CAPÍTULO 13
24 de abril de 1139
Old Priory Guesthouse
El lunes a media mañana, William ya se había ido, habiendo librado de toda duda a todos sus hombres que frecuentaban la Old Priory Guesthouse excepto a dos. Esos dos habían estado fuera de Rochester por asuntos propios; le resultaría fácil averiguar dónde habían estado el miércoles por la noche e informaría a Margarita.
Por casualidad, hablando de quién estaba con el rey en Nottingham, William había librado de duda a otros cinco clientes nobles. Aunque él mismo había decidido no unirse a la corte —en gran parte, dijo amargamente, porque esperaba llevar al mensajero papal con él la próxima vez que se acercase al rey—, William sabía quién estaba allí y lo que pasaba casi cada día. Una riada de mensajeros, enviados por él y por los que le debían favores (o deseaban uno), o simplemente por los que odiaban a Waleran de Meulan, se dirigían de Nottingham a Rochester y le seguían hasta Londres.
Margarita estuvo tentada de preguntarle acerca de los demás nobles de su lista, en parte porque esa mañana se sentía muy cariñosa hacia él, y sabía que esa muestra de confianza le complacería, pero se resistió. No se podía confiar en William información que seguramente utilizaría para presionar a alguien a quien pudiera utilizar. Presionaría a esa persona, sin miramientos hacia los demás, si beneficiaba sus propios planes y ambiciones.
Afortunadamente, él no adivinó su tentación ni su resistencia a ella, y se separaron muy tiernamente. Aunque había estado demasiado cansado para tomarla cuando ella se metió en la cama, se había despertado muy amoroso, y la había amado, para sorpresa de ambos, con mucho éxito, de modo que los dos se habían levantado de la cama muy satisfechos y contentos. Eso, se dijo Margarita, debería disminuir el interés que sentía por el menos predecible y tal vez peligroso Bell.
William estuvo muy alegre durante el desayuno, bromeando con Somer, que parecía muy cansado, y con las chicas hasta que la habitación se lleno de risas. Sin embargo, se puso serio cuando Somer fue a ensillar los caballos, asegurando a Margarita mientras caminaban a la verja que se quedaría en Londres para asegurarse de que no sufriera ningún daño hasta que se encontrase al asesino, o ella fuera absuelta de cualquier otra forma. Pasó los brazos alrededor de él y lo besó, pero se rió, sabiendo que la oferta no era totalmente altruista, y le prometió informarle si podía, si la bolsa era hallada.
— Buena chica —dijo tocando la punta de su nariz con el dedo—. Y te prometo que ni Winchester ni tu Bell saldrán perdiendo.
¿Su Bell? No, pensó Margarita, no era ni iba a ser su Bell, aunque William parecía haber superado el resentimiento inicial. Aunque sintiera un gran cariño por William, le complació de igual manera verlo marchar como verlo llegar. Se prometió a sí misma otra vez, que no permitiría nunca que un hombre creyera que era de su propiedad, saludando a William mientras se marchaba y luego cerró la verja tras él.
Sería en su propio provecho, al igual que del de William, si la relación de Winchester con su hermano mejoraba, pero no estaba segura de que fuera a funcionar el que Stephen le entregase la bula. Margarita sospechaba que el objetivo principal de William no era que la relación entre los dos hermanos mejorase. Le gustaba Winchester, pero deseaba complacer a Stephen, y tal vez Stephen se sentiría satisfecho usando la bula para demostrarle su poder a Winchester, para que se reconciliasen.
Volvió a entrar en la casa, negó con la cabeza cuando Dulcie le preguntó si quería acabarse su cerveza, y la criada continuó limpiando la mesa. Sus chicas ya no estaban. A lo lejos, oyó ruidos a través de las puertas abiertas al pasillo, y supo que estaban limpiando sus habitaciones. Automáticamente, se dirigió a la hoguera, se sentó en el taburete, y cogió su bordado.
