CAPÍTULO 19

27 de abril de 1139

Old Priory Guesthouse

— ¿Por qué no se queda a pasar la noche? —preguntó Sabina mientras le soltaba la mano y se levantaba desganadamente de la cama—. El precio es el mismo y me agradaría mucho.

— No puedo, mi amor —contestó en voz baja con pesar; ella lo escuchó atravesar el cuarto y coger su ropa del baúl sobre el que descansaba—. Ya me he entretenido más de lo que debiera. Mi mujer estará disgustada. Se quejará de que llegue tarde, pero si estoy fuera toda la noche mi vida será un infierno, incluso si mis colegas del gremio mienten por mí y juran que estuve con ellos en todo momento. Ella irá al sacerdote, al maestro del gremio, a mis amigos… A mí no me importaría si sólo me acusase a mí, pero los insulta y ataca a ellos.

Sabina suspiró. Le gustaba sentir el cálido y fuerte cuerpo del maestro Mainard junto a ella. Y le gustaba aún más cuando él le hablaba de cosas cotidianas, un encargo de una silla de montar especial, acerca de las travesuras de sus aprendices, y la disputa entre dos oficiales que casi habían llegado a las manos con unos cuchillos tremendamente afilados de cortar cuero. Era como si ella fuese su mujer, y estuvieran hablando de los asuntos del día. El la escuchaba atentamente, cuando le sugería maneras de domar suavemente a sus aprendices y calmar a sus oficiales.

Durante sus charlas, él le había contado muchas cosas sin darse cuenta. Ella nunca reconocía esos pequeños deslices, acerca de sus problemas, o de las deudas incurridas, pero le habían formado una imagen de lo perversa que era su mujer. Seguramente se quedaría si se lo pedía, pero sufriría mucho por eso. Sabina suspiró y se levantó.

Se puso una abrigada bata, porque las noches eran frescas y abrió la puerta.

— ¿Hay una antorcha encendida junto a la puerta, maestro Mainard?

— Sí, mi amor.

— Entonces le acompañaré a la puerta principal, porque todo el mundo se ha ido y las antorchas de la calle están aquí. Espero que no le haya entretenido demasiado. Me gusta hablar con usted —rió dulcemente—. Y quererle también. Es muy egoísta por mi parte entretenerle, cuando sé que va a suponer un problema para usted, pero nunca me acuerdo hasta que es demasiado tarde.

— Si el problema fuese sólo para mí, no me importaría. Me has devuelto la vida, me has vuelto a hacer un hombre. Pero los demás también lo pagarían, y no puedo permitir eso.

Se besaron otra vez, y Sabina lo acompañó, poniendo una mano sobre su brazo y permitiendo que él la guiara. Eso era otra cosa que le gustaba de Mainard, nunca la estiraba ni la empujaba; incluso la dejaba guiar si así lo deseaba, sin insinuar nunca que ella era inútil o estúpida porque no pudiera ver.

Cuando llegaron a la puerta delantera, Sabina le dio al maestro Mainard un último beso, alargó la mano a la cesta que estaba junto a la puerta, y sacó un grueso palo con paja en la parte superior, impregnada de resina y grasa. Se lo entregó y se apartó para que pudiera encenderla y abriera la puerta. Cuando cerró la puerta tras él, se quedó unos momentos pensativa, reflexionando acerca de la oferta de que fuera su amante. Esta noche le había ofrecido un contrato, un alquiler legal del apartamento encima de su taller, y un estipendio mensual, por «servicios provistos».

Dejó escapar una sonrisa. La Iglesia registraría el contrato, sin preguntar qué tipo de servicios otorgaba. Eso supondría, que sería un pecado no proveer esos servicios. Su sonrisa se ensanchó. ¿Anularía eso el pecado de cohabitar fuera del matrimonio? Se dirigió de nuevo hacia su cuarto, pero estaba tan ocupada con su nueva idea, que no se orientó bien, y chocó contra la mesa. Sorprendida, dio un paso hacia atrás, desorientada, y tuvo que avanzar con cuidado, apoyándose contra la pared del pasillo.

No había nada a su derecha, pero tras unos pasos, sus dedos de la mano izquierda tocaron los estantes. Arrastrando la mano por la pared, se movía con más seguridad, hasta que llegó al marco de la puerta de Margarita. ¿La puerta? ¿Cerrada?

Una corriente de malestar la invadió. Margarita nunca cerraba su puerta, a menos que lord William… pero lord William no había venido. Seguramente se había ido de Londres junto con la bolsa de Baldassare. Y la puerta estaba abierta cuando fue a buscar algo para cenar para ella y el maestro Mainard, hacía un rato. Alargó la mano para abrir la puerta, pero la retiró rápidamente.

Qué tonta era. Seguramente Bell se encontraba allí. Había preguntado por Margarita cuando le dijeron que se había ido a la cama, dijo que tenía algo importante que decirle. Sabina sonrió. Por lo que había notado en el tono de su voz, resultaba evidente que esa cosa tan importante que tenía que decirle, tenía más aspecto de salir de sus calzas que de su boca.

