CAPÍTULO 20

28 de abril de 1139

Casa del obispo, Southwark

Antes de que Bell pudiera mandar un mensajero para ir a casa del orfebre, el hombre que había enviado a St. Albans para preguntar acerca de Beaumeis, se le acercó y le informó de que Beaumeis sí había estado con su tío desde el martes por la tarde hasta media mañana del día anterior. El soldado pareció decepcionado cuando Bell tan sólo asintió a lo que él creía que era información muy importante, pero había averiguado otra cosa. Pensaba que era menos importante, pero recibió la reacción que su primera noticia no había producido. Bell abrió la boca, y sus ojos se abrieron como platos.

— ¿Estás seguro? —preguntó.

— Sí, en efecto. —El soldado recitó lo que había hecho.

— Muy bien. —Bell sacó una moneda de su bolsa para recompensar al hombre por ir más allá de las instrucciones que había recibido, pero no explicó por qué estaba tan satisfecho, luego despidió al hombre.

Se quedó pensando en lo que había oído, ahora estaba seguro de que encontrarían la plata robada de la iglesia de St. Mary Overy en St. Albans. Se iba a dirigir a Winchester, cuando otro soldado, uno de los que había dejado para proteger al orfebre, le llamó. El corazón le dio un vuelco, porque lo que había averiguado no era una prueba contundente, también necesitaban el testimonio del orfebre, pero el hombre le quitó ese temor cuando le dijo que el maestro Domenic se encontraba en la casa del obispo.

— Cuando se le pasó el efecto de la poción que le dio el farmacéutico y se despertó esta mañana, quiso saber lo que hacíamos en su casa y quiénes éramos. Cuando Michael le dijo que éramos guardias del obispo, que estábamos allí para asegurarnos que no le atacaran otra vez, y que teníamos un mensaje sobre sus obras, se emocionó e insistió en venir.

— Muy bien —dijo Bell sonriendo—. Estaba a punto de enviar a un hombre para preguntar si se encontraba lo suficientemente bien como para ser traído aquí. Deduzco que no fue necesario.

— No, señor. —El guardia le devolvió la sonrisa—. De hecho, nos costó seguirle el paso. Tenía muchas ganas de llegar aquí.

Un hombre de baja estatura y rechoncho, con un gran morado en la sien, una nariz muy roja y manchas de sangre en sus mangas, se puso en pie cuando vio acercarse a Bell. Ahora se dirigía hacia él.

Se sorbió la nariz, y luego dijo con voz áspera.

— Así que el obispo vio mis copias y encontró mi marca. Estoy muy halagado. El maestro William, el empleado que me las pidió, no quiso que pusiera mi marca de artesano, porque eran unas copias del trabajo del maestro Jacob Alderman, y yo estuve de acuerdo porque no estaría bien poner mi marca donde él ponía la suya, como si se tratase de una obra mía, pero eran buenas copias, y pensé que no hacía ningún mal en poner mi pequeña marca en una esquina.

— Ningún problema en absoluto, maestro Domenic —dijo Bell conteniendo una sonrisa. De hecho, la marca les había ayudado mucho. Y luego, disimulando lo que era realmente importante para él, preguntó educadamente—. Espero que el hombre que le atacó no le robase nada. ¿Lo reconoció?

El orfebre empezó a reír, y a continuación estornudó en su manga.

— Uno no reconoce a los ladrones —dijo limpiándose la nariz; sorbió otra vez y luego dijo pensativo—. No, no me robó nada, aunque no por mi cautela. No sospeché de él. No buscó lo que tenía más valor, como haría un ladrón, sino que vino directamente a la mesa donde estaba trabajando y me golpeó. Por lo menos eso dice mi aprendiz, que salió corriendo para ver por qué me había caído.

— ¿Pero no recuerda su cara? ¿Su aprendiz tampoco lo pudo ver?

— No, llevaba un pañuelo que le cubría la cara debajo de su capucha. Supongo que tendría que haber sospechado, pero yo tenía un resfriado tan terrible, que pensaba que el hombre también estaría enfermo. Por suerte, mi descuido no me perjudicó. Ni siquiera cogió las piezas que estaban en la ventana, que podía haberlo hecho mientras salía corriendo. Y por supuesto, no iba a pensar mal de un hombre que llevaba ropa de monje. Con el palacio del arzobispo justo al lado de mi taller, siempre hay monjes y monjas pasando por delante, incluso entrando. Claro que hemos estado muy tranquilos desde que el arzobispo William, bendita sea su memoria, murió, y tal vez el nuevo arzobispo… quién sabe si utilizará el palacio de Lambeth tanto como el arzobispo William. Así que cuando me enteré de que el obispo de Winchester estaba interesado en mi trabajo, me apresuré a venir.

Bell estaba decepcionado de que el orfebre no pudiera reconocer o describir a su atacante, pero tuvo mucho tiempo para reponerse de su decepción, mientras el hombre no paraba de hablar. El hecho de que el atacante no se hubiera llevado nada, indicaba que estaba más interesado en hacer daño al orfebre que en robar, lo que no le convertía en un ladrón común, a menos que fuera muy inepto o tímido. Bell se preguntó si el atacante sabría que no había golpeado al orfebre lo suficientemente fuerte como para aturdirlo, por lo que se fue sin robar.

— Estoy sorprendido de que haya sido capaz de venir aquí, a pesar de que el ladrón le golpeó tan fuerte como para tirarle al suelo y dejarle inconsciente —señaló Bell.

