CAPÍTULO 01

19 de abril de 1139

Old Priory Guesthouse

Margarita la Bastarda, era madame de prostitutas, pero hasta que su marido hubo muerto de una puñalada en el corazón y ella tuviera que huir antes de ser acusada de asesinato, se había llamado Arabel de St. Foi. Margarita levantó la cabeza y apartó la mirada del bastidor de su bordado. La campana de la entrada del muro había sonado suavemente a través de puertas y ventanas. Frunció el ceño. Por el color de la luz que brillaba a través de la ventana era casi la hora de la puesta de sol. Todos sus clientes estaban ya en la casa, y en las camas de las mujeres con las que tenían su cita.

Permaneció sentada un momento más. La Old Priory Guesthouse no era un lugar al cual los hombres acudían casualmente. Pero cuando la campana sonó otra vez, se encogió de hombros y se levantó. Tal vez era un mensajero, o un cliente con alguna necesidad urgente que pretendía quedarse a pasar la noche. El dinero era el dinero, y cada penique de plata era importante. No obstante, estaba inquieta, y cuando atravesó la puerta pensó de nuevo que debería contratar a un hombre o a un muchacho para abrir las puertas y hacer recados. Cuando levantó el pestillo suspiró. Ahora se lo podía permitir, ya que la mayoría de sus clientes eran hombres ricos o importantes, y preferían ser reconocidos por la menos gente posible.

Se sorprendió al darse cuenta de que el hombre que estaba en la puerta no era un mensajero cualquiera y de que no había visto jamás su cara. A pesar de que mantuvo la calma, Margarita podía sentir la sangre latiendo en su cuello. Cualquier persona a la que hubieran recomendado su casa, debería saber que era necesaria una cita. Su prostíbulo no era un prostíbulo cualquiera, y no estaba señalizado de manera alguna para atraer transeúntes. Los desconocidos que no sabían que tenía protectores poderosos podían resultar peligrosos. Su miedo disminuyó sin embargo, cuando vio que el hombre parecía más sorprendido que ella.

— ¿Quién es usted? —preguntó él.

El francés que hablaba era correcto, pero el acento no era francés ni inglés. Margarita respiró más tranquila. O bien se trataba de un viajero que realmente se había perdido, o bien era alguien a quien habían gastado una broma pesada. Un error o una broma, pensó Margarita entre irritada y divertida. Algunos hombres no crecen nunca, y les parece muy divertido mandar a inocentes forasteros a su costoso prostíbulo. En fin, este pobre hombre no tenía la culpa.

— Soy Margarita la Bastarda —dijo ella—. Y esto es la Old Priory Guesthouse—. Ella había observado su caballo, un cuidado y magnífico animal, y su capa, que pese a ser de un discreto color gris, era de una tela excepcionalmente buena, forrada de piel y ricamente bordada. La bolsa atada a su cintura parecía bastante llena, y ella sospechó que tendría otra bolsa más grande colgada de una correa a través de su pecho, pero que se encontraba en su espalda, donde la capa la ocultaba—. Por favor, pase —le dijo abriendo más la puerta y echándose para atrás—. Si está perdido, le puedo indicar el camino, y si desea descansar o diversión, también se lo puedo proporcionar.

— ¿La Old Priory Guesthouse? —repitió él mientras introducía a su caballo—. ¿No es ésta la iglesia de St. Mary Overy? Me han dicho que se podía ver desde el puente de Londres, y que la casa del obispo de Winchester estaba detrás de la iglesia.

Margarita frunció el ceño, y sus labios carnosos y bien formados se estrecharon.

— Alguien tiene un extraño sentido del humor, o desea mancillar la reputación de Henry de Winchester. Es cierto que el obispo de Winchester es el dueño de esta casa, pero nunca ha puesto un pie en ella. La morada del obispo de Winchester se encuentra enfrente de la puerta principal del priorato.

Una expresión cautelosa había agrandado los grandes y oscuros ojos del forastero, y dibujaban una mueca en sus labios, pero su cara se relajó y rió cuando ella dijo la última frase.

— Ah —dijo él—. A eso se debe el malentendido. Mi compañero de viaje me dijo que la casa del obispo estaba detrás de la iglesia, y si uno atraviesa el puente, una casa delante del priorato estaría detrás de la iglesia.

— Eso es posible, me imagino —dijo Margarita, y tembló de pronto. Había salido sin capa, porque no esperaba más que tomar un rápido mensaje en mano de alguien, o dejar pasar a algún cliente. Pensaba regañar a su cliente al calor del fuego, mientras esperaba que una de sus chicas quedara libre—. Si usted lo desea —continuó mientras se pasaba los brazos alrededor de sus hombros—, enviaré a mi criada a acompañarlo a la casa del obispo, pero está bastante sorda y tardaré un momento en hacerle comprender lo que deseo. Puede esperar aquí, o si prefiere puede pasar. —Ella sonrió—. Le aseguro que éste no es el tipo de sitio en el que se aprovechan de los hombres, se les roba y se les obliga a quedarse.