Todavía sonriendo, Sabina pasó rápidamente por delante de la puerta de Margarita, tratando de evitar escuchar placeres privados. Oír a un cliente con una de las otras chicas era una cosa; una escuchaba para ver que todo fuera bien. Una fiesta amorosa privada no era asunto de nadie más que de los dos amantes.

Mientras estos pensamientos pasaban por su mente, Sabina oyó la respiración de Letice, con su característico silbido, y el delicado ronquido de Elsa. Cuando estaba a punto de entrar en su habitación, se detuvo y soltó un soplido; había estado tan absorta con Mainard que se había olvidado coger las llaves y cerrar la verja y la casa. Eso era la obligación de la chica cuyo cliente marchase el último. Suspirando por lo cansada que estaba, Sabina se dirigió a la cocina, donde colgaban las llaves, y se quedó paralizada en el pasillo. Un ronquido diferente, no muy fuerte pero mucho más pesado y áspero que el de las otras chicas, le indicó que Bell estaba dormido en su cuarto. Sabina se quedó paralizada. ¿Si Bell estaba dormido en su cuarto, quién había cerrado la puerta del cuarto de Margarita?

Margarita miró el reflejo de luz de la afilada cuchilla de metal y dijo.

— ¿Quién eres?

— No lo quieras saber —murmuró la voz, con tono de satisfacción—. Si lo averiguas, tendré que matarte. Si no lo sabes… —Las últimas palabras estaban llenas de duda—. No importa —continuó—. Dime ahora mismo lo que hiciste con la bolsa de Baldassare y ruega para que te deje vivir.

La presión del cuchillo se había aflojado un poco. Ya no le estaba pinchando el cuello. Margarita se apartó ligeramente, y cogió la punta de la colcha, agarrándola con tanta fuerza que sus nudillos se pusieron blancos.

— ¿La bolsa? —Susurró. Pero…

— No quiero oír la historia que has contado a todo el mundo. Era una sarta de mentiras…

La voz se detuvo de golpe, y le tapó la boca con la mano, cuando oyeron unos pasos en el pasillo. Margarita no hizo ningún movimiento ni intento de pedir ayuda. La mano sobre su boca se apartó. La figura se acercó, y con una voz que apenas era un murmullo dijo:

— Quiero la bolsa ahora. No quiero oír ninguna mentira. Sé que Baldassare durmió aquí, y uno no lleva puesto una bolsa cuando está con una prostituta en la cama. Ni un hombre como Baldassare deja una carga tan valiosa a la vista, para que una prostituta curiosee mientras duerme. Él la escondió aquí.

— No —dijo Margarita—. La escondió en la iglesia.

— Ramera mentirosa —siseó—. No la llevaba cuando vino a la iglesia. Yo vi…

Un débil sonido indicó que unos dedos se arrastraban por la puerta. Se detuvieron. La oscura figura se giró hacia la puerta y levantó el cuchillo amenazador, pero ya no le apuntaba a ella directamente. Margarita tiró fuertemente de la colcha, apartando la mano que la amordazaba, y tiró la colcha a su atacante, rodando por la cama, tan lejos como sus manos se lo permitieron. El hombre se tambaleó hacia atrás, tratando de soltarse de la manta, y Margarita dio un grito.

El susto de Sabina no había durado mucho. Había entrado en el cuarto de Bell y encontró su cama por el sonido de su respiración.

— Bell —dijo suavemente, tocando su hombro—. Despiértate.

La golpeó tan violentamente, que se tambaleó y perdió el equilibrio y cayó contra la pared. Cuando se repuso, oyó crujir las cintas de cuero de la cama y el ruido de metal contra la piedra. Había cogido su espada del suelo.

— ¿Quién? —gruño Bell saliendo de la cama.

Sabina retrocedió. Estaba a punto de decir:

— Soy Sabina. Algo va mal. La puerta de Margarita está cerrada. —Pero en ese momento se escuchó el grito de Margarita. Instintivamente, Sabina se apartó de la puerta, por la cual sabía que saldría Bell. No se equivocó, pero no fue Bell quien chocó contra ella. Alguien la golpeó por la espalda y por el costado izquierdo, y la derribó al suelo.

Cuando Margarita chilló pidiendo ayuda, también cogió el candelabro de su mesa, y se preparó para usar la vela encendida o el candelabro mismo para protegerse del cuchillo. Sin embargo, el atacante no corrió hacia ella. En el instante que gritó, se giró y se dirigió a la puerta, pero se había olvidado de la colcha. Se había caído al suelo y se había enrollado en sus pies, de modo que cuando quiso huir, se cayó de bruces.

Margarita estaba tan sorprendida que durante un momento se quedó mirando; y luego una corriente de risa histérica la sacudió. Dejó la vela, que estaba a punto de caerse de sus manos, y todavía riendo fue incapaz de hacer ningún otro movimiento. Menos impedido que ella debido a su histeria, el atacante consiguió liberarse de su obstáculo, abrió la puerta y salió corriendo. Margarita dejó de reír de golpe. ¡Se iba a escapar, y tenía que ser el asesino! Había confesado que había visto a Baldassare entrar en la iglesia.

