CAPÍTULO 10
22 de abril de 1139
Casa del prior, Priorato St. Mary Overy
Margarita se despertó el sábado por la mañana con una sonrisa en la cara. Se quedó en la cama unos momentos pensando en su buen humor. Tenía sus motivos. Los clientes de Sabina y Letice no solamente habían sido tan agradables como siempre, sino que se habían declarado inocentes de la muerte de Baldassare. El maestro curtidor había estado en una reunión del gremio el miércoles por la noche hasta casi medianoche, y el mercero llegó a Londres el jueves con una carretada de lana para su fábrica. Y ninguno de ellos conocía a Baldassare. Margarita había sentido satisfacción al anotar estos hechos y tachar sus nombres de una copia de la lista que había entregado a Bell.
Recordar ese nombre hizo que se le dibujara una sonrisa en sus labios, y luego mordérselos. No podía decir que no sentía haber tenido que rechazarlo. Se había mantenido célibe desde hace mucho tiempo, y no se sentía tan indiferente ante los placeres de un buen revolcón como pretendía. No, no podía ni debía aceptarlo. Pero rechazarlo…
No tenía por qué rechazarlo todavía, se dijo Margarita. El ya había aceptado el hecho de que ella no se podía permitir una relación con el hombre que investigaba el asesinato. Hasta que ella y sus chicas fueran absueltas de la muerte de Baldassare, ella podría darle largas. Más tarde, si ella pudiera convencerlo de que él no podía ser su dueño, que ella podría estar con otros hombres… él no tendría por qué saber que sería el único.
Suspiró. No importa lo que dijera, Bell se pondría celoso. Margarita se incorporó de golpe, recordando que estaba hablando de William cuando Bell le preguntó su precio repentinamente, y que había mencionado de nuevo a William cuando él se enfureció de nuevo. ¿Ya estaba celoso? ¿De William?
¡Qué ridículo! Bell sabía lo que William había hecho por ella, lo que le debía. Dios sabe a qué profundidades hubiera caído si no hubiera sido por el apoyo de William. Si Bell estaba celoso de William, no podía tener nada que ver con él, ni siquiera como cliente de una sola vez. Entonces Margarita se mordió el labio otra vez. No era tan fácil; enemistarse con el caballero del obispo le podría hacer muchísimo daño.
Destapándose y bajando los pies de la cama, Margarita suspiró profundamente. Era inútil pensar en todo esto. Por ahora, tenía una buena excusa para rechazarlo como cliente. Mientras se levantaba de la cama, tomó la resolución de apartar a Bell de su mente.
Eso resultó más fácil de decir que de hacer. De alguna manera, todos los rituales para prepararse —masticar una ramita para lavarse los dientes, lavarse la cara, el cuello y las manos, vestirse— le recordaban a Bell. Sin embargo, cuando se vació el bolsillo interior de monedas que debía guardar en la caja fuerte guardada en el fondo de su baúl, su mente se dirigió a otros temas más provechosos.
El negocio no iba a resultar perjudicado por el asesinato, pensó. El mercero ya había concertado una cita para la semana siguiente, y la había pagado por adelantado para asegurarse que ninguno de los clientes más antiguos o favorecidos le desbancaran. Muy lejos de apartarse de la Old Priory Guesthouse, tanto el mercero como el curtidor se habían sentido excitados al oír los hechos sobre la muerte del mensajero.
En cuanto abrió su puerta, Margarita oyó las voces de sus chicas y se fue a unir a ellas. La mesa estaba servida con queso, pan, los restos de un pastel de conejo, un cuenco de estofado frío, cerveza y vino. Elsa le dijo que había dado a Somer carne fría y pastel con un poco de vino de los barriles de William de Ypres para que pudiera comer al amanecer. Había salido para Rochester en cuanto acabó. Elsa dijo sonriendo que le hubiera gustado quedarse; que se lo había pasado muy bien, pero esta vez sólo podía quedarse una noche. Que intentaría volver pronto.
Margarita la alabó por complacer a su cliente, y por recordar darle de comer y de beber. Estaba a punto de preguntarle si había insistido a Somer para que se quedara, y si confesaba que sí, le hubiera explicado otra vez que no debía importunar a un cliente que deseaba irse. Mientras buscaba la forma más sencilla de decírselo, la campana de la puerta empezó a sonar.
