CAPÍTULO VI

DURANTE las navidades, los nobles de Cízico hicieron regalos a la princesa. Entre esos regalos figuraban tres vestidos hechos de piel curtida en las tenerías de Cízico. Eran de una piel adelgazada de tal forma que pesaban menos que si fueran de lino. Tenían tonos ligeramente distintos del amarillo fuego, igual que los tapices del palacio de Constantinopla. La princesa estimaba mucho aquellos vestidos, pero no se los ponía. La calidad no porosa de la piel curtida le daba calor.

Hubo regalos aquellas navidades para los niños del ejército y de eso se encargaron la princesa, su madre y una junta de señoras de Cízico.

Invitaron a la fiesta a los masagetas y acudieron algunos capitanes, a quienes en su ejército llamaban príncipes. La esposa de Roger decía con desdén que en la tierra de los alanos y más abajo, a la derecha de los Urales, todo el mundo que tenía dos cabras y un caballo era príncipe. Es decir, lo llamaban así.

Venían aquellos masagetas de una tierra que en invierno se secaba y helaba y crujía debajo de las botas. Una tierra con siete ciudades al lado del río Don, ciudades naturales nacidas del suelo, igual que nace el lentisco. Un cielo con nubes, el agua gris, las cúpulas de las iglesias muy bajas, algunas comenzando a la altura de la puerta misma, y la más alta en forma de bulbo brillando al aire por sus azulejos vidriados. El aire estaba tan limpio a pesar de las nubes, que a mucha distancia se podían ver aquellos azulejos.

En el paisaje había un espíritu fantasmal y congelado también en la mudez de las cosas. Aquella mudez daba ganas de llorar a las mujeres y de correr detrás de ellas a los hombres.

Cuando se vertía sangre (de lobos o de hombres), parecía sobre aquel suelo gris y bajo aquel cielo gris escandalosamente roja.

En la primavera, las cúpulas se veían azules bajo un cielo crepuscular color amatista. De aquella tierra venían los masagetas hartos de pescado y de kvas, con el filo de sus sables y sus cuchillos engrasados con manteca de cerdo, cantando.

Y algunos capitanes cantaban también en la fiesta del archimandrita.

Pasadas las pascuas de Navidad y el año nuevo y las fiestas de los Reyes Magos, el invierno comenzó a ceder. Era ya febrero y en el aire se sentía la brisa de los deshielos viniendo del Nordeste, que era de donde venían las humedades y los fríos. Ya no era el frío seco de Navidad, sino el aliento fecundante de la primavera que se acercaba. Del mar de Mármara llegaban fragancias de juncales y de algas.

Iba la naturaleza despertando y los soldados almogávares comenzaban a prepararse para la campaña. En cada esquina sonaba una fragua. Los yunques se respondían de un extremo a otro de la ciudad en la parte de extramuros, es decir entre las viviendas de los artesanos y las murallas que se cerraban al anochecer. Oyendo los yunques, Roger se sentía animado y solía decir a veces en voz baja a la reina Irene:

—Esas son mis campanas de la Pascua.

En aquellos días asistieron los príncipes al bautizo de un hijo de nobles de Cízico, en el que Roger y María fueron padrinos. Todo en aquella casa griega respiraba nobleza, sencillez, calor humano, amor y mutuos respetos. Roger, ante el niño, recordó para sí que no había tenido nunca un hogar. Desde pequeño se acostumbró a tener por techo las estrellas y por casa los mares o los campamentos. Y siempre al otro extremo de su barco, de su campamento o del horizonte de la tierra que cabalgaba, estaba la muerte, esperándole. Casi nunca había visto horizontes sin humo, lo mismo en la mar que en tierra. Ahora mismo, con cualquier pretexto, ardía algo en los alrededores de la ciudad. Después de la batalla de Artacio, por algunas semanas había habido en las murallas lejanas de la península olor de humo (de las hogueras en las que los soldados destruyeron las cosas del campamento árabe que no pudieron aprovechar). Y en la casa de aquellos nobles que bautizaban a su hijo, sustentados más por la tradición y los blasones que por los bienes de fortuna, sintió que el hogar podía ser la recompensa de la virtud. Y del heroísmo. Y de la inteligencia. Y ocasionalmente del crimen. Incluso la recompensa del crimen. La naturaleza no era sólo sabia, sino generosa.

“El hogar”, pensaba volviendo al palacio en su carroza, “es para los que lo merecen.” Y añadía: “Un palacio no es un hogar. Un palacio es una fortaleza con guardias en las entradas, vigilantes nocturnos en las escaleras y vigías en los torreones”. Un palacio no era un hogar. La princesa María buscaba tal vez aquel hogar a la sombra de su padre el kan.