De una a una, las otras mujeres se unieron a Margarita. Letice y Elsa también cogieron sus bordados, y tras una desordenada charla acerca de sus clientes, Sabina tocó las primeras notas de una melodía alegre y un poco obscena acerca de un soldado. Margarita levantó la mirada y sonrió. La visita de William les había hecho bien a todas. Esta fue la primera vez desde el miércoles por la noche que nadie hablaba del asesinato.
Escuchando la canción, Margarita soltó una carcajada. Con su humor y modales bruscos, este héroe se parecía un poco a William; su inventiva le recordaba a William. Se disipó su preocupación por problemas políticos. Realmente no le interesaban. Sus protectores podían sufrir pequeños contratiempos que les disgustasen, pero tanto el obispo como William de Ypres eran demasiado importantes y poderosos, para que resultaran perjudicados por Waleran de Meulan.
La mañana fue tranquila, excepto por un pequeño alboroto causado por el descubrimiento de Margarita de una pesada bolsa en su almohada, que descubrió cuando finalmente fue a hacer su cama; un detalle más del afecto de William (o de su satisfacción). El día discurrió placenteramente; la cena no fue interrumpida, y los clientes llegaron a su debido tiempo. Tres clientes más fueron tachados de la lista de posibles sospechosos.
Dos más llegaron sin coincidir, y Buchuinte, el tercero, llegó a su hora habitual. Todavía estaba triste por la muerte de Baldassare; les dijo que había organizado el entierro para el martes, pero no estaba tan triste como para perder su cita con Elsa. Un día fácil.
Margarita había retomado su bordado después de oír los gemidos de placer de Elsa, interrumpidos al cerrarse la puerta. Estaba disfrutando de su soledad, esperando con ganas la finalización de un complejo diseño y la entrega de la pieza que ya había sido encargada, cuando sonó la campana. Pensó en los hombres que estaban siendo atendidos detrás de las puertas. El segundo cliente de Sabina, un anciano viudo cuyos hijos tenían sus propios hogares y se sentía más solo que lujurioso, se quedaba a pasar la noche, pero los clientes de Elsa y Letice se irían justo a tiempo para acomodar a este nuevo cliente.
Suspirando, Margarita clavó la aguja en su labor y se levantó para contestar la puerta. Hubiera preferido no tener que atender a nadie hasta que una de las chicas estuviera libre, y la bolsa de William le hubiera permitido darse un gusto, pero había dejado la cuerda de la campana fuera. Esa era una invitación que no podía ser denegada sin una ofensa. Dejaría entrar a este hombre, se dijo a sí misma, y luego quitaría la cuerda de la campana. Con una agradable sonrisa en su cara, Margarita se dirigió hacia la verja, para quedarse petrificada a mitad del camino.
El hombre había entrado solo, lo que siempre le molestaba, pero la cara que vio la dejó sin habla para protestar.
— ¿No estás encantada de verme? —dijo Richard de Beaumeis con una sonrisa. ¿Te gustó el cliente que te envié? —Y Margarita se lo quedó mirando, sonrió y continuó diciendo—. Baldassare mencionó mi nombre, ¿no? Le dije que lo hiciera —rió de nuevo. Apuesto a que se sorprendió de lo que encontró aquí. Me hubiera encantado ser invisible y ver su cara.
— Pensaba que estaba en Canterbury —consiguió decir Margarita, demasiado asombrada para decir nada sensato.
Beaumeis hablaba como si creyese que Baldassare todavía estaba vivo. ¿Le podría haber clavado el cuchillo y haber salido corriendo sin saber que había matado al hombre? Sus últimas palabras, llenas de una especie de rencor satisfecho, no cuadraban con el hecho de haberse tomado la venganza final.
— ¿Canterbury? —repitió Beaumeis—. Llevé las noticias al arzobispo el viernes. Los cañones lo celebraron el sábado, y volví a mi trabajo en St. Paul… ¿Por qué me iba a quedar en Canterbury? No es nada comparado con Londres o Roma.
Empezó a caminar alrededor de ella, y Margarita se enfureció.
