CAPÍTULO 16
25 de abril de 1139
Iglesia de St. Mary Overy
— No hay ninguna necesidad de que vengas a vivir a mi casa —dijo Margarita fríamente cuando estuvieron de nuevo en el carro conduciendo a la mula de vuelta por la calle Thames en dirección al puente—. Como ya habrás podido ver, mis chicas y yo somos capaces de…
Bell, que había estando pensando en la entrevista con William de Ypres y no podía decidir cómo se sentía, giró la cabeza bruscamente.
— ¿Me quieres decir que no soy bien recibido y que preferirías a cualquiera de los hombres de lord William?
— Te estoy diciendo que mis chicas y yo no necesitamos un guardia.
— No te creo, y tú no te lo crees tampoco. ¿Por qué no me quieres? ¿Por qué eres la mujer de William de Ypres?
— Yo no soy la mujer de ningún hombre, ni la de William de Ypres ni la de nadie. Soy una prostituta. Soy la mujer de cualquier hombre. William lo sabe, y hasta que tú no lo sepas también, no te quiero en mi casa, mirando con desdén a mis clientes y haciéndoles sentir incómodos.
— Pensaba que me habías dicho que estabas retirada. —Su voz sonaba fría de rabia.
— Si lo estoy o no, no importa —contestó desafiante—. Soy una mujer libre, soltera por ley, y no quiero tener nada que ver con un hombre que crea que pueda ser sólo suya, y que no me permita estar con otros hombres.
Esta respuesta le dejó sin habla, no por la sorpresa, porque ya le había dicho cosas parecidas anteriormente, sino porque se dio cuenta de que no tenía nada que ofrecerle como aliciente para que abandonase su libertad. «Te protegeré» era exactamente lo que ella trataba de evitar.
Habían llegado al puente sin volver a dirigirse la palabra, y los dos se asustaron cuando una voz les lanzó un aviso. Una linterna iluminaba unas greñas de pelo sucio y descuidado, y una porra justo detrás de ellos. Bell dijo su nombre y se identificó como hombre del obispo de Winchester, y dijo que él y su compañera se habían retrasado. Nombró al sheriff de Southwark. El guarda les hizo señas para que continuasen. Al otro lado del río, Tom el vigilante conocía bien a Margarita, y ya no tuvieron más demoras.
En la puerta de su casa, Bell saltó y la ayudó a bajar. Cuando tiró de la cuerda de la campana, él le preguntó.
— ¿Alguno de los clientes que esperas mañana es tuyo?
— Pues resulta que no —contestó fríamente—. Pero no puedo prometer que al que debo un favor no venga a visitarme. En cualquier caso, no es asunto tuyo.
Sonrió ligeramente.
— En este caso, sí lo es. Si no llevas a ningún cliente a tu cama, puedo prometer que no les miraré con desdeño, ni con desaprobación. Y de verdad creo, que hasta que este asunto de Baldassare y su bolsa se resuelva, tendrías que tener un hombre que abra la puerta.
Como si quisiera confirmar su afirmación, se oyó la nerviosa voz de Sabina que decía:
— ¿Quién hay ahí?
— Bell y Margarita —contestó él.
— Oh, gracias a Dios —gritó Sabina, y luego escucharon la llave en la cerradura.
— ¿Qué ha pasado, cariño? —preguntó Margarita, abriendo la verja en cuanto se levantó el cierre y cogió a la temblorosa Sabina entre sus brazos.
— Nada —contestó Sabina con un sollozo—. Pero estoy muerta de miedo y no me puedo tranquilizar.
Detrás de ella, Dulcie sujetaba su sartén de mango largo.
— Elsa está mal —dijo—. En cuanto oyó la campana corrió a su cuarto y se tapó con las sábanas. Y Letice ha salido dos veces con los ojos como platos.
— Tú ganas —le dijo Margarita a Bell—. Arreglaremos el cuarto que usaste para interrogarnos. Espero que cumplas tu promesa.