Él volvió a reírse.

— Con una cara como la suya, madame, me imagino que tendrá más problemas manteniendo a los hombres alejados que cerca.

— Gracias —dijo ella fríamente, apartándose para que él pudiera entrar a su caballo—, pero yo ya no acepto clientes. Y no hay nadie libre para atenderle en este momento. Tendría que esperar.

Esclarecimiento y diversión cambiaron la expresión de su cara otra vez.

— Ah, es ese tipo de hostería. Entiendo. —Y rió otra vez—. Es por eso que usted pensaba que mi amigo trataba de mancillar la reputación del obispo. —Dudó y frunció el ceño, elevando la mirada a la aguja de la iglesia—. La iglesia parece estar muy cerca. ¿Hay algún atajo para llegar a ella desde aquí?

— Sí, sí lo hay —contestó Margarita—. Pero no me gusta quedarme en la puerta como si estuviera buscando clientela. Permítame buscar a mi sirviente, si usted no desea pasar.

— Sí, voy a entrar —dijo él pensativo—. ¿Dónde dejo mi caballo?

— En el establo —Margarita indicó hacia la derecha, donde un establo bien construido se apoyaba contra la pared de piedra que rodeaba la casa—. Siento que no haya nadie para ayudarlo, pero no tengo criados. Nuestros clientes prefieren hacerlo ellos mismos. La puerta de la casa está abierta. Entre cuando haya instalado el caballo.

Él salió, y Margarita cerró la puerta y pasó el pestillo. Lanzó una mirada hacia el establo y entró rápidamente en la casa. Dentro, se dirigió hacia el fuego del hogar, y permaneció junto a él mirando las llamas mientras evaluaba al forastero. A continuación se sentó en un taburete, dando la vuelta a su bastidor de bordar, de manera que pudiera ver la puerta. Cuando todavía no había levantado la aguja del punto donde la había clavado antes de levantarse para abrir la puerta, el hombre entró. Miró a su alrededor con cara de sorpresa.

Margarita contuvo una sonrisa mientras se levantaba y le preguntó si quería que le cogiera su capa. La mayoría de sus clientes usaban sus instalaciones desde hacía años, y estaban familiarizados y aceptaban el aspecto confortable de una casa familiar. Hasta el momento en que un extraño entraba y demostraba sorpresa de que no hubiera camas en las esquinas con parejas lanzando gruñidos o mujeres semidesnudas, Margarita no se daba cuenta de cuán diferente era su casa de las demás. Tras una segunda mirada, el hombre se soltó su bonito broche y le entregó su capa, que ella depositó en un baúl bajo la ventana.

— Acabo de recordar —dijo— que Richard de Beaumeis no dijo que ésta era la casa del obispo de Winchester. El la llamó la posada del obispo de Winchester.

— ¡Richard de Beaumeis! —repitió Margarita, empezando a reír mientras regresaba a su asiento—. Ay, ese chico malo. Fue una travesura enviarlo aquí con esa explicación. Richard de Beaumeis fue a la escuela en el priorato, y sabe muy bien el tipo de casa que es ésta. Él ha disfrutado bastante a menudo de la compañía de nuestra Elsa.

El hombre también rió.

— Él me dijo que fue a la escuela del priorato, pero no mencionó nada de sus actividades extraescolares.

— ¡Chico malo! —suspiró Margarita—. Tiene un gracioso sentido del humor que no hubiera sospechado, pero creo que no le ha hecho ningún favor. No hay ninguna posada decente que le pueda recomendar en este lado del río. Por supuesto, si no le importa la comida sencilla, las oraciones y madrugar, puede pedir cobijo en la verdadera posada del priorato —sonrió y sacudió la cabeza— pues se encuentra en sus tierras. O bien, si tiene algún asunto que tratar con el obispo de Winchester, se halla en su casa en estos momentos y será bien recibido.

— No —dijo él—. No tengo ningún asunto que tratar con el obispo, pero tengo una cita en este lado del río, no muy lejos de aquí, cerca de Compline. Así, que si a usted no le importa, me quedaré aquí.

— Me temo que somos muy caras —dijo Margarita. Su huésped se encogió de hombros y movió las manos. Su mirada aprobadora se dirigió hacia el suelo, en parte cubierto con olorosos juncos, la limpia mesa con un largo banco a cada lado y uno más corto en cada extremo, un conjunto de taburetes cerca del hogar, uno con un laúd sobre él, y otros dos con una cesta de bordar al lado. En el extremo norte de la estancia había un pasillo abierto, y a cada lado de la pared unos estantes que contenían bandejas de peltre y de madera, tazas y cuernos de beber. Los estantes más bajos albergaban varias vasijas grandes de piel curtida y vasijas de barro selladas.

