CAPÍTULO IV

EL EMPERADOR convocó a los capitanes, y media hora antes de la señalada para la reunión, el duque de Nastogo y Roger estaban en un extremo de la sala, charlando amistosamente. Nastogo le contaba su entrevista con Karman, cuando fue encargado por el Emperador de afrontar la peliaguda cuestión del duelo. Roger le preguntó qué clase de persona era Karman, y el viejo duque hizo un breve silencio para dar énfasis a su respuesta y dijo por fin:

—Karman es el Anticristo.

—Yo creía que el Anticristo era el Papa —dijo Roger.

Repetía Nastogo las palabras de Karman: “Andrónico es el hijo del usurpador, y si no acepta el duelo es porque sabe que su Imperio depende del juicio del destino y tiene miedo a ofrecer una oportunidad a Dios”. Nastogo añadía:

—Ese Karman es un fanático —luego agregaba modestamente que él no había sido sino un instrumento de la historia en aquella entrevista.

Cuando estaba en lo mejor de su confidencia, llegó el Emperador, quien adivinó lo que hablaban y dijo:

—Nastogo, ¿no te das cuenta de que esa entrevista con Karman nos envilece a todos?

—Señor... —dijo el duque inclinándose profundamente.

Disimulaba el Emperador las ganas de reír.

—No eres —le dijo— tan inocente y lerdo como pareces. Sabes muy bien cuidar tus intereses. Eres astuto y granuja para lo que te interesa. Llevas tus feudos con habilidad y energía. Sólo te falta talento y fuerzas para mi servicio, es decir, para servir al Imperio.

—Señor... —repetía inclinado, aún.

El Emperador le recordó que no gustaba de ser llamado señor porque, según la tradición griega, ese tratamiento no se debe dar más que a Dios. Desde que estaba Roger en la corte, esa costumbre se generalizaba.

Alguien anunció que los soldados catalanes habían llegado, y los hicieron pasar a la sala. Eran la mayor parte de los capitanes y alféreces. También los administradores y jefes de servicios auxiliares.

El Emperador les dijo que había llegado el momento de que su valor se empleara en las fronteras del Asia, amparando sus “miserables pueblos cristianos oprimidos o amenazados de los turcos”.

Al lado del Emperador estaba el duque de Nastogo, quien en la disposición de su barba y su cabello parecía un francés o un español. Se limitaba a afirmar con solemnidad cada vez que el Emperador decía algo. Al otro lado del Emperador estaba Roger, un poco más suave y dulce de expresión por la molicie de la luna de miel. Y a su lado, Teodoro Chuno, jefe de la policía privada del Rey. Roger solía pensar, viéndolo pequeño, evasivo y color de oliva: “Ese es el verderón del que hablaba María. Uno de ésos por quienes ella siente, según dice, desprecio y gratitud”.

El vestido de Roger consistía en una túnica griega que cubría su traje de soldado. A su lado, Teodoro Chuno tenía cara de hurón. Aunque no se le veían los ojos, podrían ser rojos o, al menos, de un rosa fluido como los de ese sanguinario animal. Nadie tenía simpatía por él en la corte.

Entre los capitanes había dos Ramones ilustres: Ramón Marquet, ciudadano de Barcelona, y Ramón de Copons, los dos de solar conocido. El segundo parecía en ocasiones irascible y cuando apretaba los dientes y decía: Voto a Copons... era mejor dejarlo consumirse en su iracundia y no replicarle hasta que pasara el nublado, sobre todo si llevaba algún arma al cinto. Algunos soldados habían aprendido de él ese juramento, pero evitaban lanzarlo si podía oírles Copons. Éste, en broma pero con el ceño maligno, les había dicho:

—Cuidado, ¿eh?, no hay que usar el nombre de Copons en vano.

También estaban Guillén de Sisear y Juan Pérez de Caldés, que andaban siempre juntos y no se llamaban por su nombre sino por el de sus pueblos natales. A su lado, Fernando Gori, aragonés bromista y un poco payaso, y Jimeno de Alberto, también aragonés de la montaña. Este era mustio y siniestro. Tal vez iban juntos porque eran tan opuestos. En el mismo grupo se veía al adalid Pero López, castellano viejo, y a otros muchos caballeros, algunos con la gorra puesta.

Todos estaban de pie, menos el Rey, que ocupaba un trono de alabastro en un estrado. Y el Rey hablaba. Hacía elogios de los catalanes y les animaba a emplearse dignamente en su empresa.

Guillén de Tous, grande y destartalado, se impacientaba hasta que un traductor vertía al castellano las palabras del Emperador. Sólo se habían quitado la gorra o los yelmos los que estaban más cerca de la tribuna. Entre éstos se veía a Bellver, aragonés de la ribera del Cinca, a Arnau Miró y a Berenguer Ventallola. Buena gente con expresiones fijas e impenetrables de roca. “Firmes como mallos”, solían decir los almogávares.

Se veían en un lado de la sala Ustarroz, Baltasar Vinuesa, Esteban Lierta y algunos oficiales de almogávares, entre ellos Fanlo —el que mandaba dinero a Barcelona—, Gil Gistain, Feliz Tierz y Raimundo Bandaliés. Este último se acercó a la tribuna y habló en voz baja con Roger, quien, al mismo tiempo que lo escuchaba, hacía gestos de afirmación con la cabeza. Cuando el Emperador terminó su discurso, Roger dijo:

—Todos estamos de acuerdo con lo que vuestra majestad imperial acaba de decir y no deseamos sino salir cuanto antes a la campaña. Pero el oficial de almogávares Raimundo Bandaliés dice que hemos de alejarnos más de doscientas millas de la ciudad y que la comunicación nuestra con vuestros reales de Constantinopla, habiendo de ser por la mar, debería estar a cargo de algún oficial marinero de nuestra nación, porque es cosa dudosa tener la retirada o el socorro en manos de oficiales de otra lengua y quién sabe si de otro parecer. Eso es lo que dice el caballero Bandaliés. Los demás aprobaron con un largo murmullo de conformidad.

El Emperador nombró allí mismo a Fernando de Aonés general de la flota y almirante. No estaba en la reunión. Se trató de buscarle y Bandaliés dijo que andaba navegando “en aguas turbias”. Lierta aclaró:

—En faldas turbias.

Hubo risas y Roger no creyó necesario explicar el motivo al Emperador, quien dispuso allí mismo que el capitán de romeos (es decir, bizantinos) Marulli, hombre de sangre conocida y de hacienda, fuera con un pequeño ejército por tierra, y Georges, general de los alanos o masagetas, iría también por tierra siguiendo las banderas de Roger. Los alanos eran tropas del Norte con rasgos mongoles en el rostro, de terrible fama en cuanto a crueldad y a violencia abierta o disimulada.

Con el nombramiento de Aonés y los ejércitos de Marulli y Georges, las comunicaciones con la capital estaban seguras por todas partes. No dejaban de llamar la atención tantas precauciones en los capitanes de Roger, que tenían fama de temerarios.

Tres días después se embarcó el ejército entero en sus propias galeras y atravesando el mar de Mármara tomaron tierra en el cabo de Artacio, no lejos de la famosa ciudad de Cízico. Acompañaba a Roger, con representación del mismo Emperador, el capitán general duque de Nastogo, el instrumento de la historia, el hombre de cuello rígido y de cabello y barba a la francesa.

En la galera capitana Roger le había hecho probar el vino de Sicilia, y con la ligereza de los brindis le había dicho:

—Ya sé que el hueso de la cadera de vuestro suegro está en el fondo de un barranco, cerca de Nicea.

Nastogo vaciló un momento creyendo que debía darse por ofendido, pero de pronto sonrió, volvió el rostro hacia Roger y corrigió:

—No es mi suegro, sino el abuelo de mi mujer. Ésa es una broma de su alteza imperial, la princesa María.