Asistió también a la boda de un almogávar que se llamaba Juan de Benasque, quien se casó en circunstancias memorables. La novia era una mujer rica que había sido maltratada por varios soldados, quienes la violaron estando desmayada. Se trataba de una mujer de buenas costumbres y al darse cuenta, algún tiempo después, de que estaba encinta, hizo pregonar el caso con una mezcla de impudicia y de virtud declarando que se casaría con el padre de su hijo, cualquiera que fuera.

Ninguno de los posibles padres del infante se presentó, pero el montañés Benasque pidió permiso para darse de baja en el ejército y se presentó a aquella mujer, que se llamaba Vera, diciendo que él había sido el culpable. Entonces Vera le dijo que se casaría con él aquella misma semana. Benasque era hombre que se acercaba ya a los cincuenta años.

Antes de la boda, Juan de Benasque le dijo la verdad. No era el padre, pero, compadecido de ella y habiéndola visto dos veces en la calle, la encontró hermosa y acudió a ofrecerle matrimonio. Vera lo aceptó, se casaron y fueron un buen matrimonio.

Pensando en todas aquellas cosas Roger se hacía preguntas que nunca se había hecho antes. Llamó un día a Pedro Bizcarra —su ayuda de cámara— y le preguntó:

—¿Dónde vivías tú en España? Eras hijo de artesanos, ¿verdad?

—Sí, en Barcelona. No tuve la vida tranquila. Desde niño siempre anduve con sangre en las manos. Sangre de los otros o mía. La vida es la vida y para mí la gente se divide en faldas (incluidos los curas) y guerreros. Claro es que hay otros hombres con calzones que no son guerreros, pero ésos son esclavos.

Roger afirmaba: “Esclavos, curas y guerreros”. Era verdad. No había otra gente. Bien. Estaban los escribanos, hombres de poco más o menos, los comerciantes, y todavía los inválidos, lisiados, enfermos, ciegos. La idea de ir al hogar de la princesa María y comenzar a engordar como un capón para pascuas no era muy sugestiva. Habría otras cosas que hacer en Bulgaria, claro. Pero no quería sino pensar en las semanas que faltaban para salir otra vez a la campaña. Se había propuesto hacerlo en la primera decena de abril y era ya marzo.

Todos hablaban de eso, hasta las doncellas Pelagia y Alejandra. La primera, con curiosidad y alegría.

Un día decidió Roger con la princesa María y su madre que debía ir a Constantinopla a ver al Emperador y tratar con él de los planes de la campaña. Quería también obtener el dinero de las pagas de verano para la tropa.

Roger solía salir al amanecer y daba un paseo a caballo. Un día lo acompañó Muntaner y le dijo entre dos bostezos que la mayor parte de las pagas del verano las tenían ya gastadas los soldados en anticipos y créditos y que Fruela del Pueyo, segundón de casa noble y gran espadachín, llevaba los libros de cuentas con los nombres y las cantidades que cada cual adeudaba.

Unos habían perdido el dinero a las cartas. Otros lo habían gastado en francachelas y lujos. Todos estaban empeñados.

—¿Pues a dónde ha ido el dinero?

—A los comerciantes y a las mujerzuelas judías.

Muntaner cambió de tema. Quería mando de tropas. Insistió en que los hombres de letras, como él, hacían todas las cosas un poco mejor que los demás, incluso la guerra. Roger siempre había creído que Muntaner era en la guerra una nulidad, pero precisamente por su falta de sentido táctico hacía a veces cosas inesperadas y chocantes que podían desconcertar al enemigo, como un mal jugador de cartas desconcierta y confunde a los que juegan bien.

Y Muntaner era valiente. No por desprecio de la vida sino por una especie de sentido lírico de la vida (y por amor de la muerte gloriosa o, al menos, de la muerte violenta y súbita). Cuando algún soldado andaba remolón en una empresa arriesgada, Muntaner lo miraba con un humor sardónico y le decía:

—Anda y no temas, que no morirás de cornada de asno.

Pero también en su sarcasmo había un acento de amistad sobrentendido y el aludido no se ofendía. Todo el mundo respetaba a Roger. Todo el mundo obedecía a Roger. Pero todo el mundo quería a Muntaner.

Sus discursos a las tropas, si llegaba el caso, eran cortos, a veces humorísticos, y siempre conseguían su propósito mejor que las frases ampulosas de los otros. Muntaner había leído a Julio Cesar y, como él, desde la primera palabra iba al corazón del problema. También como César era jovial o taciturno, dulce o amenazador, amistoso o terrible cuando quería, sin comprometer la claridad de su juicio. Muntaner le reconocía a Roger su talento militar. Y solía decir de sí mismo: “Yo, no es que sea mal guerrero, sino que no concibo la ofensiva. Sólo entiendo la guerra como respuesta a un ataque injusto. Si alguien me ataca, yo sé devolver golpe por golpe y, además, dar una lección dura. Lo que no puedo es tomar la iniciativa de la agresión. ¿Para qué? Nunca se me ha ocurrido que sea necesario matar a nadie. Y no he visto hacer otra cosa en mi vida”.

