CAPÍTULO 15

25 de abril 1139

Old Priory Guesthouse; Torre de Londres

El hombre avanzó amenazadoramente. Con la mano que había dejado caer desesperanzada, Margarita cogió el borde del orinal de Sabina y se lo tiró con fiereza. El agua sucia salpicó su cara, y el borde del pesado cuenco le golpeó la mejilla. Retrocedió con asombro, empezó a rugir con rabia y a ahogarse y a tener arcadas cuando el líquido que le corría por la cara le llenó la boca. Antes de que pudiera recuperarse, dio un paso adelante, para ser impulsado violentamente por un golpe en la espalda del bastón de Sabina.

Cegado por el agua sucia, ahogado por el sucio líquido en su boca, sin aliento por el golpe de Sabina, y habiendo perdido el equilibrio, todavía estiró sus brazos para agarrar a Margarita. Pero Margarita no se había quedado paralizada. Se había tirado al suelo y se había puesto fuera de su alcance, por lo que él se cayó hacia delante, chocando contra su rodilla, y la velocidad del golpe le hizo doblarse de dolor cuando su frente chocó con la pared. A pesar de que estaba medio aturdido y tratando de coger aire, era un luchador bien entrenado. Seguía intentando retorcerse para agarrar a su presa, cuando el bastón de Sabina le asestó un nuevo golpe, esta vez en la parte trasera de su cráneo.

En un espacio abierto, donde hubiera podido agitar el bastón con más libertad, el golpe hubiera causado más daño. Pero en el interior de su habitación, sólo le hizo caer de rodillas, aturdido pero no inconsciente. Con una tenacidad que provenía de la desesperación, se giró hacia Sabina, alargó el brazo y le cogió el bastón. Estiró, pero estaba de rodillas, y no podía ejercer mucha fuerza en esa posición. Sabina estiraba muy fuerte.

En cuanto Sabina golpeó a su atacante en la cabeza, Margarita se levantó y corrió a la cocina a buscar la sartén de mango largo de Dulcie que colgaba de su gancho junto a la puerta. Volvió unos instantes después, en medio de la batalla. El hombre, que ahora intentaba ponerse en pie, pero no podía debido a los fuertes tirones de Sabina, la vio. Sus ojos se hincharon de rabia pero no se atrevió a soltar el bastón de Sabina, que una vez libre, le podía golpear de nuevo en los ojos o en el cuello. Abrió la boca para gritar, pero era demasiado tarde. Margarita había levantado la sartén de hierro fundido, y le había golpeado en la cabeza con un golpe certero. Se cayó de bruces.

— Tranquila Sabina —gritó Margarita—. Creo que ha perdido la conciencia —respiró y añadió—. Espero que no hayamos hecho tanto ruido como para alarmar al cliente de Letice.

— No creo —susurró Sabina, bajando el bastón hasta el suelo y apoyándose en él—. Sólo gritó una vez, y los hombres hacen eso cuando tienen relaciones. Estaba hablando en voz baja cuando te amenazaba. Tal vez se imaginó que había otros hombres en la casa que vendrían a tu rescate.

Margarita luchaba por contener el temblor que amenazaba con volverle indefensa. No podían simplemente arrastrar y sacar a este hombre a la calle. Había mucho que hacer, y sería difícil sin la ayuda de Dulcie.

— Cariño, si te diera la sartén, ¿crees que podrías golpearle otra vez si se mueve? Debo ir a comprobar que todo esté tranquilo.

Sabina tragó saliva.

— Sí. Déjame ponerme detrás de él y que compruebe la distancia entre nosotros. Si le oigo moverse, sólo tendré que levantar la sartén y golpearle.

— No seas muy delicada —le avisó Margarita, cogiendo la espada del hombre del sitio donde la había depositado cerca del cabezal de la cama—. Un golpe o dos en la cabeza no le podrán hacer mucho daño, pero si te consigue coger, tendré que atravesarle con la espada.

— No te preocupes —dijo Sabina, con una voz tan dura que Margarita no había oído nunca—. Recuerdo lo que dijo que te iba a hacer.

