CAPÍTULO 14

25 de abril de 1139

East Chepe, Londres

Más tarde, Old Priory Guesthouse

Por lo menos algo bueno salió de la infructuosa espera de Bell: Margarita terminó su bordado. A la mañana siguiente, cuando Bell no hubo aparecido después del desayuno, envolvió su labor en un paño limpio, cubrió su cabello y su rostro con el velo y se dirigió a East Chepe. Era una larga caminata hasta Chepe, a través del puente y a lo largo de la calle Fish, pero como ambos lados del puente estaban bordeados por puestos que vendían todo tipo de adornos, baratijas y cosas para la casa, a Margarita no le importó nada.

Los gritos de los vendedores llamando a la gente a sus puestos, se mezclaban con los de los vendedores de dulces, flores, pan caliente, y sí, de mujeres de su profesión menos afortunadas. Pero no, uno no se podía centrar en los productos ofrecidos. El tráfico circulaba por el centro del puente, y un despiste al esquivarlos, portaba gritos y maldiciones, y podía suponer moretones o verdaderas lesiones si se iba demasiado distraído.

Margarita compró un puñado de violetas en miel cristalizada. Las de Dulcie eran mejores, pero sentía cierto regocijo por gastar un cuarto de penique, sabiendo que no tendría que sacrificar ningún otro deseo.

Eso hizo que el dulce le supiera aún mejor. Se detuvo para mirar bandas bordadas que estaban listas para ser cosidas en los cuellos y las partes delanteras de los vestidos, y negó firmemente con la cabeza al aprendiz de mercero. Eran trabajos sencillos, comparados con su propio trabajo. Incluso Elsa lo podía hacer mejor.

Le llamó la atención un rollo de lino, tan suave y tan fino que se podía ver a través de ella. Tocó la tela, la puso a contraluz, y presionó un pliegue de la tela contra el interior de su muñeca. Un adorable verde pálido que favorecía su tono de piel y cabello, pero cuando el vendedor murmuró el precio, que era bastante razonable, suspiró y se dio la vuelta. Lo último que deseaba era tentar a un hombre.

Ese pensamiento le hizo recordar su pena por el abandono de Bell, pero se dijo que tenía que estar agradecida. Ese pequeño dolor ahora, le ahorraría uno mayor más tarde; además, una no podía estar triste entre tanto color y ruido. De hecho, antes de que Margarita hubiera cruzado un tercio del puente, ya se había olvidado de su pena, y estaba examinando un par de candelabros de latón, que pensó que quedarían muy bien a ambos lados de la puerta de la Old Priory Guesthouse. Esta vez sí se paró y regateó el precio, hasta que obtuvo lo que creyó era un buen precio.

La calle Fish la distrajo de otra manera. Aquí también había puestos, pero eran menos interesantes, con montones de arenques de caballas y bacalao, cestos de anguilas y harina. Margarita, una mujer acostumbrada al fuerte olor de hombres sudados y sucios debido al duro trabajo o largas cabalgatas, arrugó la nariz ante el olor del pescado. Mucho peor que los puestos, era la alcantarilla en el centro de la calle, donde los cerdos y gatos salvajes se peleaban por los restos de comida demasiado madura, para que incluso los más pobres la compraran. Los restos de comida se mezclaban con el estiércol y la orina de caballos y hombres.

Margarita se metió sus candelabros debajo del brazo, y ajustó su velo firmemente debajo del cuello del vestido para liberarse las manos y poderse coger la falda. Tuvo que prestar mucha atención para esquivar a la gente que regateaba en los puestos, evitar pisar la mugre de la alcantarilla, esquivar los animales, y tratar de evitar ser salpicada cuando otros no tenían tanto cuidado y pisaban los asquerosos charcos, maldiciendo y gritando. La próxima vez, se prometió a sí misma, caminaría una calle más hasta el oeste de Gracechurch, donde estaban las tiendas.

Se alegró de poder salir de ahí con tan sólo unas pequeñas manchas en su ropa, y la visita al mercero al que vendió su bordado también fue agradable. Por su forma de hablar y sus modales, el mercero dedujo que era una dama que estaba pasando una mala época, o que tenía un marido muy tacaño y se veía forzada a vender su trabajo. Eso no hizo que fuera más generoso a la hora de pagar por su trabajo, pero la trató con mucha cortesía, y le resultó un placer no tener que estudiar a un hombre y tener que escoger las palabras. También tenía muchos encargos para ella; uno para un mantel de un altar.

Ante esa oferta de muchos meses de trabajo, Margarita sacudió la cabeza y dijo:

— Por ese precio no lo puedo hacer.

— Pero el comprador le proporcionará la tela, todo el hilo y hasta las agujas, si lo desea.

Margarita se rió.