Si hubiera dependido de Muntaner, habría inundado el campo turco de hermosos escritos en árabe demostrándoles la belleza del cristianismo y la conveniencia de vivir todos en paz.

Su amor por la muerte prestigiosa del campo de batalla era un amor de poeta. Sólo el soldado muere bien —decía—. Los demás se mueren de asco. O de risa. O de aburrimiento.

Entre los que se morían de risa estaban todos los príncipes de todas las cortes, incluidos los de Constantinopla. Roger afirmaba: “Sobre todo, los de Constantinopla”. Y refería el origen de las condecoraciones de Miguel, según la versión grotesca de la reina Irene.

Decía Muntaner:

—Déjame a mí un día el mando en una acción difícil y verás maravillas.

Lo miraba Roger perplejo y asustado. Dejarle el mando de todo el ejército habría sido catastrófico. Pero le prometía una capitanía con la condición de que supiera guardarse de riesgos inútiles. ¿Qué iba a ser del ejército sin Muntaner, su administrador, su cronista, su letrado?

Roger, la princesa María y la reina Irene fueron a Constantinopla en cuatro naves de la armada. Una, la capitana, cómodamente dispuesta, y las otras de escolta y protección.

Por el camino, el almirante Fernando de Aonés fue dándoles noticias de su invernada en la isla de Xío.

Al llegar a Constantinopla, las dos mujeres y Roger se dirigieron al palacio en una carroza con escolta que les esperaba en el puerto.

Aonés se quedó a vivir a bordo, como de costumbre.

Vivían Roger y la princesa María en las habitaciones que habían ocupado antes y que estaban embellecidas por una tapicería nueva con las armas de Roger sobre el fondo dorado de las cortinas y los muebles.

Acariciaba la princesa a los titís que le había acercado un enano de su servidumbre, vestido de sedas como un bufón. Los monitos le devolvían las caricias mordisqueando su mano.

Luego la princesa llamaba a Zoé y le preguntaba si quería ir con ella al campo en la invernada siguiente. Zoé sonreía, halagada.

El Emperador parecía más alto y más pálido y daba la bienvenida a Roger con su voz engolada y su expresión un poco rígida. Comprendió enseguida Roger que durante el invierno se había hablado mucho de él en el secreto de la corte y que el Emperador estaba preocupado por la amistad de la reina Irene con él, en Cízico, porque aludió a “la suegra”, a la “eterna suegra”, y con su sonrisa y su gentileza trató de encubrir algo que le contrariaba. Por lo demás, era Andrónico el mismo de siempre, dueño de sí y tan superior a su propia cortesía augusta que a veces confundía a sus interlocutores. “Hay en él realeza y casta”, pensaba Roger viéndolo hablar.

Le mostró Andrónico las banderas tomadas en Artacio, que antes de ser llevadas a la catedral de Santa Sofía lucían sus colores vivos en el testero de un corredor, junto al salón del trono. Luego le pidió informes sobre la conducta del ejército en Cízico. Esto puso a Roger en guardia.

“Le han ido con acusaciones”, pensó. ¿Quién podía ser? Una parte de las acusaciones a las que aludió el Emperador estaban justificadas. El ejército había caído en excesos, pero la proporción de los delitos había sido de poca monta y no merecía que le hubieran sido comunicados al Emperador. Esto es lo que le dijo Roger. El Emperador advirtió:

—Yo no siempre creo a mi hermana, usted sabe.

Roger se quedó un momento confuso. Esperaba que el Emperador dijera más, pero Andrónico pasó a hablar de otras cosas sin que se enturbiara su voz afable ni su mirada amistosa. Accedió a todos los deseos de Roger, ordenó al tesoro que pagara las cantidades que pedía sin discutirlas, y al hablar de las operaciones militares fueron los dos al cuarto de los mapas y estuvieron discutiendo sobre ellos.

El Emperador dejó a Roger la última palabra.

Después de la visita al Emperador, Roger quiso ir a ver al príncipe Miguel, pero en su palacio le dijeron que estaba fuera de la corte. Roger, un poco extrañado, volvió a sus aposentos y se dolió con la princesa María.

—Está en Constantinopla —dijo ella—, pero no quiere recibirte. Tiene los ojos amarillos y le tiembla la mano izquierda.

—¿De qué? —preguntó él sonriendo.

—De rabia.