Luego bebió y arrojó el vaso por la borda. Se oyó el ruido de las trizas al romperse contra una gabarra, donde iba la caballería pesada.

Observó Roger que siempre que al beber brindaban por alguien de la familia real, rompían el vaso. En aquel caso Nastogo había brindado por Roger. “Me consideran ya”, pensó, “de la familia de Andrónico”.

Bien. Su estrella lucía.

El cabo de Artacio, donde las naves y las gabarras atracaron, era una vastísima península formada por montañas rocosas y tiernos valles fértiles.

Había allí —en aquel cabo o península— mucho ganado y agricultura. Muntaner decía que sentía el mismo aire y la misma luz del Maestrazgo de Cataluña. Aquella península estaba defendida (en el lugar por donde se acercaba a tierra firme) gracias a una muralla cerrada contra el mar, que se extendía después tierra adentro más de media milla. La muralla estaba guarnecida por tropas romeas mal armadas y de baja moral.

Supo Roger que aquel mismo día los turcos habían querido ganar la muralla y que dejaron el combate más por la fortaleza natural del reducto que por el encono y violencia de los que lo defendían. Naturalmente, con la muralla habrían ganado la península rica de población y de bienes de todas clases. Al llegar a tierra, Nastogo dio a Roger un papel sellado con las armas del Rey y otro con las del kan de Bulgaria. El Rey le recordaba que Nicea y su territorio eran feudo de su hijo Miguel, y más al Norte Filadelfia y sus cercanías lo eran de la princesa Irene y, por lo tanto, de su hija María. Por matrimonio habían pasado a pertenecer en cierto modo al mismo Roger. Le advertía que con los turcos no había que pensar en pactos ni tratados caballerosos, sino en la destrucción y exterminio.

La otra carta era de la princesa María, quien le decía: “Hay hombres sin fe entre los turcos y ésos parece que no son muy peligrosos. Pero los hay también creyentes pertinaces, como Karman. No te fíes nunca de ellos. No son como los caballeros latinos. No les oigas si te ofrecen paz. Según oigo decir, habría que exterminar a los turcos tozudos de la fe.

”Sé benigno con los griegos de nuestros estados, pero si tienes que hacer justicia, hazla a tu gusto. Feudos son nuestros.

”No podré estar mucho tiempo separada de ti. Llévame pronto a tu lado. Tengo una fe inmensa en ti, pero no excesiva. Al lado de la más alta fe vigila la más obstinada duda. Y ahí está esa duda y no sé qué hacer con ella. Aquí, en Constantinopla, a veces la vida y la muerte parecen una sola cosa y se confunden. Yo he conseguido asomarme sobre ellas, ¿y qué veo? Poca cosa. A veces un gato en el alero. O también una bandera. No importa.

”Vence a los turcos, ven y nos iremos a Bulgaria, mi patria. Sin ti, este palacio de mi tío es inmenso. Menos mal que en todas partes hay algo tuyo: un libro abierto, el álbum de cuero, un joyel, un sombrero o un yelmo. Cosas que tú has tocado y que retienen un poco del calor de tu mano”.

Estaba escrita en buen latín culto.

El desembarco se hizo a las ocho de la noche y Roger supo que los turcos no podían estar muy lejos. Se organizó la marcha con exploradores delante y no tardaron en encontrar dos masagetas que dijeron que los turcos acampaban a una distancia de seis millas al Nordeste, entre dos arroyos, con sus mujeres, hijos y haciendas. No tenían puestos de vigilancia entre las murallas de Artacio y su campamento.

Los turcos de Karman, como hombres de guerra, se preciaban, lo mismo que los alanos, de venir de los escitas. No era verdad. Los alanos sí que eran hijos de escitas. Algunos conservaban sus costumbres y sacrificaban caballos al sol bebiendo su sangre, cosa que, en general, hacían todos cuando en los desiertos estaban acuciados por la sed.

Algunos masagetas del interior todavía mataban a los hombres viejos cuando no servían para la guerra o para el trabajo. A causa de esto, los pobres viejos masagetas guerreaban o trabajaban tres veces más que los jóvenes.

Pero los alanos de Georges no habían llegado aún y tardarían dos días más. Otro tanto se podía decir de las tropas bizantinas de Marulli.

Caminaban en silencio los de Roger. De los dos masagetas que dieron informes, uno fue muerto por los almogávares para impedir que diera aviso al enemigo. Lo mataron sin que se diera cuenta, mientras hablaba con Roger. Cuando terminó su informe, un almogávar que estaba detrás con la espada desnuda le dio un golpe en la nuca. No un golpe de filo, que habría salpicado de sangre a Roger, sino de plano. El masageta perdió el conocimiento. Ya en tierra, con una celeridad y una seguridad de movimientos que revelaba una antigua costumbre, el almogávar le cortó la yugular. De pie, sin inclinarse.

Muntaner protestó y se interpuso para evitar que hicieran lo mismo con el otro, quien desde aquel momento anduvo al lado de Muntaner agarrado a la cincha del caballo. Muntaner hizo notar a Roger la violencia de los almogávares y Roger se encogió de hombros y siguió dando instrucciones a los jefes de la caballería.

—La guerra —dijo a Muntaner— no se hace con escrúpulos morales.

Pensaba Roger en el jefe turco Karman. Recordaba el retrato del álbum de María y se decía si estaría Karman en aquel sector o en Filadelfia.

Hallaron a dos millas del campo enemigo a otro campesino que al principio creyeron que era vigía turco. Después de interrogarlo, Muntaner se interpuso entre él y los almogávares y preguntó:

—¿Cómo te llamas?

—Abul-Hamed-el-Hach, señor.

—Descálzate.

Entre las risas de la soldadesca descalzaron al campesino. Sus abarcas las arrojó Muntaner al fondo de un abismo.

—Eso basta —dijo a un alférez de almogávares— para que no pueda llegar antes que nosotros.

Pero estaban ya cerca del campo enemigo y se detuvieron. Por las estrellas se veía que no faltaba mucho para el amanecer. La brisa la tenían de frente, lo que les favorecía.

Exploradores de a pie, ligeros y cautos como chacales, se adelantaron y volvieron diciendo que el campamento estaba descuidado. Podría haber allí unos quince mil hombres entre caballeros y peones, sin contar sus familias. No había centinelas o, al menos, no aparecían por parte alguna. Los turcos despreciaban demasiado a los griegos de aquel sector para temerles.

El duque de Nastogo se quedó a la expectativa con su pequeña guardia de romeos, cuyos soldados tenían cabalgaduras ligeras, dobles. No confiaba mucho Nastogo en el éxito de la jornada. Su voz era la única que recomendaba prudencia. Roger tenía ganas de responderle bravamente, pero se contenía por respeto al Emperador. El duque repetía a menudo que él no era combatiente, sino testigo.

A la distancia que estaba Roger con los suyos y teniendo la brisa contraria, los caballos turcos y los perros no podían tomar el viento de los caballos catalanes ni de las personas. Roger dio instrucciones para el ataque. La mitad de la caballería combatiría sin salir de las avenidas centrales del campamento turco y la otra mitad desplegada entre los establos y la tropa, de modo que no pudieran valerse de sus caballos ni para huir ni para pelear. El trabajo principal lo harían los almogávares a pie y tienda por tienda. Era muy importante la victoria en aquel primer encuentro. Y Roger dio instrucciones de una cautela y precaución que en otro tiempo pudieran parecer excesivas. Dijo también que no había que perdonar la vida sino a los niños y que mataran todo lo que se les pusiera por delante, es decir, hombres o mujeres. Así pensaba Roger obligar a los almogávares a combatir hasta el fin antes de caer presos, ya que si mataban a las mujeres no podrían esperar piedad en caso de perder la batalla. Esto lo hacía Roger pensando también en el futuro, es decir, en el aspecto político de la campaña. El almogávar no era hombre de ideas religiosas y para hacer de él un enemigo mortal del turco habría que promover otras motivaciones.