— Venga ya, señor mercero, usted sabe perfectamente que la mitad de la belleza de mis piezas se debe a la calidad de las telas, la finura y ricos tonos de los hilos. No puedo confiar que otra persona los compre por mí. Si el comprador desea la calidad de mis trabajos, él o ella tienen que pagar por lo menos cuarenta chelines. Por ese precio, yo compraré la tela y el hilo y realizaré un excelente trabajo, y bien realizaré el diseño del comprador, o presentaré uno yo misma.

— Es demasiado —dijo decepcionado.

— Por mi propio trabajo no puedo pedir menos, pero le puedo ofrecer un acuerdo. —Sacó unas muestras del trabajo de Elsa y Letice de su bolso—. Este es el trabajo de dos de mis chicas. No es tan fino como el mío, pero es bueno. Por el precio que ofrece, y que el comprador proporcione la tela y el hilo, su comprador puede tener el trabajo de estas mujeres. Si lo desea, le puedo dejar las muestras para que las enseñe. Las otras dos piezas, la cinta de la cabeza y la del cuello, las haré. ¿Desea que hagan juego o son para dos personas diferentes?

— A juego. —Pasó el dedo por las muestras que le había entregado y suspiró—. ¿Y si subo el precio a treinta chelines?

Detrás de su velo, Margarita sonrió.

— Quédese la pieza que he acabado, y muéstrelas con las otras dos. Entonces pida cincuenta o sesenta chelines y deje que el comprador le regatee.

Suspiró de nuevo.

— Es demasiado consciente de su propia valía, o no está lo suficientemente hambrienta —dijo—. De acuerdo. Cuarenta chelines, y enséñeme el diseño antes del lunes que viene. Y déjeme las muestras. Hay clientes que no pueden permitirse su precio, y tal vez se contenten con estos.

La sonrisa que el mercero no podía ver se ensanchó. Si recibía muchos encargos de bordados —el mercero del otro lado de la calle le había preguntado si tenía más para vender— ella y sus chicas podrían decir que eran verdaderas bordadoras, sólo que no podrían pagar el alquiler ni disfrutar del estilo de vida que tenían como prostitutas. Sin embargo, le dio las gracias al mercero y estuvo de acuerdo en dejarle las muestras.

Con el dinero en el bolsillo, nada comparado con lo que recogía cada semana del trabajo de sus chicas, Margarita sintió una fuerte tentación de comprar. Era como si el dinero que ganaba como bordadora no fuera real, y sentía que lo podía gastar para su disfrute.

Encontró un gorro suave y dorado. De él colgaban unas finas tiras de metal, mezcladas con piedras brillantes; éstas lucirían en el negro pelo de Letice y le añadiría un toque exótico cuando bailara. Para Sabina escogió un chal de una suave y fina lana de un delicado color rosa. Mucho de los clientes de Sabina buscaban paz y serenidad; así que la imagen de una plácida mujer junto a la hoguera, le favorecería, y Sabina disfrutaría la suavidad. Para Elsa escogió una fina camisa con un delicado calado alrededor del cuello y brillantes cintas alrededor de su escote, que colgarían junto a sus pechos y los realzarían. Y para Dulcie, un bonito velo de lino blanco para la cabeza.

Para ella compró unas anchas cintas, y unas madejas de hilo que estaban hiladas tan finamente que brillaban. Sonrió cuando las guardó junto a los candelabros de latón; solo había comprado cosas para su trabajo y para adornar la casa. Era demasiado peligroso adornarse ella.

La tristeza que le trajeron esos pensamientos fue disipada en cuanto llegó a su casa justo antes de comer y se enteró de que finalmente Bell había venido. Margarita se avergonzó por los sentimientos que la noticia le causó, y tan sólo asintió. Sabina añadió que no se había quedado mucho rato. Dijo que tenía que asistir al entierro de Baldassare esa mañana, y que trataría de ir a St. Paul, tal como Margarita le había pedido.

St. Paul. Entonces había creído su mensaje y quería interrogar a Beaumeis, pero seguramente ahora ya era tarde para sacarle la verdad aunque realmente estuviera sorprendido y aturdido por la noticia de la muerte de Baldassare. Ahora le parecía más probable que Beaumeis hubiera cometido el crimen, y que su manifestación de pena hubiera sido una patraña. Estaba preocupada por haber sido engañada por él, pero muy pocos hombres se molestaban en fingir ante una prostituta. De todas formas, se tendría que haber dado cuenta de que la alteración que mostraba era demasiado exagerada para provenir de la sorpresa y el pesar por la muerte de un amigo. Debería haber sido similar a la reacción de Buchuinte, que parecía sincera.

De repente, Margarita se preguntó si realmente parecía sincera. Buchuinte había dicho que estaba demasiado triste para ir con Elsa, pero se había resistido a irse como si quisiera ser convencido. Y tuvo la oportunidad de cometer el asesinato. Había estado en su casa al mismo tiempo que Baldassare. Nada le hubiera impedido dirigirse a la iglesia en vez de a su casa cuando se separó de Elsa. ¿Pero por qué iba a desear matar a Baldassare? Desde luego no para quitarle la bula a Winchester ni la carta del rey. Sin embargo, podría existir algún asunto personal, algún insulto o crimen que Buchuinte podría haber averiguado desde la última visita de Baldassare. Margarita se estremeció, se apartó el pensamiento de la cabeza y les enseñó los regalos que había comprado.

