CAPÍTULO 02

19 de abril de 1139

Old Priory Guesthouse, después de completas

Parecía que sólo hubieran pasado unos instantes, pero podrían haber sido horas, cuando Margarita se despertó sobresaltada por un ruido estrepitoso, un golpe sordo y luego la aterrorizada voz de Sabina gritando su nombre. Saltó de la cama, cogiendo la bata que colgaba de un clavo en la pared, pero no se entretuvo en ponérsela.

Una sombra se reflejó en la pared, y un grito desgarrador se volvió a escuchar.

— ¡Margarita!

Su bata cayó al suelo y cogió las manos de Sabina que la buscaban a tientas. Tomó a Sabina entre sus brazos, que estaba temblando y jadeando, totalmente desorientada por el miedo.

— Está muerto —susurró—. Muerto.

— ¿Quién? —susurró Margarita—. ¿Quién está muerto?

La voz de Sabina se tornó un débil lamento.

— Él. Él. El hombre con el que estuve anoche.

— ¿Tu cliente está muerto? —La voz de Margarita también subió de tono—. ¿Murió en tu cama?

Una mano asió fuertemente el hombro de Margarita y apretó. Pudo contener un chillido lleno de terror, porque la mano la soltó. Letice corrió a cerrar la puerta de Elsa. Cuando Letice regresó, Margarita cerró los ojos, tragó saliva y murmuró:

— Gracias. —Pero Letice tapó su boca con la mano y la guió a través del pasillo hasta el salón.

Allí, donde la antorcha encendida daba mejor luz, sus ojos y su boca se abrieron con asombro. Tocó a Margarita, y luego buscó las manos de Sabina, que levantó hacia la luz y se las mostró a Margarita. Margarita lanzó un gemido. Las manos de Sabina estaban cubiertas de sangre.

— ¿Qué ha pasado? —susurró Margarita, empezando a temblar también. En su mente apareció la imagen de sus manos, también manchadas de sangre fresca—. ¿Es que acaso trató de hacerte daño y tuviste que clavarle un cuchillo?

— No, no, yo no fui —sollozó—. Yo no fui. Dios mío, ayúdame. Si también tú crees que fui yo, ¿quién va a creerme?

— Yo creeré lo que tú me cuentes, Sabina. —Margarita tenía suficientes razones para decir eso; nadie la hubiera creído a ella tampoco—. Pero si el hombre está muerto en tu cama…

— No, en mi cama no. En el porche de la iglesia.

— ¿En el porche de la iglesia? —repitió Margarita.

Se oyó un suspiro de alivio que provenía de Letice, que estaba de pie junto a ellas. Entonces, como si acabara de salir de una parálisis de terror, consiguió arrancar sus ojos de las oscuras manchas de las manos y la ropa de Sabina, cogió una vela a medio consumir de la mesa y la encendió con la antorcha. Ver cómo corría por el pasillo sorprendió a Margarita, pero no lo suficiente como para no pensar con alivio que el hombre muerto estaba en el porche de la iglesia, y no en la cama de Sabina. No había razón alguna para que nadie lo asociara con su establecimiento.

Exhaló un suspiro tan profundo, que hizo que su abdomen y pecho se ensancharan, lo que le hizo darse cuenta de la tirantez de su piel. Una mirada le indicó que estaba llena de manchas de sangre seca. Sus ojos estaban llenos de horror y disgusto, y casi no podía reprimir un grito en su garganta, cuando Letice volvió. Margarita se dio cuenta de que Letice había ido a la cocina a buscar agua para lavar la suciedad de Sabina, y la de ella también. Apartó de su memoria los recuerdos que estaban torturando su mente.

— Ven —dijo Margarita suavemente, guiando a una Sabina temblorosa al banco en la cabecera de la mesa—. Siéntate antes de que te caigas. ¿Cómo fue que encontraste a este pobre hombre?

Sabina tomó aire, se enderezó y soltó a Margarita.

— Me dijo que lo dejara salir justo después de que las campanas llamaran a completas —dijo—, y por supuesto yo cerré la puerta tras él, para que no se pensara que trataba de averiguar dónde iba.

Pero me dijo que no tardaría mucho, así que pensé que le podría esperar en el jardín. Se estaba bien, no hacía nada de frío, y podía oír el servicio de la iglesia. Una vez que todo quedó en silencio otra vez, y estuve segura de que los hermanos se habían ido a dormir, pensé que podría entrar a rezar un poco.

Había estado hablando muy tranquila, pero de repente se hizo un ovillo y empezó a temblar.

— ¡Está prohibido! Y yo no tenía permiso.

— Sabina —interrumpió Margarita—, no seas boba. ¿Realmente crees que Dios permitiría que un hombre fuera asesinado, sólo para evitar que una prostituta entrase en una iglesia? Eso es labor del diablo, no de Dios. Además, tú rezas en la iglesia muy a menudo, y nunca antes habías encontrado cadáveres.