Dispuso Roger el despliegue de los almogávares de manera que atacaran por el frente más ancho y de menos profundidad todos a un tiempo. Entretanto, la caballería iría a cortar la retirada y a interceptar la comunicación del campamento con los establos.

Mandaba la maniobra Roger, que tenía a su lado los estandartes de Andrónico y el suyo propio. Los almogávares eran mandados por Corbarán de Alet, senescal de la infantería, muy amigo de Roger. Llevaba a su lado dos banderas, una de Aragón y otra de Sicilia, es decir, de los reyes don Jaime y don Fadrique, esto último por acuerdos con el Emperador. Era Alet hombre delicado de apariencia, bravo, inteligente y con el léxico más sucio de todo el ejército. En los campamentos, se entiende. En la ciudad era un perfecto cortesano.

El ataque fue súbito y por todas partes a un tiempo, en el momento en que las primeras luces del día asomaban, que es la hora del enervamiento y del descuido. Muchos turcos fueron sorprendidos en el sueño, otros se levantaron y desnudos requirieron inútilmente las armas. El combate se hizo general con desventaja para los turcos que, convencidos de su ruina, iban a huir cuando caían bajo las patas de los caballos. Los turcos no podían imaginar de dónde les venía el ataque ni qué clase de gentes ni de qué nación les acometían. Sólo veían espadas y corazas y yelmos. Hierro y acero. No habían visto nunca aquellas banderas, ni siquiera aquella manera de armarse y de combatir. Los gritos de los catalanes y aragoneses debían sonarles a idioma del infierno.

En pocas horas el campo quedó para los aragoneses, quienes mataron más de diez mil soldados turcos y apresaron cerca de tres mil caballos. Los pocos supervivientes huyeron no sólo al interior de sus territorios, sino al fondo de ellos, y no acabaron de comprender en mucho tiempo lo que les había sucedido.

Por desgracia no estaba Karman con las tropas en aquel sector.

La victoria fue completa y sin daño para los aragoneses ni catalanes, quienes retrocedieron con el botín y con algunos millares de niños a su lugar de partida, es decir, al otro lado de la muralla del cabo o península de Artacio, de modo que cuando al día siguiente llegaron Marulli el bizantino y Georges el masageta con sus tropas, todo había terminado ya. El duque de Nastogo, más rígido que de costumbre, iba de un lado al otro buscando informes y detalles complementarios. Como ningún soldado sabía griego, el delegado del Emperador no acababa de enterarse.

Y seguía hablando de prudencia y de las grandes fuerzas de que disponía aún Karman, quien podía acudir de Filadelfia en cualquier momento y buscar la ocasión de la venganza.

En todo el campo se sentía un olor peculiar de cuero. Las aljamas de las acémilas turcas, como las sillas de sus caballos, estaban muchas de ellas a medio curtir.

Eso de emplear cueros mal curtidos era peligroso, según decían los soldados. Los cueros del ejército catalán no sólo estaban bien curtidos, sino que brillaban como metales bruñidos. Decían los soldados que las sillas de cuero mal curtido hacían llagas en las nalgas y también en las manos. Las cicatrices que tenían muchos turcos en las manos y en la cara se debían a aquello, al parecer.

El olor de cuero era para muchos un olor “a morisma” y también una invitación a la pelea. O un recuerdo de ella. Es decir, como una advertencia de peligro. Algunos almogávares decían:

—Desperta, ferro, que huele a cordobán.

Lo mejor del botín en oro y joyas fue enviado por acuerdo de los capitanes a la esposa de Roger. Como trofeos de guerra enviaron al Emperador y al príncipe Miguel las banderas y gonfalones turcos. Caballos con sillas guarnecidas de oro y nácar, alfanjes con empuñaduras de piedras preciosas, libros árabes con dibujos de filigrana, tocados suntuosos dignos de una emperatriz y otras cosas le fueron enviadas también por mar al Emperador.

Roger escribió a la princesa María con el acento protocolario de las cartas de príncipe que pueden perderse o caer en manos extrañas: “Señora mía, hemos vencido ya a vuestros turcos en este sector con la ayuda de Dios y con el dulce estímulo de vuestro recuerdo y pensamiento...” Luego le daba cuenta de la jornada y le añadía una lista de regalos y presentes. Escribió también al Emperador y a la reina Irene.

Llevaba las cartas Fernando de Aonés en persona.

Y quedaron esperando noticias de la corte. Pasaban los días.

No había un soldado en el ejército de Roger que no se considerara rico. Después de enviar las preseas mejores a Constantinopla, quedaban aún arcas de joyas y de oro en grano, telas preciosas, vestidos de púrpura, capas de seda cruda de la China. En la distribución hubo orden y concierto con gran asombro de Nastogo y nadie discutió ni porfió.

Los niños presos, muchos ya crecidos, con la ligereza y la fantasía de la edad se acogían a la protección de los vencedores, a quienes admiraban, y algunos días después de la derrota parecían haber olvidado a sus padres. Por todas partes se escuchaban músicas, canciones, panderos y dulzainas.

Muntaner se acercaba donde se oía música turca y se quedaba pensando que aquellas canciones se parecían a las de las riberas del Júcar y del Jalón, donde había moriscos. Y preguntaba a un traductor, que le iba trasladando la letra:

El que gallea en palabras

ya obtuvo su victoria

no arriesgará, la vida

por conquistar algo

que ha disfrutado anticipadamente.

Muntaner había comenzado en Constantinopla a apuntar algunas canciones, pero cuando tenía un cuaderno lleno, lo perdía. Y Roger se reía en sus barbas. Era con el único con quien Roger perdía su gravedad. Lo trataba como a un hermano. Le gustaba Muntaner por eso, porque se podía sentir con él natural, simple y sin cuidado de su propia autoridad.

A los pocos días de llegar a Artacio, el ejército aragonés y catalán era, pues, un ejército de fábula. Los jaeces de los caballos eran riquísimos y la fantasía de los turcos en materia de metales, joyas y cueros labrados, unida al continente grave de los españoles, daba a aquella tropa un aspecto de veras brillante.

Entre las tiendas tomadas al enemigo había gran variedad de formas. Las más ricas eran de un curioso color negro y amarillo, con cúpula dorada en forma de bulbo (del bulbo bizantino) o, simplemente, con la abertura de acceso festoneada de oro formando el clásico arco de glande. Hay culturas de gineceo y culturas de androceo. La de los turcos era de estas últimas.

Había otras tiendas, pero las más ricas y también las más estimadas por la jerarquía que representaban eran negras, con partesanas doradas, sosteniendo la toldilla de entrada y una cúpula dorada también. Aquella combinación amarilla y negra resultaba un poco funeraria y sin duda les había dado mala suerte a los turcos, según decían algunos almogávares.

Uno de ellos había hallado en la tienda de un jefe turco unos frascos misteriosos. Bebió un poco de aquel extraño líquido y no le disgustó. Bebió otro sorbo, eructó sonoramente y cuando iba a beber el resto llegó su compañero y le quitó el frasco de las manos.

—Esto es perfume —le dijo— y no es para beber. Cada gota vale medio escudo de oro.

El aliento del almogávar olía de un modo exquisito y delicado. Arenós reía y dejó al uno con su perfume y al otro con su indignación. Fue en busca de Roger.