Todo el mundo estaba encantado, pero Elsa, sujetando su camisa nueva y examinándola detenidamente, dijo:

— Menos mal que no se quedó. Se hubiera enfadado aún más si no hubieses tenido un regalo para él.

— ¿Quién? —preguntó Margarita.

— Sir Bellamy —dijo Sabina con vacilación—. No sé si estaba molesto o decepcionado porque no estabas en casa. No estaba precisamente enfadado, pero su voz sonaba… seria.

— ¿Me puedo probar mi nueva camisa?—preguntó Elsa—. ¿Y me la puedo poner cuando venga BamBam?

— Claro que sí —dijo Margarita, casi sin escucharla. Cuando Elsa se hubo marchado, preguntó—. ¿Qué quiere decir, seria?

Letice le tocó el brazo. Se había puesto el gorro con una sonrisa de placer cuando Margarita se lo había dado, y desde entonces su atención se había centrado en mover el cabello para ver brillar las cadenas de metal. Ahora se quedó mirando fijamente a Margarita y simuló golpes, estrangulamiento, y finalmente apretó las manos.

— No debía estar tan enfadado como para ser violento —protestó Margarita—. Sabina lo hubiera notado en su voz.

La pobre Letice sacudió la cabeza y mostró su frustración, pero no se sentó y se encogió de hombros como hacía normalmente cuando no se podía expresar. Lo intentó otra vez, incluso intentando pronunciar una palabra, hasta que Margarita hizo una exclamación. La palabra era «celoso».

— ¿Crees que estaba celoso?

Letice respiró profundamente y asintió.

— Puede ser —dijo Sabina—. Puede que eso fuera lo que oí, ese tipo de reserva en su voz.

— ¿Qué puedo hacer? —gritó Margarita—. ¡El muy tonto! ¿Cómo un hombre puede estar celoso de una prostituta? Y no me puedo negar a que venga y a hablar con él. Tenemos que descubrir quién mató a Baldassare. —Suspiró y sacudió la cabeza, recordando el escondido deseo de verlo que le había llevado a casa del obispo—. ¡Oh, él no es el único tonto! ¿Por qué pregunté por él, por qué dejé un mensaje para él?— Yo esperaba que se creyese que yo tan sólo quería que descubriera si Beaumeis es culpable, pero resulta evidente que él pensó que era una excusa para que nos viéramos.

Sabina protestó y dijo que no era culpa de Margarita, y Letice le dio una palmadita y la abrazó. Margarita sacudió la cabeza y suspiró un poco más por su insensatez, incapaz de abandonar la esperanza que pudiera llegar a un acuerdo razonable con Bell. Después de todo, se había repuesto de su indignación inicial cuando averiguó que todavía servía a William de Ypres, y era la primera vez que no la había encontrado en la Old Priory Guesthouse. Se acostumbraría a eso también, se dijo. Tenía que aceptar el hecho de que era libre de ejercer su oficio si así lo deseaba.

Elsa volvió, mostrando orgullosamente su camisa debajo de su camisón, y Dulcie trajo la cena. Cuando se sentaron a comer, Margarita ya había dejado de lado su ansiedad, y mencionó los nuevos encargos que había recibido. Elsa y Letice estaban muy orgullosas de su habilidad, considerando lo poco que producía en comparación con la prostitución, y empezaron a discutir qué nuevos trabajos podían hacer. La animada charla permitió que Margarita pensara en lo que le iba a decir a Bell cuando volviera, y se juró que nunca volvería a buscarlo personalmente.

Llegaron los tres primeros clientes, disfrutaron de su placer y se marcharon a la hora prevista; esos tres, un cordelero, un tintorero y un ebanista, también tuvieron reuniones del gremio el miércoles y no tenían nada que ver con Baldassare. Del segundo grupo de clientes, BamBam llegó antes de tiempo porque se quería ir pronto; era un agente de lana que tenía que irse de viaje de madrugada la siguiente mañana a recoger la lana esquilada. Había estado fuera haciendo la misma tarea la semana anterior, del miércoles por la mañana hasta el sábado, y su nombre podía ser tachado de la lista de Margarita.

Los otros dos llegaron poco después. El cliente de Sabina era un hombre terriblemente feo pero muy amable, desdeñado y ridiculizado por su mujer debido a su aspecto. Había sido presentado por un amigo que lo apreciaba mucho, y esperaba que Margarita y sus chicas pudieran poner un poco de alegría en su vida. Esa esperanza había sido satisfecha. Adoraba a Sabina y ya le había preguntado a Margarita si se la podía comprar y tenerla para él solo.