Ahora Margarita tenía miedo de que le golpease demasiado fuerte.

— Amenazas, cariño, amenazas. Tampoco lo mates. Es una terrible molestia deshacerse de un cuerpo. —¿Pero y si la ciega fallaba? Entonces se le ocurrió una idea que solucionaría los dos problemas—. Ah, espera. Le ataré las manos con su liga, y le pondré un calcetín en la boca para amordazarle.

Una vez hecho lo que había dicho, Margarita escuchó a través de la puerta de Letice. Todo estaba tranquilo. Por lo visto, Letice y su cliente habían dormido durante toda la algarabía. Dio gracias a Dios porque que la cama de Letice estuviera en el otro extremo de la habitación y continuó. En el salón, Elsa había estado enrollando y desenrollando cintas que Margarita guardaba. Había tres cintas en la mesa, y Elsa estaba reponiendo una cuarta en la cesta.

— Ven conmigo, cielo —dijo Margarita—. Necesito que me ayudes. —Acompañó a Elsa al cuarto de Sabina, donde la chica se quedó parada delante de la puerta con la boca y los ojos muy abiertos—. No es un buen hombre— le aseguró Margarita—. Pegó a Sabina y la tiró al suelo, y me amenazó con cortarme la nariz y las orejas. Ahora tenemos que vestirle para que lo pueda llevar con William, que le castigará por tratar de hacernos daño.

La preocupación se borró de la cara de Elsa y asintió. Recordaba otra vez, en Oxford, cuando el rey había reunido a la corte, y un grupo de hombres que había sido rechazado trataron de entrar a la fuerza. Un vecino mandó a su aprendiz a buscar a William de Ypres, que acudió con su tropa y reprendió a los invasores tan duramente que no volvieron a causar problemas.

Margarita y Elsa dieron la vuelta al hombre, y le pusieron su ropa interior, sus medias y sus zapatos, ya que eso lo podían hacer sin necesidad de desatarle. Entonces Margarita le ató sus pies a la cama, de forma que no pudiera dar patadas. Reducido de esta manera, le podrían golpear en la cabeza antes de que causara ningún daño. Mientras tanto, Sabina le había desatado las manos, y le había desabrochado su ropa de dormir. Elsa lo sujetó para que Margarita le pudiera quitar la camisa. El hombre gimió y trató infructuosamente de agarrarla. Margarita tiró la camisa, buscó la sartén que Sabina había puesto en la cama y le golpeó de nuevo en la cabeza… justo entonces la puerta se abrió.

— ¡Margarita! —exclamó Bell.

— No le has dado lo suficientemente fuerte —señaló Dulcie—. Estará moviéndose otra vez enseguida.

— ¡Calla! —exclamó Margarita, haciendo una seña de silencio y bajando la voz. Y luego le dijo a Dulcie—Gracias a Dios que estás aquí —le entregó a Dulcie la sartén. Se giró hacia Bell—. ¿Por qué tardaste tanto? Si hubieras venido enseguida, esto no habría llegado tan lejos.

Esto no era cierto, ya que una vez hubo estado segura de que este huésped inoportuno venía de parte de un poderoso amo que estaba interesado en el mensajero papal, ya había decidido que el mejor sitio para él era en las manos de William de Ypres. De una forma u otra, lo hubiera llevado hasta él; seguramente hubiera hecho falta el uso de la fuerza, pero si Bell hubiera acudido más pronto, se habría ahorrado esos terribles momentos.

— ¿Qué demonios quieres decir, que por qué tardé tanto? Estaba en un restaurante comiendo una cena tardía, porque he estado toda la tarde en St. Paul y por todo Londres. Dulcie me tuvo que buscar, y salí corriendo en cuanto Dulcie me dijo que estabais en peligro. Me tuvo que armar y coger mi caballo. ¿Quién demonios es este?

Margarita dirigió una mirada a sus chicas, que habían abrochado la camisa del hombre y estaban poniéndole la túnica por los hombros. Se llevó a Bell fuera de la habitación, cerrando la puerta tras ella, y le llevó al salón, donde le indicó los bancos alrededor de la mesa. Sacudiéndose las puntas de su cota de malla con práctica, se sentó. Margarita se sentó al otro lado de la mesa.