Ella podría no tener mucha inteligencia, pero tenía un buen instinto de supervivencia. Notando que se le avecinaba un sermón se levantó de su asiento rápidamente.
— Voy a buscar a Dulcie —dijo—. No creo que sea un cliente a estas horas.
A pesar de que Margarita tenía la sensación de que quien llamase a su puerta tan temprano no podía traer más que problemas, continuó comiendo con determinación. Los problemas le podrían quitar el tiempo o el apetito. Su decisión era correcta. Estaba tragando su último mordisco de pastel de carne con varios tragos de cerveza, cuando Dulcie hizo pasar a un monje. Elsa, sensibilizada contra la vestimenta de los monjes, había desaparecido.
Tratando de evitar mostrar ninguna expresión en su rostro, Margarita levantó la mirada y dijo:
— ¿Sí?—. Entonces vio la cara medio escondida bajo la capucha, dejó su vaso rápidamente y se levantó—. ¡Hermano Fareman! —exclamó—. Por favor disculpe mi grosería. ¿Ya ha regresado el padre prior?
— Sí, llegamos ayer por la noche. ¡Vaya regreso tan terrible! El pobre padre Benin estaba desolado al oír los terribles eventos del miércoles por la noche, pero estaba demasiado cansado para hacer algo. Sin embargo, desea que vaya esta mañana a sus dependencias y le explique su implicación en este terrible crimen.
— Iré encantada, hermano Fareman, y le contaré al padre Benin todo lo que sé, pero le aseguro que ni yo ni ninguna de mis chicas estamos involucradas de forma alguna.
— El hermano Paulinus insiste en que sí lo están. —Una pequeña sonrisa se dibujó en los labios del hermano Fareman—. Pero no tiene ningún sentido darme explicaciones a mí. Debe venir y hablar con el padre Benin.
— Encantada —dijo Margarita—. Letice, tráeme mi velo.
Mientras Letice buscaba el velo, Margarita se echó la capa por los hombros. Una vez que se hubo ocultado su pelo y su cara en el velo que le trajo Letice, comenzó a dirigirse hacia la puerta trasera. Después de un paso o dos, rectificó su paso con una exclamación de irritación.
— El hermano Paulinus cerró la puerta entre la iglesia y esta casa el jueves —explicó.
— Sí, ya lo sé —dijo el secretario del prior—. Sin embargo, podemos ir por allí —dijo enseñándole una llave—. Llamé a la campana para avisarles —continuó mientras le señalaba hacia la puerta trasera—, pero no podía ver ningún motivo para caminar casi una milla si no era necesario. —El regordete secretario sonrió—. Opino que es como cerrar el establo después que los caballos hayan sido robados. Al fin y al cabo, aunque hubierais matado al pobre señor Baldassare, no creo que el hermano Paulinus piense que vayáis a asesinar a toda un serie de clientes en el porche de la iglesia.
Margarita sonrió y dijo:
— ¿Ha oído usted alguna vez una acusación tan ridícula? Este no es un burdel común, donde hombres desconocidos son atraídos de la calle por unas mujeres que pueden estar en otro burdel al día siguiente. Lo último que deseo es perjudicar a cualquier cliente. Pero hermano Fareman, esto no es nada divertido. Mis chicas y yo somos prostitutas. Si las acusaciones del hermano Paulinus se hacen públicas, seremos encontradas culpables sin importar lo inocentes que seamos del asesinato.
— Ese es el motivo por el que el padre Benin ha mandado llamarte. El hermano Paulinus no tiene ninguna prueba contra ti, aparte del hecho de que tú y tus chicas sois malvadas y corruptas.
— ¡Malvadas y corruptas tal vez, pero eso no hace que seamos idiotas! —protestó Margarita.
El hermano Fareman se encogió de hombros.
— Y que el señor Baldassare entró por la puerta trasera. Si puedes convencer al padre Benin de tu inocencia, creo que prohibirá al hermano Paulinus que siga con sus acusaciones, o incluso hablar del asesinato en público, a menos que tenga pruebas.