Margarita volvió a pedir ayuda, y corrió hacia la puerta, quitando la colcha del medio, y se paró asombrada. El pasillo era un caos. Dos cuerpos se retorcían en el suelo, mientras Bell, como Dios lo trajo al mundo, pero sujetando la espada, estaba sobre ellos. Elsa, sujetando su bata, se había quedado en el umbral de su puerta y estaba gritando. Letice, con una bata y sujetando un cuchillo, salía de su cuarto. Mientras Margarita boquiabierta miraba la escena, Sabina, también gritando, consiguió salir de debajo del hombre, que estaba de nuevo de bruces contra el suelo.

— Tiene un cuchillo —avisó Margarita, pero después de esto, empezó a reír otra vez.

El sonido de la risa tranquilizó a Elsa, que se quedó mirando a todos los presentes. Letice, viendo que Bell inmovilizaba al fugitivo, y que éste no hacía más que temblar y chillar, bajó su cuchillo. Margarita se agachó y cogió a Sabina entre sus brazos, donde se quedó callada. Todavía riendo, se quedó mirando a Bell por encima de la cabeza de Sabina, y con una expresión de reconocimiento, mientras lo miraba de arriba abajo.

— Estás muy guapo desnudo —murmuró.

— ¿Crees que esto es divertido? —rugió Bell—. Si no te gusta el sexo duro, no aceptes a pervertidos.

— ¡Sexo! —Exclamó Margarita, completamente exasperada—. ¿Eso es en todo lo que piensas? ¿Crees que este tipo está vestido para tener sexo? No seas estúpido. Lo único con lo que me apuntó fue con un cuchillo. —Se encogió de hombros—. Este no es momento para tus fantasías. Creo que este es nuestro asesino. Me dijo que Baldassare no llevaba la bolsa cuando entró en la iglesia, porque lo había visto.

Se giró hacia Letice.

— Ve a buscar unas medias, para que podamos atarlo.

— No, yo no fui. Yo no fui. —El hombre sollozaba—. Soy culpable porque Baldassare fue a la iglesia por mi culpa, pero yo no lo maté.

Nadie respondió. Mientras Bell lo vigilaba, Letice fue a buscar varias medias y luego le quitó la capa al hombre. Un pinchazo de la espada de Bell, hizo que el hombre pusiera las manos detrás de su espalda; Letice las ató fuertemente, y luego los pies.

— Esta es la segunda vez que atamos a un hombre esta semana —dijo Elsa—. No me gusta.

— No, no hay ninguna razón para que te guste —contestó Margarita—. A mí tampoco me gusta. No tiene nada que ver con nosotras. Es debido al problema de la iglesia de St. Mary Overy, y espero que ya haya terminado. Puedes volver a la cama, mi amor.

— ¿Pero qué tiene que ver Richard de Beaumeis con el problema de la iglesia St. Mary Overy?

— ¿Beaumeis? Dijeron Margarita y Bell al unísono.

— He visto la parte trasera de su cabeza lo suficiente como para reconocerla—dijo Elsa, y añadió con una severidad impropia de ella—. Es un tonto y muy egoísta. A menudo no me esperaba y sólo se preocupaba de su propio placer, aunque yo le explicaba que iba a disfrutar más si esperaba.

Bell se atragantó. Margarita dijo:

— Entonces ha sido castigado, porque ha estropeado su propia diversión.

— Espero que no le dejes volver —dijo Elsa, dándose la vuelta—. Siempre quería más y se quejaba que el precio era muy alto por lo que yo le daba.

— No, cariño —dijo Margarita, y le entregó a Sabina a Letice, que hizo señas de que se quedaría con ella; Margarita asintió y Letice llevó a Sabina a su cuarto. Dándose la vuelta para mirar a Elsa, Margarita dijo—: No va a volver más a esta casa. Y ahora voy a cerrar la puerta de tu cuarto para que nuestras voces no te molesten.

Elsa bostezó.

— Bien. Tanto frotar en la iglesia hace que me duelan los brazos. Tengo mucho sueño.

Cuando estuvo en su cuarto, Margarita se giró hacia Bell, que estaba empezando a temblar. Con otra mirada de apreciación, sugirió sin muchas ganas que se debería vestir y llevar a Beaumeis a casa del obispo. Beaumeis empezó a protestar. Bell le golpeó con su espada y volvió a llorar.

— Tiene que ser interrogado —dijo Margarita, levantando la voz por encima de los lloriqueos de Beaumeis—. Pero ante testigos con credibilidad. ¿Qué corte, especialmente una de la iglesia, aceptaría el testimonio de una prostituta excomulgada?

Y tiene que haber al menos dos testigos.

Bell hizo una mueca, pero no pudo negarse a lo que ella decía.

— Yo lo llevaré —asintió y empezó a darse la vuelta cuando dijo—. Tú también tienes que venir. Otros sacerdotes no querrán escucharte, pero Winchester te escuchará, y tú conoces a esta rata mejor que nosotros.

Margarita empezó a protestar, y Bell levantó una mano.

— Esta noche no. No creo que al obispo le gustase ser despertado por algo que puede esperar hasta la mañana. Ven a casa de Winchester mañana por la mañana justo después de prima. Sé que tiene que reconsagrar la iglesia mañana, por lo que tiene un día muy ocupado pues sé que tiene otros asuntos que no pueden ser pospuestos, pero tiene que comer, así podrá hacernos un hueco mientras desayuna.