El maestro Domenic le sonrió.

— Ah, bueno, Dios trabaja de maneras misteriosas. Como se puede imaginar, no estaba muy contento cuando anteayer, me desperté con un terrible resfriado, y cuando las tisanas y las pociones no evitaron que el resfriado se extendiese a mi cabeza. Ayer por la mañana me dolía tanto, que me envolví una cataplasma en un trapo caliente de lana en la cabeza debajo de mi gorro. Eso me protegió de la fuerza del golpe; y fue un buen golpe, porque me dejó aturdido y me tiró de la silla, incluso con esa protección. Estaba completamente desvalido, pero por suerte mi aprendiz vino corriendo tan rápido que el ladrón no tuvo tiempo para robar.

Y tampoco tiempo para asestarle más golpes para terminar su trabajo, pensó Bell. El orfebre no tenía ni idea de la suerte que había tenido. Tal vez cuando se diera cuenta, estaría menos decepcionado al oír que el obispo no le había llamado para encargarle ninguna pieza. Pero decidió que todavía no le diría nada de eso al maestro Domenic. No quería que el hombre estuviera malhumorado por la decepción.

— Si se puede esperar un momento —dijo Bell—, entraré e informaré al obispo de que está aquí. Sé que quiere hablar con usted, pero yo le había dicho que estaba herido, por lo que tal vez no le espere tan pronto.

— Esperaré encantado a que el obispo pueda recibirme —dijo el maestro Domenic mientras se sorbía de nuevo la nariz.

Bell entró por la puerta, justo a tiempo de ver al obispo inclinarse hacia Margarita, que ahora estaba sentada en la silla que había dejado libre el prior. Bell se quedó paralizado un momento, luchando contra el loco impulso de apartar a su amo, lo que era una locura, pues sabía que Winchester se tomaba los votos de castidad muy seriamente. No pudo hablar durante un momento, y luego se mantuvo en silencio, pues el obispo estaba en medio de una conversación.

— No seas tan dura con él —decía Winchester—. Sus modales son irritantes, pero es porque es consciente de que no es de tan buena cuna como los demás, que son casi todos segundos, terceros o cuartos hijos de nobles, como Bell. Su abuelo era carnicero…

— Dios mío —dijo Margarita, tratando de no reírse—. Imagine ser el hijo de un carnicero, y tratar de mantener la dignidad frente a todos esos nobles engreídos.

El obispo sonrió.

— No fue tan terrible —dijo—. El carnicero se enriqueció, cuando su padre llegó al mundo. Era un médico, y un buen médico. Fue mi médico particular hasta que murió hace unos años.

De repente, Bell puso atención, y dirigió su mirada por la estancia. Sin embargo, el obispo hablaba en voz baja, sin duda porque no quería llamar la atención de su conversación con una prostituta, y nadie en la habitación le prestaba atención. El hermano Patrie estaba escuchando lo que el padre Benin decía; el hermano Elwin y otros monjes asentían afirmativamente, y el enfermero tenía una mano sobre el brazo del hermano Patrie. Knud se había movido para situarse más cerca del sacristán, que miraba por la ventana, con el rostro pálido y duro como una piedra. Buchuinte estaba escuchando atentamente al sacerdote de St. Paul y asentía, mientras el archidiácono parecía haber ganado su disputa, porque Guiscard estaba utilizando una piedra pómez para borrar una línea que tachaba algo del informe que estaba escribiendo.

— ¿Un médico? —de repente, la sonrisa desapareció de la cara de Margarita, y Bell se giró para mirarla. Sus ojos se habían puesto enormes, mientras miraba a William fijamente—. Un médico —repitió—. ¿Mi señor, siempre estuvo destinado a la Iglesia, o primero estudió para ser médico? —preguntó con apremio.

Bell se la quedó mirando, sorprendido por la agilidad de su mente. Nunca se olvidaba de nada, y veía la importancia de la primera formación del hombre.

— ¿Qué importa? —preguntó Winchester, sorprendido pero ligeramente divertido por su interés.

— Sí que importa, mi señor —dijo Bell, acercándose a la mesa rápidamente e inclinándose hacia ellos para hablar en voz baja—. No recuerdo si le molesté con la descripción de la herida de Baldassare, pero era una herida limpia, de un hombre que sabía perfectamente donde clavar el cuchillo. Esa herida siempre me hizo dudar de la culpabilidad de Beaumeis. Pensé que se la habría infligido un hombre acostumbrado a llevar armas, y perdí mucho tiempo averiguando dónde se encontraban los clientes nobles de Margarita esa noche. Qué tonto fui por no pensar que un carnicero o un médico también tendrían los mismos conocimientos.

Winchester se quedó paralizado, con la sonrisa todavía en sus labios.

— Estudió para ser médico —dijo Winchester, cuya sonrisa se había desvanecido totalmente—. Aprendió latín y le dio excelentes aptitudes para escribir cartas. Escribía más claramente que cualquier otro empleado que hubiera sido formado en disputas teológicas. Ya le comenté que conocía a su padre y que me había atendido. Era un buen hombre, y cuando se dirigió a mí y me preguntó si podría encontrar un puesto para él, porque el joven odiaba ser médico, estuve encantado de hacerlo.