Eso resultaba tranquilizador, y Margarita caminaba tan rápidamente, que el secretario bajito y rechoncho tuvo que pedirle qué aflojara el paso. Pasaron por la verja, que, para decepción de Margarita, volvió a cerrar. A poca distancia del camino de la iglesia, el hermano Fareman giró a la izquierda y pasó por delante de la pared del crucero sur en dirección a la casa del prior, justo enfrente de la casa capitular.
Margarita observó que la casa del prior era mucho más pequeña que la del obispo, pensó que sólo había espacio para una cómoda sala de negocios en la planta baja, y seguramente un solar y un dormitorio en la planta superior. Unas escaleras junto a la puerta de la planta inferior llevaban directamente al solar, y para sorpresa de Margarita, fue por allí por donde la llevó el secretario.
Se sorprendió de nuevo con una sensación de malestar provocada por la gran cama con dosel que se encontraba contra la pared de la derecha. Se giró y vio con alivio que no se trataba sólo de un dormitorio. A la izquierda de la habitación había una bonita silla labrada, con altos brazos y respaldo, junto a una hoguera situada debajo de un alero de piedra. A la derecha de la hoguera había una gran mesa pulida; y detrás de ella, se encontraba el prior sentado en una segunda silla con respaldo y brazos, aunque no tan grande o alta. La mesa estaba iluminada por la luz de una ventana de la pared. Otra ventana en la misma pared que la puerta alumbraba la habitación.
— Margarita la prostituta, mi señor —dijo el secretario, haciendo señas a Margarita para que se adelantara.
Se dirigió a la mesa e hizo una reverencia.
— Padre prior, me complace que haya vuelto a casa. ¿Fueron bien sus asuntos?
El prior hizo una señal de despido y el secretario salió de la habitación, cerrando la puerta tras él.
— Bastante bien —dijo el prior—. Pero ahora hubiera preferido no irme. ¡Qué cosa tan terrible! Un asesinato en la puerta de la iglesia. Y el hermano sacristán diciendo que el hombre venía de tu casa.
— Padre prior, tal vez el hombre haya ido a la iglesia a través de mi puerta trasera, pero no con mi conocimiento ni por mis artimañas. Y le juro que ni yo ni ninguna chica de mi casa le hizo o le deseó ningún daño. Y tampoco el señor Baldassare era uno de mis clientes habituales.
— Entonces, ¿cómo pudo utilizar tu puerta trasera?
— Creo que tenía que encontrarse con alguien en la iglesia —contestó, y se lanzó a contar la historia de Baldassare llegando a su puerta, igual que le había contado al hermano Paulinus.
Acababa de empezar a explicar —le parecía que por milésima vez—, por qué era ridículo sospechar de ella o de una de sus chicas del crimen, cuando la puerta se abrió repentinamente y el hermano Paulinus entró. Cuando vio a Margarita, sus ojos se abrieron como platos, se paró en seco, y se abalanzó hacia delante.
— ¿Sabía lo que ha hecho? —preguntó con los ojos abiertos—. ¿Cómo lo sabía? Yo acabo de descubrir el robo hace solo unos instantes. —Se giró hacia Margarita gritando—. ¡Ramera! ¡Ladrona! ¿Cómo te atreves a tocar un vaso sagrado de la iglesia?
— Pero si no he tocado al padre Benin —dijo Margarita completamente desconcertada por la acusación, tratando de entenderla—. Tal vez besé su mano en señal de agradecimiento, pero no…
— ¡Mentirosa! —rugió Paulinus—. ¿Qué has hecho con el pequeño píxide de oro? ¡Devuélvelo! Te voy a…
— Hermano Paulinus —dijo el padre Benin—. Cálmese. ¿De qué está hablando? No sé nada del pequeño píxide de oro. ¿Qué píxide de oro?
— El que se dejaron aquí las hermanas. Ha desaparecido. Robado. ¡Por esta ramera! Usted lo sabía. Por eso la llamó para responder por su crimen.
— Está aquí para contarme todo lo que sabe acerca de la muerte del señor Baldassare.
— Ya se lo he explicado todo —dijo el sacristán; entonces, girándose hacia Margarita gritó—. Sucia ramera, ¿cómo te atreves a venir aquí a escupir tus mentiras en los santos oídos del padre?