La pregunta quedó sin respuesta, en parte porque no tenía ningún sentido. Bell llevó el carro de vuelta al establo del obispo de Winchester, cogió su caballo y su armadura de su alojamiento, y regresó a la Old Priory Guesthouse. Allí, Dulcie y Margarita habían bajado una cama de la buhardilla, la habían instalado y le habían puesto un colchón mullido y limpio, sábanas y mantas. Como ya no esperaban más clientes esa noche y todo el mundo estaba cansado debido a la tensión y a la ansiedad, no se entretuvieron mucho después de la cena y se fueron a dormir.
Por la mañana, Bell fue a la residencia del obispo. Le dijo a Guiscard de Tournai, que como habitualmente estaba presidiendo la mesa cerca de la entrada, que deseaba informar de su cambio de alojamiento. Cuando Guiscard fue a la habitación del obispo para anunciarle, Bell tuvo un ataque de furia por su propia estupidez. ¿Cómo no se había dado cuenta de que Guiscard ocupaba ese sitio muy a menudo? Bueno, sí lo había notado, pero pensaba que era por orgullo, un deseo de ser conocido como el guardián de Winchester. Bell se mordió los labios. Tal vez Meulan no era el único donante para la bolsa de Guiscard. Otros también pudieran estar interesados en saber quién visitaba a Winchester, e incluso por qué motivos.
Haciendo un esfuerzo, Bell resistió el deseo de agarrar a Guiscard y echarlo a patadas de la casa. Al mismo tiempo se preguntaba si podía convencer a Winchester de que no despidiera al hombre. Si Guiscard era despedido, la noticia llegaría a Meulan. ¿Relacionaría eso con sir Raoul? La preocupación de Bell hizo que consiguiera esbozar un saludo cortés cuando pasó por delante de Guiscard para subir la escalera que llevaba al apartamento privado del obispo. La puerta estaba abierta; él entró y cerró la puerta tras él.
Winchester apartó un plato de queso y anguilas ahumadas, y miró cómo Bell cruzaba la habitación.
— No pareces muy contento, Bell —dijo.
— Guiscard de Tournai está en la nómina de Waleran de Meulan, y tal vez de otros —dijo, y contó a Winchester sobre la revelación del «amigo» de Raoul de Samur, y cómo estaba involucrado.
Winchester suspiró.
— Me apena mucho oír esto.
Parecía decepcionado, y había tenido tantas decepciones últimamente que Bell se enfureció de nuevo.
— ¿Quiere que le dé una paliza antes de echarlo a la calle?
— No, no —el obispo suspiró otra vez, e hizo señas a Bell para que cogiera un taburete y se sentara—. La culpa es tan mía como suya.
— ¿Quiere decir, señor, que no le pagaba lo suficiente como para proporcionarle sedas y terciopelos y brillantes y oro? Yo no creo que sea poco generoso.
El obispo puso una mano en el hombro de Bell y le dio una palmadita.
— No, eso no —sonrió ligeramente—. Supe que era venial y ambicioso poco después de que solicitase una plaza en mi casa, pero no podía confiar lo suficiente en él para darle un ascenso, y sabía que estaba resentido. Lo tendría que haber despedido, pero es inteligente y útil, así que… —sacudió la cabeza—. Pero no soy ningún tonto. Estoy al corriente de su relación con Meulan desde hace tiempo. Sin embargo, el vínculo funciona en ambos sentidos. Para hacerse más valioso, Guiscard ha venido a mí de vez en cuando con algún que otro chisme. De las pistas e historias falsas he aprendido muchas cosas, y algunas historias que ha contado han resultado ciertas y útiles.
Winchester arqueó una ceja, como desafiando a un hombre de honor a criticar su aceptación de Guiscard, como él hacía, y su uso del hombre. Bell rió.
— Estoy muy aliviado —dijo—. Se lo tenía que decir, por supuesto, pero creo que lord William pretende soltar a sir Raoul con la condición de que juegue el papel de Guiscard en la casa de Waleran de Meulan. Sospecho que lord William no estaría muy complacido si Guiscard fuera despedido.
El obispo se encogió de hombros.
— Estoy seguro de que sir Raúl no es el primero ni el último que William de Ypres utiliza. Y a decir verdad, es mejor para mí si Guiscard no resulta expuesto. Tendría que buscar un nuevo espía. Ahora, ¿está más cerca de saber quién mató a Baldassare?