Sabina, que lloraba silenciosamente, resopló y levantó la cabeza.

— No, pero fue tan horrible. Me estaba riendo, ¿sabes? Oí al sacristán gritar « ¿Quién hay ahí? » y luego a alguien correr, y entonces pensé que se trataba de unos amantes que el hermano Paulinus había asustado. Después le oí cerrar la puerta, me dirigí al porche, y…

Tembló y empezó a llorar otra vez, y Margarita le dio una palmadita tranquilizadora en el hombro. Tras unos instantes preguntó:

— ¿Estás segura de que estaba muerto?

Sabina lloró más fuerte.

— Tenía un cuchillo clavado en el cuello, y sangre, tanta sangre, un verdadero charco de sangre…

Empezó a levantar las manos hacia la cara, pero Letice se las cogió y las metió en la palangana que había puesto sobre la mesa. El fondo estaba negro de ceniza, y Letice usó una mano para frotar las de Sabina, y la otra para golpear suavemente a Margarita, señalando las velas. Margarita asintió, pero se dirigió a comprobar que los postigos estuvieran cerrados antes de encender las velas. Sabía que el guarda vigilaba su casa, y no quería que viese las luces brillando a estas horas de la noche.

Cuando las velas estuvieron encendidas, Letice examinó a Margarita cuidadosamente, y la ayudó a limpiar todas las manchas de sangre que Sabina le había transferido. Entonces Margarita se puso la bata, y ella y Letice limpiaron tanto como pudieron cada centímetro del cuerpo de Sabina, su vestido, su ropa interior, su capa, sus zapatos, su bastón que Letice había encontrado tirado en el pasillo, hasta las puntas de su pelo.

— Ya está, cariño, ya está —la calmó Margarita—Ya estás limpia. Tu ropa está limpia. Olvídate de esto. Olvídate del hombre. Nadie sabrá nunca que él se acostó contigo. No tenemos la culpa si la persona con la que se encontró lo mató, y no debemos ser tenidas por culpables y dejar escapar al verdadero asesino.

— Pero…

— No. Quítatelo de la cabeza. No hay nadie que pueda relacionarlo con esta casa, a menos que alguien lo viera montando en su caballo. ¡Oh, Dios mío, su caballo! Todavía está en nuestro establo.

Las tres mujeres quedaron petrificadas. El caballo. Todas eran conscientes de que no podían sacar el caballo a la calle. El ruido de los cascos seguramente despertaría a alguien y atraería al vigilante.

— El animal no puede estar suelto en la calle, mientras el cuerpo esté en el porche de la iglesia —dijo Margarita—. Tendremos que llevar el caballo al cementerio.

— ¿Cómo? —dijo Sabina, temblando más que antes—. ¡Es imposible! Olvídate de mí. Dejadme confesar que fui yo quien lo encontró, y que hagan lo que quieran conmigo.

Margarita le palmeó la cara suavemente y luego la sacudió.

— No hay tiempo para ponerse histérica, aunque tengas todos los motivos. Para empezar, nosotras no abandonamos a una de las nuestras. ¡No en esta casa! Y en segundo lugar, nadie te hará nada si me obedecéis.

Letice se sentó junto a Sabina y le puso la mano alrededor de los hombros, pero con la otra mano señaló el establo, ahuecó su mano y sopló.

— Claro, como Letice nos indica, aunque tú te entregaras, el caballo no desaparecería. Seguiría en nuestro establo. —Miró fijamente al suelo durante unos instantes, y dijo—: Letice, ve a despertar a Dulcie para que se quede con Sabina mientras tú y yo nos llevamos el caballo.

Mediante signos y palabras repetidas muchas veces, pero no tan fuertes como para despertar a Elsa, explicaron la situación a la criada. Dulcie no pareció sorprendida ni asustada, y Margarita se pregunto si la cocina de la cual provenía, estaba en un lugar en el cual los cadáveres no eran inusuales. La pregunta obtuvo respuesta cuando Dulcie examinó tranquilamente la ropa de Sabina y dijo que tenían que lavarla, o las manchas que Letice no pudo limpiar quedarían fijas. Añadió que no había de qué preocuparse, que nadie sabría que estaba lavando ropa. La dejaría en remojo entre las cazuelas y los platos, y se secaría escondida detrás de las hierbas aromáticas cerca de la chimenea. Entonces rodeó con su brazo a la chica medio desmayada, y se la llevó a su cuarto.

Un problema resuelto. Margarita dijo a Letice que se pusiera los zapatos y se tapara con una capa, y ella hizo lo mismo. Entonces cogió una linterna sorda del estante inferior. La encendió, pero los rayos de luna y la luz de las estrellas alumbraban lo suficiente y no la necesitaron para llegar al establo. Cerrando la puerta con cuidado, Margarita encendió la linterna, y se quedó quieta, mirando con la boca abierta el desorden que reinaba en el lugar.