Era Arenós hombre de agudeza política y cortesana. Habría sido muy galán si no fuera un poco estevado del uso y abuso del caballo. Era sutil, delicado y fuerte al mismo tiempo, como un joven califa de Bagdad. Tenía un problema. Acababa de enterarse de algo importante que se apresuró a transmitir a Roger. Tres años antes había llegado a aquel mismo lugar de Artacio el príncipe Miguel con un ejército dos veces mayor que el de Roger. Y después de vacilar algunos días retrocedió a Constantinopla sin decidirse a presentar batalla a los turcos. Si esto era cierto, Miguel tendría que acoger la noticia de la victoria con una alegría condicionada, ya que en el fondo de la victoria había como una ofensa personal para él.

Estuvo Roger contemplando un momento a Arenós y le dijo:

—No hay que darle vueltas, Arenós. Una victoria es una victoria. Y piense lo que piense, el príncipe Miguel no es el Emperador.

—¿Pero tú no has visto la expresión de Marulli hablando con el duque de Nastogo?

—¿Y qué?

—Marulli es un incondicional de Miguel. Y fue su preceptor y maestro en materia militar.

Marulli y Georges se cambiaban impresiones y veían la confiada alegría del campamento español sin hacer comentarios. Arenós hizo algunos regalos a los capitanes alanos y romeos, pero Marulli y Georges no aceptaron nada. Y seguían hablando aparte. Georges había tenido en su juventud la reputación de un bandolero escita. Ahora, en la vejez, gustaba que se le reconociera autoridad e iniciativa. Las relaciones con Marulli y Georges no eran ya las de los primeros días. Roger y su ejército habían hecho en pocas horas lo que en muchos años no se había atrevido ni siquiera a emprender ninguno de ellos. Y lo habían hecho sin aparente esfuerzo y sin esperar a los ejércitos de tierra que mandaban Marulli y Georges.

Arenós repetía en voz baja a Roger:

—Hay que andar con la barba sobre el hombro. El orgullo de esos jefes está ofendido.

Ustarroz, que había oído el diálogo, intervino para decir tartamudeando un poco que tampoco creía que las inquietudes de Arenós estuvieran justificadas, pero que no había que olvidar la malquerencia de los genoveses de Constantinopla, quienes aprovecharían todas las ocasiones para indisponerles con Andrónico y, sobre todo, con Miguel. Roger volvió a encogerse de hombros y dijo unas palabras con las que dejó resuelta la cuestión:

—He venido a matar turcos. Me estáis llenando de recelos y prefiero perder la cabeza de una vez a tener que andar por el campo y por la corte calculando y midiendo mis pasos y mis palabras.

Añadió que no quería saber más intrigas en relación con el orgullo militar de Miguel, porque al menos la ignorancia le daría una actitud de inocencia y de cordialidad natural con él que a veces vale más que todos los advertimientos. Y en el fondo, Miguel y su padre y la corte entera de Constantinopla no podrían menos de estarles agradecidos. ¿No les habían llamado para aquello? ¿No habían recabado su ayuda sintiéndose débiles contra los turcos? ¿No habían confesado públicamente aquella debilidad por el simple hecho de llamarlos?

Las tiendas de los turcos eran muy cómodas. Y más de la tercera parte de ellas, verdaderamente lujosas. Roger decía a sus amigos tendiendo la mirada por aquel campamento fulgente de metales y damascos:

—¡Pues no faltaría más sino que tuviéramos que pedir perdón por nuestras victorias!

Un detalle observó Muntaner en los griegos y los masagetas que le contrarió. Llamaban a los catalanes y aragoneses, latinos. Como ese nombre era pronunciado en Constantinopla con cierto desdén, no le hizo gracia. Sonaba, además, a ladinos, como entre la gente mora de Castilla, y también tenía un sentido doble, poco halagüeño.

Georges se acercó a la tienda de Roger y éste lo abrazó y le ofreció asiento. Georges tenía una cabeza imponente y barbada. Su cortesía era calma, segura y un poco altiva. Pero la altivez de los masagetas era artificial y aprendida. La de Roger, natural. De esa altivez natural de Roger solía reírse a veces cariñosamente la princesa María.

El masageta Georges, en su nombre y en el de Marulli, le dijo que había lamentado no haber tenido parte en la acción y que los dos le habrían agradecido que esperara su llegada antes de acometer al campamento enemigo. Roger le preguntó con una frialdad hiriente:

—¿Le molesta nuestra victoria?

—Hombre, esa no es manera de hablar —dijo Georges moviendo después la mandíbula como si mascara.

—¿Quieren parte del botín?

—De ningún modo —y Georges se llevó la mano a la barba, nervioso.

Añadió que la parte del zorro no les interesaba. Se refería a los zorros que van detrás de los leones para comer los restos de su presa. Roger preguntó:

—¿Qué habrían ustedes hecho en caso de llegar antes que nosotros?

—Esperarles.

—Bien. Parece que nos habían esperado ya años enteros en Constantinopla. Entonces, deben estar ya hartos de esperar. En todo caso, nos hemos reunido aquí por fin y hay turcos sobrados para todos. Los esperaremos juntos. No faltarán otras oportunidades, ¿verdad?

—Sin duda ninguna, excelencia.

Estaba Georges muy lejos de sentirse feliz. Pero tampoco acababa de encontrar motivos para mostrarse ofendido. Roger lo veía en una situación desairada y tenía que desviar la mirada de él para no reírse.

—Entonces... —dijo como si esperara oír algo más concreto.

Habría sido Roger impertinente con gusto, pero comprendió que no hacía falta. Lo estaba siendo ya sin pretenderlo y por la fuerza natural, de los hechos. Decidió mostrarse simple, llano y amistoso:

—Era —dijo— una cuestión de táctica. Había que aprovechar la situación del momento. No íbamos a perder la ventaja por consideraciones de cortesía.

—Comprendo —dijo Georges empujando con el dorso de la mano su barba de dentro afuera una vez y otra—. Entretanto, por acuerdo de mis capitanes, creí que debía venir a manifestarle a vuestra excelencia el disgusto de mi gente.

—¿El disgusto?

—Eso es.

—¿Viene a protestar por la muerte de los diez mil turcos?

—No exactamente. No es protesta, sino una amistosa observación.

—Ah, lo digo porque un ejército en acción no puede tener más que una cabeza, y esa cabeza soy yo. A pesar de nuestra cordialidad, de nuestra amistad y del respeto natural que tengo para vuestros hombres y para las personas de Marulli y la vuestra, yo no podría tolerar nada que sea o que parezca una falta de sumisión y de disciplina. Por lo demás, comprendo vuestra decepción porque os habéis privado de la parte de gloria que de otro modo os correspondería —iba a decir Roger de la parte que os correspondería en el botín, pero rectificó a tiempo—. Mi respuesta, y siento que me obligue usted a repetirlo, es que no quise perder el efecto de la sorpresa. En el caso de esperar dos días, el enemigo habría tenido noticia de nuestra llegada y se habría fortificado y mejorado en hombres y en armas.

Dijo el general alano que lo comprendía también y que le agradecía sus palabras. Añadió que era sólo una cuestión de honor.

—De eso —contestó Roger—, entendemos también en Cataluña. Pero el interés del Imperio es antes que nada.

Se miraban los dos en silencio. Roger explicó:

—Quiero decir que tengo para todos, especialmente para la persona de usted, general Georges, el mayor respeto. Entretanto, aquí no hay masagetas ni romeos ni catalanes, sino un solo ejército del cual yo dispongo en parte o en todo, según las necesidades.

Georges, que lo observaba fijamente, parece que se convenció de la consideración personal que Roger tenía para él y desde aquel momento sonrió, se mostró su amigo y hasta habló mal de Marulli. Sospechando Roger que aquello era una muestra de perfidia (un tanteo a ver hasta dónde se dejaba ir Roger en sus palabras), hizo como si no hubiera oído. Georges ofreció una vez más pleitesía y lealtad y se retiró caminando tres pasos de espaldas antes de salir de la tienda.