— Oh, no —dijo cogiéndole del brazo—. No eres bien recibido aquí. No sabes el daño que nos has causado con tu pequeña travesura. Baldassare de Florencia está muerto, y yo he sido acusada de haberlo matado.
— ¿Muerto? —La voz de Beaumeis sonó como un graznido y su cara se había vuelto amarilla como el pergamino—. ¡No! ¡No! No puede estar muerto. Yo lo vi. ¡No! No puede estar muerto.
Parecía realmente afectado, pero podría estarlo si no sabía que había acertado con su puñalada. Margarita dijo:
— Está muerto. Fue asesinado en el porche norte de la iglesia.
— ¡No! ¡No te creo! ¡No te puedo creer! Eres una ramera mentirosa.
Los ojos de Beaumeis se hincharon, parecía que se le iban a salir de las órbitas, y se tambaleó sobre sus pies. Margarita se hubiera compadecido de él, si no fuera por la última frase.
— Entonces ve a mirar el cuerpo tú mismo —dijo fríamente—. Está en la pequeña capilla entre la entrada de los monjes y la iglesia.
La empujó fuertemente, corriendo hacia la puerta trasera. Margarita lo llamó, pero no se detuvo ni se giró para mirarla. Ella se encogió de hombros y entró en la casa, caminando rápidamente hacia la puerta trasera. Tal como esperaba, unos instantes después se abrió de golpe, y Beaumeis estaba allí, jadeando. Margarita le bloqueó la entrada; Dulcie esperaba en el umbral de la cocina, con la sartén de mango largo en su mano. Pero Beaumeis no trató de entrar a la fuerza.
— La puerta está cerrada —gritó—. Dame la llave.
— No tengo la llave —dijo Margarita mordazmente—. Y baja la voz. No quiero molestar a mis clientes.
— Nunca está cerrada —dijo enfadado, pero en voz más baja—. Estaba abierta cuando… cuando estuve aquí la última vez.
— ¿Y cuándo fue eso? —preguntó Margarita—. No lo recuerdo.
La cara de Beaumeis ya tenía más color, pero no levantó la mirada cuando dijo:
— No lo recuerdo tampoco, pero debe haber sido en enero, antes de que me fuera del país. —Dudó, luego respiró profundamente, casi sollozando—. ¿De verdad está muerto?
— De verdad. Fue asesinado el miércoles por la noche, según el hermano Paulinus, que vino a acusarnos del crimen el jueves por la mañana. ¿Dónde estabas el miércoles por la noche?
— No lo sé —murmuró—. En el camino. En algún sitio del camino. —Y luego, como si las palabras le recordaran algo preguntó—: ¿Qué hicisteis con su caballo?
— ¿Yo? Yo no hice nada con su caballo. Se lo llevó consigo cuando se marchó, supongo.
— ¿Se lo llevó consigo? Él no… —Se paró repentinamente, pero ahora la estaba mirando vorazmente, y parecía más interesado que afectado, y con el color de vuelta a la normalidad, y una desdeñosa mueca en sus labios—. ¿Cuándo murió?
— ¿Cómo lo iba a saber? —contestó Margarita—. Si tienes tanta curiosidad, ve a preguntar a sir Bellamy de Itchen, que está tratando de descubrir los hechos por orden del obispo.
— ¿Obispo? ¿Winchester?
— Sí, Winchester. Como Baldassare vino a Southwark, es posible que viniera a visitar al obispo.
El comentario no tuvo el efecto que Margarita esperaba. Esperaba sorprender una mirada o una palabra, confirmando que Beaumeis conocía la bula, pero no dijo nada. Había palidecido otra vez, y apartó la mirada mientras Margarita hablaba, pero no lo suficientemente rápido. Estaba segura que era rabia lo que le hacía apretar los labios, y su expresión la sorprendió. Ahora estaba segura de que Beaumeis era más que un estúpido egoísta. Podría haber arreglado una cita con Baldassare. Odiaba a Henry de Winchester lo suficiente como para arriesgarse a fastidiarlo.