El caballo estaba ahí, tranquilamente comiendo unos granos de avena que habían caído del cubo en el que se guardaban. Resultaba evidente que alguien había estado rebuscando entre la comida. Alrededor de las patas del animal había heno fresco esparcido por todas partes. La silla estaba medio descolgada del estante donde se había colgado, y las alforjas estaban tiradas en el suelo, y su contenido desperdigado por el suelo.

— ¡Dios mío! —susurró Margarita levantando la linterna y mirando a su alrededor—. El asesino ha estado aquí, buscando…

Letice ladeó la cabeza.

— ¿Buscando qué? —Margarita enunció la pregunta en voz alta, por si acaso no había entendido bien.

Cuando Letice asintió, contestó:

— No tengo ni idea. Me pregunto si… pero no, ahora no es el momento para preguntarse esas cosas. Vamos a recoger todo lo que hay en las alforjas y librarnos de todo lo que pudiera culparnos.

Mientras Letice recogía, Margarita iba ordenando lo mejor que podía, aunque sus manos temblaban de vez en cuando. No perdía mucho el tiempo en ser demasiado pulcra, en parte porque quería que se notase que las bolsas habían sido registradas.

Cuando las hubo cerrado, e iba a colocar la silla sobre el animal, Letice la detuvo, señalando el caballo y haciendo un arco con la mano. Entonces movió sus dedos como si caminara por debajo del arco.

— Tienes razón —dijo Margarita—, creo que podemos hacer que el caballo pase por la puerta, pero no con la silla de montar. Tú tendrás que llevar la silla y yo guiaré el caballo.

Qué extraño, pensó Margarita mientras pasaba el bocado del caballo por sus dientes y lo sujetaba a las riendas, cómo todo lo acontecido esta noche parecía una conspiración para hacerle recordar acontecimientos de su vida como Arabel de St. Foi. Primero la sangre… Trató de arrancarse ese pensamiento. Y ahora, recuerdos más agradables de ser la dueña de su propia pequeña granja, de ensillar, cuidar y comerciar con sus caballos…

Qué animales más bobos, pensó afectuosamente, tan bonitos y con tan poco cerebro. Todo los asustaba. Se detuvo para dejar la linterna en una esquina, y cerrar las contraventanas, para poder abrir las puertas del establo. Sería difícil hacer pasar el animal por esa puerta tan baja y estrecha, sobre todo en silencio. Podría plantarse o relinchar. Margarita se mordió los labios y se soltó el pañuelo que usaba para cubrir su abundante mata de pelo dorado. Lo que un caballo no puede ver, no le hará plantarse. Con palabras tranquilizadoras y movimientos lentos puso el pañuelo alrededor de la cabeza del caballo, de forma que le tapara los ojos.

Excepto por el hecho de que Margarita no paraba de mirar la luna, y se maldecía por no recordar a qué hora ésta había salido, y por lo tanto la hora que su presente posición indicaba, no tuvieron ningún problema. El caballo se dejó guiar dócilmente por las riendas, y una vez que Margarita le hubo bajado la cabeza al nivel de sus hombros, pasó por la puerta sin ninguna dificultad. AI otro lado, Margarita le quitó el pañuelo y guió al animal, que olía la hierba fresca, hacia el cementerio. Allí le volvió a colocar la silla, mientras Letice la ayudaba como podía, y dejó la cincha un poco suelta, como hubiera hecho un hombre cuando baja de su montura durante un rato, y quiere dejar descansar a su caballo, para luego continuar su marcha.

Entonces Letice le pasó las alforjas. Margarita le dio a Letice las riendas y comenzó a subir los sacos, y entonces una luz apareció en una ventana del segundo piso. Margarita se echó al suelo, tirando de Letice, pero sin soltar las riendas, para que el caballo se quedara quieto. Las dos mujeres se acurrucaron, rezando para que si un monje viera al animal, estuviera demasiado dormido para hacer nada.

Enseguida la luz se volvió a apagar. Margarita se levantó rápidamente y tiró las alforjas por encima del caballo. Con manos temblorosas trató de atar las cinchas a las argollas de la silla. Una estaba a medio atar cuando se oyó el sonido de una campana. Era un sonido débil y de una campana pequeña, pero ella temía que despertase al monje encargado de llamar a maitines, o peor aún, que el monje que encendió la luz las hubiera visto, y estuviera avisando a los demás. Ella y Letice huyeron de allí silenciosamente, pegadas la una a la otra hasta que por fin cerraron la verja del muro de la iglesia.