Bizcarra estaba fuera cepillando y acariciando a Payés, el caballo predilecto de Roger. Con él había otros dos soldados catalanes y un sargento de masagetas. Georges se quedó un momento admirando al caballo y escuchando lo que decía Bizcarra:

—Yo conozco bien a esta bestia que es una criatura de Dios, como usted y yo. La mía, mi yegua, es prima hermana de Payés.

Lo acariciaba, le tiraba suavemente de las orejas separándolas en dirección horizontal, y le hablaba. A veces le decía cosas tiernas como a un niño. El sargento de masagetas se reía de aquellas expresiones y Bizcarra se volvió hacía él y le dijo gravemente:

—Un hombre no es más que un animal. El que piensa que es más que un animal es un lelo, como el de Blanquerna.

El sargento alano estaba frotando con un bruñidor las junturas de una armadura que habían tomado moho.

—Los caballos —añadió todavía Bizcarra— mueren por nosotros sin protestar, como mueren los hombres —y añadió que el hombre debía arriesgar también su vida por salvar un caballo, si era necesario—. Los animales —dijo— saben más que nosotros. Lo saben todo, los animales.

Escuchaba Georges con una expresión filosófica. Le gustaba ver que Roger tenía criados tan buenos como él mismo. En eso se conocían los verdaderos señores.

Llegaban hacia el general alano Arenós, Muntaner y el senescal Corbarán de Alet; éste, jovial y mal hablado. Invitaron a Georges a ir a la tienda colectiva que habían levantado (tomada a los turcos), a beber un trago. El hijo de Georges llegaba también en aquel momento. Era un joven capitán llamado Alejo, movedizo, inquieto y, según decían, valiente. Hablaba con entusiasmo de la tienda cantina que acababan de levantar, que antes era la mezquita del campamento turco.

Con los españoles hablaban Georges y Marulli una mezcla de latín, griego, catalán y castellano. Se entendían, sin embargo, y cuando faltaba la palabra, la suplía el gesto. Alejo tenía una gran curiosidad por los latinos. Una curiosidad neutra, ni favorable ni adversa. Como era muy joven, los capitanes aragoneses no lo tomaban en cuenta. Alejo estaba deslumbrado por la victoria y no se atrevía a hablar de ella en términos militares porque no la comprendía.

En la tienda, donde podían alojarse más de cien hombres, había muchos de ellos alegres, hablando catalán a gritos, es decir, un catalán mezclado de castellano. Un grupo de montañeses de Huesca estaba cantando a coro. Es decir, comenzaba uno de ellos, un cabo de almogávares, y luego respondía el coro:

Cabo Ya se casó la Bartola con o dote de su madre.

Coro

Grande cosa, grande cosa, grande cosa, cosa grande.

CABO

Como eran tantas hermanas o dote no fue muy grande,

Me le dieron un jergón que hasta a paja se sale me le dieron una olla que hasta os nabos se salen.

CORO

Grande cosa, grande cosa, grande cosa, cosa grande.

Cabo

Ya le dieron un candil sin un gancho pa colgalle.

Ya le dieron un borrico de treinta y seis navidades, tamién le dión un cantara sin ansas pa manejable, tamién le dión un puchero arreglau con un arambre tamién le dión un cochillo que pa cortar ya no vale.

Coro

Grande cosa, grande cosa, grande cosa, cosa grande.

La canción seguía con otros objetos del ajuar de la Bartola, pero se interrumpieron al ver entrar a aquel lucido cortejo de jefes, entre los que figuraban dos capitanes de caballería y el general de los masagetas. Una voz gritó:

—¡En pie!

El masageta con un gesto les invitaba a seguir sentados.

Georges miraba a todas partes sin mostrar curiosidad ni sorpresa. Por fin dijo:

—Esta tienda era del imán turco.

Tenía todavía letreros en árabe con sentencias del Corán. Los colores eran rojo y amarillo. Georges pareció leer uno de los letreros y sonrió. No explicó por qué.

Contestando las preguntas de Georges, el senescal de la infantería fue diciéndole lo sucedido en la batalla. Habían atacado por el lado bajo del campamento —que, como todos los campamentos, estaba en una ligera pendiente— para sorprender de frente la mayor cantidad posible de tiendas en el primer choque. Dijo que los ataques de los campamentos eran difíciles porque cuando las tiendas están espesas, el suelo es un verdadero laberinto y entresijo de cuerdas, es decir, de “vientos”. Los almogávares tenían mucha costumbre porque toda su vida habían habitado en campamentos.

Decía el senescal que los almogávares, cuando comenzaban una tarea, nunca la dejaban a medio hacer. Georges pedía más detalles. Preguntaba si entre los muertos habían hallado uno cuyas señales describía. Nadie podía darle razón y Georges decía que era Jaruf, el segundo jefe de aquel sector, y que habría sido una presa capital porque con su prisión se habrían acabado los turcos en Artacio, al menos durante algunos años.

Gavasa, que siempre contaba cosas terribles, decía que la primera mujer que vio en el campamento turco al lado de su marido muerto estaba desnuda como el día que nació. Fue a matarla, y cuando alzaba la espada, la pobre mujer se vació entera. Todo lo que llevaba en el cuerpo lo soltó. Y le dio pena, porque era una mujer hermosa y joven. Entonces salió sin hacerle nada y vio que ella se ponía a llorar no por el marido muerto ni por el peligro que la rodeaba, sino por vergüenza. Y explicaba Gavasa que para una mujer una cosa como aquélla... etc. Quería que Muntaner lo tradujera al jefe masageta, que no entendía catalán, pero Muntaner hizo un gesto con la mano como diciendo: “Más tarde”. Y no lo tradujo. La sensibilidad de un capitán de almogávares resultaba un poco chocante hasta cuando se conducían o creían que se conducían de un modo humanitario.

Bueno, los jefes sabían lo que se podía decir y lo que se debía callar. Se puede matar a una persona. A cincuenta mil personas. Y es natural, porque la guerra es la guerra, pero Gavasa olvidaría mil muertes, otras tantas situaciones de peligro en las cuales estuvo a punto de rendir la vida, pero no podría olvidar a aquella mujer que con su marido muerto y en tierra se levantaba desnuda y esperaba el golpe mortal. Todo su cuerpo joven se desorganizó. Bien, ni siquiera a él le gustaba recordarlo. Daría media libra de plata por poderlo olvidar, como había olvidado otras cosas.

Esto se lo decía a Muntaner como si quisiera justificarse de algo, él mismo no sabía de qué.

Muntaner y Georges se cambiaron cumplimientos y vasos de vino. El jefe alano parecía que comenzaba a comprender. Dijo que si iban a su tienda les obsequiarían con el tradicional vaso de leche de yegua. Pero viendo el gesto involuntario de Arenós (que sin querer arrugaba ligeramente la nariz), renunció a insistir. Lo que quiso fue oír la canción entera que los latinos estaban cantando cuando llegaron. Muntaner lo dijo a los soldados y éstos no se hicieron rogar. Muntaner tradujo mal que bien las palabras y Georges se rio al final y dijo que su soldados cantaban una canción que no recordaba, pero que...

—¿Cómo es esa canción? —preguntó a su hijo Alejo.

Cantó entre dientes Georges el principio, y el hijo, como si estuviera realizando un acto ritual en una de aquellas basílicas blancas, negras y rosadas de Constantinopla, cantó:

Ay, Zoé la de la saya verde y la pierna robusta Ay, Zoé la que al amanecido corre a la fuente.

Ay, Zoé, madrugadora la que se levanta al sol porque duerme sola todavía.