— Ya me lo imagino —dijo—. Pero me quedaré toda la noche, ya que no tengo otro sitio donde dormir.

— Será usted bienvenido. Debo cerrar la casa y la reja exterior al oscurecer, pero su chica lo dejará salir y lo esperará para dejarlo entrar— se levantó y señaló un grupo de taburetes—. Por favor, siéntese. Normalmente no servimos comidas, a menos que sean especialmente encargadas con antelación, pero si tiene hambre le puedo ofrecer vino o cerveza, y pan con queso, tal vez un trozo de empanada o unas lonchas de embutido. Permítame mirar lo que hay en la cocina.

— Vino, por favor —dijo, conteniendo un obvio estremecimiento al pensar en la cerveza.

Margarita sonrió y buscó un par de copas de peltre del estante. Una vez las hubo depositado en la mesa, las llenó con el vino de una pulida jarra. Le hizo gracia cuando el hombre sorbió cautelosamente, como si esperase algo desagradable, luego sonrió y bebió un poco más. Ella sabía que se trataba de un buen vino. Se lo proporcionaba William de Ypres, capitán mercenario de todos los hombres a sueldo del rey. El era su mecenas y protector desde hacía diez años, y utilizaba su casa para muchas otras cosas que nada tenían que ver con sus habilidades y su belleza o la de sus chicas.

En lo que a ese tema se refiere, la mayoría de sus clientes habituales suministraban su propio vino, que era almacenado en la bodega de la hostería. Cada barril estaba marcado con una señal, que tan sólo ella y sus chicas podrían asociar con el dueño. William, por esos otros motivos, enviaba más vino del que nunca podría beber, y parte de él era para su propio uso. Era de ese vino del que había llenado su jarra esa mañana, así que se sentía libre de ofrecerlo.

— ¿Desea algo de comer? —preguntó.

— No, gracias. Ya he cenado en casa de mi amigo, no mucho antes de llegar aquí. El vino es muy bueno.

— Regalo de un amigo —respondió.

Claramente, este cliente no estaba dispuesto a desvelar su nombre o algo más que no fuera que provenía de algún sitio de Londres o sus alrededores. Ella había contestado de esa manera, sin mencionar ningún nombre, para demostrar que se podía confiar en ella, y no le importó que él no contestara. Si volviera otra vez, aprendería que generalmente los secretos eran bien guardados por las mujeres de la Old Priory Guesthouse. Sin embargo, Margarita tenía la sensación de que este hombre no se iba a instalar en Londres. Tenía un aire de estar de paso.

— Estamos teniendo una primavera muy agradable —dijo, depositando la copa en el suelo junto a ella, y mirando el diseño que estaba bordando.

— Hace más frío del que me gustaría —respondió el hombre amablemente, reposando la copa en su rodilla y sonriéndole—. Londres nunca cambia. Cada vez que vengo, me sorprende encontrármelo exactamente igual. Opino que una ciudad tan grande y ajetreada debería cambiar más.

— Tal vez usted no nota los cambios precisamente porque es tan grande y ajetreada. Por ejemplo, si una calle pasase de albergar tiendas de especias a tiendas de tejidos, seguramente sería imperceptible para cualquier transeúnte.

Mientras hablaba, Margarita realizó unos pequeños puntos de cadeneta que perfilaban una hoja, y luego comenzó a rellenarla con seda verde. Si ésta hubiera sido más grande, hubiera escogido un verde más oscuro para la vena central, y un color intermedio entre éste y el de la hoja para las venas más pequeñas. Pero como tan sólo se trataba de una de entre muchas pequeñas hojas de un árbol, no se molestó. Como su aguja y su hilo eran tan finos, no había lugar para tanto detalle.

— Supongo que tiene razón —contestó y a continuación se inclinó hacia delante—. Realiza usted un trabajo muy fino.

— Oficialmente somos una casa de bordadoras —dijo Margarita con una sonrisa—. Esto es, más que por el deseo de engañar, por el de escabullimos de identificar nuestra casa como un prostíbulo. Y también para evitar que los hombres vengan de la calle, esperando ser atendidos y molestar a nuestros clientes. Cuando un hombre ha pagado cinco peniques de plata para disfrutar, no espera ser apremiado, molestado por el ruido, o sufrir ningún inconveniente.

El huésped silbó y sacudió la cabeza.