Cuando llegaron cerca de la puerta trasera, Letice tiró suavemente de las manos de Margarita. A pesar de que ésta estaba temblando de miedo y fatiga, sacudió la cabeza.

— Lo siento, cariño —murmuró—, ya sé que estás cansada, pero tenemos que ordenar el establo. Ya sabes que hay monjes que se quieren librar de nosotras. Si el hermano Paulinus cree que podría lograr eso diciendo que el pobre hombre venía de nuestra casa, no debe parecer que en el establo haya habido ningún animal.

Letice suspiró, pero siguió a Margarita sin volver a protestar. Juntas levantaron los fardos y los colocaron en su sitio, rastrillaron la paja y la tierra hacia la pila de estiércol que estaba en un lado, y barrieron el grano del suelo. Cuando estuvieron seguras de que no quedaba prueba alguna de que un animal hubiera estado en el establo esa noche, Margarita cogió la linterna, sopló la vela, y volvieron a la casa. Dulcie las estaba esperando. Había tirado el agua con la que habían limpiado a Sabina, y había guardado la palangana, secado la mesa, alineado los bancos, y apagado las velas, de modo que no quedase ningún indicio de desorden.

— La pobre niña está dormida —dijo Dulcie—. Se quedó dormida llorando. Es extraño ver salir lágrimas de esos párpados cerrados. Pobre niña, como si no tuviera suficientes problemas ya.

— No se volverá a hablar de esto —dijo Margarita mirando a su sirvienta y hablando tan despacio y claro como podía—. Tú nunca has visto a ese hombre aquí. No sabemos nada de él. —Cuando Dulcie asintió, suspiró y añadió—. Como Sabina no tuvo nada que ver, espero que se olvide pronto. —Sus labios se volvieron una fina línea, se dirigió a guardar la linterna, volvió y tomó las manos de su criada—. Gracias, Dulcie. Ya puedes volver a la cama.

La vieja mujer sacudió la cabeza.

— No necesita darme las gracias. Usted me ayuda, yo la ayudo. Esta es mi casa, igual que lo es de las demás.

Cuando se fue a descansar a su catre de la cocina, Margarita puso sus brazos alrededor de Letice.

— Gracias, cariño. No sé lo que hubiera hecho sin ti. ¿Se te ocurre alguna cosa más que podamos haber olvidado?

Letice empezó a sacudir la cabeza, y entonces señaló en dirección a Elsa.

— No sé lo que podemos hacer con ella —suspiró Margarita—. Rezar para que se haya olvidado del forastero, o que no se acuerde de cuando estuvo aquí. Decir cualquier cosa acerca de él, no hará más que fijar su presencia en su mente —suspiró de nuevo—. Estoy cansada hasta para respirar. Vámonos a la cama y recemos para tener tiempo por la mañana para pensar y atar los cabos sueltos.

La plegaria no fue escuchada. Justo después de prima, la campana de la puerta trasera empezó a sonar y sonar, y continuó sonando hasta que Dulcie por fin la oyó. Se arrastró desde su catre, abrió un postigo de una ventana, y miró. Un monje alto y delgado, con aspecto ascético por los huecos en sus mejillas y círculos oscuros alrededor de sus ojos, que llevaba un bastón, estaba tirando de la cuerda como si la quisiera arrancar. Dulcie abrió los postigos del todo.

— Es demasiado pronto —gritó—. Las chicas están durmiendo.

Él le gritó algo, pero Dulcie estaba demasiado cansada y enfadada y no entendía lo que le parecía una monótona cacofonía.

Ella le espetó con el dedo.

— Tendría que darte vergüenza, un monje como tú. Que tienes un sofocón y no puedes esperar a que las chicas se despierten, agárratela con las manos, o vete calle abajo a los prostíbulos corrientes.

La cara del monje enrojeció, y sus ojos sobresalían de sus órbitas con furia. Se dirigió a la ventana, moviendo su bastón como si fuera a pegar a Dulcie. Ella se retiró, y estuvo a punto de cerrar el postigo cuando apareció Margarita.

— ¿Quién es?

En ese momento, el monje se había inclinado contra la ventana, sujetando el postigo con una mano y gritando que él nunca había tocado a una ramera y que nunca lo haría.

— ¡Hermano Paulinus! —exclamó Margarita—. ¿Qué pasa? Espere, que se va a hacer daño. Déjeme abrirle la puerta.

— No lo hagas querida —gritó Dulcie, cerrando el postigo—. Ha estado demasiado tiempo encerrado. Se va a excitar demasiado.

— Calla —dijo Margarita, conteniendo una carcajada y poniendo sus dedos sobre los labios de Dulcie. Entonces añadió más fuerte—: El hermano Paulinus es un hombre santo. El no desea usar nuestros servicios.