En unos instantes, la cara de Beaumeis estaba afable e indiferente, aunque todavía pálido. Margarita revisó su opinión. Era muy capaz, parecía, de esconder lo que estaba pensando. Estaba molesta consigo misma por su falta de comprensión. Claro que nunca había tratado de esconder sus sentimientos a ella o a sus chicas en el pasado; no eran lo suficientemente importantes para él como para que le importase.
De repente, pareció darse cuenta de que ella estaba bloqueando la entrada a la casa.
— No hace falta que me eches —dijo, primero mirando por encima de su hombro a Dulcie y luego mirándola a ella—. Ahora soy lo suficientemente rico como para mantener mi propia mujer, que no verterá los restos de otros hombres sobre mí.
Margarita no le contestó nada, tan sólo le cerró la puerta en sus narices. No se molestó en indignarse ante ese estúpido comentario, sabiendo que sus mujeres estaban formadas para lavarse cuidadosamente entre clientes, y eliminar cualquier señal de uso previo. Miró por la ventana de la cocina justo a tiempo de ver su capa mientras daba la vuelta a la casa, dirigiéndose a la puerta principal.
— Tengo que salir —dijo a Dulcie, que asintió y colocó la sartén en un gancho junto a la puerta.
Margarita cogió la llave de la puerta principal y se apresuró a su habitación, donde se colocó el velo alrededor de la cabeza y la cara. Cogiendo su capa, miró hacia fuera para asegurarse de que Beaumeis se hubiera ido, y corrió hacia la puerta principal y tiró de la cuerda de la campana. Hasta que no regresara, se apañarían sin más clientela. Era más importante informar a Bell de que Beaumeis había regresado.
Mientras caminaba hacia la puerta trasera, que abrió clandestinamente y se coló por ella, trataba de decidir si contarle a Bell que William había estado con ella y le había recordado que la ordenación que se había interrumpido era la de Beaumeis. Podía decir que se había acordado del nombre ella sola, pensó, y entonces se mordió el labio. Qué tonta era. Por supuesto que se tenía que informar a Bell —tal vez debiera llamarle sir Bellamy otra vez— acerca de la visita de William. Le tenía que recordar lo que era.
Margarita pasó por el lado del monje de la entrada echándose la capucha de su capa tan adelante que no se podía ver su cara velada. Cuando llegó a la verja, se inclinó hacia delante y empezó a sollozar. El joven hermano Patrie, tal como Margarita esperaba, permitió que su buen corazón se impusiera a su estricto deber. A pesar de que no podía recordar la llegada de la triste mujer, estaba seguro de que tenía que haber entrado si ahora estaba saliendo. No había necesidad de pararla y aumentar su dolor preguntándole su nombre.
Unos instantes después, rezando oraciones de agradecimiento a la Madre Misericordiosa por su ayuda e indulgencia, Margarita entraba por la puerta de la casa del obispo. Margarita se fijó, más aliviada que decepcionada, que el obispo no se encontraba en la casa. Winchester reaccionó extrañamente cuando ella mencionó a Beaumeis y no tenía ningunas ganas de recordárselo, especialmente ahora.
Unos golpes en la puerta atrajeron a un criado, que se mostró sorprendido de ver a una mujer, pero Margarita no le dio tiempo de reaccionar. Empujó firmemente la puerta, entró en la casa y dijo:
— Deseo hablar con sir Bellamy de Itchen.
— Está con el obispo. No se encuentra en la casa —dijo el criado, con aspecto complacido.
Margarita estaba muy decepcionada. Se había dicho a sí misma que se apresuraba a la casa del obispo para darle la oportunidad a Bell de interrogar a Beaumeis mientras todavía se encontraba aturdido por la noticia de la muerte de Baldassare. Ahora se daba cuenta de que tan sólo era una excusa para reunirse con él. Furiosa consigo misma, estaba decidida a dar la información a alguien responsable y lo suficientemente inteligente como para repetirlo adecuadamente.
— Entonces debo dejar un mensaje para él a alguno de los empleados del obispo —dijo.
