los catalanes, quienes no persiguieron al enemigo porque recelaron que podía tener tropas frescas en alguna emboscada. Esto salvó al príncipe Miguel, a quien de otro modo habrían apresado.

Llegada la noche esperaron con las armas en la mano hasta que amaneció, sin volver a ver fuerzas enemigas. El campo estaba lleno de despojos y de muertos. El mismo día atacaron a Apros y lo tomaron casi sin defensa porque el príncipe Miguel y los suyos habían huido y los vecinos no creyeron prudente hacer armas.

En Apros quedaron los catalanes ocho días para que los heridos se recuperaran y poner en orden el botín.

Murieron en aquella batalla diez mil caballos y quince mil infantes, y de los catalanes veintisiete hombres de infantería y nueve caballos. Había unos cien heridos, entre ellos Gisbert, un hermano de Rocafort. Lo curaban en el kenourgion del castillo, cerca del foso que olía a aguas descompuestas.

Aunque Gisbert era un hombre valiente daba unos gruñidos miserables y animalizados. En aquellos gruñidos (en su calidad y energía) sentían los cirujanos que el herido estaba lleno de vida.

—Ese tiene años por delante —decían satisfechos.

Lo malo era cuando el herido parecía insensible al dolor.

—El pobre —solían decir los cirujanos— está con un pie en la fosa.

Algunos heridos sacaban fuerzas de flaqueza para engañarse a sí mismos con falsos ánimos, pero sus gruñidos, sus gritos y alaridos eran muy diferentes y se sentía en ellos la muerte.

En un extremo del kenourgion estaban cortándole una pierna al caballero Llorens, un antiguo alférez del castillo de Figueras. El herido blasfemaba como un poseído.

El príncipe Miguel había huido con su guardia personal a Panfilo y de allí a Didimoto, donde estaba el Emperador su padre, quien lo reprendió por haber puesto su persona en tanto aprieto y riesgo.

—Que en lo que en un capitán se puede alabar, es digno de reprensión en un príncipe —le dijo. Y hablando así, el Emperador temblaba.

Toda la provincia de Tracia estaba ya en manos de los catalanes. Estos dejaban en paz las ciudades grandes cuando no los recibían con las puertas abiertas porque siendo tan pocos soldados no podían perder los que suelen caer en los asaltos a cuerpo descubierto. La gente de las aldeas y pequeñas ciudades agrícolas abandonaba sus casas y haciendas y huía a Andrinápolis o a Constantinopla. La capital aumentó tres veces su población y la gente dormía en las calles y vivía o moría al aire libre.

En aquellos días algunos catalanes que habían escapado a la primera matanza y que estaban escondidos fueron apareciendo e incorporándose al ejército de Rocafort. Pero sucedió al mismo tiempo un hecho lamentable en Andrinápolis. En una prisión de aquella ciudad había sesenta catalanes que estaban presos esperando la decisión del Emperador y que al saber la victoria de Apros se animaron a reconquistar su libertad. Estaban en una cárcel que tenía una torre de piedra y fuertes murallas. Rompieron los grillos y acometieron a una de las puertas, pero no la pudieron abrir. Subieron a lo alto de la torre para reconocer los caminos y ver alguna manera de liberarse, pero no la hallaron y sabiéndose perdidos porque habían matado a tres guardianes pelearon desde arriba con las armas que pudieron encontrar.

Los griegos resolvieron quemar la cárcel y la torre. Por entre las llamas y el humo los catalanes arrojaban dardos y piedras consiguiendo herir y matar a algunos de sus sitiadores. Uno de ellos, desde la torre dijo que quería rendirse pero los otros lo arrojaron por la almena y fue a caer al pie de sus enemigos, que lo remataron.

Fueron los otros arrojándose de dos en dos abrazados después de hacer la señal de la cruz y de advertir a grandes voces que dejaban sobre las conciencias de los griegos las muertes de todos. Al llegar abajo muertos o vivos, eran descuartizados. No se salvó uno solo. Entre ellos había algunos de linaje ilustre.

Volvieron las tropas de Rocafort a Gallípoli aumentadas —casi duplicadas— por la presencia de muchos voluntarios de diferentes naciones que se acercaban al reclamo del prestigio y gloria de las armas catalanas. Había entre los nuevos soldados no sólo alanos y turcopoles, sino también franceses e italianos.

Caldés, el capitán, caminaba en la noche al trote de su caballo fuera de la columna porque era el suyo un animal que no quería estar nunca dentro de ella. Albero, que estaba cerca, decía con su brazo herido y vendado:

—Ven las cosas los caballos tres veces más grandes de lo que son.