Dulcie la miró inquisitivamente, pero era evidente que Margarita había dicho aquello para tranquilizar al hermano Paulinus. No preguntó nada y se dirigió rápidamente a abrir la puerta trasera. En cuanto vio al sacristán, recordó lo que había pasado la noche anterior, que hasta ese momento se le había olvidado por estar medio dormida. No había pasado nada, se dijo a sí misma, haciendo ver que hurgaba en la cerradura con la gran llave. La noche pasada fue como tantas otras, tranquila. Trabajamos, hablamos, y no tuvimos clientes. Sólo estoy asustada porque no entiendo lo que puede traer al sacristán desde el priorato a estas horas.

La cerradura cedió. Margarita quitó el pestillo, y la puerta se abrió bruscamente, casi golpeándola. Se echó hacia atrás con un grito.

— Siento la forma en que lo ha tratado Dulcie —jadeó—. Está sorda y no entendió lo que le estaba diciendo. ¿En qué lo puedo ayudar, hermano Paulinus?

— ¿Que qué puede hacer por mí? ¡Nada, ramera asquerosa! ¡Para salvar tu alma, puedes ir confesando tu crimen y prepararte a pagar por él!

La mandíbula de Margarita se cerró de golpe. A pesar de los muchos encuentros con el monje durante los años que había trabajado y vivido en la Old Priory Guesthouse, y de que no fuera el único que la insultara por su profesión, no se acababa de llevar bien con el hermano Paulinus. Sus buenas intenciones se frustraban ante su presencia, y nunca actuaba de manera suficientemente sumisa. No entendía por qué otros que le decían casi las mismas cosas no la irritaban ni la mitad.

— ¿Crimen? —repitió levantando las cejas—. Todo lo que mis chicas y yo hacemos, incluido comer y respirar, es un crimen para usted, hermano Paulinus.

— Sólo que esta vez había habido un crimen, un verdadero crimen, y no uno de lascivia.

Ignorando el nudo que se le formaba bajo su pecho, Margarita mantuvo la voz tranquila e indiferente

— La prostitución puede ser un pecado, pero eso es asunto mío; y no es ningún crimen en Southwark.

— ¡Pero el asesinato es un crimen en todas partes! —rugió el hermano Paulinus.

— ¡Asesinato! —Margarita no trató de ocultar el estremecimiento que le provocaron esas palabras—. ¿Por qué habla de asesinato?

— Un hombre ha sido asesinado en el porche norte de la iglesia, tan sólo a unos pasos de profanar la tierra sagrada.

— ¡Qué horror! —suspiró Margarita con lágrimas en los ojos recordando aquel hombre agradable que ahora estaba muerto. Pero no podía hacer nada por él, y rápidamente encontró una excusa para sus lágrimas—. Qué triste, que alguien venga a hacer daño tan cerca de un santuario de Dios. Lo siento, ¿Pero por qué nos tiene que traer estas noticias con tanta prisa y despertarnos al amanecer?

— ¡Porque es obra suya!

— ¡No! —los labios de Margarita se estrecharon en una fina línea—. En esta casa no hay violencia. Es cierto que causamos la «pequeña muerte», pero eso trae alegría, y tanto hombres como mujeres vuelven de la «muerte» refrescados.

— ¡Blasfemia! ¿Cómo se atreve hablar de resucitar de la muerte en términos de fornicación?

Sacudió su bastón con rabia, y Margarita se alejó por el pasillo. El la siguió, pero su bastón chocó contra la pared y soltó una maldición.

Antes de que ella pudiera hablar, él gritó:

— ¡No! Ya conozco sus trucos. No voy a dejar que me distraiga. El hombre que fue asesinado vino de su casa, y murió en el porche de la mía. Nosotros somos hombres de Dios. No matamos. Ustedes son criaturas del diablo, tan corruptas que las volvió locas que el hombre que mancharon con pecado quisiera ir a purificarse. Salieron sigilosamente y lo apuñalaron, y sin duda, también le robaron su bolsa.

Margarita sacudió la cabeza.

— No sé que está diciendo, hermano Paulinus. Ningún hombre que visita nuestra casa sufre ningún daño por mi parte o la de mis chicas. Pronto nos arruinaríamos si los que vinieran aquí fueran robados o asesinados. Y tampoco corrompemos. Los clientes vienen a nosotras por su propia voluntad. No nos sentamos en la puerta ni nos asomamos a las ventanas tentando a los transeúntes. Siento mucho que un hombre esté muerto, pero no tiene nada que ver con nosotras.

— ¡El hombre tuvo que venir de esta casa! El portero no lo reconoció. El hermano Godwine jura que el muerto nunca entró por la puerta, y tampoco su caballo. Así que tuvo que entrar por la puerta trasera desde su casa. Alguna de vosotras lo siguió y lo apuñaló.