— Entonces sabría perfectamente donde clavar un cuchillo —dijo Bell en voz aún más baja. Sus ojos escudriñaron la habitación, y luego se posaron sobre Winchester, e inspiró profundamente—. Y no tiene a nadie que visitar en St. Albans. Su madre murió hace dos años.

— ¡Hace dos años! —repitió el obispo.

— Bueno, señor —dijo Bell en voz baja, pero más vivamente—, tendremos pruebas muy pronto, espero. El orfebre que iba a mandar llamar vino por su propio pie, y está esperando fuera.

— Vino por su propio pie —repitió el obispo, como si no entendiera lo que había dicho Bell. Estaba un poco pálido, y no podía evitar mirar fijamente.

— Sí. El maestro Domenic sabe que encontramos sus piezas. Está muy orgulloso de su obra, y cree que le quiere encargar más.

— No es el momento de preocuparse por un ladrón. Debemos… —Winchester parpadeó y sacudió la cabeza, recordando que seguramente el ladrón y el asesino eran la misma persona—. ¿Ha mencionado al hombre que le encargó las copias?

— Un empleado llamado maestro William —dijo.

La cara del obispo mostraba su enfado y decepción.

— Pero no hay ningún maestro William. —Se calló repentinamente y soltó una carcajada—. Estoy tan sorprendido y abrumado que no pienso con claridad. Por supuesto que daría un nombre falso. Muy bien, haz pasar al orfebre.

Mientras Bell y el obispo estaban hablando, Margarita se había puesto en pie, empujando el taburete debajo de la mesa, y se había colocado contra la pared, un pie o dos a la derecha de Winchester. Al levantarse, se había pisado el extremo del velo, y éste cayó al suelo. Estaba pensando en la conversación que acababan de tener, y sin pensarlo recogió el velo y se lo quedó mirando, sin volvérselo a poner. Estaba tan sorprendida como el obispo, apenas capaz de creer la sospecha que compartía con Bell y el obispo. Parecía extraño conocer a alguien tanto tiempo, y nunca haber imaginado lo perverso que podía llegar a ser.

Levantó la mirada, pero trató de evitar mirar fijamente. Y era extraño, que una verdad tan aplastante, fuera descubierta sin afectar en lo más mínimo a nadie más que a los que la habían descubierto. Todos los demás parecían estar inocentemente ocupados en sus asuntos. Entonces la puerta se abrió, y silenciosamente Bell hizo pasar a un hombre rechoncho, con la nariz roja y un morado en su sien. Colocándose de manera que su cuerpo tapaba al orfebre, Bell lo guió hacia la mesa. El prior se giró para mirarlo, pero Margarita pensó que no debía ver mucho, excepto la parte trasera de la cabeza del hombre. El prior parecía preocupado, pero tenía una buena razón, si creía que el obispo iba a desviar su atención a otros asuntos que no eran la reconsagración de su iglesia.

Mientras tanto, el maestro Domenic estaba ocupado haciendo reverencias al obispo, y balbuceando su agradecimiento por la aprobación del obispo de sus obras.

— Eran unas copias muy buenas —dijo el obispo en voz baja—. Al principio no las podíamos distinguir de los originales.

La cara del maestro Domenic no dejó entrever ningún remordimiento; de hecho, sonrió ampliamente.

— ¿Ah, fueron comparados? No sabía que eso fuera posible. Sabía que los originales eran obra del maestro Jacob Alderman, y que eran prestados y tenían que ser devueltos rápidamente, pero pensé… —frunció el ceño—. Creo que el maestro William me dijo que las copas eran para la capilla de su amo en Oxford. Bueno, no importa. Mientras usted las haya visto y haya apreciado el trabajo.

— Oh sí, por supuesto que lo aprecié —dijo Winchester fríamente—. Me llamaron mucho la atención —inevitablemente, dirigió la mirada por la habitación—, debido a unas circunstancias inusuales.

El orfebre había dirigido su mirada donde Winchester estaba mirando.

— Vaya, allí está el maestro William —dijo con una sonrisa satisfecha, en un tono mucho más elevado que cuando habló con el obispo.

En ese momento, Guiscard de Tournai levantó la mirada del pergamino en el que estaba tratando de escribir en un espacio demasiado pequeño, la frase que el sacerdote y el archidiácono le indicaban. Su expresión hizo que la satisfacción del orfebre se convirtiese en duda, cuando se dio cuenta de que el «maestro William» no tendría que estar escribiendo en la mesa del obispo de Winchester, sino en Oxford, con las copias de los candelabros.

— Solo quería expresarle mi gratitud, maestro William, por mostrarle mi trabajo al obispo —dijo Domenic con voz temblorosa, dirigiendo su mirada hacia el obispo para ver su reacción.

— ¡Idiota! —gritó Guiscard y cogió el cuchillo con el que había afilado sus plumas.

El rugido de su voz asustó a todos y se quedaron inmóviles, excepto a Bell, que saltó entre el orfebre y Guiscard, empujando al rechoncho hombre tan fuerte, que se tambaleó lejos de la mesa. Bell comenzó a sacar su espada, pero Guiscard no tenía interés en una estúpida venganza. En cambio, saltó hacia el obispo, pasando por delante de Margarita, que como los demás, se había quedado paralizada, y antes de que el obispo se pudiera mover, había cogido la cabeza del obispo con su mano izquierda, y con la derecha le clavaba el cuchillo, que era pequeño pero muy afilado, en el cuello, justo debajo de la oreja, donde palpitaba una vena grande.