Cuando oyó la traducción, Miquelet de Binéfar dijo:

—Esa mujer de la pierna robusta era cristiana. Zoé es nombre cristiano.

El hijo de Georges estaba en esa edad en la que todo causa asombro y no se ha aprendido aún a desinteresarse. Miraba alrededor con ojos de búho.

Ricardo Gavasa, del valle de Arán, tenía la manía de escribir todo lo que veía y hacía y lo guardaba en una cartera de cuero espléndida, con cierres de plata, que llevaba colgada de un cordón de seda. Escribía sin puntuación ni pausas, en una frase infinita. He aquí un ejemplo: “Y luego al punto del día caímos sobre los turcos Dios los confunda que son la gente más enzurizante que he visto y peores que los moros de la Andalucía que al fin éstos son gente como uno y entienden razones y los turcos son como animales salvajes que viven a la intemperie y duermen al sol y no tienen casa ni solar y viven como las ratas en cuadrilla y están deseosos de entrar a saco de Artacio y de seguir las orillas del Mármara hasta Constantinopla y robarlo todo especialmente las iglesias de nuestra santa religión y atraparse las mozas tiernas y por eso digo que allí caímos como una tronada sin avisar y que este quiero y este no quiero a todos los pasamos a cuchillo que yo iba entonces armado de punta en blanco y los dardos que me tiraron rebotaban en la armadura y los golpes de cimitarra contra los quijotes y el ventalle de la celada cómo si no que con un revés de mi mangual se sentían los huesos del tozuelo romperse como la cáscara de una nuez y allá va el turco sin remedio y solo o con su mujer y al dar mi maza contra el tozuelo de un turco salía polvo como si diera en un terreno que así de selváticos son y no sabían quiénes éramos que estaban más asombrados que temerosos porque valientes no digo que no que sobre eso todo lo que se dijera sería inútil y no digo más pero todos nosotros contra ellos cuando estaban con el sueño del alba era cosa de ver y más de lástima con las mujeres aunque los hijos por ser tan brincadores y rústicos como los padres pronto olvidarán a sus familias y viven contentos con nosotros y están comenzando a aprender nuestra lengua sólo que si se habla de España creen que es de ellos todavía por los reyes que se mantienen en la parte baja y en la Andalucía salvos de nuestras armas que no durarán mucho porque Dios no permitirá que los enemigos de nuestra ley puedan más que nosotros y así al mediodía todo estaba acuchillado y ganado y más de diez mil muertos que ya es decir que allí los cuervos y otras alimañas les darán el entierro que nosotros no tenemos vagar para darles y Dios nos perdone como que esto es verdad...”

A pesar de estas consideraciones, al final aquel Gavasa hablaba de la parte que le había cabido en el botín y todo lo reducía a libras jaquesas. Así, la victoria le había sido provechosa.

—Me ha valido —decía— ochenta libras.

Salieron de la tienda colectiva los capitanes y anduvieron el resto de la tarde visitando las distintas instalaciones. Se extrañaba Georges del trabajo que en dos días habían hecho los latinos. En todas partes había muros de piedra sin argamasa, pero sólidos, cobertizos, chabolas, todo en buen orden, con sus vanos abiertos hacía el Mediodía y cerrados a los aires del Norte. Admiraba a Georges la policía de las guardias y la vigilancia con el enemigo y también en relación con las otras unidades, como los masagetas y los romeos o bizantinos.

Vieron la guardia principal, que dependía del mismo Roger, cuyas órdenes eran transmitidas por el clarín a las guardias de cada cuerpo. Enseguida, como un eco, iban respondiendo las trompetas de la caballería, tren de combate, infantería, servicios de sanidad, y lo que más admiró a Marulli y a Georges fue que al caer la tarde el clarín del cuartel general tocó una larga nota melancólica: el toque de oración. Lo repitieron las otras guardias y allí donde se encontraban los soldados que lo oían se quedaban quietos y se quitaban el yelmo o capacete, porque era obligado guardar ese respeto a la ley cristiana.

—Eso es lo que me gusta más —dijo el jefe alano.

Todos se extrañaron porque no parecía muy devoto de ninguna religión. Mientras el padre decía esto, el hijo se mostraba impaciente. Siempre estaba impaciente Alejo, el joven alano. Su padre le dijo algo en voz baja y él salió sin despedirse, contento, al parecer, de marcharse. Muntaner no perdía ninguno de esos detalles y a todos les daba su interpretación de una manera u otra.

—Si no entiendo a esta gente en los tres primeros días —se decía—, no la entenderé ya nunca.

Muntaner fue al campo de los masagetas, donde algunos prisioneros turcos, de edad indecisa entre la infancia y la adolescencia, contaban historias o recitaban versos o hacían sonar instrumentos de música bárbara.

Comenzaba a caer la noche y se encendían los fuegos de los vivaques. Aunque la victoria había alejado a los turcos y por el momento no había riesgo de ser atacados, se hacían cada día los servicios de descubierta antes de la noche, dejando puestos avanzados de cuatro hombres en diferentes lugares, como siempre. Los masagetas y los bizantinos les imitaron. Por entonces, y aunque Roger no pretendía avasallar a nadie, todos tomaban su aviso.

Convencido Georges de que Roger tenía estimación personal por él, se mostraba su partidario. Y cuando hablaba con Marulli subrayaba su entusiasmo para que por él dedujera el general romeo que aquella estimación personal de Roger debía ser mayor. En cambio, Marulli quería tener ideas propias sobre Roger y con una expresión de ironía se atrevía a decir que “le constaba que en las listas de los intendentes figuraba Roger con doscientas pagas y plazas en rancho beneficiadas y con cien caballos más de los que llevaba”. Y bajando la voz, preguntaba: “¿Es así como se salva la cristiandad?”

Era Marulli un antisemita furioso. Odiaba a los turcos más por semitas que por turcos, y la presencia de un mercader judío lo sacaba de juicio. En lo demás era hombre cabal y trataba de ser justo. Solía decir de sí mismo: “Yo nunca haré carrera porque no me tomo a mí mismo bastante en serio”. Y tal vez tenía razón.

Georges insistía en defender a Roger. Tenía Georges una cabeza bíblica, pero unos lo consideraban un áspid venenoso y otros un hombre que necesitaba mil extrañas habilidades para tener en orden su tropa alana. En esas habilidades figuraban crueldades secretas. Los días de gran fiesta bebía Georges leche de burra en un vaso preciadísimo que estaba hecho, al parecer, de un cuero de rinoceronte tallado y ricamente cincelado.

Pensaba Marulli con reconcomio. “Eso de salvar a la cristiandad no lo cree el Emperador ni el príncipe Miguel ni Nastogo ni Roger ni el mismo Georges. Eso se dice para que lo crean las tropas. Mis soldados lo creen, pero el Emperador, cuando habla de la salvación de la cristiandad, piensa en la salvación de las rentas de sus estados”.

Muchos soldados comían víveres hallados en el campamento turco.

Encontraban sabrosa la carne seca y pulverizada, mezclada con arroz. Otros decían que preferían una cazuela de nabos. Algunos recordaban con nostalgia las comidas del cuartel en Constantinopla y otros las de los cocineros de los barcos durante la travesía. La mayor parte callaban y mascaban en torno al fuego con un trozo de carne colgando de los dientes y el cuchillo en la diestra.

Muntaner y Roger fueron a ver a los heridos. No había ninguno grave, y no pocos de ellos se habían herido a sí mismos o torcido un pie o producido una contusión al tropezar y caer entre las cuerdas de las tiendas. Había más catalanes heridos que aragoneses, lo que era natural, puesto que la proporción de soldados de aquella nación era también mayor, pero entre todos no llegaban a treinta.