Roger fue a ver a la reina Irene, quien confirmó el rencor de Miguel. Por un momento Roger tuvo la sospecha de que todo el mundo se equivocaba con el príncipe. “Tengo que verlo yo”, se dijo. La reina estuvo hablándole mal de Andrónico. Lo ponía en guardia contra sus cambios posibles de humor y le decía que él y su hijo se lamentaban de lo caro que les costaba sostener el ejército de los catalanes. Roger pensó: “A su augusto hermano le habla mal de mí”. No tenía duda de la mala fe de su suegra, pero no podía comprender qué era lo que con todo aquello se proponía. Cuando se lo dijo a su mujer, la princesa María estuvo un momento reflexionando y por fin dijo:

—Mi madre sólo atiende aquí a los intereses de mi padre, el kan. No niego que le gustaría crearle alguna dificultad al Emperador. Pero a ti te quiere, Roger. Contra ti no hará nada.

Sí, también lo creía él, pero en la reina Irene había demasiadas complejidades de carácter. De momento, nada de aquello tenía, sin embargo, verdadera importancia. Pensaba Roger que lo mejor que podía hacer era volverse a Cízico y prepararse para la campaña.

La princesa María quería ir con él, pero Roger prefería dejarla en Constantinopla libre de cuidados y de riesgos, ya que nunca se sabe lo que va a suceder en la guerra. Pensaba Roger: “El mundo de las mujeres y el nuestro son completamente distintos y contrarios, incluso cuando estamos enamorados. Sobre todo, cuando estamos enamorados”.

Antes de salir de Constantinopla con el dinero y los buenos auspicios del Emperador, fue a visitar al archimandrita Alejo, que estaba enfermo y se lo había suplicado. El sacerdote le hizo mil recomendaciones. Las ciudades de la provincia de Filadelfia eran muy devotas. Abundaban en ellas santuarios, templos antiguos y reliquias de la primitiva cristiandad. Debía respetar todo aquello.

Llevando Roger la conversación a otro terreno, le preguntó qué opiniones había oído del príncipe Miguel sobre la campaña. El archimandrita, sabiéndose de pronto dentro de una intriga, se hizo valer:

—El príncipe Miguel confía en su pobre Patriarca Alejo y no puedo repetir sus palabras. Las confidencias que se me hacen en la casa de Bizancio lo son bajo secreto de confesión —y añadió magnánimo—: El príncipe Miguel piensa bien de usted.

Roger se sintió vejado:

—Las opiniones del príncipe Miguel sobre mí me tienen sin cuidado. Si él tiene las suyas, yo tengo las mías. Me refería a sus opiniones sobre la campaña.

Se levantó y, sin esperar la respuesta, se marchó, golpeando la puerta. Aquella misma noche el archimandrita, restablecido súbitamente de su enfermedad, acudió al palacio a desagraviar a Roger. Pero éste, aprovechando la ocasión para ver cómo respiraba la reina Irene, se negó a recibirlo y le rogó a su suegra que lo hiciera.

—¿Qué cuenta este santo varón? —preguntó la reina al verlo entrar.

—Poca cosa, señora.

—Es verdad. Muy poca, al menos a mi yerno el megaduque. Pero yo soy la reina Irene. Usted sabe que su nombramiento fue cosa mía y usted es agradecido.

—Señora...

—Como hay siempre otros candidatos al patriarcado calentándole los oídos a mi hermano, el solio se queda vacío con frecuencia. A mí me han hablado de traer aquí al archimandrita de Santa Pelagia. Es un hombre capaz de confiar en mí. Y en mi yerno.

El Patriarca, con las manos juntas y la cabeza inclinada comenzó a decir que el príncipe Miguel estaba descontento, porque Roger había creado impuestos nuevos en su feudo y maltratado a algunos notables, amigos suyos. También porque había permitido que los soldados robaran y asesinaran. La prueba mejor de todo aquello estaba en la marchada de Jiménez de Arenós, único hombre de sangre real de los ejércitos expedicionarios. La reina sonreía. ¿De dónde había sacado que fuera de sangre real? El Patriarca estaba repitiendo ante la reina exactamente lo que ella había dicho por carta al príncipe Miguel, desde Cízico. Menos lo de la sangre real. Lo que había dicho ella era que Arenós, por su conducta y por sus nobles reacciones ante lo que estaba sucediendo, merecía ser de sangre real. En aquello, el Patriarca exageraba. Como Arenós había desertado de las banderas de Roger, tenía que ser de sangre real. No había duda de que Miguel estaba tomando demasiado por la tremenda todo aquello. “Así es él”, pensaba, “no sabe tomar las cosas por el lado conciliatorio.”

—El capitán Arenós —dijo ella con la calma que sabía adoptar cuando trataba de cuestiones que la apasionaban— salió de Bizancio de acuerdo con Roger y conmigo por razones que sólo le importan al Emperador y a mí. Estoy viendo que usted pone en peligro su mitra y tenga la seguridad de que si la pierde, no será Miguel quien se la devuelva.