Apartó las cintas que Elsa había dejado en la mesa y dijo:

— No tengo ni idea. Vino a mi verja diciendo que un amigo de la casa del obispo le recomendó mi casa, diciéndole que podría encontrar alojamiento y diversión.

— ¿Un amigo de la casa de Winchester? —repitió Bell, asombrado y le hizo señas de que continuara.

— Supe inmediatamente que pasaba algo malo. Nadie de la casa del obispo nos ha mandado nunca un cliente. Resulta implícito que tiene que haber unas distancias. Yo pago mi alquiler, y normalmente ese es nuestro único contacto. Traté de ahuyentarle, diciéndole que éramos muy caras, pero entró a la fuerza, amenazando con que «su amigo» se enfadaría si no le permitía quedarse. Fue en ese momento cuando envié a Dulcie a buscarte.

Bell lanzó un gruñido.

— Aunque el hombre no fuera bien recibido, no había necesidad de dejarlo inconsciente.

— ¿A no? —Margarita explicó lo que había sucedido.

— Ya veo —dijo Bell, con la voz llena de rabia contenida—. ¿Así que sabía de Baldassare y la bolsa? ¿Por quién? ¿Y qué amo?

— No me dio ningún nombre, pero lleva una insignia en su bolsa, una cincoenrama sujetada por una cinta roja y blanca.

— ¡Beaufort! —exclamó Bell inmediatamente. Entonces dijo—: Debe venir de Hugh le Poer, que se encuentra en la Torre de Montfichet.

— No, no desde Montfichet. ¿No has visto lo manchada que está su ropa? Y su caballo estaba polvoriento y muy cansado. Ha venido desde muy lejos, no desde Londres al otro lado del río. —Margarita exhaló un largo suspiro—. Si esa cincoenrama con una cinta roja y blanca es la insignia de Beaufort, creo que ha venido de parte de Waleran de Meulan en Nottingham.

— ¿De Meulan? —repitió Bell—. ¿Pero cómo es posible? Nottingham está a cuatro días de camino. El asesinato no se descubrió hasta el jueves por la mañana. De hecho, el obispo no fue informado hasta el viernes.

— Pero tú me dijiste que el sacristán había enviado a un hombre a la abadía el jueves por la mañana. ¿No le podrían haber dicho que parase en Montfichet? Desde allí podrían haber enviado un mensaje. Y este hombre dice que un amigo en la casa del obispo le dijo que viniera aquí. ¿Puede ser que el obispo haya hablado del asesinato con alguien después de que nos marcháramos?

— Esto no me gusta —Bell se mordió los labios—. Tú le dijiste al obispo que Baldassare te dio su nombre, pero tú no sabías que era un mensajero papal hasta que el obispo lo mencionó. Nadie en el priorato lo pudo saber, hasta que yo lo identifiqué.

— Excepto el asesino —dijo Margarita—. Él lo sabría.

— De todas formas, aunque el asesino hubiera enviado un mensajero inmediatamente, o el mensajero hubiera sido enviado desde Montfichet, no hubiera dado tiempo de que el mensajero hubiera llegado a Nottingham y que este hombre hubiera llegado aquí.

— Sí, sí que hubiera dado tiempo —dijo Margarita—. Si el mensajero tuviera paradas en el camino donde pudiera cambiar de caballo. William hace cosas como estas.

— Supongo que si cambiara de caballos, dos días y medio o tres. Sí, eso sería posible. ¿Pero por qué hacer un esfuerzo tal? ¿Nos podemos haber equivocado? ¿Puede ser que hubiera algo más importante en la bolsa que la confirmación del derecho de Stephen como rey, y tal vez la bula de poderes?

— No tengo ni idea —Margarita se estremeció—. Y ni siquiera lo quiero saber.

— ¿Y qué vamos a hacer con él? No lo puedes echar a la calle como si tal cosa. Si es un hombre de Waleran, volverá con sus amigos y te quemará… o peor aún. Supongo que lo podría matar, pero…

— Oh no, eso no es ningún problema. Se lo voy a llevar a William.