El criado no estaba complacido con su insistencia, pero o bien recordó que el obispo habló con ella unos días antes, o se quedó impresionado por su lujosa capa y velo, que finalmente le indicó el fondo de la sala. Cuando Margarita vio que era Guiscard el que estaba sentado en la mesa, tuvo ganas de darse la vuelta y marcharse. Resistió la tentación, diciéndose que hablar con Guiscard era su castigo por no esperar que Bell se pasase por la pensión.
Para su sorpresa, Guiscard no le gritó «¡Fuera, ramera!» mientras se acercaba a la mesa. Sintió una oleada de gratitud, imaginándose que el obispo lo había regañado; o tal vez Bell. Eso no quería decir que Guiscard hubiera alterado sus modales, en lo que a cordialidad o urbanidad se refiere.
— ¿Qué haces aquí? —preguntó apenas dirigiéndole una mirada cuando llegó a la mesa, y mirando fijamente un trozo de pergamino extendido delante de él.
— Tengo un mensaje para sir Bellamy—contestó.
— Ni sir Bellamy ni el obispo están aquí —dijo Guiscard sin levantar la mirada.
— Así me lo comunicó el criado. —Margarita no alzó la voz—. Sin embargo, creo que es importante que sir Bellamy sepa que Richard de Beaumeis está de nuevo en Londres. Él…
— ¿Beaumeis? —Guiscard levantó la cabeza bruscamente—. Ese es el hombre que causó tanto dolor. ¿Por qué iba sir Bellamy a estar interesado en él?
— Porque Beaumeis viajó desde Roma con el señor Baldassare.
— ¿Ah sí? —Guiscard se la quedó mirando fijamente—. ¿Está segura?
La voz de Guiscard mostraba tanto interés, que contrastaba con su indiferencia habitual, por lo que Margarita se mostró muy sorprendida.
— Sí, estoy segura —contestó—. Baldassare lo mencionó cuando vino a mi casa. El dijo que Beaumeis le había dicho que mi casa era la posada del obispo de Winchester.
— ¡Cómo se atreve! —rugió Guiscard, a punto de ponerse en pie, pero se contuvo y se volvió a sentar—. ¿No ha hecho ya bastante daño? Si Winchester hubiera estado presente cuando Theobald de Bec fue propuesto para arzobispo, estoy seguro de que hubiera hecho algo para detener esa estúpida elección. ¡Beaumeis! Su presunción, exigiendo al obispo que concluyera su ordenación, después de venderse a los enemigos de Winchester.
— ¿Venderse? —repitió Margarita—. ¿A quién?
Guiscard suspiró indignado, y luego, como si no la hubiera oído, preguntó recelosamente.
— ¿Cómo alguien tan insignificante como Richard de Beaumeis acabó en Roma?
— No me lo dijo, pero por lo que me contó, me lo puedo imaginar. Creo que es posible que Theobald se enterara de que la ordenación de Beaumeis había sido interrumpida, y se sintiera responsable. Pudo haber completado su ordenación, y tal vez aceptar a Beaumeis en su hogar… No, Beaumeis me dijo que todavía estaba ligado a St. Paul. Pero me imagino que por culpabilidad o compasión, Theobald invitó a Beaumeis a acompañarlo a Roma.
— ¿Culpabilidad o compasión? Qué ridículo. Sin duda era una recompensa por atrapar a Winchester y evitar que protestase por la propuesta de Theobald de Bec como arzobispo.
Margarita pensó en eso durante un momento. Parecía lógico, sin embargo, quería decir que Theobald conocía y estaba en contacto con Beaumeis, lo que no parecía probable. Se encogió de hombros.
— Por la razón que sea, Beaumeis viajó con el grupo del arzobispo. No puedo creer que sea suficientemente rico como para hacer un viaje así por su cuenta. Él se quejaba amargamente sobre mis tarifas.