— Me imagino que no. Usted me dijo que era cara, pero cinco peniques de plata…

— Esto incluye alojamiento, establo y comida para el caballo, y cena y desayuno como la que nosotras solemos tomar, pero si el precio le parece muy elevado, por favor acepte el vino como un gesto amistoso, entre en calor, y se puede ir tan libremente como entró. El priorato está cerca, lo alojarán sin peligros, y es muy fácil de encontrar. Baje la calle hasta el primer cruce y gire a la derecha. Siga por esa calle hasta que se encuentre con otro giro a la derecha. Tome esa calle y a unas pocas yardas encontrará la puerta.

El se rió a carcajadas.

— ¿Usted no regatea con sus bienes? Bueno, no puede usted culpar a un hombre por intentarlo. No, no es demasiado. Me quedaré.

— No quisiera ser grosera —dijo Margarita con una sonrisa de disculpa—, pero claramente usted no es un residente de Southwark o Londres, y me temo…

— ¿Quiere que le pague por adelantado? —Su mano se dirigió sin vacilación a su bolsa llena, y vació parte de su contenido en su otra mano. Una vez hubo seleccionado las monedas, se las entregó.

— Siento parecer tan desconfiada —dijo ella deslizando su mano a través de la raja de su vestido, hasta encontrar la bolsa que tenía atada a la cintura—, pero vemos muy pocos desconocidos en esta casa. Normalmente un cliente nos trae a otro.

El hombre se encogió de hombros.

— Una posada decente me costaría dos peniques, y la compañía que pudiera encontrar en mi cama, incluso de dos patas, seguro que sería menos agradable.

Margarita rió.

— Le prometo que no encontrará ninguna clase de compañía con más de dos patas en ninguna de nuestras camas, y también podrá darse un baño, si así lo desea. Su chica lo ayudará. Son todas igual de hábiles.

— Por el precio, me lo imagino —recalcó, pero no había mordacidad en sus palabras, al contrario, más bien una aceptación alegre—. Lo que no comprendo es como un establecimiento como éste fue a parar a este lugar.

— Eso es muy fácil de explicar. La orden de monjas que fundó St. Mary Overy era muy estricta. Las monjas no permitían que ningún hombre, excepto el sacerdote, entrase en el convento. Cuando la orden quebró y los hermanos se hicieron cargo del convento, encontraron que era muy difícil manejar una posada fuera de sus paredes. Además, un rico huésped que los visitaba a menudo lo encontró inoportuno, así que les donó una importante suma de dinero para que construyeran una posada nueva y más cómoda dentro del convento. Ya que los hermanos no encontraron ningún uso para esta casa, volvió a las manos del entonces obispo de Winchester.

— ¿Y él pensó que lo que el priorato necesitaba era un prostíbulo compartiendo sus paredes?

Margarita no pudo evitar reírse de su expresión y tono irónicos.

— No era el actual obispo de Winchester el que tomó la decisión, por lo que yo nunca lo conocí, pero puedo comprender su problema. No podía alquilarla a nadie cuyo oficio fuera nocivo o ruidoso, y, en cualquier caso, había muy poca gente que pudiera encontrar esta casa útil o práctica, ya que no tenía lugar para un establo en la calle, con dos hileras de pequeñas celdas para dormir y ninguna zona apta para trabajar. Y el edificio era demasiado bueno para demolerlo. Está construido en piedra, con un buen techo de pizarra. Además, no hay mucha gente que pudiera permitirse pagar el alquiler de este edificio.

— Ah, así qué usted paga un buen alquiler, ¿eh?

Margarita elevó sus ojos al cielo y suspiró.

— Sí, efectivamente, y… —dejó de hablar y ladeó la cabeza, y luego asintió—. Creo que el cliente de Sabina se marcha. Le gusta llegar a casa antes de anochecer, y la luz casi se ha ido. Buscaré unas antorchas para nosotros.

Se levantó y cogió varias antorchas del estante más alto, hechas de bloques de cera con aroma herbal, cada una con una mecha de varias hebras y fijadas a un portavelas de madera. Las colocó en unas anillas de hierro de la pared, una a cada lado de la habitación y una cerca de la puerta, y luego las encendió acercando al fuego un trozo de madera untado de cera en la punta. Mientras se movía por la habitación, se percató de que el huésped observaba el pasillo con gran interés. Margarita se giró para coger velas del otro extremo del estante. Si él esperaba ver a alguien que frecuentase el local, no tenía ninguna esperanza. Todos los huéspedes eran acompañados a la salida a través de la puerta trasera, para que no tuvieran que encontrarse con ningún cliente esperando en el salón. El pareció darse cuenta, ya que una segunda mirada indicó a Margarita que él también estaba sonriendo, y levantaba la copa hacia sus labios. Unos momentos después, se oyeron unos pasos por el pasillo. Margarita colocó las velas en el portavelas, pero no las encendió y volvió a su asiento.