Hubo una pequeña discusión acerca del tema, pero no duró mucho, ya que la única objeción de Bell se debía a que no le gustaba el contacto entre Margarita e Ypres. Los argumentos de Margarita eran mucho más convincentes. William sería capaz de extraerle mucha más información, y luego deshacerse de él, bien de vuelta con su amo o en el olvido. Y el hecho de que Margarita lo llevara con William no traicionaría a nadie. Era bien sabido que William era su protector y era natural que él se encargase de cualquier alborotador en su casa.

Una vez que hubo aceptado sus argumentos, aunque no de buena gana, Bell dijo que iba a buscar un carro para llevar al hombre. Transportar a un hombre atado a la silla de un caballo llamaría demasiado la atención, dijo por encima del hombro mientras se montaba en su caballo, que había dejado ensillado.

Mientras estuvo fuera, Margarita ensilló el caballo del hombre chantajeándolo con una manzana seca y arrugada. Ella y Elsa trataban de levantar la cota de malla enrollada a la parte trasera de la silla, cuando Bell regresó, libre ya de su armadura y llevando un jubón de piel sobre una pesada camisa.

No le costó nada levantar la armadura, atando las cintas para sujetar la malla enrollada, mientras Margarita corría a la cocina a buscar la espada y la vaina del hombre, que casi había olvidado, y mirar que no se hubiera dejado nada más. Sólo había una capa, que se había caído detrás de un taburete cuando las chicas habían cogido sus ropas. Margarita cogió también su propia capa y su velo y volvió corriendo.

Cuando regresó, Bell había arrancado la sábana que cubría al hombre, y se lo cargó sobre sus hombros. Margarita se apresuró, y tiró la capa por encima del cuerpo, poniéndole la capucha para esconder la venda y la mordaza y recogió la sábana.

Mientras cogía las riendas del caballo, con la intención clara de seguirle, Bell protestó, pero ella simplemente le contestó que no fuera un tonto. Ella era el pasaporte para ver a William, que no era muy fácil de acceder.

Malhumorado, Bell tiró el cuerpo en el carro y tiró la sábana que Margarita le pasó sobre el hombre, el cual pronunció un fuerte quejido. Margarita suspiró con alivio; tenía miedo de que le hubiera pegado demasiado fuerte. Bell regresó, le cogió las riendas del caballo, y lo ató detrás del carro.

Bell la miró, pero no dijo nada que el curioso mercero y tendero que estaban atendiendo a clientes no pudieran oír. Entonces le tendió la mano a Margarita de mala gana. Cuando ya estaba sentada, castañeteó los dientes a la robusta mula y empezó a moverse. Se oyó un golpe desde la parte trasera del carro. Margarita dio un brinco, pero Bell sólo miró por encima del hombro para asegurarse de que la parte trasera del carro estuviera bien atada.

Sin embargo, cuando llegaron al puente, giró la cabeza y gritó:

— Estaros quietos bajo la sábana, u os ataré a los dos. La única razón por la que no os he destapado es porque vuestra madre no me ha dejado.

Como el sol se estaba poniendo, el puente estaba más tranquilo de lo habitual, y la voz de Bell se oyó desde lejos. Un par de mercaderes y sus clientes les observaron, vieron el buen carro y la bonita mula, el hombre decentemente vestido y la mujer velada, y sonrieron, imaginando las travesuras de un par de niños. Margarita se acercó a él, y le habló en voz baja, como si estuviera defendiendo a los niños, pero realmente le estaba diciendo que girara a la derecha en la calle Thames, y que William se alojaba dentro del recinto de la Torre de Londres.

En la verja de la parte exterior de la muralla, Margarita dio su nombre, y dijo que tenía una entrega para William de Ypres, y preguntó por Somer de Loo. Tras intercambiar unas monedas, se mandó un mensajero y Somer de Loo llegó. Miró a la sábana, a Bell y luego a Margarita, e insistió que se quitase el velo, con la mano en la empuñadura de su espada. Sin embargo, cuando se hubo asegurado de que era ella, les indicó que pasaran.

