CAPÍTULO 06
21 de abril de 1139
Old Priory Guesthouse
Margarita se preocupó un poco al ver que sir Bellamy apenas reaccionó ante la vista de sus chicas, todas sentadas junto al fuego. Letice y Elsa estaban bordando. Sabina había estado cantando, su laúd estaba en su regazo, sus dedos todavía colocados sobre él, pero debió haber parado cuando oyó el ruido del pestillo. Margarita tenía la esperanza, de que tantas bellezas diferentes apartaran su atención sobre ella. No porque tuviera pensado permitirle tener acceso a alguna de las chicas sin pagar la tarifa correspondiente —eso sería como admitir que tenían algo que esconder—, pero se hubiera sentido más cómoda si él hubiera demostrado más interés o deseo.
Elsa saltó en cuanto los vio, dejando de lado su bordado. No le importaba trabajar, y lo hacía relativamente bien, aunque no con la increíble destreza de Margarita, pero le gustaba mucho más su otro trabajo.
— ¿Has traído un nuevo amigo? —preguntó alegremente—. Es muy guapo. Mi nombre es Elsa. Yo también soy muy guapa.
Margarita oyó un sonido débil que provenía de sir Bellamy, pero no se giró para mirarlo.
— Vuelve a tu sitio, cariño —dijo a Elsa cuando ésta se dirigía a ellos—. Sir Bellamy es un amigo, pero no ha venido para estar con ninguna de nosotras. Está aquí para tratar asuntos del obispo de Winchester.
Elsa parpadeó, y su bonita boca se curvó con desilusión, pero volvió a su taburete obedientemente y retomó su labor.
— ¿Quiere eso decir que nunca vendrá a la cama? Seguramente cuando haya terminado sus asuntos…
— Calla, cariño —dijo Margarita sonriendo. No se podía dejar de sonreír ante la dedicación de Elsa—. Eso lo decidirá sir Bellamy, y ya sabéis que nosotras no presionamos a ninguno de nuestros amigos. Pero quiero que conozca a Letice y a Sabina, así que trabaja y quédate tranquila —se giró hacia él—. Sir Bellamy, la mujer bajita y morena es Letice, es muda y no puede saludarle. Y la mujer con el laúd es Sabina. Por favor háblele de manera que ella sepa a dónde dirigir su conversación; como ya le mencioné es ciega.
— Ciega, muda y… —Bell tragó saliva y no pudo terminar su frase porque Elsa le estaba mirando con mucho interés y no podía llamarle idiota en su cara. Se giró repentinamente a Margarita—. ¿Por qué?—preguntó—. ¿Colecciona desechos?
— ¿Le parece que mis chicas son desechos? —contestó enfadada—. Cada una de ellas es guapa, limpia y hábil en su trabajo. ¡Desechos! Busqué arduamente antes de encontrar a mis chicas.
Eso no era cierto. Elsa había sido arrojada de una casa, amoratada y sangrienta, y casi había caído a los pies de Margarita. Estaba llorando desconsoladamente, totalmente incapaz de entender por qué había sido tratada de esa manera, repitiendo una y otra vez que ella había hecho bien su trabajo, y que no había roto ni robado nada. Después de llevar a la chica a su casa, y una vez que estuvo limpia y tranquila, Margarita averiguó que Elsa había estado en la cama del padre y del hijo, y que pensaba que era muy divertido, y que siempre estaba dispuesta a volver, y nunca pidió ser compensada. Por supuesto, fue la mujer de la casa la que la había maltratado y echado.
Letice y Sabina habían sido escogidas más minuciosamente. Letice vino por sí sola, habiendo escuchado rumores acerca de la casa de Margarita. Como era muda, el rufián del burdel donde trabajaba la había utilizado para realizar trabajos deshonestos y peligrosos —como por ejemplo poner sellos verdaderos en documentos falsos—. A Letice no le importaba la deshonestidad; pero tenía miedo de que la culparan a ella cuando hubiera sospechas. De todas formas, se había resignado, hasta que el rufián decidió utilizarla para los hombres que disfrutaban pegando a las mujeres porque ella no podía gritar. Entonces se escapó.