Tal vez el obispo todavía estuviera despierto cuando Bell llegó con su prisionero, o Bell se lo había pensado mejor. En cualquier caso, Winchester se estaba tomando el asunto de si Beaumeis había matado a Baldassare mucho más en serio que un cuestionario durante el desayuno. Cuando llegó Margarita, encontró una verdadera corte reunida en la sala de negocios de Winchester.

Winchester estaba sentado en una larga mesa, el padre Benin en un taburete junto a él. Guiscard estaba en un extremo, con pergamino, plumas y tinta, y Bell estaba junto al otro extremo. En un grupo cerca de la entrada, estaban el sacristán, el enfermero, los hermanos Patrie, Elwin, Knud y los dos hermanos encargados de vigilarlo, cuyos nombres ella no conocía. Al otro lado de la habitación, cerca de la ventana, estaba el maestro Buchuinte.

La sorpresa de verle ahí le hizo titubear cuando cruzaba el umbral de la puerta. Agradeció el velo que llevaba, aunque diez años de práctica de no reconocer a un cliente en público, tendría que haber hecho que mantuviera su expresión inalterable. Por suerte, todos los monjes se habían girado para mirarla, lo que suponía una razón suficiente para su vacilación. Entonces Bell, no sólo llevando su espada sino su armadura completa, se acercó y la llevó un poco más atrás, cerca de la pared, en un extremo de la mesa. Nadie hablaba. Un momento después, el sacerdote y el archidiácono que oficiaban en St. Paul entraron en la habitación. Hablaron unos instantes con el obispo, y luego se situaron detrás de Guiscard, cerca del maestro Buchuinte, al cual saludaron los dos. El obispo hizo una señal a Bell, que se giró y salió.

Todos oyeron a Beaumeis antes de que lo pudieran ver, chillando.

— ¡Yo no fui! ¡Yo no fui! —Entonces Bell entró y se dirigió al final de la mesa, desde donde podía ver al obispo. Los dos soldados del obispo arrastraron a Beaumeis dentro de la habitación. Lo pusieron en pie delante de la mesa, pero en el momento en que lo soltaron cayó de rodillas.

— ¡Yo no maté al señor Baldassare! —chilló—. ¡Yo no fui! ¡Yo no fui!

Su cara estaba hinchada de tanto llorar, y Margarita no pudo evitar apiadarse de él. El obispo lo miró una vez, tan fríamente que Margarita comprendió mejor por qué muchos odiaban a Winchester, igual que muchos lo admiraban. Beaumeis se estremeció y se quedó callado. El obispo miró al otro lado de la habitación.

— Maestro Buchuinte —dijo—. Adelántese y explique cuándo fue la última vez que vio a Richard de Beaumeis.

Así que ese era el motivo por el que se encontraba aquí, pensó Margarita mientras escuchaba la historia que ya le resultaba familiar. Buchuinte explicó como Beaumeis había llegado en barco con Baldassare, y se negó a cenar con él y el mensajero papal, explicando que tenía que ir inmediatamente a Canterbury con noticias del arzobispo. El sacerdote y el archidiácono de St. Paul testificaron con cierta reticencia, que Beaumeis no había ido a St. Paul esa tarde. Por último, el hermano Patrie informó de que Beaumeis había estado en el priorato antes de vísperas, y había dicho que había ido porque echaba de menos su vieja escuela y quería atender el servicio.

— Richard de Beaumeis —dijo el obispo—. ¿Aceptas el testimonio de estos hombres?

— Sí —dijo Beaumeis—. Estuve en el priorato de St. Mary Overy, pero eso no quiere decir que yo matara al señor Baldassare.

— ¿Entonces por qué admitiste ante sir Bellamy de Itchen ayer por la noche que eras responsable de la muerte de Baldassare? —preguntó el obispo severamente.

— Sólo de que él fuera a la iglesia de St. Mary Overy. Yo nunca le hice daño. Nunca estuve cerca de él —gritó Beaumeis.

— ¿Y por qué le enviaste a St. Mary Overy?

Hubo un silencio. Bell dio medio paso hacia delante, y Beaumeis dijo hoscamente.

— Le dije que usted quería que la bula nombrándole legado papal fuera entregada en secreto, para que sus enemigos en la corte no le causaran problemas.

— ¿Y a quién tenía que entregar la bula? Ni yo ni ninguno de mis hombres recibieron un mensaje citándonos en la iglesia esa noche.

Otro silencio. Esta vez el obispo no esperó que Bell se moviera, sino que él mismo dijo severamente.

— ¿Entonces?

Beaumeis bajó la cabeza.

— Yo pretendía recibir la bula —susurró, y luego indignado dijo más fuerte—. No había nada malo en ello. A usted no le importaría recibir la bula unos meses más tarde, cuando el arzobispo Theobald ya hubiera tenido tiempo de conocer a sus obispos, y… y…

Winchester relajó las mandíbulas que había tenido apretadas, y preguntó, casi suavemente:

— ¿Por qué tenemos que creer que no mataste al señor Baldassare? Tú querías la bula. La deseabas tanto, como para haber ido a la Old Priory Guesthouse ayer por la noche, y amenazar a Margarita con un cuchillo. —Giró la cabeza y dijo—: Adelántate, Margarita la Bastarda, y dinos qué pasó.