— Seguramente, pero no a su bolsa; a menos que el asesino la robase, y podemos sacarle donde la tiene cuando le ponga las manos encima. Parece como si Richard de Beaumeis pueda haber asesinado a Baldassare.
— ¿Beaumeis? —Emociones mezcladas cruzaron la cara del obispo; enfado, satisfacción, y finalmente una duda reacia—. No creo que tenga el valor.
— El pánico puede sustituir al coraje —dijo Bell y expuso su teoría de que Baldassare había reconocido a Beaumeis y adivinado su propósito, explicando que Beaumeis se hubiera arruinado y el arzobispo hubiera sido mancillado. Le contó a Winchester la mentira de Beaumeis a Buchuinte acerca de su partida a Canterbury, y que los hombres de William de Ypres no habían encontrado ninguna señal suya en aquel camino el miércoles, y el hecho de que el hermano Godwine le había visto en el priorato en vísperas y tal vez más tarde, y la reacción del hombre en el entierro de Baldassare.
— Bueno, no puedo decir que lo sienta si es culpable —dijo Winchester—. Pero si tiene la bolsa, habrá destruido todo lo que me pueda beneficiar, así que supongo que tendré que escribir al papa para informarle…
— Todavía no, mi señor, si puede esperar unos pocos días más. Todavía no he podido atrapar a Beaumeis, aunque he estado en St. Paul varias veces. No ha aparecido allí para comenzar sus obligaciones.
Winchester soltó una pequeña carcajada.
— No tiene ninguna obligación. El obispo de la diócesis tiene que confirmar su nombramiento; y como administrador de la diócesis de Londres, no voy a hacer eso. Tal vez cuando Theobald regrese a Inglaterra, Beaumeis le podrá convencer de que lo confirme —se mordió el labio—. ¿Crees que ese tonto ha pensado que podría utilizar mi poder para anular la decisión de su nombramiento y quería robar la bula para evitarlo? —soltó una carcajada y suspiró—. Sería una tragedia si Baldassare hubiera muerto porque un estúpido me creía tan estrecho de miras.
— Espero que no —dijo Bell—. Pero me alegra que me haya dicho que todavía no es diácono de St. Paul. No haré perder el tiempo a mis hombres vigilando la catedral, tan sólo pondré un vigilante en su alojamiento. Mientras tanto, debido a que Waleran y su hermano creen que la bolsa de Baldassare está en la Old Priory Guesthouse, o que las mujeres de allí saben dónde está, me alojaré con ellas.
Winchester arqueó las cejas de nuevo y sonrió.
— Ya veo que mi aviso no ha servido de nada.
Bell rió.
— No, tiene razón en que ella está muy vinculada a William de Ypres, pero en este caso, no veo que sus objetivos sean diferentes a los nuestros. Y no estoy durmiendo, aunque me gustaría, en la cama de Margarita.
Winchester volvió a fruncir el ceño.
— No me gustaría desafiar abiertamente a Waleran o Hugh. Están siempre buscando motivos de ofensa e insulto para informar al rey.
— Estoy seguro de que no sabrán nada del hombre que fue a casa de Margarita. Ypres se encargará de eso.
— Muy bien —Winchester se encogió de hombros—. Si tú crees que es necesario que te alojes allí, asegúrate de informar a Robert o Guiscard para que sepa dónde encontrarte.
Bell se fue a poner en pie, pero el obispo no le mandó retirarse, quedándose en su silla, tranquilamente, con el ceño fruncido pensativamente. Finalmente dijo:
— Beaumeis… me gustaría… pero es sabido lo poco que me gusta. Debemos tratar de cerrar todas las puertas por las que puede tratar de escapar.
— Lo sé, mi señor —dijo Bell—. He hecho averiguaciones y me he asegurado de que todos excepto uno o dos de los clientes nobles de Margarita no puedan ser el asesino de Baldassare. Hay algunos hombres de la ciudad, Buchuinte por ejemplo, que todavía no están libres de sospecha, pero cuando le ponga a Beaumeis las manos encima, sabré mejor cuáles son sus excusas, y como rebatirlas.