Margarita creía que el cliente de Letice, debía ser un compatriota suyo, debido a su complexión y a su vacilante francés, que había sido recomendado a Margarita por un capitán de barco, y aparentemente era bastante rico. Aunque tenía su propia casa en Londres, en la orilla norte del río, siempre se quedaba a pasar la noche. Algo de Letice lo fascinaba, y pasaba más tiempo tocando una pequeña y aguda flauta muy extraña y viéndola bailar que en su cama.

Cuando todos estuvieron en sus respectivos cuartos y bien entretenidos, Margarita sacó una gran tela blanca y un fino trozo de carbón de su cesta de labores, clavó la tela a la mesa, y empezó a esbozar el diseño para el mantel del altar que quería el mercero. Una cenefa cerrada en la parte inferior del mantel y una gran cruz en el centro enlazarían un diseño de cuadros entrelazados con los lados redondeados y puntiagudos. Dentro de los cuadrados bordaría dibujos de varios santos. Tardó bastante en dibujarlos con sus lados enrevesados, y los tuvo que borrar más de una vez. Cuando les tocó el turno a los santos, tan sólo pudo esbozar unas formas vagas. El mercero le tendría qué decir qué santos quería su cliente.

Margarita se echó para atrás y miró el diseño complacida. Levantó los ojos al oír la aguda e impaciente voz de un hombre diciéndole a Elsa que fuera buena y que la vería el martes siguiente, y luego la puerta trasera al cerrarse. Por eso Elsa le llamaba BamBam. Sin duda alguna, Elsa le había pedido que se quedara más tiempo, pero eso no parecía importarle; aunque estaba impaciente como siempre, pareció halagado y no molesto.

Ahora Elsa debería lavarse y arreglar su cuarto, pero a veces se olvidaba. Margarita la observó y vio a la chica por el pasillo y volver a entrar en su cuarto. Los ojos de Margarita se posaron de nuevo en su diseño. Usaría una fina tela azul para el fondo; había visto la tela apropiada en la tienda del mercero enfrente de su casa, demasiado costosa para comprarla por especulación, pero ahora tenía un encargo, y podría complacer y dar un beneficio a su vecino.

El sonido de la campana de su verja interrumpió sus pensamientos; esta vez se levantó sonriendo. Elsa estaría preparada para otro cliente enseguida, y estaría encantada de atenderle, ya que a menudo BamBam la dejaba insatisfecha. Margarita se preguntaba por qué se gastaba dos peniques por Elsa, cuando podía tener una prostituta común por un cuarto de penique. Nunca quería entretenerse y jugar, pensó mientras se dirigía a la verja, o quizá le disgustaba la suciedad o los peligros de un burdel común. El tenía el derecho a hacer lo que quisiera con su dinero.

Abrió la puerta, y la agarró con fuerza. ¡Otro desconocido! No reconoció al hombre que sujetaba un cansado y polvoriento caballo.

— ¿Sí, mi señor? —dijo educadamente pero distante.

— Tengo un amigo en la casa del obispo de Winchester que me ha dicho que me podrían dar alojamiento y diversión en esta casa.

Margarita arqueó las cejas y permitió que el hombre se diera cuenta de que lo estaba examinando cuidadosamente. No recordó haber recibido nunca un cliente recomendado por el obispo. No, el obispo no. El desconocido había dicho «un amigo» de la casa del obispo, no por el mismo obispo. La mayoría de los hombres del obispo eran tan abstemios como él, pero tenía algunos que no lo eran, y había uno que las visitaba muy poco frecuentemente y muy avergonzado. Tal vez ese… y luego estaba Bell. ¿Le podría Bell haber enviado un cliente?

La voz del hombre parecía culta, su francés era el que hablaban muchos caballeros de Inglaterra; su ropa estaba manchada por el viaje, pero era de buena calidad, y la espada envainada alrededor de sus caderas tenía una empuñadura que brillaba con piedras preciosas. Detrás de su silla, había un grueso y pesado rollo, cubierto de piel, que Margarita imaginaba era su cota de malla. Seguramente se trataba de un caballero, y no precisamente pobre. ¿Pero dónde estaba su escudo y su espada? Si tenía un sitio donde dejarlos, ¿por qué quería alojamiento?

— ¿Le dijo su amigo que su alojamiento y diversión serían costosos? —preguntó Margarita.

— El coste no tiene ninguna importancia —dijo, pero dirigió su mirada hacia la calle por encima del hombro al mercero que estaba mirando desde detrás del mostrador, y a varios hombres y mujeres que esperaban ser atendidos por el tendero, que también se habían girado a mirar. De repente dio un paso adelante, apartando a Margarita de la entrada—. Disculpe —dijo rápidamente—, pero me gustaría no ser visto entrando en su casa.