Sabina fue vendida a Margarita por otra madame, que se quejaba de que se había hecho muy popular, porque los clientes se iban sin pagar. Como no podía nombrarlos, ni señalarlos sin tocarlos, resultaba prácticamente imposible para la madame sacarles el dinero. Eso no tenía ninguna importancia para Margarita, que recogía la tarifa antes de que el cliente estuviera con la chica o, en el caso de muchos clientes, recibía un estipendio semanal o mensual, que les permitía un acceso razonable con cita previa.
— ¿A propósito? —preguntó sir Bellamy—. ¿Las escogió a propósito?
— Puede estar seguro. Y también a mi cocinera, que es sorda —le sonrió—. ¿Nunca ha oído la historia de Ni ver, ni oír, ni hablar? Esta es una casa discreta. Discreta. Ya le he dicho que mis clientes pagan muy bien para asegurarse de que sus posesiones, sus asuntos y sus personas están a buen recaudo. Se sienten más seguros con mujeres que no puedan hablar para identificarlos, o verlos para describirlos, o no puedan recordar cuándo, cómo y quiénes son. Pueden decir y hacer lo que quieran, siempre y cuando no les inflijan ningún daño, y sentir que nadie se dará por aludido.
Entonces rió en voz alta.
— Por supuesto, eso no es verdad. Letice se sabe hacer entender cuando quiere; Sabina puede ver mucho con sus oídos y sus dedos. Elsa…
Él soltó una carcajada.
— Pero tú ves y oyes todo.
— No lo que pasa en la cama, se lo aseguro. Y es allí donde a un hombre le gusta sentirse libre. En la sala exterior puede llevar la armadura que desee, y nadie trata de ver lo que se esconde debajo. Además, la mayoría de mis clientes me conocen desde hace años, y saben que no les traicionaré.
Se quedó quieto, sacudiendo la cabeza, y finalmente dijo:
— Espero que sepan que me tienen que decir la verdad.
— Yo lo hice —dijo Elsa—. Dije la verdad y ese hombre cruel me pegó con su bastón. ¿También me pegará si no le gustan mis respuestas? Dije la verdad. Se la dije.
— Claro que no —dijo Bell—. ¿Ves? No tengo ningún bastón, así que no te podría pegar. Te lo prometo.
Margarita oyó cierto tono de impaciencia en su voz y dijo:
— Creo que conseguirá más y se sentirá más cómodo si interroga a cada chica en privado. Tenemos una habitación vacía, donde se puede llevar un banco y un taburete. También le puedo proporcionar una pequeña mesa, si le sirve de ayuda.
— Gracias, eso me servirá muy bien.
— ¿Quiere que le pida a cada chica que vaya a su cuarto, para que no se preocupe de que nos pongamos de acuerdo en qué decir?
El la miró y sonrió lentamente, suponiendo que hacía ese comentario porque no la había enviado a su casa sola desde el priorato. De hecho, le divirtió pensar que había sospechado que se pondrían de acuerdo en sus respuestas. Ya habían tenido toda una noche y un día para hacerlo. La verdad era, que quería estar a solas con ella, y se inventó una estúpida excusa. Pero no iba a admitir eso y dijo lo primero que se le ocurrió.
— Si esa hubiera sido su intención —dijo—, podrían haberse puesto de acuerdo mucho antes.
Ella pareció sorprendida.
— Eso es cierto, pero no parece que usted esté seguro. Somos inocentes. Matar a un cliente de esta casa sería una locura. No importa cuánto dinero llevase, a la larga perderíamos mucho más si nuestros clientes perdieran la confianza en nosotras.
— Excepto que este hombre era un extraño. Usted me dijo que suponía que venía de Italia, y que nadie sabía que venía a su casa. Si desapareciese, ¿quién lo iba a saber? Si muriese en el porche de la iglesia, ¿quién lo iba a asociar con vosotras? Podríais coger todo lo que tuviera.