El Patriarca se arrodilló, afligido. Era hombre de extremos, como Miguel. “Tal vez”, pensó la reina Irene, “bebe tanto como mi sobrino, aunque no le tiembla la mano todavía.” El Patriarca decía:

—Señora, el príncipe Miguel no es amigo del megaduque Roger. Estoy lleno de razones para saber que no es amigo tampoco de vuestra majestad. El príncipe está nervioso porque la nobleza habla en voz baja a costa del príncipe y se ríe.

La reina Irene salió del cuarto dejando al religioso todavía arrodillado y sin mandarle que se pusiera de pie. Fue la princesa María quien apareció de pronto y le rogó que disculpara a su madre.

—Dios os bendiga, hija mía —dijo el Patriarca levantándose, conmovido y haciendo en el aire la señal de la cruz.

La princesa se quedó unos instantes con él y hablaron de cosas indiferentes.

El mismo día salió Roger para Cízico dejando a su esposa y a su suegra en Constantinopla. Si aquellas dos mujeres creían en él y creía también el Emperador, tenía mayoría en la familia imperial.

La decisión última en toda aquella serie de pequeñas contrariedades fue que debía ignorarlas. Había otras cosas más importantes que hacer.

Volvía Roger en la misma galera capitana en la que había ido. Aonés, feliz de verlo de nuevo, animó la travesía con toda clase de amenidades, incluso música de Castilla que tres esclavos tocaron en una viola, un laúd y una chirimía. Otro cantó con una voz excelente. Descendió Roger una vez al segundo puente y vio la primera fila de galeotes, remando. El primero de los remadores tenía gestos diferentes de los otros, es decir maneras de mirar, de limpiarse el sudor y de sonreír, diferentes. Cuando Aonés le dijo que era sordomudo, Roger recordó que los sordomudos tenían una especial exactitud de movimientos.

Aonés era muy amigo de Roger y bromeaban y bebían.

Al llegar a Cízico vio que todo se animaba y que la primavera mostraba en los hombres, como en los árboles y las plantas, su influjo vivificador.

Al saber los soldados que se aproximaba la salida al campo fue formándose de nuevo la atmósfera habitual. Algunos jóvenes solteros se habían casado con mujeres de Cízico, quienes por ese hecho pasaban a pertenecer a la comunidad militar. En general, les parecía a las mujeres un signo de distinción, aunque sólo aceptaban esa “distinción” las de tendencias aventureras y un poco desvergonzadas.

En aquellos días se murió un griego importante a quien llamaban Gregoras, soltero y ya viejo, que tenía esclavos turcos muy jóvenes, circunstancia que entre los griegos resultaba sospechosa de malas costumbres. Pero todo el mundo hacía extremos de aflicción.

Dos almogávares de Aineto y un catalán de Roxas fueron al velatorio por curiosidad. Entraron al oír música, porque las puertas estaban abiertas como si se tratara de un lugar público. Al entrar les dieron un vaso de vino. “Esto comienza bien”, pensaron. Fueron pasando al cuarto donde estaba el cadáver. Había allí cuatro plañideras con el cabello suelto, que se turnaban en los lamentos y en los elogios del difunto. A veces se callaban y entonces había un silencio enorme.

De vez en cuando entraba un griego medio borracho. Suspiraba, se acercaba al muerto, le ponía la mano en la cabeza y, mirando al techo, musitaba una oración. Al retirarse, la expresión del muerto había cambiado. Tenía el pobre —que debía ser enteramente calvo— una peluca artificial y cada vez que alguien le ponía la mano encima para bendecirlo, la posición de la peluca cambiaba, lo que daba una expresión nueva al rostro. En Cízico era una costumbre poner la mano en la cabeza del difunto mientras se hacían sus elogios, o simplemente se suspiraba mirando al techo o rezando una breve oración.

Cuando la posición de la peluca era demasiado irregular, llegaba otro griego un poco menos borracho y después de hacer grandes elogios del muerto y suspirar tres veces le arreglaba la peluca disimuladamente, pero el que llegaba después volvía a desnivelarla sin darse cuenta.

El catalán de Roxas miraba aquello y decía a su compañero:

—Fíjate, fíjate que jeta tiene ahora el pobrecito difunto.

Uno de los almogávares buscaba otro trago de vino en el cuarto de al lado. Cuando lo encontró fue a avisar del hallazgo a sus amigos y fueron los tres. Una voz de mujer muy rara y agria cantaba:

La vida es un tránsito, Gregoras, dulce Gregoras el de los siete esclavos, ahora te acercas a la otra orilla donde las canéforas te esperan con flores negras y doradas.