— Mi precio por alojamiento y una compañera de cama son cinco peniques —dijo Margarita—. Y se cobra por adelantado. La cena y el desayuno están incluidos, si lo desea. También dispone de cobijo y comida para su caballo en el establo, pero tendrá que atender al caballo usted mismo. No tenemos mozo de cuadra.

— Desde luego usted no trata de atraer a un visitante —dijo el hombre ofendido.

— Este no es un burdel común —contestó Margarita fríamente—. No deseamos atraer a nadie. Para decirle la verdad, tenemos toda la clientela que necesitamos… —Dejó la frase sin acabar y dirigió la mirada a la puerta abierta.

El hombre hizo entrar el caballo y cerró la puerta.

— Mi amigo se sentirá ofendido si averigua que he sido rechazado y tengo que volver a Londres a buscar alojamiento. Tengo otros amigos… —Se calló repentinamente, viendo que muy lejos de ser intimidada ella estaba a punto de echarle a la calle y pedir ayuda—. Espera. —Sonrió y extendió una mano apaciguadora—. Estoy dispuesto a pagar.

Enrollándose las riendas del caballo alrededor de su brazo, abrió su bolsa y sacó unas monedas. Como Margarita sospechaba que no le iba a obedecer, y de momento no tenía manera de imponerse, no le pidió que se marchase. Entonces entre las monedas distinguió un pesado anillo, y una cinta bicolor, roja y seguramente blanca, a pesar de que estaba tan sucia que parecía gris, pegada a una insignia.

Margarita hacía ver que miraba cómo sacaba tres peniques de plata, medio penique y seis cuartos de penique, pero lo que realmente trataba, con rápidas miradas, era distinguir la insignia.

Parecía una simple cincoenrama, pero desgraciadamente ese signo aparecía en tantos escudos, que tan sólo indicaba que era miembro de una casa.

Su alarma iba en aumento. ¿Por qué iba un hombre a dejar su casco y su espada, y quitarse la insignia y los colores, cuando resultaba evidente que no le importaba que ella lo viera? Si no se lo trataba de ocultar a ella, ¿entonces a quién? Incluso cuando se acercó al hombre con la mano extendida para coger las monedas, con una falsa sonrisa en sus labios, decidió que enviaría a Dulcie a buscar a algunos guardias para que se sentaran en su jardín, hasta que supiera si tenía que sacar a ese hombre por la fuerza.

No, no a los guardias. Si tuvieran que intervenir, un caballero seguro que los podría intimidar. William… pero William estaba muy lejos. Cuando Dulcie llegase a su alojamiento, podría ser demasiado tarde, y no se atrevía alquilar un caballo o a un mensajero; no confiaba en lo que este hombre pudiera hacer, y Elsa era demasiado tímida para resistirse. Bell. Seguro que Bell ya había vuelto de St. Paul.

Una vez hubo tomado el dinero que su inoportuna visita le ofrecía, Margarita le señaló el establo y también la puerta de la casa, por la cual entró. Se apresuró hacia su cuarto, donde cortó un pequeño trozo de pergamino y escribió: «Un hombre ha venido diciendo que alguien de la casa del obispo le ha recomendado mi casa. No me lo creo y no me fío de él. Ven y échale una ojeada. Margarita»

Lo dobló, lo selló y escribió «Sir Bellamy de Itchen» en la superficie y lo llevó a la cocina, donde lo puso en la mano de Dulcie. Cogiendo a la criada por los hombros, le dijo en su oído bueno:

— Lleva este mensaje a Bell a la casa del obispo. Bell. Casa del obispo. ¿Me has entendido?

— Bell a la casa del obispo —repitió asintiendo.

Cuando Margarita llegó al salón, Elsa estaba junto a la mesa admirando el mantel para el altar, y el hombre estaba junto a ella. Margarita le ofreció la cerveza que había traído de la cocina y él aceptó un vaso.

— Es una cosa extraña de ver en un burdel —dijo el hombre, señalando el diseño y luego dando un sorbo a su cerveza—. Aunque sea un burdel como este. ¿Qué es? ¿Un manto? ¿Un mantel para un altar?

— Un mantel para un altar, señor mío —contestó Margarita sonriendo, porque le había proporcionado una forma de aclararle su posición—. Como su amigo en la casa del obispo le puede haber dicho, o tal vez no, yo ya no trabajo como prostituta. Soy una bordadora. Sólo me aseguro de que las chicas que trabajan aquí no sean engañadas o maltratadas. Esta es Elsa, que está lista para atenderle.

— Sí que lo estoy —dijo Elsa deshaciéndose en sonrisas—. Y ya le he dicho mi nombre.

— Un momento, cariño —dijo Margarita cuando Elsa extendía su mano para llevárselo—. Nuestro huésped está sucio del viaje y parece cansado. Tal vez le gustaría que le dieras un baño. No creo que tenga prisa.

— ¿Por un coste adicional?