— Estoy aquí junto al fuego, Sabina —dijo a la a alta y delgada mujer que entró en la habitación—, y tenemos un huésped inesperado pero muy bienvenido.

— Bienvenido sea, en efecto —dijo Sabina volviéndose hacia ellos y acercándose lentamente.

La mirada de Margarita se dirigió hacia el hombre y vio abrirse sus ojos, pero no estaba segura de lo que había sorprendido al hombre. Sabina era muy guapa. Su piel era impecable, su palidez delicada era casi luminosa, y a pesar de que su espesa cabellera no dejaba ver sus reflejos rojizos en la tenue luz, caía en ondas y rizos sobre su espalda y hombros hasta la cintura. Además, su pequeña nariz y sus carnosos labios que esbozaban una sonrisa le daban a esa belleza un aire de impúdica alegría. Seguro que el hombre esperaba belleza a cambio del precio que ella había exigido, así que seguramente si se había sorprendido era debido al hecho de que los ojos de Sabina estaban cerrados, a pesar de que su cabeza estaba dirigida hacia ellos. Salió de dudas cuando él se irguió de golpe y extendió la mano, no para coger su brazo, sino para tocarlo suavemente.

— Permítame acompañarla a su asiento —dijo él.

Sabina sonrió y alzó su mano para tocar la de él.

— Gracias, mi señor. No sólo es usted amable, sino que sabe cómo ofrecer su ayuda a una persona ciega. Mi asiento es el que tiene el laúd. Como no puedo bordar, trato de ser útil de otra forma. ¿Le gustaría que cantase o lo tocase?

Ella le permitió que la acompañara a su asiento, aunque Margarita sabía que era completamente capaz de encontrarlo sola y quitar el laúd del asiento sin tirarlo al suelo. Ella rió suavemente cuando él dijo que le gustaría escucharla si no estaba muy cansada.

— Aquí no tenemos mucho trabajo —dijo ella—. Si estuviera cansada me podría haber ido directamente a mi cuarto. Tengo el oído muy fino, y oí que Margarita estaba hablando con alguien. Vine aquí porque estaba deseando entretenerlo de la manera que usted desee.

— Muy bien, entonces me gustaría oírle cantar —dijo él, y cuando hubieron escogido una canción, se sentó para escuchar con evidente placer.

Cuando la canción hubo terminado, dos mujeres más habían entrado en la habitación. Se quedaron junto a la mesa silenciosamente, y Margarita sonreía al ver a su nuevo huésped mirarlas con asombro. Ambas eran tan bellas como Sabina, pero totalmente diferentes. Una era pequeña y morena como una mora. Margarita siempre había creído que los padres de Letice habían sido prisioneros sarracenos apresados en las Cruzadas, y llevados a Inglaterra como esclavos, en vez de haber sido liberados. Su piel era de un cálido color marrón aceitunado, sus ojos almendrados eran negros, y su pelo una oscura cortina que colgaba hasta sus rodillas, tan negra y brillante que refulgía con destellos verdes y azules. La otra chica era todo lo contrario, con una tez blanquísima manchada de un color frambuesa en las mejillas, unos ojos grandes y azules, y una boca roja como una cereza. Su pelo era dorado y caía en rizos y tirabuzones hasta la cintura.

Cuando la canción hubo terminado y las mujeres se percataron de la mirada del hombre sobre ellas, las dos hicieron una reverencia.

— Yo soy Elsa —dijo la rubia, acercándose con una amplia sonrisa—. Me alegro de que haya venido.

La mujer morena también se acercó, pero no dijo nada, tan sólo saludó con la cabeza y se sentó junto a Margarita, cogiendo su cesta de costura.

— Y tú, ¿cómo te llamas? —preguntó el hombre.

— Su nombre es Letice —dijo Margarita—, y es muda, así que me temo que no le podrá dar mucha conversación. Sin embargo, es una excelente… bordadora y baila exquisitamente. Es muy expresiva, y eso es lo que aquí importa.

Letice miró de reojo bajo sus largas pestañas al huésped, y sus labios esbozaron una tenue sonrisa.

— Eso parece —dijo él.

Margarita sonrió.

— Voy a avisar a Dulcie de que nos traiga la cena. ¿Por qué no se sienta en la mesa con las chicas y charla un poco con ellas? Tal vez eso le haga más fácil decidirse por una de ellas.

Él sacudió la cabeza.

— Nada puede ser más difícil que escoger entre una de estas tres bellezas —dijo él mientras se levantaba, pero entonces se inclinó para tocar la mano de Sabina—. Ha sido una canción preciosa, Sabina. ¿La puedo acompañar hasta la mesa?