— No le he dicho ninguna mentira. —Eso era relativamente cierto, se dijo Margarita. Había tenido mucho cuidado en lo que le contaba al padre Benin. Había omitido una buena parte, pero no había dicho ninguna mentira. Aguantó la furiosa mirada del sacristán y añadió—. Por lo menos tiene razón en una cosa; nunca me atrevería a mentir al padre prior. Incluso una prostituta puede decir la verdad cuando es en su provecho, y cuanto más se sepa sobre la muerte del señor Baldassare, más segura estaré. Yo me ocupo de las alegrías en vida, nunca en la muerte.
— ¡La muerte del alma es el resultado de tu alegría! —Se giró hacia el prior y dijo—. ¿Cómo puede permitir que una prostituta contamine su habitación privada?
Margarita notó una mezcla de disgusto e impaciencia, y un toque de vergüenza en la cara del prior, lo que le hizo darse cuenta del motivo por el que éste le había llevado a sus habitaciones privadas en lugar de ser interrogada en la habitación dedicada a estos propósitos en la planta inferior. El padre Benin había tenido la esperanza de que el hermano Paulinus no supiera que había sido invitada a dar explicaciones.
Margarita rió, sabiendo que enfurecería al sacristán, esperando captar su atención para darle al prior tiempo para recuperar fuerzas.
— No se preocupe, hermano Paulinus —dijo ella—. La prostitución no es algo que se respira en el aire, y se pueda contagiar del aire como una fiebre. A menos que no lo desee y lo busque, no le afectará.
— ¿Yo? —rugió el hermano Paulinus, levantando la mano.
— No, hermano Paulinus —dijo el prior fríamente—. Incluso con gente como ella no practicamos la violencia.
Con el semblante más plácido, el padre Benin sacudió la cabeza y ella hizo una inclinación. Se giró de nuevo hacia el sacristán.
— Margarita está en mi solar para mantenerla apartada de los hermanos más jóvenes que visitan a menudo a mi secretario con problemas —sonrió ligeramente—. A mi edad, espero estar seguro, sin importar dónde hable con ella. Ahora, ¿qué es eso de que ha sido robado el pequeño píxide de oro? ¿Está seguro de que no está, hermano sacristán? Era muy pequeño y no se usaba nunca. ¿No puede estar al fondo, o incluso dentro de otro de los vasos?
— Por supuesto que estoy seguro. Como sabe, normalmente limpiamos la plata el viernes, para que esté perfecta para el domingo, pero como hemos estados muy liados con la interrogación del hermano Knud, el trabajo no se terminó el viernes. Hoy, cuando el hermano Knud iba a terminar la tarea, algo me hizo examinar el contenido de la caja fuerte, y conté cada una de las piezas. El píxide no estaba. —Su cara se contraía como si fuera a empezar a llorar—. He traicionado la confianza. Y… —se giró y miró a Margarita—. Es culpa suya. Ella lo robó.
— ¡Paulinus! —El prior se puso en pie—. ¿Cómo puede ser eso cierto? ¿Cómo pudo ella robar un píxide de una caja cerrada?
— ¿Quién más pudo hacerlo? ¿No es una prostituta? ¿Su obsceno pecado no corrompe a todos aquellos que lo comparten? ¿No es esto una prueba de que las prostitutas mataron al mensajero del papa?
— ¿Prueba? —gritó Margarita—. ¿Qué tiene que ver el píxide robado con la muerte del señor Baldassare?
— ¿Quién sino una prostituta y una asesina se atrevería a robar de la iglesia, del armario detrás mismo del altar? Por eso fue que lo asesinaste. El te debió haber visto robando el píxide.
— Padre Benin —protestó Margarita—. Esto es una locura. Nunca salí de mi casa la noche que Baldassare fue asesinado. Mis chicas y yo estuvimos juntas después de vísperas. Mi criada, que no es una prostituta ni excomulgada, y es una fiel hija de la Iglesia, lo confirmará.
Dulcie no tendría que mentir, se dijo a sí misma. Ellas habían estado todas juntas después de vísperas, y estuvieron juntas hasta que Sabina se fue a la cama con Baldassare, pero entonces estaba muy vivo. Y ella no había salido de la casa después de él.