Al pasar frente a la puerta, los catalanes vieron que el pobre Gregoras tenía la peluca caída sobre la ceja, lo que le daba un aire bastante pícaro.

Salieron relamiéndose.

—Estos vinos griegos son demasiado dulces —dijo el de Roxas.

Pero en la calle había fiesta. Allí mismo, frente a la casa de Gregoras, una mujer cantaba una canción que decía: “Pobre Zenobia Gemistos, pobre Zenobia que se volvió hombre sin saber cómo y que tuvo que descasarse y volverse a casar con una mujer. Pobre Zenobia que se volvió hombre porque cuando andaba daba los pasos demasiado largos. Pobre Zenobia que daba pasos demasiado largos y que saltaba charcos en el otoño y se volvió hombre”. Y la canción acababa dando consejos a las jovencitas. “No vadeéis el río dando grandes zancadas atrevidas. No saltéis charcos y esperad que llegue un hombre y os pase en sus brazos. Aunque el hombre os haga cosquillas.”

El catalán pensaba: “La alegría es la alegría”. La muerte no era gran cosa y todos los hombres de su ejército le habían visto la cara muchas veces, pero un poco de seriedad frente a la casa de Gregoras le habría parecido bien.

Luego supo que aquellos bailes y aquellas canciones eran precisamente por el muerto, quien había dejado en su testamento dinero para pagar el vino y los cantadores.

La mujer que cantaba bailaba también, con un panderito lleno de sonajas. Giraba despacio sobre sus pies marcando el ritmo con el pandero, y decía algo de un tal Procopio que le tiró una piedra a un perro y le dio a su suegra por equivocación y la mató. La canción decía que había tenido suerte Procopio porque el perro sólo ladraba por la noche, pero la suegra ladraba día y noche sin que nadie pudiera evitarlo.

Los almogávares reían. Y marcharon a sus cuarteles despacio hablando de la peluca del muerto.

La fecha de la partida se acercaba, pero hubo uno de aquellos desgraciados azares que tanto inquietaban en el pasado al capitán Arenos. Comenzó con una ocurrencia trivial. Dos masagetas estaban en un molino de las afueras de la ciudad esperando que les molieran dos sacos de trigo cuando llegaron varios almogávares. Uno de ellos trató con descompostura a una mujer que estaba atendiendo a la molienda. Las molineras tienen fama en Castilla de ser mujeres fáciles y de pocos escrúpulos. Salieron en defensa de la mujer los alanos y comenzaron a decir que los almogávares se creían dueños del mundo y que debían tener cuidado porque ellos, los alanos, no iban a tolerar sus bajezas y arrogancias. Otro de los alanos, que parecía muy ocupado con los sacos de harina, alzó de pronto la cabeza:

—Éstos no nos conocen. Éstos no han estado en los valles del Cáucaso. Estos latinos se atreven porque confían en su amo Roger, que todo les pasa, pero bien podría ser que hiciéramos con Roger lo que hicimos con el Gran Doméstico.

Rieron los alanos con mofa y los otros callaron como si esperaran alguna clase de violencia de los almogávares. Pero éstos no sabían qué pensar:

—¿Qué Gran Doméstico? —preguntó uno.

—Lajos Raúl.

—¿Y qué le pasó?

—En una fiesta militar recibió un flechazo por la espalda y adivina quién te dio. Media hora después estaba de cuerpo presente y le cantaban el gori-gori, como ayer a Gregoras.

Callaron los almogávares impresionados por aquellas palabras que parecían revelar un estado de opinión entre los alanos. ¿Quién iba a pensarlo habiendo visto a su jefe, el general Georges, al lado de Roger afectuoso, amable y servicial?

Fueron los almogávares al juez Lierta y le contaron el caso. Lierta lo comunicó a Roger y éste dijo a los capitanes que aquella misma noche debían hacer un escarmiento en el campo de los alanos.

Así se hizo y en menos de una hora murieron doscientos alanos sin una sola baja en los almogávares, que iban bien acorazados. Como peleaban en la oscuridad, no reconocieron a Alejo, el hijo del general Georges, y lo mataron también. Al darse cuenta de la muerte del muchacho, la pelea cesó y los almogávares se retiraron.

Había muchos muertos y entre ellos el hijo de Georges. Al saberlo, Roger mandó llamar al jefe alano al palacio y le ofreció excusas e hizo todo género de lamentaciones. Georges clamaba al cielo y aunque no culpaba a Roger sino a los capitanes almogávares, juraba que había de hacer justicia. Roger cometió una imprudencia: ofreció dinero a Georges, quien se apresuró a rechazarlo y dijo que se extrañaba que entre los latinos se pudiera poner precio a la vida de un hijo. Entonces Roger, exasperado y no queriendo mostrarlo, llamó a Muntaner y dejó en sus manos el asunto.