— ¿Qué demonios estás haciendo aquí, Margarita? —preguntó cuando hubieron atravesado la puerta—¿Qué entrega? ¿Y quién demonios es este?

— Este caballero es el caballero del obispo de Winchester, sir Bellamy de Itchen —dijo ella—, y ha sido tan amable de ayudarme cuando el hombre del carro pegó a Sabina y amenazó con desfigurarme.

Somer frunció el ceño mientras el carro atravesaba la muralla, no hacia el gran edificio de la White Tower, sino hacia el palacio del rey, alrededor del cual se agrupaban varias casas que eran ocupadas por los nobles cuando el rey reunía a su corte en Londres. Se dirigieron hacia la última de ellas, que estaba más cerca de la entrada de una de las torres, y los criados les abrían paso cuando pasaban.

— ¿Por qué nos lo traes a nosotros? —preguntó Somer irritado—. Seguro que…

— Si me disculpas, preferiría tener que explicar la historia una sola vez, y donde menos gente la pueda oír.

— Así que esas nos tenemos, ¿eh? —dijo Somer entrecerrando los ojos—. William dijo que si vienes sin ser llamada, significa que traes problemas. —Se dirigió al lado del carro para ayudar a Margarita a bajar, e hizo señas al guarda de la puerta—. Está bien, el señor desea verla —dijo y luego se dirigió a Margarita—. La escalera está dentro, a un lado del edificio. Sube. Te está esperando.

Margarita se cubrió la cara, pero no se sentía tranquila por si Somer y Bell discutían y dudó. Sin embargo, no fue Somer quien irritaba a Bell, y Margarita entró en el edificio. El vestíbulo estaba lleno de hombres armados, pero sólo uno o dos la miraron, y al ver que se trataba de una mujer apartaron la mirada. Sin embargo, se alegró cuando llegó arriba. La puerta estaba abierta, pero ella llamó desde el rellano.

— Entra, pequeña —dijo William.

Estaba vestido con ropa de cuero debajo de su lujoso abrigo. Aunque estaba preocupada, no pudo evitar sonreír. Era tan típico de William vestirse de forma segura: el cuero le protegería de un cuchillo y de casi todos los ataques con una espada, excepto de algún golpe más violento o directo; y al mismo tiempo para aparentar, porque el abrigo que llevaba podría impresionar a un importante visitante. Estaba tan tranquilo en una gran silla con brazos y respaldo, colocado cómodamente cerca del hogar de piedra en medio del salón, pero su mano descansaba en la empuñadura de su arma.

Margarita se dirigió a él rápidamente, retirando el velo y echándoselo sobre los hombros.

— Siento tener que traerte problemas —dijo acercándose a la silla, mientras él le hacía señas.

La cogió por la cintura y se la acercó para poder besarla.

— Que es lo que me trae todo el mundo —dijo y sonrió—. Por lo menos tú eres guapa.

Pero la soltó rápidamente y se levantó cuando se oyeron pasos pesados y respiración profunda provenientes de la escalera. Bell y Somer entraron penosamente en la habitación, y a poca distancia de William depositaron su carga. Somer continuó tranquilizando al hombre, que se había estado retorciendo, pero vio que su resistencia era inútil cuando le pusieron de pie, y Bell le quitó la capucha de la capa y le quitó la venda de los ojos y la mordaza.

— ¡Raoul de Samur! —exclamó Somer.

— ¿Le conoces? —preguntó William.

— Nos conocemos —contestó Somer—. Era amigo de Henry de Essex y Cambille y algún otro de la casa del rey, pero no creo que tuviera ningún cargo.

— ¿La casa del rey? —repitió Bell—. ¿Entonces por qué lleva la insignia de la cincoenrama con una cinta roja y blanca en su bolsa? La insignia del rey es un león con azul y oro.

Los ojos de William de Ypres se dirigieron a Bell, y Margarita dijo rápidamente.

— Sir Bellamy de Itchen, el caballero del obispo de Winchester. Le mandé llamar cuando me di cuenta de que este hombre, sir Raoul, si así lo dice Somer, quería entrar en mi casa a la fuerza, contra mi voluntad. Sir Bellamy se aloja cerca de la casa del obispo, justo en la esquina de nuestra casa, por lo que Dulcie lo podía ir a buscar rápidamente. Tú estabas demasiado lejos.