— Y después del jueves por la mañana —continuó Margarita antes de que el sacristán o el prior pudieran hablar—, la puerta entre la iglesia y la vieja Old Priory Guesthouse ha estado cerrada, por lo que no pude haber entrando en los jardines del priorato sin ser vista. Puede preguntar al portero si he pasado la puerta desde entones.
— Sí que lo has hecho, ramera mentirosa. Estuviste aquí ayer.
Margarita parpadeó, petrificada ante la idea de que el hermano Paulinus hubiera sobornado al portero o a uno de sus ayudantes para que dijeran que había entrado en el monasterio, y entonces recordó y sonrió.
— Sí, estuve aquí. Vine con sir Bellamy de Itchen, el caballero del obispo, para ver el cadáver y ver si lo reconocía, cosa que hice, y también sir Bellamy. Pero hermano Paulinus, estuve en su presencia y en la del hermano portero todo el tiempo. ¿Quiere decir que sir Bellamy y el hermano Godwine me ignoraron o vieron cómo abría la caja fuerte y sacaba el píxide?
— Los confundió. Tú tienes un hechizo maligno.
— Calle, hermano Paulinus —dijo el prior dando la vuelta a su mesa y sujetando por el brazo al afligido hombre—. Está fuera de sí por la preocupación. Estoy seguro de que no es por un descuido suyo que ha desaparecido el píxide. Cálmese. —Entonces se giró hacia Margarita—. ¿Ha dicho que estaba con sir Bellamy? ¿Qué tiene que ver con todo esto?
— Fue mandado por el obispo para descubrir, si podía, quien había matado al señor Baldassare, y qué había pasado con la bolsa que el señor Baldassare llevaba.
— También se me acusó por eso —Soltó al sacristán—. Fui acusado por sir Bellamy de no informar sobre el asesinato al obispo. Yo informé al abad. Ahora el píxide ha desaparecido.
El prior estaba totalmente confundido, y Margarita continuó.
— Yo le dije al obispo que un hombre había sido asesinado en el porche de la iglesia cuando fui a hablar con él el viernes por la mañana. Estaba afligido por las noticias y por el hecho de que se tuviera que enterar por mí, especialmente cuando supo que la víctima era el señor Baldassare, un mensajero papal. Entonces ordenó a su caballero, sir Bellamy, que averiguase la identidad del asesino.
— No necesita mirar muy lejos, si mira honestamente —dijo el sacristán—. E insistiré para que se realice una búsqueda del píxide en su establecimiento.
— Puede buscar con mucho gusto —dijo Margarita riendo—. Sir Bellamy buscó por todas partes cuando registró mi casa el viernes.
— ¿Registró su casa? ¿Por qué? —preguntó el padre Benin.
— Estaba buscando la bolsa del señor Baldassare. Yo la había visto bajo su capa, a no muy claramente, porque se la echó para atrás. Pero no se encontró la bolsa con el cuerpo. El obispo se preguntó si tal vez había escondido la bolsa en mi casa, porque no confiaba en la persona con la que se tenía que encontrar. Y como el obispo está seguro de que el señor Baldassare traía documentos importantes del papa, desea que sir Bellamy encuentre la bolsa.
— Ya veo. Bueno, tengo que decir que me siento aliviado de que sir Bellamy haya sido encargado de descubrir quién ha cometido este crimen. Lo considero un hombre honesto e inteligente, por otros trabajos que ha realizado para el obispo.
— Ahora no es honesto —siseó el sacristán—. Está deslumbrado por esta ramera y su único objetivo es quitarle toda la culpa. Le digo que ella robó el píxide.
Lo último que quería Margarita era que el prior creyese que Bell estaba enamorado de ella. Mejor que pensara en el píxide desaparecido.
— ¿Cómo lo iba a robar? —gritó Margarita—. ¿Te parezco lo suficientemente fuerte como para romper la caja fuerte?
— Tu fuerza no importa; la caja no fue forzada.