Muntaner se dedicó a hablar mal de los almogávares, que era lo único que podía hacer en aquel momento. Se hacía entender muy bien Muntaner de los alanos y de los griegos. Al mismo tiempo, y mientras hablaba de los almogávares, estaba Muntaner pensando que los alanos eran masagetas, es decir —así los llamaban en Bizancio—, comedores de jalea de peces. Y Muntaner no podía evitar, mientras hablaba, cierto desdén que al mismo tiempo consideraba injusto. Georges se daba cuenta. Los alanos parecían brutales y estúpidos, pero se daban cuenta de todo.

Se decía Muntaner a sí mismo: “Alejo, el hijo del jefe de los alanos, era un jovenzuelo presuntuoso, con granos en la cara y una petulancia intolerable de adolescente”. Probablemente su padre le odiaba. Un día su padre le pegó con el asta de la lanza porque se había puesto a orinar en el campo, cerca de él, aunque de espaldas. Y a veces lo insultaba en ruso. Pero habiendo matado al jovenzuelo, el padre quería sacar todo el partido posible de su muerte.

Muntaner acompañó a Georges a su casa y lo dejó en la puerta sin querer entrar porque dentro había varios oficiales alanos y él iba desarmado.

Al día siguiente, al amanecer, sin permiso de Georges, los alanos buscaron a los almogávares y éstos, que estaban prevenidos, destacaron dos compañías dispuestas a pelear. Poco después el número de los alanos muertos pasaba de trescientos, contando los de la noche anterior. Roger, aparentemente indignado, intervino para calmar los ánimos después de dar lugar a que los alanos llevaran por segunda vez su castigo. Sobre los cuerpos de los muertos, los alanos se dejaron convencer porque temían ser exterminados hasta el último. Roger daba a entender que todo se había hecho sin su consentimiento.

Convocó a los capitanes alanos e insistió en la necesidad de evitar los choques entre los ejércitos de las tres naciones diferentes. Parecía decirles: “Ustedes ven lo que han traído las palabras de aquellos alanos en el molino. Ustedes ven que una amenaza de muerte contra mí íes cuesta a ustedes la vida de trescientos hombres, incluido el hijo de su general”. Hablaba Roger con el peto puesto y la celada en la mano.

Los capitanes alanos, que iban armados también, no sabían si debían darle las gracias o insultarlo y reanudar la lucha.

Decidieron retirarse del ejército de Roger y así lo declararon, haciendo causa común con Georges. Pero como en esos casos siempre hay discrepancia de pareceres, habiendo dicho algunos catalanes que los que se retiraban encontraban un buen pretexto para evitar las dificultades de la guerra, los alanos vacilaron y algunos, en número aproximado de mil, volvieron a las filas de Roger. El prestigio guerrero de los almogávares y la promesa de botín los deslumbraban.

Al oscurecer de aquel día Muntaner y Lierta fueron al lugar de la refriega. Al dar la vuelta a una casa que parecía abandonada aparecieron ocho o diez cerdos negros hozando y gruñendo. Eran como los cerdos de Circe, y Muntaner había confesado que al principio tuvo la supersticiosa impresión de que en cada uno de ellos podría haberse alojado el alma de uno de los alanos muertos.

Se encogió de hombros Lierta y dijo:

—No vivirán mucho estos animales. Cualquiera que sea el alma que los habita, sus cuerpos estarán pronto limpios, descuartizados, colgados y soltando su grasa sobre las brasas.

Los cerdos de Circe. ¿Y quién sería Circe? ¿Había una Circe entre ellos? No lo creía. Los hombres hacían tales cosas, tan objecionables, tremendas y sangrientas que no hacía falta ninguna Circe para embrujarlos. Todos parecían embrujados hacía tiempo.

Algunos de aquellos animales debían haber comido carne humana porque había todavía cuerpos sin enterrar en las inmediaciones.

Georges y sus capitanes se apartaron y se fueron a Constantinopla. Roger podía haber impedido el viaje, pero no quiso hacer uso de su autoridad y, volviendo a dar explicaciones y pésames por lo sucedido, dejó a los alanos marcharse.

Con todos estos sucesos, el comienzo de las operaciones fue aplazado por un mes. A primeros de mayo salió el ejército formado por seis mil catalanes y aragoneses, mil alanos y algunas compañías de romeos (bizantinos) que no llegarían a dos mil. Estos últimos al mando del comandante Marulli. También iba Nastogo como observador de Andrónico.

Dos días después llegaron a Germe, fortaleza ocupada por los turcos, quienes al saber que los catalanes se acercaban abandonaron la plaza y se retiraron. Pero la vanguardia de Roger alcanzó la retaguardia turca en la que hicieron grandes destrozos. Los demás se salvaron huyendo.