Le divirtió que Guiscard, que normalmente ponía cara de desprecio cuando mencionaba su oficio, estuviera demasiado absorto para reaccionar. Estaba mirándola, pero con la mirada vacía, acariciando con una mano la piel que bordeaba la ancha manga de su lujoso ropaje negro. Mientras movía la mano vio brillar un anillo con una piedra brillante. Debe ser de una familia con suficiente riqueza para permitir que el segundo o tercer hijo que habían educado para la iglesia se pudiera permitir ropa fina y joyas. Y entonces recordó que Bell también vestía ricamente. Por lo visto el obispo les pagaba muy bien.
— Así que Beaumeis estaba en Roma con el nuevo arzobispo —murmuró Guiscard.
— Eso seguro —admitió Margarita—. Y que viajó a Inglaterra con el señor Baldassare. Tal vez le resulte útil a sir Bellamy descubrir si había alguna conexión entre Beaumeis y el arzobispo antes de su elección, pero lo que es aún más importante es saber lo que hizo Beaumeis después de separarse de Baldassare.
Durante un instante, se agudizó la mirada de Guiscard sobre ella, pero la mirada de repugnancia no duró mucho. Por el contrario, apareció una expresión de satisfacción.
— Debía saber lo que Baldassare llevaba en la bolsa que sir Bellamy mencionó ayer —dijo Guiscard pensativamente—. Tal vez Baldassare llevaba la bula papal otorgando al obispo poderes especiales. Sí, claro, seguro que la llevaba. Estoy seguro de que el papa estaría contento de tener a Winchester como su legado; las cartas de Inocencio siempre han estado llenas de elogios para el obispo.
— Sí tal vez, pero…
— Escucha tonta. Beaumeis odia al obispo porque todos los que estaban reunidos para ver su ordenación, ahora se preguntan qué debió hacer para que el obispo no sólo interrumpiera su ordenación, sino que se negara a completarla más tarde. ¿Es, por tanto, imposible pensar que Beaumeis deseara robar o destruir la bula, y, por tanto, ocultar al obispo el honor y el poder que le otorgaría?
— No es imposible, pero cuando le informé del asesinato, juró que estaba muy afectado.
— Bah. Ese Guiscard es una criatura furtiva y sigilosa, dado a la pretensión. Le tenías que haber oído lloriquear y suplicar al obispo que le ordenara antes de Navidad para que pudiera estar ordenado antes del día santo. Pensarías que es un ferviente creyente.
— No creo que sea muy religioso, pero…
— Por supuesto que no, si era un visitante habitual de tu casa —dijo Guiscard, sin olvidar esta vez su mueca de disgusto.
— Pero —continuó diciendo Margarita, ignorando el comentario del empleado—, si es tan buen impostor como dices, será capaz de convencer a los demás de su inocencia. No será suficiente acusarle. Además, aquellos que conocen el problema de la ordenación interrumpida, pueden conocer el verdadero motivo. ¿No pensarían que esta acusación contra Beaumeis se debe al rencor del obispo?
— Yo no sería tan rápido en defender a Richard de Beaumeis o en acusar al obispo de rencor si fuera tú —contestó Guiscard—. Al obispo de Winchester no le gusta Beaumeis, y tú estarías despellejada y colgada si el obispo no te estuviera protegiendo.
La amenaza de decirle a Winchester que Beaumeis era un cliente suyo al que trataba de defender estaba implícita en la iracunda declaración.
— No estaba defendiendo a Beaumeis —protestó Margarita—. Puede ser culpable. Y soy muy consciente de mi deuda con el obispo de Winchester. Lo que no quiero es ver escapar a Beaumeis y que el nombre del obispo sea manchado por una acusación sin pruebas.
— ¿Qué más pruebas se necesitan que el daño que ya ha causado? —preguntó Guiscard amargamente—. Ese curita desagradecido conspiró con los enemigos de lord Winchester para que no fuera arzobispo. ¿Quién podría decir que no mataría para evitar que el obispo recibiera un honor aún mayor?
Margarita se sorprendió del sincero enfado de Guiscard por haber perdido el arzobispado, y por la posibilidad de que Beaumeis hubiera robado la bula papal. No imaginaba que estuviera tan apegado a su amo.