— La puede encontrar sólita —repuso Elsa con su vocecilla de niña, mientras Margarita se alejaba por el pasillo—. No podemos mover nada para que Sabina no tropiece. Ella, ¡oh, Letice, para! Ya sabes que Margarita me prometió que esta noche podría encender yo las velas.

Margarita oyó a Sabina contestar, recordando a Elsa que la última vez casi se prende fuego en el pelo, y luego, cuando Elsa empezó a quejarse, proponiendo que si Letice le ataba el pelo, ésta le dejaría encender la llama, pero con mucho cuidado, Margarita suspiró con alivio. Así no habría necesidad de explicar a su huésped que Elsa era boba.

Cuando volvió de indicar a Dulcie que serían cinco para cenar y una vez hubo aprobado los platos que la sirvienta propuso, comprobó que no haría falta asegurar que Elsa no era usada en contra de su voluntad. Elsa había requerido la ayuda de su huésped para encender las velas, de lo cual se dio cuenta cuando vio que éste apartaba su mano de la de ella, y Elsa se frotaba sin ningún disimulo contra él. Así demostraba la virtud que la hacía tan popular como compañera de cama: su incondicional y absoluto placer que sentía por el sexo.

— Elsa, cariño, no debemos ofrecernos a los huéspedes tan descaradamente —Margarita la reprobó suavemente.

Elsa suspiró y se apartó.

— Pero es que es un hombre tan guapo —dijo—. A Sabina ni siquiera le importa qué aspecto tienen, y no necesita mirarlos.

Sabina se rió.

— Pero igualmente sé qué aspecto tienen, querida mía. Mis dedos me lo dicen. Y además hay muy pocos que sepan ayudar a una mujer ciega sin tirar de ella o empujarla. Además, tiene una voz preciosa. Así que no seas codiciosa, que todas queremos a éste.

— Bueno, bueno, que vais a hacer enrojecer a este pobre hombre —dijo Margarita justamente cuando Letice se acercó y tocó los labios del huésped con la punta de sus dedos, seguido de un suave y sugerente beso—. Venga, sentaos, que no dejáis pasar a Dulcie.

Cuando la sirvienta atravesó la puerta del pasillo y dejó cinco porciones de pan duro sobre la mesa, dos junto a cada banco y uno en la cabecera de la mesa, el hombre acompañó a Sabina a un banco y se sentó junto a ella. Elsa hizo unos pucheros y se sentó en el otro extremo de la mesa, mientras que Letice se dirigió a los estantes y cogió cinco vasos, tres cuchillos, cinco cucharas y un cucharón. Letice colocó el cucharón en el sitio de Margarita y no puso cuchillo para el huésped ni en el sitio de Elsa; él tenía el suyo propio y Elsa no tenía permitido tocar cuchillos.

Dulcie volvió con una olla de estofado y empanada, y los colocó al lado de Margarita, en la cabecera de la mesa. Mientras tanto, Margarita había traído una vasija de barro y la jarra pulida de los estantes de la pared, y procedió a servir cerveza para sus chicas y para ella y vino para su huésped. Entonces, antes de sentarse, sirvió a cada comensal una ración del estofado con un trozo de empanada. Letice cortó la comida de Elsa, y hubo un corto silencio durante el cual todos probaban las viandas, roto finalmente por los cumplidos acerca del excelente guiso.

— Dulcie es una buena cocinera. Trabajaba en una cocina de Oxford. Pero ya no podía seguir allí porque no podía oír los pedidos. Para mí su sordera no es ningún inconveniente. Por un lado resulta un poco molesto tener que gritar o hacer gestos, pero, por otro lado, no puede oír cosas que no debiera.

— Supongo que eso será un alivio para algunos, pero no para mí —dijo su huésped—. Hay muy poca gente que podría estar interesada en lo que yo diga.

Vaya, pensó Margarita, éste es un hombre que esconde un secreto pero que no está acostumbrado a hacerlo. Un impostor más experimentado nunca negaría la necesidad de privacidad, en cambio, se reiría y confesaría que todos los hombres tienen secretos. Margarita fijó la mirada en su cara, tratando de no mirar la bolsa atada a la ancha cinta que no había dejado con su capa. Esa bolsa. ¿Lo convertía en un mensajero?

— No, no —protestó ella, riendo suavemente—. Todos los hombres tienen cosas interesantes que decir. Seguro que si le dice a Sabina lo adorable que es, ésta se aferraría a cada palabra.

— Y eso sería una amabilidad —añadió Elsa—, porque ella no puede verse a sí misma en un tazón de agua o en una bandeja de latón pulido.

— Eres muy amable por pensar eso —contestó Sabina a Elsa—, pero estoy segura de que nuestro huésped tiene cosas más divertidas de las que hablar.