William se empezó a mostrar enojado cuando ella le dijo que había mandado llamar a Bell, pero como ella ya sabía, no le importaba lo suficiente como para rechazar una explicación razonable. Asintió bruscamente, pero su atención todavía se centraba en el hombre que su compañera de cama ocasional favorecía. Los ojos de Bell se encontraron con los de Ypres. Margarita aguantó la respiración, pero al mismo tiempo tuvo que luchar contra las ganas de reírse. Sus rostros le recordaban a dos perros con el pelo erizado. Pero no era nada divertido.

Entonces Bell inclinó la cabeza bruscamente como señal de respeto.

— Mi señor me ha ordenado hacer todo lo que pueda para descubrir al asesino de Baldassare de Firenze, quien era mi amigo y el suyo, y para encontrar la bolsa que llevaba.

— Es muy razonable —dijo William—. Me gustaría ayudar, pero no veo qué tiene esto que ver con el hombre de Beaufort. ¿Y qué Beaufort?

— ¿Por qué no me pregunta a mí? —dijo Raoul.

Toda la atención se dirigió al prisionero.

— Muy bien —dijo William—, te preguntaré a ti. ¿Quién es tu amo y cómo te enteraste de la muerte del mensajero papal y la pérdida de su bolsa?

— Simplemente visitando a un amigo que tengo en casa del obispo de Winchester. Lo conozco de cuando el obispo y el rey tenían una mejor relación, y…

— Discúlpeme, mi señor —interrumpió Bell—, eso puede ser cierto, pero este hombre lleva la insignia de Beaufort, y ya no está con la casa del rey.

— Por eso llevaba, y no vestía, mi insignia —contestó sir Raoul bruscamente—. Mi aprecio por mi amigo no tiene nada que ver con nuestros amos, y le quería ahorrar la sospecha que ahora también veo en su rostro.

— Eso es posible —dijo William suavemente—. Así que, ¿quién es ese amigo que es un hombre de la iglesia de un espíritu tan puro que no se pone de parte de su amo y su enemigo reconocido, que chismorrea acerca de asuntos importantes de la Iglesia y luego recomienda a ese amigo el burdel más caro de toda Inglaterra?

Todos podían ver como se debatía sir Raoul, pero sabiendo que finalmente lo tendría que confesar, y que su «amigo» ya estaba comprometido, porque sin duda alguna el obispo interrogaría a todos los miembros de su casa para averiguar quién tenía un amigo en la casa de Beaufort, se encogió de hombros y dijo:

— Guiscard de Tournai.

Bell emitió un ruido sordo, debido a una mezcla de indignación, pero no de sorpresa, e iluminación. Siempre había estado asombrado de la riqueza de las ropas de Guiscard y de sus lujosos alojamientos, y aunque los hijos de carniceros y médicos se podían enriquecer y mimar a un hijo, esa respuesta le había dejado insatisfecho, porque Guiscard no tenía esa aceptación indiferente de la riqueza que tiene alguien que ha nacido con ella. Ahora lo comprendía. Sin duda Waleran de Meulan pagaba bien por la información sobre los planes y actividades del obispo de Winchester.

William le dirigió una mirada, pero no tuvo la curiosidad de descubrir la revelación que había tenido Bell. Devolvió su atención a Raoul de Samur y le preguntó.

— ¿Y que Beaufort aprueba una amistad con sus enemigos?

— El obispo de Winchester no es un enemigo de Beaufort. ¿No lo arregló para que Hugh de Poer obtuviera Bedford?

— Este hombre no venía de parte de Hugh le Poer, que se encuentra aquí en Londres, en la Torre de Montfichet —dijo Margarita—. Ha cabalgado desde muy lejos. Mira sus ropas, William. Y su caballo estaba agotado cuando llegó a mi casa, cubierto de polvo y barro.

— Seguramente de Nottingham —afirmó William—. Seguro que fue muy fácil pasar de ser un parásito del rey a formar parte de la casa de Waleran.