Apartándose el velo de forma que su cara pudiera ser observada, Margarita describió cómo fue despertada por un cuchillo pinchándole el cuello, y describió el resto de los acontecimientos de la noche anterior. El sacerdote de St. Paul se movía incómodo. Margarita apretó los labios. Sabía que iba a preguntar arrogantemente si alguien debía creer la palabra de una prostituta por encima de la un diácono de la Iglesia. Antes de que pudiera hablar, el obispo dirigió su mirada a Beaumeis.

— ¿Es cierto lo que dice esta mujer?— preguntó con voz de trueno.

Beaumeis se acobardó y empezó a llorar otra vez.

— ¿Y qué pasa si es verdad? —Sollozó—. Sólo es una ramera, y yo creía que ella había robado la bolsa de Baldassare.

Winchester sacudió la cabeza.

— ¿Me quiere decir que Baldassare se fue de casa de una prostituta sin darse cuenta de que le faltaba su posesión más preciada? ¡No nos tomes por idiotas! Tú pensaste que confiaba tan poco en ti, que prefirió dejar su bolsa en la casa de una prostituta, y que ella la había escondido tras enterarse de que Baldassare estaba muerto. Pero no lo hizo. Tal vez Baldassare visitase a una prostituta, pero tenía fe. Había puesto la bolsa en mejores manos, en la iglesia. La bolsa fue encontrada detrás de la estatua de san Cristóbal y el Niño Jesús ayer por la mañana.

— ¡Eso es imposible! —exclamó Beaumeis, con la voz llena de sorpresa e incredulidad—. Yo vi a Baldassare entrar en la iglesia por la puerta norte. Estaba al fondo de la nave porque no quería que me viera, pero había antorchas y velas en la cancela y lo pude ver bien. Era una noche agradable, y su capa estaba echada hacia atrás. El no tenía la bolsa. ¡Ahí está! ¡Allí está la prueba de que yo no lo maté! ¿Por qué lo iba a matar si no llevaba la bolsa que yo quería?

Margarita aguantó la respiración. Sabía que lo que decía Beaumeis era verdad. Vio cómo la cabeza de Bell se giraba, y la miró brevemente, y vio que él también sabía que Beaumeis decía la verdad, y que siempre había sospechado que la bolsa estaba escondida en su casa y que luego la había trasladado a la iglesia.

Winchester también lo debía sospechar, pero su expresión no cambió, ni la miró. A Beaumeis le dijo:

— Ah, admite haber estado allí y se fijó en que Baldassare no llevaba la bolsa. Tú se la pediste y como no te quiso decir donde estaba lo mataste. Entonces empezaste a buscarla. Cuando Margarita me informó del asesinato, me dijo que su establo había sido registrado.

— Pero eso fue antes —protestó Beaumeis—. Yo entré por la puerta delantera antes de que se cerrase y registré el establo. Yo vi al caballo allí. Por eso sabía que Baldassare estuvo en casa de Margarita.

El padre Benin parecía sorprendido. Todos los hermanos se movían inquietos, y el hermano Paulinus fue a lanzar una protesta, pero el hermano enfermero les mandó callar. El obispo no hizo caso de su reacción, y se tranquilizaron, dándose cuenta de que Margarita le debió contar la verdad; sólo hizo señas a Beaumeis para que continuara.

— Yo pensé que Baldassare habría escondido la bolsa en el establo, porque no querría llevarla a un prostíbulo. Pensé que la podría encontrar sin ni siquiera tener que encontrarme con él en la iglesia, sin tener que arriesgarme a que me reconociera.

— Pero te reconoció cuando fuiste a pedirle la bolsa, por lo que tenías doble motivo para acallarlo.

— No. Nunca me acerqué a él. —Beaumeis empezó a llorar otra vez—. Nunca le pude pedir la bolsa. Ya se lo dije. Yo estaba en la parte de atrás de la nave, y vi que no llevaba la bolsa, pero no me pude acercar. Se había quedado cerca de la puerta norte, esperando que los monjes y las personas que habían asistido al servicio se marchasen. Yo también tuve que esperar. Mientras, estaba pensando cómo disimular mi voz y quién podría decir que era. Y estaba oscuro, porque cuando los monjes se marcharon, se llevaron las antorchas y las velas, y me estaba moviendo hacia delante, cuando vi una luz que provenía de la entrada de los monjes.

Fue un momento muy tenso. El padre Benin y varios monjes dieron un suspiro. Tenían otro testigo, o incluso otro sospechoso. Todo el mundo sabía el rencor que Winchester tenía a Beaumeis. Todos estaban seguros de que habían sido llamados a escuchar a Beaumeis, para que pudieran testificar que era culpable y que el obispo no lo había castigado por despecho; y todos temían que todo el mundo dijera que se doblegaban ante la voluntad de Winchester porque le tenían miedo.

Perfectamente consciente de los sentimientos de los presentes, Winchester preguntó ansioso:

— ¿Quién era? ¿Pudo ver a Baldassare?