—Eso puedo creerlo y puedo no creerlo —replicaba Caldés.

—¿Por qué?

—Tengo mi discernimiento.

—Bueno, si los caballos no vieran las cosas tres veces más grandes de lo que son, ¿quieres decirme cómo podríamos manejarlos? Pero Dios ha querido darles esa debilidad.

Y seguían marchando. Detrás se oía a un almogávar renegar. Después parecía tranquilizarse y decía a alguien:

—¡Redéu, aplícate a la fayena!

Se refería a otro almogávar que tenía una gaita montañesa colgada del arzón y dudaba si tocar o no.

El caballo de Caldés cabeceaba orgulloso y sintiendo en cada músculo el deseo y la urgencia de correr.

—Este animal —decía Caldés— tiene mucha sangre.

Delante y detrás se oían relinchos. Y las risas de Albero, que parecían también risas de caballo.

El regreso de las tropas de Rocafort a Gallípoli fue imponente. Las mujeres de los soldados, que habían pasado grandes zozobras en su ausencia y que tantos motivos tenían para dudar de su regreso, los vieron volver cargados de riquezas y acompañados de más de tres mil caballos sin carga.

—Aquí traigo a mis caballeros —decía Rocafort a los soldados de la guardia principal aludiendo al hecho de que todos los infantes iban también montados.

En la batalla los llamaba puercos, verracos, hijos de tal o cual, pero después los trataba con amistad y respeto. Incluso —a veces— con una humildad verdadera.

Habían tenido tiempo para curar a sus heridos y no se veía a uno solo que diera una impresión lamentable. Llorens, con su pierna amputada por debajo de la rodilla, montaba otra vez a caballo como si tal cosa y hacía bromas sobre la bota que le sobraba.

Al verse en Gallípoli se dio cuenta Rocafort de que había perdido el perro Montjuich, que era de Berenguer. Lo sintió.

La princesa María no parecía sorprendida por la victoria de Apros. En realidad, no era una mujer que se sorprendiera de las victorias. Tenía noticias de su madrina Olga y también de Constantinopla. La derrota de Apros había no sólo llenado de consternación a la corte, sino que la afluencia de gente a la ciudad era mayor aún y se habían declarado epidemias. Por otra parte, con la acumulación de miserias y catástrofes, la familia imperial estaba dividida. La reina Irene, con dos sobrinos del Emperador, iba a salir enseguida para Tesalónica.

Al comentar estos hechos, la reina Irene decía refiriéndose a aquellos sobrinos: “Las ratas abandonan el barco”. Pero añadía: “Los pobres no pueden hacer otra cosa y ratas o no, los quiero. El Emperador suspira y habla de la voluntad de Dios y del castigo por sus muchos pecados. Esto lo dice en público. A mí me dice en privado que es bueno que haya un dios a quien colgarle las derrotas. A pesar de todo, se considera un monarca ejemplar. El príncipe Miguel tiene rota la nariz, aplastado el caballete, y la mitad superior de la cara toda negra, que da lástima. Para que a mí me dé lástima puedes pensar cómo está”. Añadía la reina que los turcopoles, obligados a combatir por Andrónico en la última batalla, no tenían el menor deseo de arriesgar la vida en tierra extranjera y contra un ejército que tenía por primera jerarquía una princesa de la casa de Azán, el kan búlgaro. Y la reina decía: “¿Ves, hija mía? Yo creo que alguien ha influido en nuestros turcopoles. ¿Quién ha podido ser? Pon en movimiento tu fantasía, querida. Pero lo de Apros no es un golpe definitivo. ¿Cuántas cosas va a mostrarnos todavía el Señor para hacernos ver su justicia? Tal vez yo he podido hablar de ti a algún jefe turcopol antes de la batalla de Apros, pero de esto más vale no decir nada por carta. No sería bueno que lo supieran los griegos. Ni tampoco los catalanes. Esos catalanes malditos”.

La princesa pensaba que su madre sólo tenía ideas religiosas cuando se veía en un callejón sin salida. Era posible que hubiera hecho algo por la victoria de Apros, pero era completamente seguro que aquella victoria no la hacía feliz. Y hablaba de lo que todavía les guardaba el Señor. En otro lugar de la carta la reina Irene se refería a “aquel hombre galán, hermoso, dulce y valiente que no necesitaba, como Empédocles, arrojarse a las llamas del Etna para dejar vivo el recuerdo y el misterio de su desaparición. De aquel Roger que fue digno esposo tuyo, princesa María, a quien tú amaste tanto y a quien ahora no puedes menos de odiar a veces en el recuerdo. Conmigo no has querido confesarlo, pero sé que lo has confesado con otros”.