— Nunca lo he negado —dijo Sir Raoul rápidamente, aunque sus ojos, fijos en Margarita le decían «puta y ramera», antes añadir con bravuconería—: No tengo ningún motivo para negar que soy un hombre de Waleran. No importa lo que ustedes piensen, tenía que resolver un asunto personal y pedí permiso para venir a Londres. Ya saben que son cuatro días de viaje desde Nottingham. No es posible que supiera del mensajero papal cuando salí. Maldígame si vuelvo a hacer algo que no me piden, pero cuando me enteré de lo de la bolsa, pensé que si podía encontrarla, mi amo estaría muy complacido.

Su última frase parecía sincera, lo que convenció a sus interlocutores. William se encogió de hombros.

— Bueno, debería ser sencillo averiguar cuándo saliste, y mientras tanto, te tendrás que quedar unos días como mi invitado.

Sir Raoul palideció. William sonrió.

— Pero por supuesto, si es un buen contertulio, y en el futuro no causa ningún problema a Margarita, su casa o a sus chicas, no hay motivo para que Lord Waleran sepa que te ha retenido. Buscar la bolsa que tu amigo y las prostitutas mencionaron, puede llevar su tiempo. Puede ser peligroso, o puede resultar provechoso. —Sonrió de nuevo y giró su cabeza para mirar a Somer de Loo—. Le puedes soltar los pies y ponerle en mi habitación. Búscale algo para comer y un catre para dormir, y ponle una cadena alrededor del cuello. Hablaré con él cuando tenga tiempo.

Cuando la puerta se cerró tras el prisionero y Somer, Margarita dijo.

— Ten cuidado, William. Ese hombre tiene el mismo sentido del honor que una serpiente.

Soltó una carcajada.

— Siempre tengo cuidado, por eso estoy vivo —luego la risa desapareció—. Sólo cometí un error en mi vida, y todavía lo estoy pagando, pero desde entonces he sido muy cauteloso. —Se sacudió, como un perro cuando se sacude el agua, sonrió y miró a Bell—. ¿Así que tú eres el hurón de Winchester?

— Sí, y su matón también —dijo Bell.

— Creo… —intervino Margarita desesperada.

William levantó una mano.

— Sin ofensas, sir Bellamy. El obispo es un buen hombre, y tu trabajo es necesario, pero la última palabra me recuerda que Margarita tendría que tener uno durante las próximas semanas, hasta que se encuentre la bolsa o se pueda informar al papa y se sustituyan las instrucciones que Baldassare llevaba.

— Mis clientes… —empezó a decir Margarita, pero la voz de Bell anuló su voz.

— A partir de esta noche ya tiene uno.

William abrió la boca, luego la cerró y asintió.

— Me parece bien. Tus obligaciones con el obispo casan bien con vigilar la casa de Margarita, y tú serás más discreto que cualquiera de mis hombres.

Margarita notó un deje de diversión en este último comentario, pero esperaba haberlo notado por conocerlo muy bien, y que Bell no lo hubiera hecho. William, que Dios le proteja, nunca estaba celoso de su cuerpo. Aceptaba que era una prostituta, y no le importaba nada quién durmiera en su cama cuando él no estaba. Le divertían las palabras y la actitud de Bell, cómo se quería hacer valer el caballero; William no tenía dudas acerca de su lealtad y su aprecio por él.

Sin embargo, para eliminar la tensión entre los dos hombres, preguntó:

— ¿No hemos demostrado mis chicas y yo que podemos cuidarnos sólitas?

— Hasta ahora sí, pequeña, hasta ahora sí. Pero ahora hay un asesino suelto. Y hablando de eso, mis hombres no han podido encontrar ningún rastro de esa rata de Beaumeis en el camino de Canterbury el miércoles, por lo menos hasta Rochester. Acababa de llegarme un mensajero de allí justo antes de que vinierais.

— Humm —dijo Bell—. Según el hermano Godwine, el portero del priorato, Beaumeis estuvo allí el miércoles. El hermano Godwine cree que se fue antes de vísperas, a pesar de que cree que lo vio más tarde. Sin embargo, Beaumeis no se dirigió a su alojamiento cerca de St. Paul.