— Nadie fue a la iglesia desde esta casa ayer por la noche —dijo Margarita tranquilamente—. Y además, es imposible que un caballo pase por la puerta. Es demasiado baja y estrecha. La noche pasada fue como cualquier noche. Sabina cantó, y Letice, Elsa y yo bordamos. Nadie salió después de oscurecer

— Te olvidas —dijo una voz que provenía de detrás de Margarita—. Yo salí justo a la hora de completas. Me senté en el jardín y escuché los cantos de la iglesia.

El corazón de Margarita dio un vuelco, y reprimió una protesta. ¿Acaso Sabina estaba tan afectada que todavía pensaba que tenía que confesar? Se dio la vuelta para enfrentarse con la chica y vio que Letice estaba junto a Sabina, aguantándola por el brazo.

— Entonces debes haber visto al hombre salir de la casa y dirigirse a la iglesia —saltó el hermano Paulinus, sonriendo triunfalmente—. Debiste ver a alguien seguirle. ¿Cuál de las chicas era?

Sabina se soltó suavemente del brazo de Letice, y se acercó lo suficiente como para que el hermano Paulinus viera sus ojos ciegos y que no había vida tras sus párpados cerrados. El balbuceó y retrocedió. Sabina sonrió.

— Yo no vi nada. Soy ciega. Pero tengo un oído muy fino. Nadie salió de la casa mientras yo estaba en el jardín, y seguro que un caballo tampoco.

Margarita dejó escapar un suspiro, pero con cuidado. No quería que el hermano Paulinus sospechara que lo había estado conteniendo.

— ¡Estás mintiendo! —gritó Paulinus con voz atronadora—, añadiendo otro pecado al pecado negro que mancha tu alma. Todavía te puedes salvar de la condenación eterna y arder en el infierno si confiesas.

— No estoy mintiendo —dijo Sabina—. Como usted dijo, sería una tonta si mintiera y añadiera así otro pecado a mi alma. Esta es la verdad, palabra por palabra. Estuve sentada sola en el jardín desde completas hasta que hubo acabado el servicio, y nadie salió de la casa o pasó por el jardín, con o sin caballo, mientras yo estaba allí.

Esto, pensó Margarita, era la pura verdad, y ella decidió añadir su propia media verdad.

— Ninguna de mis chicas tuvo clientes que se quedaran a dormir —dijo—. Lo sé porque yo recojo el dinero por su alojamiento.

— ¡Si no dices la verdad, seréis todas malditas! ¡Tú! —señaló a Letice—. Abandona las almas perdidas de esas mujeres. Sálvate. Dime quién siguió al pobre hombre y lo asesinó.

Letice le devolvió la mirada y sacudió la cabeza.

— ¡Habla, mujer contumaz! Te lo ordeno.

— Ojalá su orden tuviera efecto —dijo Margarita tratando de mantener la seriedad—. Pero me temo que tendrá tan poco éxito como aquel rey que le ordenó a la marea que no creciera. Letice es muda de nacimiento, y no puede hablar.

— ¿No hay nadie en esta casa que esté completa? La sorda, la muda, la ciega —se calló de repente y sus ojos brillaron—. Y la boba —añadió en voz baja—. ¿Dónde está la loca, ramera? Ella me dirá la verdad.

El corazón de Margarita dio un vuelco. Elsa no había reaccionado ni a la campana ni a las voces en el pasillo. Puede que estuviera dormida; o probablemente había oído los gritos del monje y se estaba escondiendo en su habitación entre las sábanas.

— Hermano Paulinus, ya sabe que el prior ha concedido una dispensa especial a Elsa para no ser interrogada por el cura. Aunque han pasado muchos años ya desde su nacimiento, sigue siendo una niña.

— ¡Una niña tan llena de pecado como cualquiera de vosotras! —Los ojos del sacristán brillaban y una sonrisa de satisfacción estrechó sus labios—. El prior no está aquí, así que yo estoy al mando del priorato hasta que vuelva. ¿Dónde guardan a esa loca?

— Elsa no es ninguna loca, y no «está guardada» en ningún sitio —contestó bruscamente Margarita, pensando si debería negarse a permitirle interrogar a Elsa.

Rechazó la idea tan pronto como se le ocurrió. Una negativa a permitir que Elsa contestara a preguntas sobre hechos cotidianos, en vez de conceptos complejos, como el estado de su alma, levantaría sospechas en mentes con menos prejuicios que las del hermano Paulinus. Se encogió de hombros.

— Está dormida en su habitación. La despertaré y se la traeré.

— ¡Quieta! —ordenó el hermano Paulinus cuando ya se empezaba a dirigir a la habitación de Elsa—. No permitiré que pongas palabras en su boca. Entraré en su habitación y la interrogaré donde no pueda ver tus señas para que esté callada.