— No, sin ningún coste adicional. El servicio está incluido. También le aseguro que tendrá la bañera para usted solo, excepto claro, por Elsa, que le lavará la espalda y… le satisfará cualquier otra necesidad.

— Puede ser que al final valgan la pena los cinco peniques —dijo el hombre y luego sonrió a Elsa, que dijo que iría preparando el agua.

A pesar del comentario, Margarita no estaba contenta. Estaba cada vez menos convencida de que una recomendación normal hubiera traído a este hombre hasta su puerta. ¿Por qué estaba aquí? No por el sexo. Si hubiera estado lujurioso, hubiera seguido a Elsa para toquetearla mientras llenaba la bañera, pero no lo había hecho.

— Como la mayoría de nuestros clientes son amigos de toda la vida, y vuelven una vez tras otra, estoy segura de que encuentran que sus visitas bien valen el precio —dijo Margarita sonriendo.

— Pero algunos no vuelven —dijo observándola, y cuando ella tan sólo le devolvió la mirada con sorpresa, añadió—: Mi amigo me dice que tuvieron mucho alboroto aquí la semana pasada. Hubo un asesinato, el señor Baldassare, nada menos que un mensajero papal.

A Margarita se le cayó un alfiler que acababa de sacar de la tela. Rodó por el suelo mientras ella se giró a mirarlo.

— En esta casa no se cometió ningún asesinato —dijo secamente—. La muerte tuvo lugar en el porche norte de la iglesia de St. Mary Overy. No tenía nada que ver con nosotras.

— Pero sí que tenía que ver —dijo sonriendo—. Baldassare entró por tu verja, por lo que tuvo que estar aquí.

Margarita trató de mantener la respiración calmada. ¿Quién la estaba acusando ahora de asesinato? Quienquiera que fuera, no se atrevió a negar que Baldassare hubiera estado en su casa. Ya lo había admitido ante bastante gente.

— Eso dice el portero del priorato —remarcó con lo que esperaba pareciera un encogimiento de hombros fortuito—. Pero yo no le vi salir por la puerta trasera, y entre usted y yo, creo que es imposible hacer pasar a un caballo ensillado por esa puerta; la puede ir a mirar usted mismo si lo desea. Sin embargo, el portero es un hombre santo, y nosotros sólo prostitutas. ¿Así que quién me iba a creer?

— Pero él estuvo en tu casa.

Su insistencia la puso nerviosa, pero no podía ser criticada si contaba la misma historia que a los demás.

Él escuchó, pero sacudió la cabeza.

— Pero estuvo aquí, y pudo dejar algo…

Margarita casi lanzó un fuerte suspiro de alivio. ¡La bolsa! Conocía la existencia de la bolsa de Baldassare y la quería. ¿Para sí mismo? No. No tenía la presencia de poder y autoridad que tenía William o el obispo de Winchester. Era más como Bell, un hombre que sabía lo valioso que era y conocía su objetivo; un hombre con un amo poderoso. Así que lo habían enviado, ¿pero quién? ¿Y cómo sabía su amo de la existencia de la bolsa?

Tal vez lo pudiera averiguar. Margarita suspiró profundamente.

— ¡Otro buscando la bolsa perdida! Voy a tratar de contestar todas sus preguntas de una vez. Sí, creo que Baldassare llevaba una bolsa, aunque no la vi claramente, y no, no la dejó aquí. El caballero del obispo ya estuvo registrando por todas partes. Me alegro de que desempolvemos nuestras vigas y limpiemos nuestros estantes por detrás, porque no hubo un solo sitio desde la buhardilla hasta el sótano en el que no mirara.

El hombre rió enérgicamente.

— No he venido a buscar la bolsa del mensajero papal. No sabía nada de ella hasta que tú la mencionaste. Pero tengo curiosidad de por qué vino aquí y lo que dijo.

Así que le habló de la travesura de Beaumeis, y luego dijo:

— Disculpe —y se arrodilló—. Los alfileres son muy caros. —Y cuando lo encontró, se puso de pie y empezó a doblar la tela.

— ¿No estropeará el diseño? —preguntó el hombre como si deseara cambiar de tema—. Está sólo dibujado con carbón y no durará mucho.

Margarita no lamentó cambiar de tema; ya había encontrado otra manera de conseguir su objetivo.

— Si no froto la tela, las líneas no se borrarán, y no importa si no dura mucho. Es tan sólo para enseñarle el diseño al obispo.

La mentira intencionada consiguió una reacción inmediata.

— Al obispo —repitió con dureza—. No sabía que estuviera familiarizada con el obispo.

— No estoy familiarizada con el obispo, pero mi señor de Winchester tiene esperanzas de redimirme. Por lo tanto, como soy una buena bordadora, es lo suficientemente generoso para darme trabajo y no necesitar prostituirme para llenarme la barriga. Estoy muy contenta por su encargo, y deseo enseñarle mi diseño para un mantel del altar para su capilla mañana.