— Quédese quieto y callado —siseó Guiscard—. Le aseguro que una muerte más no me importará. Un movimiento, un grito pidiendo ayuda, y el obispo muere. Y no creáis que no se, que si lo mato, me podréis matar a mí. No me importa morir si no lo puedo utilizar para escaparme, o sea, o me escaparé, o me lo llevaré conmigo.

— Hijo mío —susurró el padre Benin alargando su mano.

— Cierre la boca y quédese bien quieto —rugió Guiscard, dirigiendo su mirada a Bell, que estaba rojo de ira y frustración, con la espada a medio desenvainar.

— Tú —sus labios hicieron una mueca de asco—, sal fuera y pide que traigan la litera del obispo a la puerta. Cuando llegue, levantarás la cortina de este lado, y yo entraré con el obispo. Bajarás la cortina y vendrás conmigo a mi alojamiento. Entrarás y cogerás del baúl que está a los pies de mi cama las bolsas con monedas.

— Necesitaré la llave —dijo Bell, envainando la espada y poniendo las dos manos sobre la mesa—. ¿Y quiere algún otro objeto valioso? ¿Los candelabros? ¿El píxide de oro?

— No están en el baúl. No soy tan tonto como para guardarlos… —La voz de Guiscard se desvaneció, y su mano se puso tensa, haciendo que una pequeña gota apareciese en el cuello del obispo, justo donde le pinchaba el cuchillo—. ¿Oh, te crees tan listo, que me has engañado para que confiese que robé esos objetos? —Soltó una carcajada—. ¿Por qué lo iba a negar? Estaré bien seguro lejos de vuestro alcance… o muerto… muy pronto. De cualquier forma, mentir no me iba a beneficiar. —Volvió a reírse, pero no tan fuerte como para mover el cuchillo de su posición—. Lo que más me gustó de robar esos objetos, fue hacerlo delante de vuestras propias narices. Y os importaba tan poco a todos, que ni siquiera os molestasteis en descubrir que mi madre había muerto, por lo que tenía un lugar perfecto para esconder mi botín.

— Tiene que haber sido muy divertido. —Los ojos de Bell miraron rápidamente a Margarita, pero no el tiempo suficiente, como para que Guiscard, que tenía su atención centrada en Winchester, se diera cuenta—. Y supongo que la prostituta te dejó entrar por su casa, para que pudieras entrar en secreto al priorato siempre que quisieras.

Margarita se mordió los labios, con una mezcla de dolor y furia, pero tenía el suficiente sentido común como para estar callada. Estaba demasiado cerca de Guiscard y no quería llamar su atención. De una cosa estaba segura: le daría lo mismo matarla, que dejarla viva. Entonces se dio cuenta de que había descubierto que le gustaba matar, e incluso aunque pudiera escapar, no permitiría que Winchester viviese. Retorció el pañuelo que tenía entre sus brazos, con los ojos llenos de lágrimas.

— ¡Yo no confiaría en una prostituta!—exclamó Guiscard—. Ni siquiera en ésta, que estafa a un agente su comisión justa, y encima se va a quejar al obispo. Hubiera ido corriendo a Winchester a decírselo. —Volvió a reír, un poco más fuerte—. Sois todos unos estúpidos, incluso el sabio y poderoso obispo de Winchester. Hice una copia de todas las llaves de la Old Priory Guesthouse cuando le enseñé el lugar.

El obispo movió nerviosamente la cabeza, y Guiscard sujetó su cabeza con más fuerza.

— Claro —dijo Bell rápidamente—. Se me olvidó que tú habías tenido las llaves. Pero no tiene que haber sido fácil conseguir la llave de la caja fuerte del priorato.

— Pues sí lo fue. —Guiscard levantó las cejas desdeñosamente—. Sólo tuve que planearlo un poco. El hermano Knud era un sacerdote, pero tiene un pequeño secreto; le gustan demasiado los niños pequeños. Cuando fue enviado al obispo para ser castigado, yo me encargué de los cargos en su contra, y le ofrecí ser el ayudante del sacristán de St. Mary Overy. Evidentemente, iba de vez en cuando a ver si estaba bien. Hablábamos de sus tareas, por lo que yo sabía los días y hora en que limpiaba la plata. Una vez llegué justo cuando acababa de empezar a limpiar. La llave estaba sobre la mesa. Le dije que veía que estaba ocupado y me fui con la llave. Cuando volví, casi había terminado su trabajo y yo ya tenía una copia. Si alguna vez lo sospechó —Guiscard sonrió a Knud, que había caído de rodillas y se había puesto las manos sobre la cara—, sabía que nunca se lo mencionaría a nadie.

— Siempre pensé que Knud sabía más de lo que decía —dijo Bell—. Le quería volver a interrogar, pero…

Se inclinó sobre la mesa, como si estuviera totalmente absorto en lo que Guiscard estaba diciendo. Parecía que estaba poniendo todo el peso sobres sus manos, lo que lo inmovilizaría, pero Margarita vio como se le clavaba la mesa contra sus muslos. Se dio cuenta de que estaba tratando de apoyarse contra la mesa, para que sus manos quedaran libres. Desgraciadamente, Guiscard también se dio cuenta.

— Retrocede —gruñó, y la pequeña marca donde se le clavaba el cuchillo al obispo se convirtió en un hilito de sangre.

Bell se enderezó.