Bell llegó a casa de Margarita justo a tiempo para la cena, que compartió con las mujeres. Cuando la campana sonó para el primer cliente, él se retiró a su habitación, dejando la puerta abierta para poder responder ante cualquier emergencia. No hubo ninguna. Cuando todos los hombres estuvieron instalados, salió y pasó una tarde muy agradable con Margarita. Se retiró de nuevo, cuando los hombres se empezaron a ir y el segundo grupo de clientes llegó, entre ellos Buchuinte. Llegó completamente indignado. El martes por la mañana su criado se quejó de que había sido interrogado acerca de la hora en que Buchuinte llegó a su casa el miércoles por la noche; y más tarde el mismo día, mientras estaba en una reunión del gremio, su casa había sido invadida y registrada.
Margarita se compadeció de él y lo calmó, pero cuando él y los otros estaban acomodados con sus compañeras de cama, fue a la habitación de Bell y cerró la puerta tras ella.
— ¿Has oído a Buchuinte? —preguntó.
Bell asintió.
— El interrogador era mi hombre. El criado era demasiado leal para contestar. Tal vez Buchuinte no fue directamente a su casa cuando se marchó de aquí. ¿El registro? Seguramente Beaumeis, buscando la bolsa.
— Estoy de acuerdo —dijo Margarita—. ¿Pero por qué está tan desesperado por conseguirla?
— Creo que porque necesita el favor de Theobald más que nunca —dijo Bell—. Winchester no le va a confirmar como diácono de St. Paul; tiene que convencer a Theobald para que lo haga. Tengo a hombres buscándolo, y le preguntaré cuando lo encuentre.
Margarita suspiró.
— Seguramente te llamarán en mitad de la noche. Cuando se vaya el último hombre, te enseñaré dónde se guardan las llaves.
El último en marcharse fue Buchuinte, que no se fue hasta que estuvo bien oscuro. Se fue refunfuñando acerca de la invasión de su intimidad y su propiedad. Elsa, salió de su habitación disgustada, e hizo pucheros durante toda la cena, porque Poppe no había parado de hablar del interrogatorio y el registro de su casa, y no había sido tan enérgico como siempre.
Aparte de esto, sin embargo, Bell y las mujeres cenaron tranquilamente. Después, para apaciguar a Elsa, que no estaba lo suficientemente cansada para irse a dormir, Margarita les permitió jugar a un divertido juego. De hecho, porque eran una jugadora ciega, una muda, y una sorda, resultó mucho más divertido de lo que esperaban. Enseguida, estaban todos dando gritos de alegría, completamente distraídos. Sin embargo, un poco después de que las campanas de la iglesia llamaran a completas, la cabeza de Margarita se dirigió a la puerta.
Bell inmediatamente levantó la cabeza alertado, y escuchó.
— ¿Qué? —preguntó.
— Pensé que había oído la campana de la puerta.
Sabina gimió, y Margarita frunció el ceño. Incluso Elsa estaba molesta por la interrupción de su juego. Todos escucharon atentamente, pero la campana no volvió a sonar. Volvieron a oírse las risas alrededor de la mesa cuando continuaron por donde lo habían dejado, sintiéndose un poco culpables a la par que triunfantes, por haber ignorado una posible llamada. Por suerte, la interrupción no estropeó su diversión, y ninguno tuvo ganas de retirarse a su hora habitual. De hecho, era más la hora de maitines que de completas cuando jugaron la última ronda. Margarita, llorando de risa, acababa de prohibirles que empezaran otra ronda, cuando empezaron a oír unos fuertes golpes en la puerta trasera, acompañados por los fuertes gritos de un hombre.
Bell se puso en pie y corrió a su habitación a buscar su espada. Cuando volvió armado, encontró a Margarita en el pasillo con una gran porra, y a Dulcie, junto a la puerta de la cocina, con su sartén de mango largo en la mano.
— ¿Quién está ahí? —preguntó.
— ¡Asesinas! ¡Asesinas! —chilló una voz histérica—. ¡Abrid la puerta! ¡No podéis escapar! ¡Abrid la puerta! ¡Os llevaré ante la justicia!
Margarita y Bell intercambiaron una mirada.
— La puerta trasera —dijo Margarita—. Tiene que ser del priorato.