— No sé quien era —dijo Beaumeis exhausto—. Uno de los monjes. Llevaba una túnica con la capucha tirada hacia delante. Y al principio no vio a Baldassare. Caminó directamente desde el presbiterio hacia el ábside, fue detrás del altar y se arrodilló.

Aunque estaba decepcionado de que Beaumeis no pudiera identificar al hombre, Winchester no estaba del todo insatisfecho. Una vez que un hereje llegaba al agotamiento, era probable que dijera todo lo que sabía, más dispuesto a terminar con la interrogación que por salvarse a sí mismo.

— Tus ojos ya deberían estar acostumbrados a la oscuridad —dijo Winchester con voz áspera y acusatoria—. La luz de la lámpara del altar y su vela tendría que ser lo suficiente como para distinguir su cara.

— Sí podía, pero estaba de espaldas a mí, y no podía ver su cara porque se agachó. Pero Baldassare lo tuvo que ver, porque se dirigió hacia él y dijo: —Así que eres tú. Bueno, supongo que sabes lo que estás haciendo. Espera aquí. Voy a ir a… —Entonces el monje se puso en pie, le mandó callar y se dirigió hacia él. El monje dijo: —Lo puedo explicar todo—. Y Baldassare dijo: —No tiene que explicar nada, lo entiendo muy bien. El hombre puso la mano sobre el hombro de Baldassare y lo guió hacia la puerta norte. Estaba sujetando la vela y Baldassare lo tapaba. No pude ver su cara.

— Qué mala suerte. —La voz del obispo era fría.

— Es la verdad. Si pudiera se lo diría. —Beaumeis se puso a llorar otra vez—. Que Dios le maldiga por matar a Baldassare y cargarme a mí las culpas. No quería hacer nada malo, sólo quería ayudar al arzobispo Theobald, que es un buen hombre. —Se le cortó la voz; miró al obispo y tembló, y lanzó una mirada alrededor de la habitación, como si fuera un animal enjaulado. Entonces soltó—: Fue el sacristán. Tenía miedo de hablar. Estaba seguro de que no me iban a creer.

Hubo un silencio sepulcral. Todas las cabezas de la habitación se dirigieron al hermano Paulinus. El padre Benin se levantó de su asiento, pero el obispo puso una mano sobre su hombro y se quedó quieto.

— Yo estaba en la iglesia esa noche —dijo el hermano Paulinus. Hablaba tranquilamente, sin la desesperada excitación que había marcado sus dos visitas a la casa de Margarita, y su acusación contra ella en la habitación del prior—. Estuve paseando por el claustro después del servicio de completas, y me pareció oír voces en la iglesia. Naturalmente, miré dentro, y me pareció ver un halo de luz moviéndose, así que encendí una vela y entré. Creo que dije: «¿Quién está ahí?», pero no estoy seguro. Nadie contestó, pero una corriente de aire casi apagó mi vela, y entonces me di cuenta de que la puerta norte estaba abierta. Fui y la cerré.

— ¿Y no miró afuera? —preguntó el obispo.

— No. —Un toque de color salpicó las pálidas mejillas del sacristán—. Pensé que se trataría de un par de pecadores buscando algún lugar oscuro y tranquilo. Cuando me acerqué a la puerta oí unos pasos, y pensé que los había ahuyentado. Así que cerré la puerta. —Entonces palideció hasta que su cara estuvo más blanca que un pergamino blanqueado—. ¿Me están diciendo que cuando fui a la puerta el mensajero papal se estaba desangrando en el porche norte? ¿He matado a dos hombres por mi negligencia?

— No, hermano Paulinus —dijo el enfermero firmemente—. Ambos habían sufrido heridas fatales de manos de sus asesinos. No podría haber hecho nada para salvarlos.

— Tal vez. —El sacristán dio unos pasos para enfrentarse con Beaumeis de cerca—. Yo no era el hombre que habló con Baldassare ni el hombre que salió con él de la iglesia y le mató en el porche norte. ¿Puedes jurar sobre una cruz que yo era el hombre que viste, Richard de Beaumeis?

Beaumeis se había hecho un ovillo y no podía mirar al sacristán a los ojos. Entre los dos, Margarita sabía que escogería al sacristán como el que decía la verdad, por mucho que le desagradara. Ella sospechaba que todo el mundo en la habitación se sentía igual que ella, y resultaba evidente por la forma de respirar de Beaumeis que había estropeado su exposición acusando al hermano Paulinus.

Sin embargo, el obispo tenía poca paciencia con el fanatismo religioso; su voz era gélida cuando dijo:

— Aún no hemos llegado hasta el punto de necesitar un juicio de ese tipo. ¿Puede ofrecer algún tipo de prueba que apoye lo que está diciendo, Beaumeis?

— ¿Qué le puedo decir? —gritó Beaumeis—. Usted me condena porque me odia.

Eso era tan cierto, que hizo que todo el mundo se sintiera incómodo. El obispo lo miró enfurecido. El sacerdote y el archidiácono de St. Paul dirigieron su mirada al suelo o a sus pies. Los monjes se juntaron y empezaron a susurrar.

Envalentonado, Beaumeis continuó:

— Estaba tratando de no ser visto. Yo… —empezó a sacudir la cabeza y a suspirar—. Oh, esperen. El hermano Godwine me vio salir por la verja. Me dijo, «Pensé que se había ido antes de vísperas». Yo se lo había dicho. No le contesté, pero él se lo podrá confirmar.