— Lo siento —dijo—. Sólo estaba…

— Pensaste que me ibas a distraer haciéndome hablar, y estabas a punto de saltar sobre mí. Eres un estúpido. Yo no. Te engañé, porque estaba dispuesto a hablar, pero aún tengo tiempo, al menos hasta tercia. Hay varios barcos en el río que saldrán con la marea. Pensé que era más seguro esperar aquí, pero te estás poniendo muy arrogante.

— ¿Barcos? —repitió Bell, esperando distraerle.

Guiscard se volvió a reír.

— Qué sorprendido estás. Me he informado de todos los barcos que salían todos los días desde que estamos en Londres, desde hace casi un año. Más vale prevenir, pero me temo que cometerás un error, y tendré que matar a Winchester antes. —Se calló de golpe y añadió rápidamente—. Preferiría escaparme que tener que matarle. Mejor ve a buscar su litera ahora, y no avises a los que están fuera, ni a tus hombres. Tal vez consigas detenerme, pero el obispo estará muerto antes que yo.

Margarita había aguantado la respiración cuando Bell se inclinó hacia delante. Ella había notado, por el ángulo de su cuerpo, que pretendía tirarse por la mesa y tratar de empujar a Guiscard hacia la derecha, hacia donde ella estaba, y lejos de Winchester. A pesar de que parecía que el obispo no se había movido, ella creyó ver una sombra que se movía por debajo de su silla, y pensó que estaba colocando los pies para lanzarse fuera del alcance del cuchillo.

Sin embargo, Guiscard había sido demasiado cauteloso. Peor aún, Margarita sabía que el ataque frustrado había centrado su atención en Bell, y que a éste le sería imposible volver a atacarlo. Margarita se mordió los labios, cuando su temor de que Guiscard matara al obispo de todas formas se confirmó, cuando éste tuvo un desliz y dijo que no quería matar a Winchester «antes». Y si Winchester muriese, su vida fácil y su prosperidad podría acabar; y uno de los pocos hombres de la iglesia que por lo menos había intentado ser justo con una prostituta, se perdería. Y Bell también, si Guiscard lo podía conseguir de alguna manera.

Se quedó tan quieta como las mismas piedras de la pared, apenas sin respirar. Margarita no le importaba demasiado a Guiscard como para querer hacerle daño, pero si se entrometía, sería la única que estaba lo suficientemente cerca como para que descargase su ira. ¿Valía la pena arriesgarse?

— La llave de tu baúl —dijo Bell desesperado—. No me la has dado.

Dirigió su mano abierta hacia Guiscard, que instintivamente comenzó a relajar la presión sobre la cabeza del obispo. Pero tampoco cometió ese error, y en vez de eso chilló.

— ¡Fuera! ¡Trae la litera!

En ese mismo instante, antes de que pudiera contestar a su pregunta, Margarita dio dos pasos hacia delante, lanzó el pañuelo que había estado sujetando entre sus manos sobre la cabeza de Guiscard, y lo atrajo hacia ella con toda la fuerza que tenía.

Mientras tiraba, gritó:

— ¡Salte! —a Winchester, que demostró ser tan valiente como inteligente. En vez de moverse a la izquierda, lejos de cuchillo pero contra la presión de la mano de Guiscard, se levantó de golpe, tirando su pesada silla hacia atrás con la fuerza de su movimiento. El cuchillo se deslizó a lo largo del cuello, pero como Guiscard había soltado su cabeza, la hoja tan sólo le hizo un pequeño arañazo en la piel.

Cuando su víctima y garantía de escapar se soltó, Guiscard supo que estaba muerto. Incapaz de encontrar una mejor presa —sabía que las capas de las ricas vestiduras del obispo lo protegerían del cuchillo, y que el obispo no era un debilucho— cuando consiguió quitarse el pañuelo de la cabeza se giró hacia Margarita.

— ¡Zorra! ¡Ramera! Chilló apuntándole a la cara—. ¡Nadie querrá volver a acostarse contigo jamás!

Ella levantó los brazos instintivamente para protegerse, notó el pinchazo de la cuchilla a través de su ropa. Intentó retroceder, pero él estaba encima de ella, sujetándole los brazos, y gritando obscenidades. Vio como el pequeño cuchillo subía, dándose cuenta de que iba dirigido a su ojo, y trató desesperadamente de liberarse.

Entonces, él gritó, y ella consiguió apartar la cabeza. El cuchillo bajó, pero sólo rozó su cuello, que estaba cubierto por el traje. Y entonces él se desplomó, y ella se quedó mirando a Bell, que tenía en su mano un largo puñal empapado en sangre.

— ¿Estás herida? —preguntó.

— No —susurró ella, apoyándose contra la pared.

— Dale el taburete o se va a caer—dijo el obispo, y Bell sacó el taburete de debajo de la mesa y lo puso debajo de ella, para que se pudiera sentar.

— ¿Y usted, señor, está herido? —preguntó Bell con ansiedad—. Lo siento mucho. Pensé que iba a ir contra el maestro Domenic. —Se inclinó y colocó bien la silla del obispo—. Siéntese, señor. Voy a buscar al enfermero.

— ¿Es seguro dejar a Guiscard sin vigilancia? —preguntó Winchester, sentándose en la silla pesadamente, y mirando el cuerpo del suelo.

— Está muerto, mi señor —dijo Bell—. Lo siento mucho. No quería matarlo, pero en la lucha… no tuve tiempo de sacar mi espada, y cuando sujeto un puñal… la fuerza de la costumbre, mi señor.