Margarita vio cómo estaba a punto de hacer un comentario severo; desde luego vio el esfuerzo que hizo para tragárselo y hablar suavemente.

— Ah, yo preferiría que no mencionase que alguien de su casa me había recomendado este sitio. Tal vez Winchester no lo entendiera. No quisiera causarle un problema a mi amigo.

Pero él había ocultado sus colores y su insignia a «su amigo», ¿o era a los otros de la casa del obispo? Tal vez su amigo estuviera llevando noticias… ¿a quién? Winchester tenía muchos enemigos. Margarita no tenía tiempo para pensar en ello; tenía que contestar. Sacudió la cabeza.

— Sólo hablaremos del mantel del altar, no acerca de los asuntos de esta casa —le aseguró—. Lord Winchester nunca pregunta a menos que haya problemas. Yo no podría mentir al obispo, pero le puedo prometer que no le daré motivos para que me pregunte por usted.

Cogió la tela y la colocó en un estante, donde estaría segura y estaba a punto de preguntarle si quería otro vaso de cerveza, cuando Elsa volvió a la habitación, y se fueron juntos.

Inmediatamente Margarita llevó la jarra de cerveza a la cocina. La sala de baños estaba justo enfrente de la cocina y así podría oír si Elsa gritaba. A pesar de que no hubo ningún ruido raro en la sala de baños, cuanto más tiempo pasaba, más se le encogía el corazón. Estaba segura de que Dulcie ya había tenido tiempo suficiente de llegar a casa del obispo, dar el mensaje a Bell y volver con él. O no estaba allí, o no quería venir.

Saltó de golpe al oír abrirse una puerta, y rápidamente se dio la vuelta y se inclinó hacia el fuego para ocultar su rostro. Pero su respiración se tranquilizó cuando oyó una voz conocida diciendo:

— ¿Por qué no? Sería bueno contigo, Sabina, tú ya lo sabes. ¿Es por mi aspecto?

— Mi querido maestro Mainard, ya sabe que eso no es verdad. No puedo ver su aspecto, y su voz me dice que es usted bueno y amable. Siempre estoy contenta de oírle llegar y triste cuando se va. Me gustaría que pudiera venir más a menudo y se quedara más tiempo. De hecho, si es por un tema de dinero, le podría cobrar menos…

— ¡No! Nunca te podría despojar de tu dinero. De todas formas, no es por el coste, es por el tiempo. No me puedo escapar para venir aquí más a menudo, y no sólo deseo acostarme contigo, a pesar de que me has hecho un hombre otra vez, cuando pensé que ya no tenía esa facultad. Sabina, te necesito donde pueda ir a hablar contigo, y oírte contestarme con esa dulzura tuya. Déjame que te instale encima de mi taller. Tendrías todas las comodidades; te lo juro.

— No sé —dijo Sabina tristemente—. Es cierto que no me gusta ser una prostituta. Si sólo pecara con un hombre, no sería excomulgada, pero tendría que dejar a Letice y a Elsa, a las que quiero. Son como las verdaderas hermanas que nunca tuve para mí. Oh, no lo sé. Hablaré con Margarita y escucharé lo que le parece.

— Pagaré para liberarte. Cualquier cosa… casi cualquier cosa.

Hubo una breve pausa. Margarita se imaginaba que Sabina había besado a su cliente. Entonces oyó decir a Sabina:

— No soy una esclava, ni estoy atada, pero no puedo decidir yo sola. Intenta ser paciente conmigo.

Él suspiró.

— Debo irme. Seré paciente. No hay nadie como tú, Sabina.

Cuando Margarita oyó cerrarse la puerta trasera, fue al pasillo y llevó a Sabina a la cocina.

— Escucha lo que pasa en la sala de baños —murmuró—, y dime lo que oyes.

Los oídos de Sabina eran mucho más finos que los demás, y Margarita se dirigió al salón, de modo que el hombre no las encontrase a todas agrupadas si saliese de repente.

— Nada raro —dijo Sabina dulcemente cuando llegó al salón—. Tal vez Elsa no estuviera riendo tanto como lo habitual, pero la he oído hablar, y no parecía asustada ni estaba llorando.

Margarita suspiró. Para mantenerse ocupada, cortó un trozo de lazo carmesí al tamaño adecuado, para la cinta del pelo que le había encargado el mercero. En voz baja informó a Sabina acerca del visitante, sus sospechas sobre él, y su ansiedad debido a que Dulcie no había regresado con Bell. Mientras tanto, usó un punto decorativo para hilvanar la punta formada por las esquinas dobladas de la cinta, a la cual había cosido otra cinta a juego muy fina para atársela detrás de la cabeza.

Estaban en silencio, hasta que la puerta se abrió de golpe y la voz del desconocido dijo:

— Ya es suficiente niña. Vacía la bañera o haz lo que quieras. Tengo que hablar con la dueña de la casa.

Sabina se mordió el labio. Margarita se levantó.