Margarita notó una presión en su cuello. Si no se hubiera controlado, hubiera gritado como una bestia aterrorizada. No seas tonta, se dijo, has estado en peores peligros. Incluso si Elsa admite que todavía había un huésped en la casa cuando se fue a dormir, nadie puede demostrar que el muerto sea ese huésped. Empezó a caminar lentamente hacia el cuarto de Elsa, tratando de recordar si ésta sabía que el huésped tenía intención de quedarse a pasar la noche. Lo que le daba más miedo era no saber lo que Elsa le diría al monje, y que éste lo utilizara para ponerles trampas a ellas. A menos que…

Trató de forzar una sonrisa.

— ¿Solo? —preguntó con socarronería—. ¿En una habitación cerrada con una ramera? —Bajó los ojos y lanzó una carcajada—. Oh, muy bien—su sonrisa se ensanchó—. Ese es su cuarto.

— ¡Cómo se atreve! —exclamó el hermano Paulinus.

— ¿Cómo me atrevo a qué, hermano sacristán? —preguntó dulcemente—. ¿A decir la verdad?

El las miró. Margarita logró poner cara de sorpresa. Sabía que detrás de ella, Letice y Sabina hacían muecas.

— Dejaré la puerta abierta, pero ninguna de vosotras puede quedarse donde la loca pueda veros.

— ¿Desea que seamos testigos del interrogatorio? —preguntó Margarita.

El sacristán gruñó e irrumpió en la habitación gritando.

— Levántate inmediatamente. No te hagas la dormida. Sé que nos has oído.

Las mujeres oyeron un chillido de Elsa, secundado por un grito consternado del hermano Paulinus.

— ¡Cúbrete! —rugió.

— Usted me dijo que me levantara inmediatamente —protestó Elsa—. Todo el mundo duerme desnudo. ¿Por qué no miró hacia otro sitio, si no deseaba verme?

Las tres mujeres se mordieron los labios. Todavía existía el riesgo de que Elsa revelara aquello que ellas deseaban mantener oculto, pero el hermano Paulinus iba a descubrir que para interrogar a Elsa se requería un toque especial.

— ¿Dónde estabas ayer por la noche? —preguntó bruscamente.

— Pues aquí, en la cama —contestó Elsa—. Nunca salimos por la noche, a menos que haga mucho calor y Margarita nos deje sentarnos en el jardín.

— ¿Y quién estaba contigo?

— Nadie.

Margarita y sus chicas aguantaron la respiración, pero Elsa no continuó, como temían, diciendo que ella quería al último cliente, pero que éste había escogido a Sabina. Letice cogió una de las manos de Margarita, y Sabina la otra. Todas rezaban para que Elsa se hubiera olvidado.

— No debes mentir a un sacerdote —dijo el sacristán sin gritar, pero hablando lentamente de manera que le pudiera entender—. Si me mientes, serás condenada y te quemarás en el infierno para toda la eternidad, tu piel se desgarrará por los latigazos, tus piernas se romperán y se te obligará a caminar con ellas. Se te aplicarán tormentos que ni siquiera puedo mencionar si no me dices la verdad.

Margarita presionó las manos de sus chicas y oyó a Sabina murmurar una letanía de maldiciones. Podían oír llorar a Elsa, y a Margarita se le agolparon las lágrimas en los ojos. La pobre niña iba a tener pesadillas.

— Estoy diciendo la verdad. No tuve a ningún amigo conmigo la noche pasada. Antes… —se calló repentinamente, recordando que no debía hablar de los hombres que las visitaban.

— Ah, ¿así qué hubo un hombre aquí? —Había cierta satisfacción en la voz del sacristán.

Margarita se acercó al marco de la puerta y miró hacia dentro, esperando que Elsa la viera y no tuviera tanto miedo. La pobre Elsa estaba temblando, y las lágrimas corrían por sus mejillas.

— Un amigo mío me vino a ver un rato —tartamudeó.

— Ah. ¿Un amigo? ¿Un hombre que no conoces, que nunca habías visto antes, y que nunca volverás a ver? ¿Esa clase de amigo?

— Oh, no —dijo Elsa con sorpresa—. Lo conozco muy bien. Ha sido mi amigo desde hace mucho tiempo, varios años, creo. Y si no pasa nada raro, lo volveré a ver el viernes.

Hubo un momento de silencio, en el que el sacristán se quedó perplejo, pero entonces preguntó.

— ¿Y cómo se llama tu amigo?

Elsa sabía que estaba absolutamente prohibido dar nombres, pero la pregunta no le preocupó. No necesitaría mentir. Nunca se podía acordar de los nombres de los hombres.

— No me acuerdo de su nombre —dijo seriamente—. Tal vez Margarita se lo pueda decir, o tal vez no. Algunos hombres no dan su nombre. Yo…

— ¿Un amigo de hace años, y que no te dice su nombre? —comenzó a decir que no la creía, y añadió las amenazas acerca de mentir a un cura, pero la risa de Elsa lo detuvo.