Llegaron a las poblaciones del valle algunos campesinos llevando animales como presentes y pruebas de amistad. Roger agradeció el obsequio, pero viendo que eran campesinos pobres hizo que el intendente se los pagara. Esta fue una idea sugerida por Arenós, que si era un galán de patas estevadas, solía ser de conciencia sensitiva y recta.

La mayor parte de los soldados, a poco de hacerse de noche, no podían tenerse en pie y se dormían como lefios. Tampoco podían seguir durmiendo después de la salida del sol. “Si el sol te encuentra acostado, no serás hombre logrado”, decía Lucas de Exea. Eso, en tiempos de paz. Cuando llegaban las alertas y las noches en vela, era otra cosa. En tiempos de hostilidades se duerme cuando se puede. El buen soldado puede dormir a voluntad cuando quiere y donde quiere y también comer a cualquier hora lo que encuentra y como lo encuentra.

Los campesinos dijeron que todo el valle celebraba la victoria y cantaba las glorias de Roger y de los suyos, a los que no llamaban latinos sino cataláunicos. De Roger había canciones en las que se repetía su nombre y uno de aquellos campesinos dijo que corrían noticias sobre el origen de Roger de Flor, y se decía que había nacido de una princesa y en los primeros días de su vida fue abandonado en un cestito embreado a las aguas de un río, por donde marchó solo y sin protección. Que los animales del campo lo habían amamantado y protegido y que, por fin... Roger escuchaba pensando que tal vez aquélla era alusión a su origen ilegítimo. Pero Muntaner le decía:

—Ese es el nacimiento obligado de todos los héroes orientales, Roger.

Roger de Flor no era muy vulnerable por el lado de la vanidad. Era más sensible a los honores concretos y palpables, y ésos los tenía ya. Para ser feliz aquella noche no habría necesitado más que tener cerca a la princesa María. “Si nos quedamos a invernar en Artacio —pensó—, la haré venir conmigo”. Su cuerpo la reclamaba. ¿Sólo su cuerpo? Roger no estaba seguro de poder contestar esa pregunta sin escandalizarse a sí mismo.

Hicieron beber a los campesinos y el vino les soltó las lenguas. Uno de ellos dijo que al principio, cuando desembarcaron los españoles y los vieron ponerse armaduras de hierro y celadas con la nariz en pico, como los pájaros, pensaron que con todos aquellos metales encima no podrían nunca perseguir a los turcos y alcanzarlos ni tampoco huir de ellos y liberarse. Porque los turcos tenían caballos ligeros y eran ágiles y sueltos de cuerpo. Otros vieron a los almogávares con su reja o cestillo de hierro en la cabeza y sobre todo sus pieles de oso y de ciervo. Y se reían porque los hallaban pesados y sin gracia.

Algunos campesinos, viendo a los caballeros con sus armaduras enteras, se burlaban un poco de todo aquel aparato. Y como habían recibido los golpes de los alfanjes de los turcos más de una vez, estaban deseando que también a aquellos extranjeros les dieran lo suyo. Las muchachas, viéndolos encerrados en sus armaduras, se burlaban, y las comadres deslenguadas hablaban de lo difícil que sería hacer aguas con todo aquello encima.

Pero cuando llegó la noticia de la victoria y de las riquezas obtenidas, cuando vieron por la noche en el horizonte los últimos restos del campamento ardiendo en una inmensa pira y cuando les dijeron que tenían millares de jóvenes prisioneros —los hijos de los turcos— que podían ser obligados a trabajar como esclavos según la ley de la guerra, fue como si les hubieran anunciado un milagro.

Por fin los campesinos se fueron felices con su dinero romeo (el oro turco lo guardaban los catalanes según órdenes de Roger, hasta recibir noticias del Emperador) y alegres con el vino de Tracia.

En la parte masageta del campo había luces y se oían cantos y músicas, aunque era bastante tarde y la luna —una luna turca, por cierto— estaba alta en el cielo.

Al día siguiente llegaron noticias de la corte. Lo primero que leyó Roger fue la carta de la princesa, su esposa, que estaba escrita en un castellano un poco irregular. Puesto en orden decía:

“Señor mío y amado mío (la repetición era un rasgo deliberado de énfasis). Ya suponía lo que iba a suceder y eso se comprende porque mi amor me da clarividencia. Al pie de la muñeca china (que no es china sino japonesa y dicen que se llama Yamamoto) hay una alfombra de camello donde yo estuve sentada con la cabeza apoyada en tus rodillas. ¿Te acuerdas? Allí te dije que todo sería fácil en Artacio. Lo que había sido imposible para mi primo Miguel, sería fácil para ti. Lo que él no había sabido hacer con doce mil soldados, lo harías tú con seis mil. Y lo has hecho.

”Tu carta huele a enjalma y a cuero muerto, que son los olores de las victorias sobre los turcos. Pero huele también a laurel y sabe —aunque te burles, como aquella noche— a labio inferior. Hoy llueve y estoy al lado de la ventana desde donde te vi la primera vez, cuando venías a almorzar con mi padre el mismo día de vuestra llegada a Constantinopla. ¿Te acuerdas? Pero ahora llueve un poco y la ventana se ha abierto y un ramalazo de agua me ha dado en la cara. Era casi caliente y me ha gustado. Puedes burlarte otra vez. Yo escribo así. Tengo que decir todo lo que siento y lo que veo, a mi manera. Ríete, si quieres, pero llámame a tu lado.

”Mi madre dice que no podré ir hasta el otoño y la invernada porque de momento el Emperador quiere que aproveches el ímpetu de inercia —así dice mi madre— de la victoria para liberar Filadelfia, nuestra querida ciudad, del asedio de Karman, el jefe turco cuyo retrato viste en el álbum. Pero de todo esto se me da a mí menos que nada. Yo sé que mis manos y mi boca y mi cuerpo te gustan. A mí me gusto yo misma desde que te gusto a ti. Ven, bien mío, cuanto antes. O llámame.

”Dice mi madre que eres un hombre de los pocos que hacen historia y que ella creía que no había ya en el mundo hombres de esa clase. Yo creo que te admira y que recela un poco. Siempre ha estado mi madre celosa de la grandeza del Imperio de Andrónico. Ella cree que debe ser su marido, el kan, quien mande en todo el Oriente.

"Amigas son del amor mis manos. Acostumbradas a amar razonablemente las cosas perfectas como la lluvia y locamente las cosas irregulares, imperfectas y dañinas como la sangre enemiga vertida. Pero la sangre vertida hace daño, ella sola, si volvemos la cara para mirarla en el suelo. No vuelvas la cara tú, Roger querido. Ya sé que para ti la sangre vertida no es sangre, sino bandera. La bandera enemiga que hay que pisotear. Bien está todo, pero cuídate. No tengo nada en el mundo más que a ti. Es decir, tengo muchas otras cosas, millares de cosas, pero sólo me gustan cuando veo que yo te gusto a ti.

"¿Comprendes?

”El Patriarca quiere confesarme y yo le digo que lo único que necesito es que tú vengas aquí y me beses. Él me dice que hay muchas clases de besos y no sólo el beso del amor humano. Es posible. La lluvia puede besar, pero el Patriarca, con su cara inmóvil de campesino y los ojos codiciosos de mando y de oro, habla del beso místico que desmaterializa nuestro ser y nos hace libidinosos en espíritu. Eso yo lo sabía por haberlo leído en autores musulmanes. Pero ese beso lo tengo también desde que soy tuya. El Patriarca de la cara inmóvil no lo entiende. No entiende que yo lo tengo todo.