Margarita había cerrado los ojos, pero los abrió de golpe cuando Bell dijo que Guiscard estaba muerto. Sólo podía ver un lado de la cara de Bell, y sus ojos estaban mirando al obispo, pero la miró de reojo, y Margarita sabía que no lo lamentaba. Tuvo la intención de matarlo, y lo hizo porque Guiscard la había amenazado.

Entonces volvió a cerrar los ojos. No se desmayó ni se cayó del taburete, pero no fue realmente consciente de lo que pasaba a su alrededor —aparte de un sonido de voces que iban y venían— hasta que alguien la levantó por el brazo. Soltó un pequeño grito debido a que el movimiento hizo que le doliese el brazo.

— ¡Has dicho que no estabas herida! —dijo Bell en voz baja e indignado.

Ella abrió los ojos, vio que el obispo todavía estaba en su silla, ahora con una venda alrededor de su cuello. El enfermero le soltó la manga, que estaba marcada con una gran mancha de sangre, y vio a Bell detrás del monje, inclinándose para ver su herida, con la cara angustiada. Tomando aire, miró hacia abajo. El cuerpo de Guiscard ya no estaba. Levantando la mirada, vio que el maestro Domenic, el maestro Buchuinte, el sacerdote y el archidiácono de St. Paul, el prior y los monjes, excepto el enfermero, también se habían ido. En la mesa había un bote de ungüento y más vendas.

— Sólo ha sido un pequeño corte —dijo ella.

— Pero ha sangrado mucho —replicó él.

— El cuchillo ha tocado una pequeña vena —añadió el enfermero—, pero ya ha parado de sangrar, y es una herida limpia. —Mientras hablaba, cogió el ungüento, lo aplicó suavemente, y vendó su brazo con la venda que tenía preparada. Se puso en pie y la miró cuidadosamente—. Hmm. Tiene otra pequeña herida junto a su cuello. Creo que la punta sólo le ha rozado. Llévese el ungüento y aplíqueselo si lo necesita.

Margarita pensó que no se atrevía a pedirle a una prostituta que se soltase el cuello de su vestido. Pero por lo menos había aceptado atenderla. De todas formas, se dio la vuelta rápidamente, recogiendo sus vendas y otro bote más pequeño, que colocó en una pequeña bolsa de cuero, y dio la vuelta a la mesa. Cuando su cuerpo ya no la tapaba de la mirada de Winchester, éste se giró en su dirección.

— Margarita, me has salvado la vida —dijo—. Arriesgando la tuya propia. Te estoy muy agradecido. ¿Pero por qué?

— Porque está dispuesto a estarle agradecido a una prostituta, señor —contestó y sonrió.

Él soltó una carcajada.

— ¿Y cómo te voy a recompensar por este gran servicio?

Margarita se encogió de hombros.

— De alguna manera, no me debe nada. Me temo que no pensé tanto en su vida, señor, sino en lo difícil que sería la mía sin usted. Ni siquiera recuerdo claramente lo que iba a hacer, tan sólo lo hice.

Winchester se la quedó mirando, y dijo.

— No me gusta deber nada a nadie.

Sonrió y se encogió de hombros otra vez.

— Si piensa eso, señor, el dinero siempre le va bien a una prostituta. Cuanto más tenga, antes podré dejar mi trabajo.

— Ah, no debiste decir eso. —Winchester sacudió la cabeza, pero estaba sonriendo—. Tal vez me haga ser tacaño. No por avaricia, al menos no sólo por avaricia, es porque no estoy seguro de querer que te vayas de la Old Priory Guesthouse. —Suspiró fuertemente—. Sin embargo, sé que es un pecado que un religioso no trate de apartar a una prostituta de la lascivia, y también le debo que haya conseguido que el prior tenga por fin tranquilidad de espíritu.

— ¿El prior? —repitió Margarita. La sorpresa le había dado un pequeño brote de energía que le permitió mantener los ojos abiertos y no derrumbarse contra la pared.

El obispo trató de controlar una sonrisa.

— El prior se va a librar del sacristán, que está muy escarmentado. Hoy por fin el hermano Paulinus se ha dado cuenta de que su odio por ti y tu trabajo le ha llevado a abusar de su poder como sacristán. Ha pedido permiso para darle su puesto al hermano Boniface, y volver a la casa matriz para calmar su alma.

— ¿El hermano Boniface? —se mordió los labios para evitar sonreír.

El hermano Boniface era todo lo contrario del hermano Paulinus. A pesar de que amaba los edificios del priorato y los cuidaría devotamente, era redondo y alegre, y era uno de los pocos monjes que era cliente ocasional de su casa. Pero no dijo nada más y bajó la mirada, esperando que el obispo no se diera cuenta de que conocía al hermano Boniface. Y por fin se podía abandonar completamente al agotamiento. Suspirando, se permitió apoyarse en la pared y cerrar los ojos.

— Necesita ir a casa y descansar, señor —dijo Bell.

Winchester asintió.

— Sí, a mí también me gustaría subir y descansar, pero tengo que reconsagrar la iglesia —suspiró—. Creo que necesitaré mi litera.

Bell sonrió.

— Por lo menos estará solo en la litera, sin un cuchillo en su cuello. Estaba tan desesperado, que me estaba preguntando si podría lanzar mi espada y clavársela a Guiscard, antes de que pudiera pincharle a usted. Avisaré a los hombres.