Margarita y el padre Benin exhalaron un suspiro y se giraron hacia el sacristán. Ahora Margarita entendía por qué actuaba como un loco. Siempre se había opuesto a que hubiera un burdel, aunque fuera muy discreto, junto al monasterio, y siempre había sido mucho más rígido que los demás acerca de los pecados carnales. Su esfuerzo en involucrarle a ella y a sus chicas en el asesinato, una vez que hubo averiguado que Baldassare había entrado por la puerta trasera, no era del todo irrazonable; sin embargo, la insistencia de que ella había robado el píxide, lo que resultaba imposible, era una locura. Pero si la caja fuerte no había sido forzada, alguien que tenía la llave, había robado el píxide… y la persona que tenía la llave de la caja fuerte era el sacristán.
— Dios mío —susurró Margarita.
No le gustaba el sacristán. En su desesperado deseo de pureza, el hermano Paulinus podía ser cruel, y como ella pudo ver cuando pegó a Elsa, también violento. Se lo podía imaginar fácilmente asesinando a Baldassare en un ataque de rectitud; incluso se lo podía imaginar borrándoselo de la memoria, o convenciéndose a sí mismo de que Dios había guiado sus pasos con el propósito de echar a las prostitutas y su corrupción. ¿Pero qué razón podría tener el hermano Paulinus para robar la plata de la iglesia? Averiguó la respuesta el momento siguiente.
— No es posible —murmuró el padre Benin simultáneamente, y luego, sonriendo irónicamente dijo—. No, ni siquiera para reparar el tejado del campanario. Aunque usted tenga la llave, hermano Paulinus, tiene que haber otra respuesta.
— No puede ser la única llave —dijo Margarita.
— ¡No te atrevas a defenderme! —gritó el hermano Paulinus—. Tu hechizo maléfico desprende un rubor putrefacto sobre ti. Tú…
— Calle, hermano sacristán —dijo el padre Benin—. Tal vez sea una pecadora, pero tiene buena intención. ¿Por qué no va a mi reclinatorio y reza una oración para calmarse un poco?
Eso no era una sugerencia; no importaba el suave tono de su voz, era una orden. Y cuando el demacrado monje se hubo dirigido adonde se encontraba colgado el crucifijo del prior, junto a la pared de su cama, y se arrodilló ante ella, el prior se giró hacia Margarita.
— Creo que nos debe dejar ahora, hija mía. Vaya a la habitación de la planta inferior, y el hermano Fareman la acompañará a casa.
— Gracias, padre prior —dijo, y recordando algo añadió—. ¿Es posible que como el píxide es tan pequeño, se quedara fuera cuando se limpiaron y se guardaron los otros vasos? ¿Podría ser, que cuando la caja ya había sido cerrada, la persona que olvidó guardarla tuviera miedo de admitir su error y lo escondiera en la iglesia, con la intención de devolverlo hoy cuando se abriera la caja para preparar los vasos para el domingo? Si se registrara la iglesia…
— Eres una criatura de buen corazón e indulgente —dijo el padre Benin sonriendo—. Se supone que yo tengo que ser humilde y sumiso a los designios de Dios, pero no estoy muy seguro si trataría de ayudar a alguien que está tan deseoso de hacerme daño. Desde luego preguntaré al ayudante del sacristán si se puede haber extraviado el píxide, y también hablaré con sir Bellamy acerca del asesinato para averiguar lo que sabe, y para ofrecerle mi ayuda. Ve con Dios, hija mía.
Sintiéndose un poco culpable por haberse ganado la buena opinión del padre Benin con motivos completamente falsos, Margarita se inclinó, le besó la mano que le tendía y abandonó la habitación. Su propósito al sugerir que el píxide se podía haber descuidado, era que registraran la iglesia y se encontrara la bolsa de Baldassare, no para proteger al hermano Paulinus. No sabía si estaba más molesta porque era tan bueno y no vio sus malas intenciones, o porque la había llamado hija, como si no fuera una prostituta excomulgada.
Descendió por la escalera interior a la planta inferior, donde casi chocó con el hermano Fareman, que la estaba mirando preocupado. Dijo que sentía que su entrevista con el prior hubiera sido interrumpida, y se quejó de la conducta del sacristán, que lo había empujado y había entrado en la habitación del prior sin ser anunciado. Margarita lo informó acerca del píxide.