Le contaba también la desventura de los catalanes encerrados en una torre, que al verse perseguidos se arrojaban desde lo alto prefiriendo morir a verse otra vez prisioneros. Y la princesa se quedaba abstraída y se decía: “La locura de siempre. Necesitan mostrarse más fuertes que la vida y la muerte”.

Añadía la reina Irene una postdata: “Georges, el general alano, con un hueso roto en el hombro, no habla más que de marcharse a su tierra. Parece que es —dice él— por el amor a la paz de los hielos y las nieblas del Norte, aunque es más bien por el miedo a los cabres del Sur. Georges le ha visto la oreja al lobo y dice que tiene bastante. Todo son honores y homenajes para hacerle cambiar de opinión, pero siempre responde lo mismo: que desea que en el futuro las armas del Emperador tengan más fortuna ya que no es fácil que los soldados tengan más valor. Esto último yo no sé si lo dice en elogio o en escarnio. Porque cortesano lo es, el pobre, y sabe decir cosas buenas sin halagar y cosas malas sin herir”.

No era posible que Georges y sus tropas se pusieran en camino —decía la reina— hasta que hubiera recuperado alguna salud.

Oía Rocafort todo aquello sin comentarios y buscaba a Zoé porque —según dijo a la princesa— le llevaba una gargantilla de perlas que había encontrado en Apros.

Muntaner se quedaba con la princesa, quien hablaba de las victorias últimas como de algo natural y sin misterio. Ella decía que sabía algo importante y mostraba una carta de su madrina Olga: “Ayer salí a la orilla del bosque donde vive el antiguo Pan y donde una vez cada siete años hay un incendio que nadie ha provocado y los pájaros enloquecidos huyen y algunos —los pobres— tropiezan entre sí y caen. Caen muertos”. La carta de la madrina Olga seguía en esos términos. Muntaner tragaba saliva impaciente, y a veces ponía la mayor atención pensando qué clase de relación podría tener todo aquello con los sucesos de Apros, si tenían alguna. La carta de Olga decía al final que los turcopoles no pekarían nunca contra los catabnes. Ésta era la parte que la princesa consideraba substancial para Muntaner.

La princesa hizo una declaración inesperada y estupenda: En lo sucesivo iría con las tropas a todas partes y llevaría consigo a los tres galeotes viejos. También llevaría a tres de sus doncellas. Tenían que buscarle un caballo castrado o una yegua parida para ella y otras monturas adecuadas para su escolta.

No era capaz Muntaner de seguir asombrándose con la princesa María y encontraba todo aquello natural en un tiempo y en un país donde lo natural, es decir, lo que hacían los catalanes, resultaba increíble.

Sacó la princesa de un armario un pequeño trozo de madera que conservaba las aristas con huellas de haber tenido un día nácar incrustado.

—¿Te acuerdas —dijo— del hombre a quien colgasteis y no llegó a morir? ¿Recuerdas que la gente decía que tenía un trozo de la túnica de Jesús? Mentira. La reliquia que tenía era este trozo de madera de la cruz de Jesús.

Había visto Muntaner en su vida tantos trozos de madera de la cruz de Jesús, que si fueran a reunirse formarían una cruz —pensaba— trescientas veces más grande que la del Gólgota. Muntaner se lo dijo a la princesa y ella se quedó pensativa.

—Es natural —dijo por fin—. Es muy posible que la cruz del Gólgota crezca y siga creciendo. Digo, bueno, tú comprendes. Creciendo en la fe de la gente.

Concluía repitiendo que quería ir con el ejército y que para eso necesitaba una yegua parida.

—Si te dijera, Muntaner, que tengo aquí una carta de aquel hombre a quien colgasteis... Le escribí diciéndole que me enviara los comprobantes y testimonios que tuviera. Y mira lo que dice: “Me pedís que os explique primero cual es el camino por el cual la madera de la vera cruz llegó a mis manos. Bien, llegó y aquí la tengo. Me sucedió con los catalanes algo parecido (dentro de mi insignificancia) a lo que le sucedió a Jesús con Pilatos y Caifás. Cuando Roger me acusó de cobardía, las apariencias estaban todas en contra y me condenaban. No quise defenderme ni tratar de salvarme con las armas de las apariencias buenas contra las malas. Porque yo decía: ¿Qué se me da a mí de las apariencias? Pero todos se ponen de acuerdo contra el que se desentiende de las apariencias. Porque el hombre no tiene más que eso y el que se queda sin eso se queda sin nada. Era como si yo dijera: Soy justo y no necesito descender a explicarlo a los injustos y a los impuros. Es lo mismo que le pasaba a Jesús, y tal vez lo que él pensaba sin decirlo. Y a ése no lo salva nadie, sea Jesús o sea yo, su humilde siervo.