— ¡Esa niña es una idiota! —Exclamó el hombre cuando entró en la habitación. Llevaba una de las camisas de dormir de la sala de baños para los huéspedes, y llevaba su espada y su ropa. Pasó la mirada de Margarita a Sabina—. Necesito a alguien con quien pueda hablar —dijo—. ¿Ésta también es idiota? ¿Por qué tiene los ojos cerrados?

— Los ojos de Sabina están cerrados porque es ciega —dijo Margarita—. Elsa es simple, pero no es idiota, y tiene mucho entusiasmo por su trabajo. A la mayoría de los hombres les gusta mucho.

— Bueno, a mí no. He pagado por toda la noche, y estrangularé a esta si tengo que pasar la noche con ella. Así que esta es ciega, ¿no? Me apuesto que tiene buenos oídos. La probaré.

Margarita estuvo a punto de ofrecerle devolver su dinero e invitarle a marcharse. Antes de que pudiera hablar, Sabina asintió con la cabeza y se levantó, extendiendo la mano. Su bastón no estaba en la arandela de piel pegada al taburete; lo había dejado en su habitación como solía hacer cuando no tenía intenciones de abandonar la casa. Malinterpretándola, el desconocido cogió mano y la estiró hacia él.

— Ve a tranquilizar a Elsa si te necesita —le dijo Sabina a Margarita, y luego giró su cabeza hacia el hombre que le estaba estirando—. Estoy lista señor. ¿De qué quiere hablar?

— En tu habitación —dijo, dirigiéndose a su cuarto.

Margarita la oyó disculparse por algún pequeño desorden en su cuarto; a continuación guardó su bordado y se dirigió a la sala de baños. Por suerte, no encontró a Elsa bañada en lágrimas, y tras ayudarle a vaciar la bañera, fue de puntillas hasta la habitación de Sabina. Allí oyó el bajo murmuro de la voz de Sabina, y estaba a punto de seguir caminando, cuando se puso tensa. La contestación del hombre era baja y gruñía. Apretó la oreja contra la puerta.

— ¡Mientes, ramera! Si viste a Baldassare sólo un momento, ¿Por qué estás llorando? ¿Lo mataste tú?

— No —sollozó Sabina—. Estuvo aquí muy poco rato, pero era un buen hombre, un hombre amable. Supo perfectamente cómo acompañarme desde mi taburete hasta la mesa. Nunca le hubiera hecho daño. Lloro porque siento mucho que cualquier hombre muera así.

— ¡Mentirosa!

Margarita estaba a punto de abrir la puerta, cuando oyó el sonido de una bofetada y un golpe mientras Sabina, que había perdido el equilibrio, se caía. Abrió la puerta de golpe.

— Quieto —dijo bruscamente—. Le dije que no permito que hagan daño a mis chicas.

— Ah, sí. ¿Y cómo me vas a detener? —soltó y rió—. ¿Qué puedes hacer? No tengo miedo de tus protectores. Mi amo es mucho más poderoso que William de Ypres o Winchester, que no fue elegido arzobispo. —Se acercó a Margarita—. Puedes maldecir al obispo de Worcester por no estar de acuerdo con la voluntad de mi amo. Si no se hubiera negado a bloquear el ascenso de Winchester, o si hubiéramos sabido lo que llevaba el mensajero, o cuándo vendría, o si me entregas la bolsa ahora mismo, no tendría que partir tu hermosa cara.

— Yo no la tengo —dijo Margarita, retrocediendo a lo largo de la pared, como si tratase de alejarse de él lo máximo posible, pero eso hizo que se girara para mantenerla a la vista—. De verdad, no la tengo. Lo juro. ¿Y por qué le interesa a tu amo lo que hay en esa bolsa?

Se rió cuando se acercó a Sabina, y alargó la mano hacia la jarra de agua, pero la dejó caer, como si supiera que tirarla no iba a salvarla. En ese momento, la puerta se encontraba a su espalda. No se dio cuenta de que Sabina se iba arrastrando hacia ella… o no le importó.

— ¡No es de tu incumbencia, zorra! —Alargó su mano hacia ella, pero se había apartado de su alcance y se inclinó hacia el baúl—. Todas las prostitutas son unas mentirosas —dijo—. Te digo ahora, que lo que te puede pasar por admitir que robaste la bolsa no es nada comparado con lo que te va a pasar si no me la das ahora. Si lo haces, te dejaré en paz, después de un par de patadas para rebajar tu orgullo.

— ¡Yo no la tengo! —susurró Margarita, levantando una mano en actitud suplicante y dejándola caer.

— Sí que la tienes, y más vale que me la des antes de que te aplaste la nariz y te corte las orejas, y me lo acabes diciendo cuando el dolor te haya vencido. Si no me lo dices ahora mismo, también te romperé los dedos, para que ni siquiera puedas bordar. Te morirás de hambre si no me das esa bolsa inmediatamente.