Puede que Dulcie hubiera oído la voz a través de la puerta, o el comentario de Margarita, pero debió llegar a la misma conclusión, o decidió que nadie pondría un arma en la ventana, porque se dirigió a la cocina, abrió la contraventana y lanzó una mirada.
— Es ese sacristán lunático otra vez —dijo cerrando la contraventana con desagrado y saliendo al pasillo—. ¿Va a tener ataques de locura cada miércoles por la noche? —Al mismo tiempo que se quejaba, se giró para buscar la llave de la puerta. Entonces recordó que Bell la tenía—. Usted tiene la llave. —Le recordó—. ¿Va a dejarle entrar y se va a encargar de él para que el resto de nosotras podamos dormir un poco?
— Dios mío —gritó Margarita—. ¿Se ha vuelto loco el sacristán? Estaba muy alterado cuando le vi por última vez en casa del prior, pero eso fue por el robo del píxide. ¿Por qué habla de asesinato otra vez?
El sacristán todavía seguía dando golpes en la puerta, y gritando que tenía que sacar a las asesinas. Parecía que estuviera loco, pero no había demostrado ningún signo de histeria cuando Bell le había interrogado sobre la muerte de Baldassare. Le dio un vuelco en el corazón. No podía creer, que de pronto, una semana después del acontecimiento, el hermano Paulinus se volvería loco sin ningún motivo. Algo se lo tenía que haber provocado. Apoyó su espada contra la pared y se aseguró de que no cayera, cogió la llave de la puerta de su bolsa, y giró el pestillo.
En cuanto la puerta se hubo abierto, el sacristán entró en la habitación, por suerte a los brazos de Bell, porque sus ojos estaban fijos en Margarita, dando puñetazos violentamente. El impacto de un doble puñetazo en el pecho de Bell, hizo que soltase un uf, pero no le hizo tambalearse ni sacudirse. Al momento consiguió sujetar las muñecas del hermano Paulinus y controló las sacudidas de sus brazos.
— ¡Asesinado! —chilló el sacristán—. ¡La iglesia ha sido profanada! Sangre por todas partes. Por todas partes.
— Eso fue la semana pasada —dijo Margarita tratando de mantener la voz calmada—. Hermano sacristán intente…
— ¡Asesina! ¡Ramera! ¿No respeta nada? Por un candelabro de plata, has matado a un buen hombre delante del altar. —El hermano Paulinus empezó a llorar—. El altar, el altar ha sido profanado con sangre.
Empezó a retorcerse otra vez, y Bell lo pegó contra su pecho, sujetándolo fuerte mientras sus ojos miraban los de Margarita. Durante un largo momento nadie habló, entonces Margarita dijo:
— Seguro que está loco. —Las lágrimas corrían por sus mejillas—. No puede haber pasado otra vez. No es posible.
Curiosamente, el fuerte abrazo de Bell pareció calmar al sacristán. Estaba llorando, pero no trataba de soltarse de Bell, y Bell le preguntó suavemente.
— ¿Quién ha sido asesinado, hermano Paulinus?
— El hermano Godwine —contestó el sacristán sollozando. ¿Quién podría matar a un hombre tan amable, tan bueno, un hombre tan santo? —Se sacudió entre los brazos de Bell, tan violentamente que casi consiguió soltarse—. Sólo alguien endemoniado. Sólo una prostituta. —Intentó mirar a Margarita y a las otras mujeres, que se habían dirigido al final del pasillo y estaban allí, abrazándose las unas a las otras. ¡Asesinas!
— Estas prostitutas no —dijo Bell, sujetándole con más fuerza—. Margarita y sus chicas han estado bajo mi vigilancia, o bajo el cuerpo de algún hombre, desde la hora de la cena. Esto debe haber pasado después de completas, ya que el prior ha oficiado los servicios desde el altar. Hemos estado todos juntos sentados desde después de vísperas, cuando yo mismo cerré la puerta. Ninguna de estas mujeres puede ser culpable.
— ¡Lo son! ¡Lo son! ¡Estás mintiendo para protegerlas porque tu lujuria te ha puesto a las órdenes del demonio!