Margarita se quedó sentada, esperando que el obispo no volviera a hablar. No lo hizo, y lentamente se le fueron pasando todos los dolores y temblores que le habían provocado el susto. Al principio, la desaparición de su reacción la dejó más débil y fláccida, pero cuando oyó los pasos de Bell, ya se encontró mejor. Sin embargo, siguió con los ojos cerrados, apoyándose en la pared, mientras Bell ayudaba al obispo a levantarse, y le ofreció uno de sus fuertes brazos para que se apoyase, mientras se dirigían a la litera.

Esperaba que Bell regresase, pero no vino y ella se preguntó si el obispo se había olvidado de ella, y había ordenado a Bell que la acompañara. Bueno, no importaba. Ella estaría mejor si él la evitaba en un futuro. Ya había matado a un hombre, en parte por su culpa, y tenía miedo de que hubiese más si continuaba deseándola. ¡Basta ya! Abrió los ojos y se puso en pie.

— ¿Y dónde te crees que vas, Margarita?

Ella sonrió, cuando se dio cuenta de que el tiempo entre su partida con el obispo y su regreso había sido menor que lo que su impaciencia le quiso hacer ver.

— Me iba a ir a casa a descansar y a ponerme un vestido limpio. No quiero asustar a mis clientes con un vestido lleno de sangre.

— Vuélvete a sentar. Voy a ver si puedo encontrar una litera para ti. Creo…

— No gracias. Estoy bien para caminar, y no creo que nadie proteste hoy si voy por los jardines del priorato, por lo que no es muy lejos.

El la miró cómo caminaba lentamente pero con paso seguro hacia el final de la mesa, y le ofreció su brazo. Ella dudó unos instantes, recordando que no debía darle esperanzas, y él bajó su brazo, como si le hubiera dado una bofetada.

— Siento mucho que no lo pudiera parar antes de que te hiciera daño —dijo—. He fallado totalmente, porque si no hubiera sido por ti, Winchester habría muerto.

Todas sus preocupaciones se desvanecieron al ver el dolor de Bell. Rápidamente dio otro paso y cogió su mano.

— No digas tonterías. ¿Cómo te ibas a imaginar cómo iba a reaccionar Guiscard? Yo también pensé que se enfurecería y atacaría al orfebre, pero tal vez vio al maestro Domenic cuando entró contigo, y tuvo tiempo de superar su rabia y terror inicial. Seguramente estuvo pensando lo que hacer, mientras el maestro Domenic y el obispo estaban hablando.

Bell suspiró.

— Tal vez. De todas formas, tendría que… —Sacudió la cabeza, levantó su brazo y puso su mano sobre él—. ¿Estás segura de que tienes suficiente apoyo?

Ella le sonrió.

— Sí. Si me canso, nos podemos sentar en el cementerio… —Su voz se desvaneció—. Creo que deberíamos pararnos. Me gustaría visitar la tumba del señor Baldassare.

— Ha sido vengado —dijo Bell entre dientes, mientras la guiaba fuera de la habitación del obispo y comenzó a caminar por el pasillo. Cuando se acercaron a la puerta exterior, él añadió—: la Iglesia no se venga con sangre, pero yo no soy un hombre de Iglesia.

Su voz era fría y dura, sin embargo, Margarita notó un alivio en su conciencia. Sí, Bell había matado a propósito, y seguro que una razón era porque Guiscard la había atacado, pero hubiera hecho lo mismo por el obispo o cualquier otra persona en peligro. Además, cualquier culpa que ella hubiera provocado, era mucho menor que la que había evitado salvando al obispo. Era por la muerte de Baldassare, y no por el ataque contra ella, lo que había hecho que Bell clavase su cuchillo justo en el ángulo que toparía con el corazón de Guiscard.

No hablaron más hasta que pasaron por la verja del priorato; el hermano Elwin, como ella había predicho, sólo le saludó con la cabeza y les abrió la puerta hacia el cementerio. Durante unos instantes, estuvieron en silencio, mirando la marca de madera.

— El obispo está haciendo grabar una lápida —dijo Bell suavemente—. Tiene un verso en latín alabando la devoción de Baldassare por su trabajo.

— También debería alabar su inteligencia y su amabilidad —Margarita se apartó unas lágrimas con la mano—. Era un buen hombre, y amable también. Sé que no debemos cuestionar la voluntad de Dios, pero ¿por qué? No murió por ningún motivo, tan sólo por accidente, por venir a la iglesia en el momento equivocado, y porque Beaumeis fue demasiado cobarde para avisarle. Tal vez si hubiera cogido la bolsa…

— ¿Él la escondió en tu casa, verdad? —La voz de Bell era acusatoria.

Margarita giró la cabeza, con los ojos secos y desafiantes.

— No lo podía admitir, ni siquiera al obispo. Piensa lo que hubiera pasado si Winchester me hubiera exigido que le entregase la bolsa después de que el mensajero fue asesinado.

La cara de Bell, que mostraba su enfado, se quedó en blanco. La apartó de la tumba y empezó a caminar hacia la verja de su casa. Al cabo de un rato le preguntó.

— ¿Estabas realmente pensando en Winchester, cuando escondiste la bolsa en la iglesia?