— El hermano Godwine está muerto. —Le interrumpió el obispo—. Fue asesinado el miércoles por la noche.

— ¡No! —Se lamentó Beaumeis, poniéndose aún más pálido—. Yo ni siquiera estaba aquí el miércoles por la noche —dijo temblando tan fuerte que casi pierde el equilibrio—. Estaba con mi tío en St. Albans. ¡No! Sólo está tratando de asustarme para que confiese lo que no he hecho, porque cree que le hice un desplante. —Estaba sollozando desconsolado, y finalmente se desplomó en el suelo.

El obispo se giró hacia Bell, con una expresión indignada y dura, con la clara intención de mandarle a su caballero que lo reanimara como fuera, pero el prior fue el primero en hablar.

— Si lo que dice acerca de estar en St. Albans es verdad, no pudo haber matado al hermano Godwine.

— Eso no significa que no pudiera cortar el cuello a Baldassare. —Su voz era tranquila, pero la rigidez de su expresión traicionaba su furia.

El padre Benin le puso una mano sobre su brazo.

— Mi señor —dijo suavemente—. Necesita pruebas, pruebas tangibles. Es una persona tan insignificante que nadie aquí cree que haya asesinado a Baldassare. Aunque le haga confesar…

El prior sacudió la cabeza y bordeó la mesa, con la clara intención de ver a Beaumeis. Todo el mundo aguantó la respiración durante unos instantes, y el obispo dirigió su mirada a Bell. Por su parte Bell hizo una seña a sus soldados y les dijo que se llevaran a Beaumeis a la habitación en que lo habían encerrado, y que lo mantuvieran allí.

— Estuvo a mi cargo —dijo el prior; su voz denotaba un tono de disculpa por tener que llevar la contraria al obispo, pero también la determinación de un mártir, y se dirigió a sus monjes, y al enfermero, y le dijo que les siguiera e hiciera lo posible por ayudar a Beaumeis.

Bell lanzó un suspiro, esperando la explosión de rabia de Winchester, pero el obispo estaba quieto como una estatua, y Bell finalmente dio la vuelta a la mesa, se inclinó y le dijo:

— Mi señor, he enviado un hombre de confianza a St. Albans, para que descubra toda la verdad, pero me temo que dice la verdad. Le tengo que informar de que mis hombres han revisado toda la ropa que Beaumeis tenía en su alojamiento, y ninguna estaba manchada de sangre. La mujer que le alquila la habitación y lava su ropa ha dicho que no ha encontrado nada peor que barro y vómito en su ropa, y que no falta nada desde que regresó de Roma.

El obispo se puso en pie sin decir una palabra, seguramente para abandonar la habitación, pero cuando se giró vio a Margarita. Para su sorpresa le dijo.

— Tú conoces mejor a Beaumeis, a pesar de que vivió con los monjes en el priorato. Con ellos siempre intentó demostrar ser virtuoso; pero no creía que ni tú ni tus chicas fuerais lo suficientemente importantes como para fingir. ¿Crees que es cierto lo que nos ha dicho?

Margarita suspiró.

— Mi señor, odio tener que admitirlo, pero sí lo creo. Tal vez sea mejor actor de lo que dijo Guiscard, pero su historia es muy convincente. Yo podría jurar que no sabía que se había encontrado la bolsa en la iglesia, ni que el hermano Godwine había sido asesinado. Y lo que hizo cuando Baldassare fue asesinado es justo como lo que hizo anoche. Trazó un plan, pero en el momento en que algo fue mal, salió corriendo. De todas formas, es un hombre horrible. Me dan escalofríos sólo pensar lo que hará si es confirmado como diácono.

La rigidez de la cara del obispo desapareció.

— Oh, no te preocupes por eso, no creo que suceda. Aunque pueda demostrar que es inocente de asesinato, su intento de robar una bula papal no es ninguna tontería. Creo que ni siquiera su tío protestará si le envío unos cuantos años a un monasterio.

— Eso resultará más terrible para él que ser colgado.

Margarita no pudo evitar sonreír cuando hizo esa concesión a su espíritu de venganza, pero ya no tenía ningún interés en Beaumeis. Todavía no habían encontrado al asesino, y ella y sus chicas todavía estaban en peligro; y Winchester podría tener menos interés en encontrar al asesino, ahora que se había encontrado la bolsa y tenía en su poder la bula.

— Si Beaumeis no es culpable —continuó diciendo antes de que el obispo se retirase—, y lo que dice es verdad, está claro que Baldassare conocía al hombre que estaba junto al altar. ¿Mi señor, recuerda que la caja fuerte estaba junto al altar?

El obispo la miró confundido.

— ¿La caja fuerte? ¿Pero qué tiene eso que ver con la bolsa y el asesinato de Baldassare?

— Tal vez todo —dijo Bell inclinándose otra vez y hablando en voz baja—. ¿Y si Baldassare no fue asesinado por la bolsa, sino por sorprender a alguien que estaba robando, o a punto de robar, la plata de la iglesia?

— Ya veo —dijo el obispo, tomando asiento otra vez—. Ya veo.