El mismo día llegaron a San Narsio, ciudad fuerte ocupada por los romeos, quienes abrieron las puertas y recibieron a los catalanes en triunfo. De esta ciudad dependía la guarnición de Germe. Roger hizo reunir a los comandantes romeos de la ciudad, el jefe de los cuales era Sausi Crisanislao, famoso capitán de Bulgaria que había sido hecho prisionero años atrás por las tropas de Andrónico y puesto después en libertad e incorporado al ejército griego. Roger hizo que le explicaran las razones por las cuales habían perdido el castillo de Germe. El comandante Crisanislao comenzó a darlas no de buena gana. Era un hombre sanguíneo, recio de complexión, alborotado y poco paciente. En cuanto lo vio, Roger pensó: “Es del género de los voceras, es decir de los que hacen más uso de la lengua que de las armas”. Terminada la relación de Crisanislao, que tuvo algunos rasgos impertinentes como si dudara de la autoridad con la que Roger le pedía explicaciones, éste quiso saber por qué razón, habiendo pasado la guarnición turca en fuga a tiro de ballesta de las murallas de San Narsio, los romeos de la ciudad no habían salido a hostilizarlos aunque sólo fuera para entretenerlos y dar lugar a que llegara el ejército de Roger.

Fuera de sí, Crisanislao se alzó, insultó a Roger y a todos los catalanes y se volvió de espaldas requiriendo el tahalí que estaba con su espada colgado del muro. Roger, antes de que Crisanislao pudiera defenderse, le dio una cuchillada en el brazo derecho. Luego hizo una seña a Pedro Bizcarra, que estaba a su lado, y éste salió del cuarto. Entretanto, los capitanes de Roger habían rodeado e inmovilizado a los de Crisanislao.

Declaró Roger que por negligencia en la defensa del castillo de Germe y por no haber atacado a los turcos cuando pasaban huyendo, condenaba a muerte a Crisanislao y a sus capitanes más directamente responsables. Estos fueron ahorcados de las torres de las murallas hacia adentro de la ciudad, de modo que fueran ejemplo memorable de cobardía, pero cuando fueron a colgar a Crisanislao, los capitanes bizantinos y entre ellos el mismo Marulli intervinieron diciendo que el Emperador tomaría a mal aquella medida ya que Crisanislao había sido hecho prisionero por el padre de Andrónico, el viejo Emperador Miguel, y era uno de los soldados favoritos de la corte.

Tanto dijeron a Roger, que si no lo convencieron por lo menos le hicieron aplazar la ejecución. Fue Muntaner al fin quien lo persuadió de que no debía crear nuevas fricciones y rozamientos después de lo sucedido con los alanos en Cízico.

La provincia donde se hallaban era Frigia, una parte de la cual estaba en manos de las tropas de Karman. Los soldados catalanes se asombraban viendo que la gente del país en lugar de gorras o sombreros usaba una toca muy parecida al barret de los payeses de Cataluña.

Camino de Filadelfia se detuvieron una noche en Galiana, donde les salieron al paso mensajeros de varios lugares de Frigia pidiendo a Roger socorro contra los turcos. Roger les prometió ayuda y les dijo que entretanto sostuvieran su buen ánimo y esperanza.

Al día siguiente reanudaron la marcha hacia Filadelfia, que era el objetivo más importante de la campaña. Pensaban llegar a la vista de la ciudad en el día. Y el jefe turco Karman, al saberlo, levantó el sitio con la mayor parte de sus tropas dejando guarnecidas sólo algunas torres y reparos. Salió bravamente al encuentro de Roger deseando vengar la derrota del año anterior. Quería Karman también evitar la batalla en las inmediaciones de la ciudad porque temía que las tropas romeas hicieran salidas y molestaran su retaguardia.

Las tropas de Roger pudieron llegar, sin embargo, a dos millas de distancia de Filadelfia. En la madrugada del día siguiente vieron el ejército turco formado por ocho mil caballos y doce mil infantes. La infantería doblaba la de Roger y la caballería era cuatro veces más fuerte.

Se veía el ejército de Karman deseoso de pelear, valiente y provocativo. Pero era inferior al catalán en disciplina, en orden militar y en armas ofensivas y defensivas. Los historiadores han dicho después que sólo había igualdad en el ánimo y en el deseo de combatir.

Como siempre que estaban cerca de un ejército turco, el aire olía a cuero sin curtir. Era un olor denso; fuerte, parecido al de los establos donde hay juntos caballos y vacas. Roger pensaba que había sentido un olor parecido —aunque más tenue— en los aposentos de la princesa en Constantinopla la noche en que estuvieron viendo de cerca los retratos del enorme álbum de cuero. Aquel olor iba identificándose con la sensación del riesgo y también con el presentimiento de la victoria.