— El demonio me puede haber hecho cometer lujuria, pero no una locura —contestó Bell, cuya paciencia ya se había agotado—. Las prostitutas estaban en esta casa con las puertas cerradas cuando el hermano fue asesinado. Olvídese de ellas y dígame cuando fue descubierto el hermano Godwine.
— Ahora, ahora mismo.
Los ojos de Bell se abrieron.
— ¿Quiere decir que descubrió el cuerpo y vino aquí corriendo sin decírselo a nadie? ¿Y cómo llegó a la puerta trasera? ¿Y cómo pasó por la verja cerrada?
— La verja no estaba cerrada.
— Pero usted la cerró el jueves pasado —protestó Margarita.
— Ahora no está cerrada —chilló el sacristán.
— ¿Quién tiene la llave? —preguntó Bell, sujetando al sacristán, pero apartándolo un poco, de modo que pudiera mirarle a la cara—. Esta mañana estaba cerrada. Me olvidé y traté de usar el camino trasero, que es más corto, para ir a la casa del obispo. Entonces me acordé de que tenía que ir a St. Paul y fui a buscar mi caballo; probé la verja, y estaba cerrada.
Margarita tembló.
— Por lo que en algún momento después de prima, tú te fuiste entre prima y tercia, alguien abrió la verja. ¿Pero por qué?
Bell miró a Margarita.
— Para que alguien pudiera entrar o salir del priorato sin pasar por el portero y la puerta del priorato. —Dirigió su mirada al sacristán—. ¿Ha encontrado las llaves del portero?
— No miré —gritó el hermano Paulinus—. El hermano Godwine estaba muerto. ¿A quién le iba a pedir las llaves? —preguntó.
Bell abrió la boca, y luego la cerró y sacudió la cabeza impacientemente.
— No importa. La muerte del hermano Godwine debe ser denunciada al prior y al obispo. ¿Si le suelto, hermano Paulinus, irá a ver al prior a informarle de esta terrible noticia, en vez de intentar atacar a Margarita, que es inocente?
El sacristán, que se había estado debatiendo intermitentemente del abrazo de Bell, se quedó quieto.
— ¡Oh, no! Yo he venido aquí para llevar a los culpables ante la justicia. Debe venir conmigo para hablar con el prior y el obispo. Se arrepentirá de su pecado cuando esté frente a su amo, sir Bellamy. Confesará la verdad y dejará que la justicia prevalezca por encima de esta prostituta.
— Estoy dispuesto a ir con usted, y por supuesto diré la verdad a mi amo y al prior.
Afirmó Bell y soltó uno de los brazos del sacristán.
— Ahora —le mostró al sacristán la llave que había metido en su cinturón cuando le sujetó las manos— esta es la llave de las puertas de esta casa. La delantera ya está cerrada. Puede ir a comprobarlo si lo desea. Yo mismo cerraré la trasera cuando salgamos y me quedaré la llave. Por lo tanto, las mujeres estarán encerradas dentro.
— ¡No! —gritó el hermano Paulinus—. Ella también viene. —Y señaló a Margarita—. Que vea al muerto. Dios hará que el hermano Godwine se levante y la señale. Sus heridas volverán a sangrar. Dios demostrará que es culpable.
Bell fue a contestar algo, pero Margarita puso una mano en su brazo.
— Si es lo que quiere, también iré.
Fue a buscar su capa y su velo, aceptando con una trémula sonrisa los besos y abrazos de sus chicas cuando pasó. Cuando se dirigieron a la verja, pudieron comprobar que, o bien alguien más había descubierto el cuerpo, o el sacristán no había estado solo cuando lo descubrió. Las luces brillaban a través de las ventanas del ábside, y el cántico de las oraciones se mezclaban con los sollozos.
El sacristán atravesó la puerta norte, sujetando a Bell firmemente con una mano y a Margarita con la otra, y gritando:
— ¡Los tengo! ¡Tengo a los culpables!
Los cantos cesaron. Todos los monjes se giraron y miraron boquiabiertos, mientras el hermano Paulinus arrastraba a Bell y a Margarita hacia delante, empujándolos hacia el estrado del altar, y empujándolos detrás del altar. Margarita suspiró, y se acurrucó, subiéndose el velo por la cara y apartando la cabeza. Bell también emitió un suspiro, pero se dirigió hacia delante y se inclinó para mirar más de cerca.