— Pero entonces… —La excitación se reflejaba en la voz de Margarita, cuando por fin entendió las palabras de Beaumeis. Cuando fue consciente del tono de su voz, se puso una mano sobre los labios y miró alrededor de la habitación.

Esperaba que todos los monjes estuvieran mirando indignados a la prostituta que osaba levantar la voz al obispo. Pero estaba equivocada. Los monjes estaban mucho más preocupados por si el abad de St. Albans les echaba la culpa de lo que había pasado, y no le prestaban ninguna atención. Todos excepto el sacristán estaban apiñados alrededor del padre Benin, e incluso el sacristán tampoco le prestaba ninguna atención; estaba un poco apartado, mirando fijamente al suelo. El archidiácono de St. Paul estaba junto a Guiscard, leyendo sus notas de la interrogación, y el sacerdote estaba sujetando a Buchuinte, que estaba mirando a la puerta con anhelo, por la manga y hablando con él.

El obispo, que estaba retorciendo el cuello para poder mirarla, le preguntó amablemente.

— ¿Pero entonces qué, Margarita?

— Ahora entiendo la conversación que Beaumeis nos ha contado —dijo apartándose y acercándose—. Si el ladrón mató a Baldassare, esos dos estaban hablando de dos cosas diferentes. Cuando el monje dijo que podía explicarlo, se refería a que podía explicar lo que parecía un robo. Y cuando Baldassare dijo que comprendía, se refería a que entendía que no quisiera que la bula fuera entregada públicamente, de forma que sus enemigos lo supieran. Pero el ladrón pensó que le había visto robar. Así que cuando Baldassare dijo «Espera aquí» queriendo decir que iba a buscar la bolsa adonde la tenía escondida, el monje se asustó, lo llevó fuera de la iglesia, donde el ruido se desvanecería si Baldassare gritaba… y lo mató.

— Excepto por una cosa. —Los ojos de Bell mostraban la emoción de la revelación que acababa de tener—. Mi señor, si Baldassare fue asesinado por reconocer al ladrón, el ladrón no podía ser un monje. ¿Cómo iba Baldassare a conocer a un simple monje? El conocía obispos, y a algunos abades importantes, porque era a ellos a quiénes entregaba los mensajes del papa, pero, ¿a un monje común?

Los ojos de Margarita se abrieron como platos.

— Y no podía ser un monje del priorato de St. Mary Overy, porque Baldassare no había estado nunca en la iglesia o en el priorato. Me lo dijo a mí, y me tuvo que preguntar si la iglesia que se veía desde mi verja era St. Mary Overy.

— No era un monje. —El obispo los miró—. ¿Tenemos que buscar al asesino por toda Inglaterra?

— No será necesario —contestó Bell sonriendo—. Si el ladrón es el asesino, tendré su nombre muy pronto, o si dio un nombre falso, al menos una buena descripción. Recuerde señor, que ayer le informé de que había encontrado al orfebre que había hecho las copias de la plata robada. Ahora podría saber quien le había llevado los originales y encargado las copias, excepto por el hecho de que no le pude interrogar. Había sido atacado esa misma mañana…

Margarita lanzó una exclamación, y los dos hombres la miraron.

— Justo la mañana después que se haya descubierto la marca del artesano. ¿Puede ser una coincidencia?

— No lo creo —dijo Bell satisfecho—. He dejado a cuatro hombres para que vigilen al orfebre, para que esté seguro.

— Sí, pero… pero…

Margarita miró a la habitación, y suspiró aliviada cuando vio que nadie prestaba atención a su pequeño grupo, ni lo que estaban diciendo. El sacristán estaba inmerso en sus propios pensamientos, que a juzgar por la expresión de su rostro no eran muy agradables; el prior y los otros monjes estaban escuchando al hermano Elwin pidiendo algo al hermano Patrie; y el sacerdote y el archidiácono estaban discutiendo con Guiscard acerca de algo que había escrito en su informe. Reconfortada, se giró hacia Bell, que estaba frunciendo el ceño.

— ¿Entonces? ¿Pero? —Estaba un poco molesto, pensando que iba a protestar.

Le indicó con la mano que bajase la voz.

— No hace falta que todo el mundo sepa lo del orfebre. ¿No recuerdas que tan sólo unos pocos sabíamos que la marca había sido descubierta? ¿No te das cuenta de que alguien que estuvo en la habitación del prior tiene que ser el que ha tratado de silenciar al orfebre? Y ahora estamos todos aquí otra vez, excepto el sacerdote y el archidiácono. —Miró a Bell—. ¿Cómo estaba el hombre? ¿Ya está despierto? ¿Podría ser transportado en una litera?

— No lo sé, excepto que no estaba herido de muerte. Pregunté y me dijeron que se iba a recuperar. Pero puedo averiguarlo rápidamente. Enviaré a uno de mis hombres a los vigilantes y lo traerán si es posible.

Ahora Margarita se giró hacia Winchester.

— ¿Mi señor, hay alguna manera de que nos mantenga a todos aquí hasta que llegue el orfebre? Si tiene frente a él a casi todos los que estaban cerca cuando el hermano Godwine fue asesinado, tal vez pueda identificar a la persona que le encargó las copias.

El obispo asintió bruscamente.