— Ahora se lo iba a decir. Yo le llamo Poppe, y él me llama Pequeña Flor. Me trae cosas muy bonitas. Mire, se lo enseño. Ayer me trajo un lazo azul muy bonito para el pelo.

El sacristán apretó los dientes.

— Y supongo que no sabrás qué aspecto tiene, ¿no?

— Claro que sé qué aspecto tiene —dijo Elsa con indignación. Nunca le habían dicho que no debía describir a los hombres que la visitaban—. Tiene unas piernas fuertes y musculosas, y una tripa pequeña y redonda. Pero no es suave y fofo, está firme y es agradable de besar, con una línea de pelo que sale de su ombligo, que también es agradable, y no saliente, como algunos. Y el pelo alrededor de su miembro es…

— ¡Basta! —rugió el sacristán recuperando la voz que parecía haber perdido por el susto—. ¡Zorra! ¡Ramera!

Elsa contestó sumisamente:

— ¿Sí?

Margarita se apartó de su vista, y tanto ella como Letice y Sabina, trataron de reprimir una carcajada tapándose la boca con las manos y apretando los dientes.

Ahora se sentían seguras. La mente de Elsa estaba fija en el señor Buchuinte. Lo más probable era que el sacristán no le sacara nada más.

— Me refería a su cara —gruñó el sacristán—. ¿Cómo es su cara?

— ¿Su cara? —repitió Elsa sin ninguna expresión—. Es una cara como cualquier otra, ni muy guapo ni muy feo. Una sonrisa muy bonita. Sonríe mucho.

Incluso el sacristán podía darse cuenta de que trataba de ayudar y describir al hombre, pero realmente ya no importaba qué aspecto tenía. La detallada descripción que había hecho de su cuerpo, ya había eliminado la posibilidad que ella se hubiera acostado con el muerto. El cadáver, que ya había sido preparado para enterrarlo, era delgado y fuerte.

— Una bonita sonrisa —continuó Elsa alegremente—. Sus labios son bonitos, también. Firmes y poco húmedos.

— Basta. Ahora dime lo que hiciste anoche.

Durante unos instantes, Margarita volvió a ser presa del pánico, pero entonces se oyó la vocecilla de Elsa que decía con un asomo de duda:

— Poppe estuvo aquí desde la hora nona hasta vísperas. No estoy segura de todo lo que hicimos, pero primero…

Margarita suspiró otra vez, y se mordió el labio cuando el hermano Paulinus gritó:

— No, eso no. ¿Qué hiciste cuando tu amigo se fue?

— Ah, eso es fácil. Cené y Margarita me mandó a la cama. Me dormí enseguida.

Hubo un momento de peligro. Tal vez Elsa hubiera recordado que había coqueteado con el muerto, pero Margarita esperaba que lo hubiera apartado de su memoria, porque había sido regañada. Por lo visto, eso había hecho. Ahora sólo cabía la posibilidad de que el sacristán no la creyera, y le dijera que había habido otro hombre en la casa y le preguntase cosas más concretas. Pero su suerte se mantuvo. El hermano Paulinus ya había tenido suficiente, y lo oyó murmurar «zorra estúpida», y luego el chasquido de su bastón. Elsa gritó, y Margarita entró en la habitación y le sujetó el bastón cuando lo iba a levantar otra vez.

— Elsa no ha hecho nada por lo que se merezca ser pegada —gritó—. Ha contestado a sus preguntas tan bien como ha podido. No la puede pegar porque no haya dicho lo que usted deseaba escuchar.

Paulinus le arrancó el bastón, pero Sabina y Letice también lo estaban sujetando, y al sacristán se le cortó la respiración ante la expresión de sus rostros. La muda empezó a retorcer el bastón, y la ciega siguió el movimiento. Con un grito de rabia y miedo, el hermano Paulinus soltó el bastón, antes de que se lo arrancaran de la mano. Las empujó al pasar por delante de ellas, y después de Dulcie, quien estaba a punto de entrar en la habitación llevando una sartén grande y pesada con un mango muy largo.

— ¡Cómo os atrevéis! —chilló, y se giró para mirarlas—. Vuestra maldad es el resultado de la indulgencia del prior. Pero no me podéis amenazar o escapar del castigo por vuestro crimen —continuó caminando, y se paró en el umbral de la puerta y sonrió—. ¡Os lo habéis ganado! —Su voz estaba llena de satisfacción—. Tengo un amigo que forma parte del círculo del obispo de Winchester, que vive aquí en Southwark. Él le dirá al obispo lo que habéis hecho. ¡Amenazas! ¡Prostitución! ¡Asesinato! Estáis malditas. Y os veré a todas en la horca.