— Pues sinceramente, muy pocas. De hecho, me encantaría que me contaran cosas de Inglaterra, ya que he estado ausente durante algún tiempo. Resulta evidente que el rey no se encuentra en Londres. ¿Ha habido alguna rebelión que lo haya obligado a irse al campo?

— No, gracias a Dios —dijo Sabina—. No sé si usted estaba aquí cuando los escoceses vinieron a Northumberland, y hasta Yorkshire, pero hubo una gran batalla en Northallerton que supuso una victoria para los ingleses.

Mientras Sabina explicaba la batalla del Estandarte y cómo la reina Maud viajó al norte para negociar una tregua, Margarita se preguntaba si su huésped podría ser un mensajero real. Efectivamente, pareció muy interesado cuando Sabina le dijo que el rey se encontraba en Nottingham, y le aseguró que las noticias eran fiables y provenían de un cliente bien informado. Pero el hombre no iba vestido como un mensajero, ni tenía el porte de un hombre acostumbrado a llevar armadura.

Como si hubiera adivinado su pensamiento, el huésped dijo que estaba contento de que el país estuviera en calma, porque tenía que viajar, y sin preguntarlo directamente sonsacó a Sabina la información de que el rey Stephen permanecería en Nottingham una temporada. El rey, añadió Sabina, estaba examinando el tratado que la reina Maud había firmado con el rey David de Escocia. Letice entrechocó sus cubiertos, y todo el mundo excepto Sabina se giró hacia ella. Gesticuló unos instantes, y Margarita asintió.

— Alguien le dijo a Letice que lo que está retrasando la decisión del rey de confirmar el tratado es la insatisfacción de los barones del norte.

— Ellos son los mayores afectados —dijo el hombre, pero sus ojos estaban fijos en la mano de Sabina, mientras ésta movía sus dedos buscando su vaso.

Preguntándose si fingía falta de interés, Margarita se extendió sobre el tema.

— A los barones no les gustan las condiciones, que podrían otorgar a los escoceses cierta ventaja si el tratado se rompiese, especialmente porque la tregua concertada por el legado del papa el pasado noviembre no se mantuvo. Pero como el hermano gemelo de Waleran de Meulan, Robert de Leicester, estuvo involucrado con la reina en la redacción del tratado, es probable que Stephen lo firme de todas maneras.

El hombre se encogió de hombros.

— Es asunto de los ingleses y los escoceses —dijo, haciendo notar su indiferencia—. Lo que me resulta más interesante es que Letice se hace entender, incluso sin tener voz.

— A veces —dijo Margarita—, pero sólo con los que la conocen bien. He estado pensando en enseñarle a leer y escribir.

— ¡Enseñarle a leer y escribir! ¿Pero para qué? ¿Y quién iba a enseñar a una prostituta esas cosas?

Así que a pesar de su gentileza, tiene la actitud de un eclesiástico hacia las mujeres, pensó Margarita.

— ¿Para qué? —repitió—. Pues para sosegar su alma. Así cuando tenga necesidad de expresar un pensamiento, y no pueda encontrar la manera de decir lo que está en su corazón, lo pueda escribir. ¿Y quién le enseñaría? Yo le enseñaría. —Soltó una carcajada ante su expresión—. ¿Qué de quién aprendí yo? Pues de un sacerdote que no me quería pagar en moneda. Y lo he encontrado muy útil. —Entonces se volvió a reír—. Lamento que no le pueda usted echar un sermón acerca de lo maligno de enseñar misterios tan profundos a criaturas tan imperfectas como las mujeres, y encima prostitutas. Ya hace años que está muerto, pobre hombre. Era muy tacaño, pero yo le apreciaba igualmente.

— ¿Por qué no pensaba que era débil e imperfecta?

— No, porque sabía lo que yo era y no me encontraba peor que el resto de la humanidad.

Él sacudió su cabeza, sonriendo.

— No puedo decirle que lo que hizo ayudara mucho a salvar su alma estando yo aquí, lo que seguramente tampoco ayudará a salvar la mía.

— Eso se arregla muy fácilmente —dijo Sabina, usando su cuchillo impecablemente al pinchar un trozo de carne sobre el último trozo de pan mojado en salsa—. Si está atormentado, tan sólo debería seguir el camino del jardín trasero hasta la puerta del muro de la iglesia. Es tan sólo un pestillo. Puede llegar dando la vuelta alrededor del ábside de la iglesia, y entrar por la puerta norte. Por delante del altar, cruce hacia la puerta sur, lo que lleva hacia las dependencias de los monjes, y creo que allí encontrará una campana que avisa a un sacerdote.

— Que cómodo —dijo el hombre moviendo nerviosamente los labios—. ¿Es la ofrenda tan alta como el precio de aquí?