— Y en mí —ahora la voz de Margarita era dura y fría—. Winchester hubiera tenido que admitir cómo obtuvo la bolsa, y mis chicas y yo hubiéramos sido acusadas de asesinato. Eso no hubiera beneficiado al obispo, porque es sabido que es mi casero. ¿No hubiera dicho todo el mundo que él me había ordenado matar a Baldassare? No importa que no hubiera ninguna razón para ello, porque Baldassare le iba a dar la bolsa de todas formas. Pero acusar al obispo tampoco me iba a beneficiar, porque sería acusada y colgada por el crimen, no importa quién diera la orden. Recuerda, soy una prostituta, y, por tanto, culpable.

— Sé por qué lo hiciste —dijo Bell—, pero podrías haber confiado en mí. Se lo dijiste a William de Ypres.

— ¡No se lo dije! Le dije a William que el hermano Godwine había sido asesinado, y que la iglesia tenía que ser purificada, y como Baldassare no había escondido la bolsa en mi casa, era posible que la hubiera escondido en la iglesia, y la limpieza la descubriera. Si se imaginó lo mismo que tú, no dio ninguna señal de ello. Y como William no es una persona que se lamente por cosas pasadas, dudo que le importe cómo llegó la bolsa allí. Le es suficiente que estaba allí cuando fue descubierta.

— Bueno, no le dijo al obispo que hubiera ninguna duda de quién lo escondió, aunque no importe; Winchester lo sabe, pero evidentemente no lo reconocerá, ni nada que te cause problemas. Y de todas formas, obtuvo lo que quería. Lord William quería convencerle de los beneficios de llevar la bolsa intacta al rey, permitiéndole que fuera él quien otorgase la bula. Pero Winchester dijo tajantemente, que no la aceptaría del rey sin la orden especial del papa. Lord William estuvo de acuerdo con que el obispo tenía que quedarse la bula. Winchester suavizó la situación, sugiriendo que no anunciaría que había recibido la bula o no la utilizaría a menos que fuera absolutamente necesario, para que el rey pensase que había sido enviado con otro mensajero.

Margarita suspiró. William no había obtenido todo lo que quería, pero tenía la carta confirmando el derecho al trono del rey, y tenía una historia muy interesante para contar.

— Estoy encantada de oír que llegaron a un acuerdo amistoso —dijo ella—. ¿Allí es donde fuiste cuando todos estábamos limpiando en la iglesia? ¿A hacer de guardaespaldas del obispo, por si William perdía la paciencia y se llevaba la bula a la fuerza?

Bell sonrió.

— No, lo oí por casualidad. Estaba esperando para informar al obispo acerca de la búsqueda del orfebre que había hecho las copias de la plata de la iglesia. Ni lord William ni lord Winchester se dieron cuenta de que estaba en la habitación privada del obispo. Yo les saludé inmediatamente, pero los dos me indicaron que esperara. Gracias a Dios confían en que guarde silencio —pareció sorprendido y sacudió la cabeza—, cosa que no he hecho. Es que hablar contigo, Margarita, es como hablar conmigo mismo.

— Y lo que me has dicho no saldrá de aquí. Estoy acostumbrada a oír cosas que son peligrosas saber. Si William confía en mí, tú también puedes.

— Oh, sí, a menos que mis intereses sean incompatibles con los suyos. —Su voz era amarga.

Se habían parado junto a la verja; el pestillo se abrió fácilmente y Bell la abrió. Margarita la atravesó, y se giró para mirarlo de frente.

— William tiene derecho a mi lealtad. El ha sido mi protector, mi amo, si quieres, así lo entenderás mejor, durante más de diez años. No soy la mujer de nadie, ni siquiera la de William, pero yo pongo sus intereses por encima de los de los demás. Si no puedes entenderlo y aceptarlo, lo siento mucho.

Hubo un pequeño silencio. Bell se la quedó mirando como si esperase que le cerrara la puerta en las narices. Finalmente dijo:

— Supongo que quieres que recoja mis cosas y vuelva a mi antiguo alojamiento.

Margarita lo miró por encima de la verja, y puso una mano para mantenerla medio abierta entre los dos. El no había matado a Guiscard por ella. No se había enfurecido por sus constantes afirmaciones acerca de su obligación hacia William. Tal vez lo podría domar. Sonrió.

— No a menos que no puedas soportar vivir más tiempo entre nosotras, o creas que el obispo no lo aprobará. Echaría mucho de menos tu compañía, que me gusta mucho. Y es muy tranquilizador tener un hombre en la casa, en el que podamos confiar y nos pueda defender. Cambiaré todo eso por el precio de tu alojamiento. Si, y solo si, puedes recordar que soy una prostituta y que puedo pertenecer a cualquier hombre por cinco peniques, te puedes quedar… si lo deseas.

— Dijiste que estabas retirada.

— Y lo estoy, pero eso no cambia lo que soy.

Él sonrió.

— Ahora que se ha encontrado al asesino de Baldassare, empezaré a tratar de convencerte de que el retiro total no es tan bueno como crees.

— Estoy a la espera de la apuesta —contestó riendo.

Los labios de Bell se agriaron en una mueca, pero cruzó la verja, la cerró tras él, y avanzó junto a ella hacia la puerta trasera de la casa. Ambos alargaron la mano hacia el pestillo de la puerta al mismo tiempo, y sus dedos se rozaron. Ella apartó los suyos, lo que devolvió el buen humor a Bell, y soltó una carcajada. Pero no trató de aprovecharse de su ventaja. Levantó el pestillo y abrió la puerta, mirándola, con los ojos brillantes.

— Creo que los dos disfrutaremos de la apuesta.

FIN