"Para ver si puede hacerse conmigo —por el terror religioso—, me habla de la muerte. Del amor y de la muerte. Pero mi muerte es mucho más pequeña que mi amor y no me impresiona. Yo quiero los besos tuyos. Se lo digo a mi madre y ella, escandalizada, alza el gallo y dice: ¡Qué barbaridad! ¡Ni que lo hubierais inventado vosotros, el amor! Isas manos mojadas esparcen mi deseo por el de esa lluvia ordinaria, de las faldas anchas y pardas. Ojalá esa misma lluvia te moje a ti. Ojalá tengas tú los labios fríos como los tengo yo ahora.

”Ya se ve lo que es la saciedad (que he perdido). Antes no me daba cuenta. Ahora, pensando en mi saciedad pasada, es posible verme como en un espejo y odiarme un poco bajo la mirada burlona de los animales domésticos. El peor de ellos es Miguel, mi primo, que anda diciendo: No digo que no. Roger es Roger. No digo que no. Pero la batalla de Artacio no jue batalla sino hecatombe, y los turcos no pudieron defenderse. Eso dice y envuelve sus opiniones en elogios para tu persona. Y añade: Habría sido mejor esperar a Marulli con sus tropas porque entonces habrían aprisionado a Jaruf. Eso dice.

"Todos quieren hablar de ti y algunos hablan. Mi madre te quiere y recela de lo que ella considera tu espada mágica. Mi primo trata de hablar de ti a los otros y no puede. Sencillamente, no puede. En toda la ciudad no se habla de otra cosa más que de los doce mil soldados de Miguel —que fueron a Artacio y no dieron la batalla— y de los seis mil tuyos. Y las murmuraciones le gritan a él en los oídos de día y de noche.

”La mujer de Nastogo ha recibido cartas de su marido, a quien mi madre llama el señor Según y Conforme. Y eso es lo que dice también en sus cartas al Emperador: según y conforme. Digo, sobre ti.

”Mi madre jura por tu cabeza y por la mía. Yo creo que es ahora, desde que estoy casada contigo, cuando me quiere de veras, mi madre.

”El Emperador no dice nada, pero está radiante. Los genoveses callan también, pero andan cetrinos y turbios. Los soldados de la guardia, como siempre, abultan la victoria y dicen que tienes prisioneros a todos los grandes kanes y beys del Asia Menor y que has cortado la cabeza a Karman.

”Mi tío el Emperador te quiere, pero se quiere más a sí mismo, como es natural. Mi madre te adora, pero se adora mucho más a sí misma también, y sobre todo, al kan, mi padre. Esto último no lo entenderé nunca. Tú sabes que puede adorarlo sin dejar de vejarlo un poco a su manera. Bueno, lo importante es que mi madre dice de ti maravillas, aunque nunca delante de Miguel. Todos sabemos por qué. Para hacer las cosas que tú haces hay que tener corazón imperial. Miguel no tiene sino un pequeño corazón municipal, como los romanos de la decadencia.

"Ahora tengo que esperar. Debo confesarte que he peleado con mi madre. He tenido una agria discusión. La culpa es de ella. Hablando de reunimos en el otoño contigo, ella dijo: ...suponiendo que todo vaya bien. Puedes figurarte mi respuesta. Ella insiste en que en esas palabras no había más que el buen deseo y el cuidado de tu seguridad. Pero yo creí sentir un acento diferente, que me escandalizó. Tal vez mi pobre madre tiene razón. Ella me perdone.

"Entretanto pasan los pájaros que van hacia Nicea y Cilicia y también hacia tu campamento y yo veo sobre las montañas de Artacio —por la noche, en sueños— hombres mojados con capas asiáticas o aragonesas, de paja. Diciendo palabras feas. A mí no me importa. Así son las tropas en todas partes.

”Veo lo que sucede y no me escandalizo. Yo te quiero a ti y tú quieres a la guerra. No digo nada. Así debe ser por el momento. Los amores demasiado recíprocos acaban mal, según dice mi madre. Y me estoy en la ventana viendo pasar los pájaros y viendo en el árbol florido gotas de lluvia azules, rosas y amarillas, según la brisa que las mueve.

”Eres ahora el verdadero dueño y señor de mi vida y yo creo también de las vidas de todos en Levante. Miguel se evade de las conversaciones y evita mis sonrisas. No puede verme sonreír. Ayer me encontró en un pasillo y me tomó por el brazo. “¡Ríete de una vez!”, dijo. “Ríete francamente y no trates de disimular”. ¿De qué? Yo no disimulaba nada. Tenemos confianza de primos, tú sabes. Será bueno que vengas y estés con él cara a cara y yo miraré y después te diré cosas probables y cosas definitivas. Cuando pienso en eso debía llorar, pero río y es igual. Entretanto, la lluvia me dice que tengo razón. Miguel es el peligro.

"Nadie lee nuestras cartas más que tú y yo. Si no puedes venir, escríbeme y dime en tu idioma todo lo que quieras. Yo lo entiendo todo si hablas de amor”.

No decía una palabra la princesa de los regalos, y como la mayor parte de ellos habían sido hechos espontáneamente por los soldados, Roger tuvo que inventar una carta de gratitud y leería a la tropa. Con ella todos quedaron satisfechos. Le gustaba a Roger que su esposa se olvidara de hablar de los regalos, a pesar de ser tan valiosos. Y Roger se quedaba con la mirada suspensa en el aire y pensaba: “Es un amor verdadero sólo que para tiempos de paz. Siempre el amor de la mujer es para la paz”.

Había cartas del Emperador dirigidas a Georges y a Marulli, pero en la que escribía a Roger incluía copias de las otras dos.

Pedía el Emperador que acudieran al socorro de Filadelfia y de las plazas y castillos menores sitiados por Karman y ocupados por sus tropas en aquella parte. “Lo demás”, decía, “vos lo sabéis mejor que yo y sería impertinente para mí aconsejaros, ya que no estoy en el lugar de la acción y desconozco las condiciones de la campaña.”

Arenós, cuando Roger le mostró la carta, dijo:

—Podría añadir que, además, no sabe una palabra de guerras ni milicias.

Afirmaba Roger, pero con respeto para su tío suegro:

—Un rey no necesita saber de guerras —dijo. Muntaner intervino:

—Todos los monarcas son guerreros ahora en el mundo, menos él, y sin embargo, es el que más necesidad tiene de guerras. Es cosa del país. Todos los romeos son gente de paz. Todos los griegos. Yo no les reprocho nada. También yo soy hombre de paz. Pero, ¿dónde está la paz en el mundo?

Del príncipe Miguel no había cartas. Al día siguiente llegó una de la reina Irene que decía: “Miguel tiene cara de membrillo y dice que tu victoria la debes a los armeros y herreros porque peleas encerrado en una fortaleza de metales. Yo le digo que dentro de esas armaduras hay hombres como por aquí no se usan. Y cuando digo eso, el príncipe Miguel se inclina y se va”.

Decía otras cosas la suegra de Roger. Parecía la reina Irene a veces más entusiasta sobre Roger que su misma hija. Y Roger, leyendo aquello, tenía la impresión de que era demasiada alegría y demasiada gratitud. ¿Qué puede un hombre hacer con todo eso?, se preguntaba.

Había algo falso en el entusiasmo de la reina Irene, y Roger no sabía qué.

Volvía a leer la carta de la princesa María. La princesa escribía a propósito algunas vaguedades que podían entenderse de diferentes maneras, para que Roger tuviera que releer la carta. Cuando dudaba Roger sobre la congruencia de lo que decía, acababa por reír para sí: “Bah, es una niña”.

Una niña que podía ocasionalmente mostrarse cínica, aunque su cinismo era siempre de buen gusto, es decir, dejando a salvo los sentimientos primarios del amor y de la fidelidad y del respeto mutuo. “Su madre”, pensó Roger, “tiene celos de mis victorias y algo se le ha contagiado a la hija.”

Pero los celos de la hija eran, por decirlo así, generosos y llenos de bondad. Eran sólo el egoísmo natural del amor.