— ¿Podría haber emprendido el viaje por la noche? —preguntó Margarita—. Me dijo que el miércoles por la noche estaba en camino.

— ¿Crees que es el tipo de persona que duerme bajo los matorrales?— preguntó William con incredulidad.

— Desde luego que no —contestó Margarita—. Es un joven egoísta e indulgente.

— De todas formas —dijo Bell—, creo que eso fue lo que hizo, aunque no me puedo imaginar por qué. He estado en St. Paul esta tarde y nadie lo ha visto desde que partió para Roma. Volvió a toda velocidad, porque estaba en su alojamiento el lunes por la noche. La mujer que lo regenta dice que estaba enfermo cuando llegó y tenía señales de haber llorado.

— Eso fue el lunes por la tarde, después de que conociera la noticia de que Baldassare estaba muerto —Margarita frunció el ceño—. Se lo dije cuando llegó, todo satisfecho por haberme enviado un desconocido. Y podría jurar que estaba verdaderamente sorprendido… aunque si es tan buen actor como dice Guiscard…

— Tal vez lo sea —Bell se encogió de hombros—. Estaba en el entierro de Baldassare el martes por la mañana, y se comportaba como si fuera el hermano o la viuda. Traté de hablar con él, pero Buchuinte me detuvo para preguntarme si había averiguado algo nuevo del asesinato o había recuperado la bolsa —Buchuinte cree que podría utilizar la carta de crédito de Baldassare para pagar el entierro y las misas— y Beaumeis se me escapó.

— Guiscard me dijo que Beaumeis es un buen actor, y que puede falsear sus emociones, y que usó esa habilidad con tal fervor y miedo, que indujo a Winchester a aceptar ordenarlo el último día de la conferencia.

— ¿Pero por qué tenía que simular tanto dolor por la muerte de Baldassare? —preguntó Bell—. Un poco sí, unas lágrimas por un amigo con el que has viajado durante semanas y al cual aprecias, es razonable. Pero Beaumeis llamó demasiado la atención. Estaba blanco y temblando, muy afectado.

— ¿Tal vez para demostrar que no podía haber matado a un hombre al que quería tanto? —Pero la duda en la voz de William era evidente.

— ¿Debido al remordimiento? —sugirió Margarita.

— Eso parece… —se oyó un ruido en la puerta, y William levantó la mirada y dijo—: ¿Sí?

— La cena, señor. ¿Quiere que se la suba?

— ¿Margarita? ¿Sir Bellamy? ¿Quieren cenar conmigo? —preguntó William cortésmente.

Margarita no podía pensar en algo más horrible que estar atrapada entre Bell y William intercambiando conversación trivial. Mientras estuvieran ocupados en una conversación en la que ambos estaban cooperando, estaban seguros. En el momento en el que fueran solo dos hombres, uno o los dos querrían recordar que tenían la manzana de la discordia.

Ella sacudió la cabeza.

— A menos que crean que esta conversación debe continuar, y pueda llevar a algún sitio importante, me gustaría irme a casa. No hay nadie en la pensión que pueda atender a algún visitante.

— Trabajas demasiado, pequeña —dijo William frunciendo el ceño—. Quiero hablar contigo de eso algún día, pero tendrá que esperar. ¿Quieres que envíe a algún hombre para…?

— Yo la acompañaré a casa, mi señor —dijo Bell.

Esa vez William dejó ver su regocijo, y Margarita aguantó la respiración, pero antes de que Bell pudiera reaccionar, William se puso en pie y le dijo al criado que estaba esperando en la puerta.

— Iré abajo y comeré con mis hombres. —Despidió al criado y sonrió a Bell añadiendo—. Después, tal vez tenga una charla con el invitado que Margarita me ha traído.

Cuando llegó a su lado, dio un fuerte abrazo a Margarita y le besó en la cabeza. Cuando la soltó, le dio una palmadita a Bell.

— Recuerda que yo estaba aquí primero. Y no intentes enseñar trucos a un perro viejo.