El hermano Fareman estaba impresionado, pero ahora entendía por qué el sacristán estaba tan consternado. No entendía cómo alguien podía haber forzado la caja fuerte, que era tan fuerte y de hierro. Pero cuando sacó el enorme llavero que llevaba para abrirle la puerta, Margarita recordó su pregunta al prior.
— Pero la caja no estaba forzada —dijo—. Tiene que haber sido abierta con una llave.
— ¡Qué tontería! —dijo el secretario—. No puedo negar que no me gusta el hermano Paulinus, hace muy infeliz al padre prior a veces, ¿pero robar de la iglesia? Qué tontería.
Margarita sonrió.
— El prior dijo algo de dinero para unas goteras en el campanario, pero lo primero que se me ocurrió fue: ¿Quién tiene otra llave?
— ¿Quién? Yo. El padre prior tiene duplicados de todas las llaves de la iglesia y el monasterio, y esas llaves están en mi poder. Está sugiriendo…
— Claro que no. Eso es aún más ridículo. No es imposible que el hermano Paulinus se pudiera cegar ante la posibilidad de robar el píxide con algún propósito como reparar el tejado del campanario, y llamarlo designio de Dios; no es una persona razonable. Usted nunca se podría engañar a sí mismo. Pero usted y el padre Benin estaban de viaje la semana pasada. No es posible que alguien encontrara sus llaves…
— Me las llevé. —El hermano Fareman hizo una mueca y suspiró—. No tenía la intención de llevarme las llaves de la iglesia y del monasterio, tan sólo las de la casa del padre prior y sus baúles privados, pero tenía prisa, y en vez de separarlas, me las llevé todas.
— Eso parece inculpar más aún al hermano Paulinus. —Pero su voz asomaba un deje de duda.
— ¿Quién se iba a imaginar que iban a pasar estas cosas? ¡Un asesinato en nuestra puerta! Y ahora un robo. Nunca nos habían robado nada. Bueno, un poco de comida de vez en cuando, cuando los novicios tenían hambre en un día de ayuno, y una vez —sí, recuerdo que fue justo después de que el obispo de Winchester fuera nombrado administrador de la diócesis de Londres— desapareció una túnica de monje. El hermano Almoner estaba preocupado. No le gustan los descuidos. Pero no consiguió nada con su búsqueda e interrogatorios. Seguramente la robó una pobre alma que necesitaba una capa. —Suspiró y abrió la puerta—. Pobre padre Benin. Se echará la culpa de todo esto.
Margarita pasó, pero sacó la mano para evitar que el secretario cerrara la puerta.
— La muerte no tiene nada que ver con el padre Benin, hermano Fareman. Llame a sir Bellamy de Itchen, el caballero del obispo. Él les explicará lo que le pasó al señor Baldassare, y el padre Benin se dará cuenta de que no podría haber hecho nada aunque estuviera aquí.
— ¿Sir Bellamy? —El secretario parecía aliviado—. ¿Entonces el obispo está buscando al asesino?
— Sí, y no en mi casa, gracias a Dios.
Soltó la puerta, y el secretario la cerró y pasó la llave. Margarita suspiró y pensó que tal vez era para bien. Si había más desórdenes en el priorato, ella y sus chicas estarían más seguras con la puerta cerrada. Ella creía que el padre Benin estaba bromeando cuando hablaba de robar el píxide para obtener dinero para reparar las goteras del campanario, pero un escalofrío le recorrió la espalda. ¿Insistía el hermano Paulinus en su culpabilidad para cubrir su propio crimen?
No expresó su preocupación a sus chicas, que se apresuraron a saludarla y preguntar lo que quería el prior. Ella les informó acerca del píxide desaparecido, y las acusaciones de Paulinus, que provocaron gritos de alarma, hasta que indicó que el hecho de que la caja fuerte estaba cerrada con llave la había absuelto completamente. Una vez tranquilizadas, Elsa y Letice retomaron su bordado, y Sabina empezó a practicar una nueva canción. Margarita se dirigió a su cuarto, y estudió detenidamente la copia de la lista que había entregado a Bell, haciendo una marca en alguno de ellos.
— ¿Margarita? —Sabina estaba ante su puerta—. La campana está sonando.