Margarita sacudió la cabeza.

— Yo que he sido tratada con indulgencia, no me puedo permitir esas bromas. El prior del monasterio es un hombre amable con la conciencia tranquila. Nunca ha estado aquí y creo que lleva una vida pura, pero me imagino que se retuerce por el dolor que cree que los pecadores deben sentir, y desea ofrecerles consuelo. Si la mala conciencia se alivia con una ofrenda substancial, pues bueno, eso no está exigido por la Iglesia.

Antes de que pudiera contestar, Elsa dijo de repente:

— Uno de los hermanos me dijo que yo estaba excomulgada y maldita. Estaba muy enfadado. —Las lágrimas se agolpaban en sus ojos—. ¿Es eso tan terrible?

— Para algunos, tal vez —respondió el hombre suavemente—, pero no creo que eso te incluya a ti, hija mía.

— Gracias —susurró Sabina en su oído—. Es verdaderamente inocente. Ella no comprende los impulsos de su cuerpo, y tan sólo los obedece. Y no creo que tenga el poder de controlarse, más que un niño puede controlar sus necesidades.

Él apretó su mano, y vio que Margarita le estaba sonriendo. Levantó una ceja. Ella asintió. Sonrió a Letice, y se inclinó para tocar la mejilla de Elsa.

— Tal vez la próxima vez —le dijo, y se giró hacia Sabina—. ¿Estás lista? —le preguntó. Ella asintió, sonriendo.

Elsa y Letice se retiraron a sus aposentos tan pronto como la puerta de la habitación de Sabina se cerró tras ella y su cliente. Margarita cogió su bordado, se acercó las velas, y siguió trabajando durante un buen rato, para asegurarse de que el nuevo cliente no se tomase libertades indebidas con su chica. No hubo ningún indicio de que el hombre fuera desagradable, pero cualquiera que llegase sin recomendación de otro cliente inquietaba a Margarita.

Había algo más de ese hombre que la inquietaba. Estaba segura de que era extranjero, y su interés por las andaduras del rey sugería que lo que llevaba en la bolsa era para o por el interés del rey Stephen. Normalmente, lo que ella y sus chicas averiguaban de sus clientes o a través de ellos, excepto noticias públicas, era guardado en secreto. Tal vez lo discutieran entre ellas, pero no vendían la información ni la divulgaban. Sin embargo, Margarita debía muchos favores a William de Ypres, y William iba a ser sustituido en el favor del rey Stephen por Waleran de Meulan. ¿Debería informar a William acerca de la llegada de este hombre?

Suspiró y levantó la cabeza parpadeando. No sabía su nombre, ni siquiera de donde venía, aunque por su acento, suponía que de Italia. ¿Sería su información de alguna utilidad? Parpadeó otra vez y se frotó los ojos. Estaba demasiado cansada para pensar, y no había necesidad de hacer nada hasta la mañana siguiente. Y seguramente entonces, Sabina ya habría averiguado algo, o incluso el hombre les contase más cosas durante el desayuno. Finalmente se levantó, caminó por el pasillo y acercó su oído a la puerta de Sabina.

Tras unos instantes escuchó reírse a Sabina y a su cliente, y sonriendo se dirigió de nuevo al salón. Allí depositó cuidadosamente su labor y apagó las velas de la mesa y las antorchas de cada lado de la estancia, sustituyendo la que estaba junto a la puerta principal por una nueva que dejó encendida.

Si dejaba la puerta de su cuarto abierta, había luz suficiente para desvestirse, doblar su ropa en el arcón que estaba junto a la pared, y meterse en la cama. Debido a que el cliente parecía un buen hombre, y claramente deseaba intimidad, le atormentaba la idea de mencionárselo a William, pero William era un viejo amigo.

Sus dudas la mantuvieron despierta hasta que oyó voces sordas en el pasillo. Al cabo de un rato oyó la llave en la cerradura, pero no oyó los pasos de Sabina al regresar. ¿No se llevaría a Sabina con él? Margarita permaneció echada en la cama con ansiedad, y luego se burló de su propia tontería. Seguramente el lugar de su reunión estaba cerca… tal vez en la propia iglesia, y le había dicho a Sabina que no tardaría mucho. La noche era templada. Seguramente Sabina habría decidido sentarse en el jardín y esperarle, en vez de arriesgarse a quedarse dormida y no oírle llamar a la puerta, lo que provocaría que tuviera que hacer sonar la campana y despertar a toda la casa.

Una reunión en la iglesia y opiniones eclesiásticas, pensó Magdalena adormilada, y la ropa sobria pero rica. ¿Un mensajero eclesiástico? La idea era, en cierto modo, satisfactoria; sus ojos se cerraron y su respiración se hizo más pesada.