”Pero Dios no me abandonó a mí. Abandonó a Jesús, pero no a mí. Y en eso estoy pensando día y noche desde aquel día hasta este momento. ¿Por qué no me abandonó Dios y en cambio abandonó a Jesús?

”Yo estaba colgado y miraba a la gente y no podía decir Señor, ¿por qué me has abandonado? Porque no me abandonaba. Y estuve colgado y no morí. Y no he muerto todavía. Se lo escribí a vuestro poeta de cámara, Gayo Sorinópulos, por si acaso se le ocurre algo sobre esa materia. Podéis conservar el trozo de la vera cruz que a mí me salvó la vida. Ojalá os salve vuestra juventud y belleza, que valen más que cien vidas como la mía y aún más que todas las vidas del imperio”.

La princesa se quedó reflexionando. El hombre colgado de Culla se consideraba divino por la vanidad de su ejecución frustrada. Quería que lo “inmortalizara” Gayo. Entretanto, Muntaner decía:

—Ese hombre tiene algo del estilo de tu alteza.

—La culpa es de Gayo, que me imita a mí. El me imita a mí y todos imitan a Gayo. Menos mi tío Andrónico, que se pasa la vida diciendo que desprecia a los latinos, pero imitando a los latinos. ¿No es ridículo? Así son los Paleólogos. Sí, no me mires así. Yo no soy Paleóloga, sino Azán.

La princesa rogó a Muntaner que no dijera una sola palabra a la tropa sobre la maniobra de su madrina Olga con los turcopoles. Y añadió:

—Hay hombres hermosos que de pronto, vencidos y muertos, son como una imagen abyecta y repugnante, con las entrañas abiertas. A la victoria tampoco hay que verle las entrañas. No digas nada a Rocafort.

Pero ella sabía que se lo diría y quería que se lo dijera.

Prometió Muntaner que le buscaría un buen caballo tranquilo para que siguiera con las tropas los caminos de la violencia. Todavía Muntaner no acababa de comprender bien la compañía de los tres galeotes y además le molestaba perderla a ella, porque Muntaner no iría con las tropas, sino que se quedaría en Gallípoli al cuidado de la hacienda conquistada y de las mujeres y los niños de los combatientes, que valían más.

Por la noche los almogávares se reunían y tenían sus fiestas. La comida y el vino abundaban. Muntaner no racionaba más que la carne salada.

Algunas noches había música y baile. El patio de armas del castillo estaba lleno de soldados. Albero, ya curado de su brazo, y Caldés y Gisbert, hermano de Rocafort, con las heridas de su pierna cerradas, acudían allí e intervenían a veces en las canciones y hasta en las danzas.

Era mejor en las canciones, sin embargo, Binéfar, que parecía un oso del valle de Oza. Éste salía al centro y se ponía a cantar en el dialecto bárbaro de los montañeses de su tierra:

D’en ta os montes de Ainsa m 'en baché en la tetra plana por ver un amor que tengo que se menta Marichuana.

Ye una moza muy rolliza güellos negros, nariz chata tiene masjuerza que un giiey y mas ancas que una vaca.

Los otros comenzaban a dar palmadas a coro y a decir:

CORO

Marichuana está muy buena muy buena está Marichuana.

Binéfar continuaba:

En a pocha d'o gamboy l'hi bachato unas manzanas pa q 'ella veiga el amor que le tengo, Marichuana.

Juntaremos o bodoño e toda la patentada y as halajas que yo tiengo se las diré en dos palabras: tengo una sartén sin coda

y una olla desansata.

CORO

Marichuana está muy buena muy buena está Marichuana.

Animado por el coro, Binéfar alzaba la voz:

Os espedos para asar yo me los faré de bucho, tamiénfaré las cucharas e las rueca con o fuso pa filar en las vilatas.

Ya nos yaman a la iglesia nos dijón cuatro palabras me preguntó ño retor Lo dije siñor retor a pregunta yé escusata.

CORO

Marichuana está muy buena muy buena está Marichuana.

La canción seguía contando todo lo que pasaba en la iglesia, en el baile con gaita y finalmente en la alcoba de los novios. Esta última era la parte sensacional y realista. Algunos almogávares abrazaban a la mujer que tenían al lado y otros relinchaban como en las faunalias antiguas.