El mantel del altar estaba levantado para mostrar una caja fuerte abierta debajo de la piedra del altar. Atravesado delante de la caja, como si se hubiera caído allí a propósito para que no se pudiera cerrar la caja, estaba el cuerpo del hermano Godwine. Su cabeza estaba destrozada, sangrienta y aplastada, y la sangre, que ya no era rojo brillante, pero tampoco marrón, había formado un charco pegajoso en una pequeña hendidura. Había caído un poco de sangre sobre el suelo del estrado; las rayas todavía estaban líquidas, pero las salpicaduras del mantel del altar eran marrones y estaban casi secas. Las gotas provenían de la base del candelabro, el arma homicida, que estaba encima del cadáver. Estaba cubierto de sangre y de otra materia. Se quedó mirando el candelabro.
— Dios mío —dijo—. Fue golpeado tan fuerte y tantas veces que el mango está doblado. —Se arrodilló para examinar el arma más de cerca y enseguida sacudió la cabeza—. No. Ninguna cabeza podría hacer esta marca.
Había una abolladura en el punto donde el candelabro estaba doblado, la brillante plata estaba muy rayada, y se veía un material mate debajo. Cuidadosamente, Bell cogió el arma homicida y la miró más de cerca, y dirigió su mirada hacia el altar. No muy lejos de la cabeza del hermano Godwine, la esquina de la piedra estaba astillada. Bell se acercó. Había una pequeña marca plateada en la esquina del golpe.
El hermano Patrie, sollozando amargamente, había ayudado al padre Benin a ponerse en pie. Sus manos y la parte delantera de su ropa estaba llena de sangre, como si hubiera cogido la cabeza del hermano Godwine en su regazo.
— Está… —empezó a decir Bell, pero fue interrumpido por unas voces y miró al otro lado de la iglesia y vio a otro monje sollozando, guiando a través de la entrada de los monjes al enfermero y a dos hermanos llevando una camilla y unas mantas.
— ¡Hermano portero, levántate! —Gritó de golpe el hermano sacristán—. Muéstranos al culpable. —Y cuando el cuerpo no se movió, levantó sus manos manchadas de sangre hacia el cielo—. ¡Dios! ¡Dios! —gimió—. ¿Es porque no somos lo suficientemente estrictos respetando Tu Ley que no nos quieres otorgar este milagro? Deja que el muerto acuse al asesino. ¡Allí está!
— ¡Hermano sacristán! —La voz del sacristán mostraba mucho dolor—. Se nos ha dado libre albedrío para que podamos resolver nuestros problemas. Este asesinato es obra de Satán, no de Dios, y debemos tratar con el demonio nosotros solos —giró su cabeza—. ¿Margarita, por qué está aquí?
— El sacristán insistió que tenía que venir a confrontar el… el cuerpo —su voz se cortó y lanzó un sollozo—. Lo siento, lo siento mucho, pero no tiene nada que ver conmigo.
El enfermero pasó a través del grupo de monjes que estaban junto al altar, y se arrodilló junto al cuerpo.
— No murió cuando le hicieron esto —murmuró—. Y qué…
Bell levantó el candelabro.
El hermano Patrie gritó:
— ¿No estaba muerto? ¿Quiere decir que si hubiera llegado antes, lo podría haber salvado?
— ¡No! —exclamó el sacristán—. ¡No! ¡Estaba muerto!
— ¿Cómo lo sabes? —gritó el hermano Patrie—. ¿Cómo has podido traer a la prostituta tan rápido después de que el hermano Elwin lo encontrara y corriera a la enfermería? Tú lo debes haber encontrado primero, y en vez de intentar salvarlo, fuiste a acusar a la prostituta. Murió por tu culpa; los pecados de la carne son.
— Murió porque un ladrón le golpeó en la cabeza con este candelabro —dijo el enfermero firmemente, y luego suspiró—. Estad tranquilos, hermanos, aunque hubiera llegado en cuanto recibió el golpe, no podría haberle salvado. El cráneo está aplastado. No hay arreglo para eso.