— A menos que desee que esto no llegue a nada —señaló Margarita—, deben haber pruebas reales. Beaumeis dice que estaba de camino a Canterbury el miércoles por la noche. Si puede aportar testigos, ¿no haría quedar al obispo como un tonto, o aún peor?
Guiscard se la quedó mirando, con una mezcla de rabia y decepción.
— ¡No es posible! ¡Tiene que haber mentido! —exclamó.
— Tal vez lo hizo, pero si es así, hay que encontrar testigos que confirmen que todavía estaba en Southwark, o hay que hacerle confesar el crimen. No basta con decir que es culpable. Por eso vine a informar a sir Bellamy de que Beaumeis había estado en mi casa, y que estaba muy disgustado por la muerte de Baldassare, y si fuese interrogado pronto, hablaría más de la cuenta. ¿Podría darle este mensaje a sir Bellamy lo antes posible?
La expresión del secretario se volvió esperanzada y ansiosa a medida que hablaba, incluso hasta asintió con aceptación. Estaba deseoso de ofrecer a Beaumeis como el hombre que había matado a Baldassare.
— ¿Y dónde puede encontrar sir Bellamy a Beaumeis, si no se encuentra ya en su casa?
— Tal vez todavía esté en la iglesia de St. Mary Overy. No paraba de decir que no se podía creer que el señor Baldassare estuviera muerto y se dirigió apresurado a ver el cuerpo cuando le dije que se encontraba en la capilla. Si ya se ha ido de allí, no lo sé, a menos que… claro, alguien de St. Paul tenga la dirección de sus diáconos, pero no sé si sir Bellamy sabe que Beaumeis tiene relación con St. Paul. ¿Le podría decir eso también?
— Sí, se lo diré a sir Bellamy y al obispo. Puede estar segura de que lo haré —dijo Guiscard.
Margarita salió de la casa del obispo más satisfecha de lo que esperaba cuando el criado le dijo que Bell no estaba. Normalmente no confiaba en Guiscard de Tournai. Cuando estaba restaurando la Old Priory Guesthouse y necesitaba la aprobación de Winchester para realizar algún cambio, algunos mensajes que había enviado a través de Guiscard se habían perdido o retrasado.
Esta vez, pensaba que lo que ella deseaba encajaba tan bien con lo que Guiscard creía su propio beneficio, que estaba segura de que su mensaje sería transmitido; y lo antes posible. Claro que se podría convertir en algo que ella nunca había dicho, pero como Bell seguramente la visitaría para averiguar lo que había descubierto de Beaumeis, podría aclarar lo que Guiscard podía haber manipulado.
Volvió a su casa por el camino largo, sabiendo que sería imposible para una mujer entrar en el priorato sin identificarse. No sería bien recibida, y aunque el portero la dejase pasar, no podría ir a su casa por la puerta trasera, que supuestamente tenía que estar cerrada. No le importaba dar un paseo; necesitaba el ejercicio. Casi no había salido de su casa desde la muerte de Baldassare, excepto para la visita al obispo. Bueno, casi ya había acabado el bordado que le habían encargado. Mañana podría llevarlo al mercero de East Chepe.
Cuando llegó a la Old Priory Guesthouse y cerró la verja tras ella, Margarita miró la cuerda de la campana, pensó en la bolsa que William le había dejado y sonrió. Estuvo a punto de darse la vuelta y dejar la cuerda por dentro, cuando recordó el mensaje que había dejado a Bell. Miró el sol y decidió que no podía dejar la cuerda dentro. Todavía había tiempo para que Bell viniera.
Sin embargo, Bell no fue, ni esa tarde ni después de la cena, y Margarita estaba segura de que ya tenía que haber regresado a casa del obispo. Estaba furiosa, por un momento sintiéndose tonta por haber confiado en Guiscard, y al siguiente creyéndose aún más tonta por pensar en que Bell respondería cuando ella, una prostituta reconocida, le llamase. Aún se sentía más avergonzada y furiosa porque lo había esperado cuando ya había oscurecido, y Elsa y Letice se habían ido a la cama… y él no había venido.