— ¡Qué ridículo! —rió Margarita—. Este fue el primer sitio en el que los monjes pensaron. ¿Se cree que no sabemos cómo se sienten? ¿Y por qué nos íbamos a arriesgar? ¿No hubiera tenido más sentido drogarlo y tirarlo al río? Podemos ser pecadoras, pero no somos tontas.
— ¿Qué estás diciendo? —Elsa miró hacia arriba y sus ojos estaban redondos como platos—. ¿Alguien se ha caído al río?
— No, cariño. Estamos hablando de tirar basura al río. Ya sabes, que a veces Dulcie lo hace.
— ¿Ah, sí? No, no lo sabía. Además, nunca iría con ella al río. Mi madre me enseñó que nunca me acercase al río, y que nunca tocase un cuchillo.
— ¿Qué nunca toques un cuchillo, Elsa? —dijo Bell—. ¿Entonces cómo comes?
— Con mis dedos, como cualquiera que tenga sentido común. Los chupo bien y me lavo las manos después —se estremeció—. No podría ponerme un cuchillo en la boca. Tengo que apartar la mirada cuando los amigos lo hacen.
— Letice le corta la comida —dijo Margarita, sacudiendo la cabeza y se apartó—. Si ese banco cerca del hogar en la pared este, y el taburete de la ventana le sirven, cójalos.
Bell cogió el banco y el taburete y la siguió por el pasillo hasta la última habitación de la derecha. Al principio había sospechado un poco cuando Margarita le sugirió que interrogase a cada chica por separado y en privado, pero ahora ya estaba prácticamente seguro de que no era para esconder nada de él, sino de Elsa, que sólo entendía partes de la conversación, y se asustaba con facilidad.
Cada vez le parecía menos probable que ninguna de estas mujeres hubiera tenido nada que ver con la muerte de Baldassare. La muda era demasiado baja. Si ella hubiera utilizado un cuchillo, hubiera tenido un ángulo completamente distinto. Había la pequeña posibilidad de que la ciega lo hubiera matado por accidente, pero ¿cómo podría ser hacer un corte tan limpio si hubiera vacilado con el cuchillo? ¿Elsa? Sacudió la cabeza. El creía en su miedo a los cuchillos; evidentemente no estaba cuerda del todo.
Margarita lo podría haber hecho; era lo suficientemente alta y fuerte, y sospechaba que había sido acusada de asesinato en su pasado, pero era de la que más dudaba que actuase por rabia o miedo. Y si esos no eran los motivos, tenía razón en lo del asesinato. Hubiera sido mucho más fácil para ellas drogar a Baldassare con el vino, y deshacerse de él sin que se vertiera una gota de sangre, y teniendo en cuenta lo cerca que estaban del río, nadie las hubiera visto. Ese era más el estilo de una mujer, y no usar un cuchillo.
Margarita abrió la puerta y entró. Bell se paró en el marco de la puerta, sorprendido por la habitación. Las paredes estaban cuidadosamente enyesadas, lo que resultaba agradable, pero no inusual. Lo que sí resultaba inusual era el tamaño de la habitación. Tenía casi seis pasos de largo, cuatro pasos de ancho, y estaba bien iluminada por tres pequeñas ventanas justo debajo del tejado.
— ¿Esto era una habitación de la pensión del priorato? —preguntó dejando el banco y el taburete.
Margarita rió.
— No, las hermanas no disfrutaban de ningún confort de la carne. Esto eran tres celdas de la pensión, como puede ver por las tres ventanas. Cada celda era lo bastante ancha para un catre para una noche.
— ¿No podría tener más beneficios teniendo más chicas?
— Este no es un burdel común —dijo Margarita fríamente. Y no, no podría sacar más beneficio porque ningún hombre pagaría mi precio por una habitación sucia y una sucia ramera. Le he dicho mil veces por qué estoy desesperada por encontrar al asesino del señor Baldassare. Vendo placer asociado con el confort y la seguridad.
Bell se giró repentinamente hacia ella y se la quedó mirando, sorprendido por un hecho que se le había pasado por alto, debido al orgullo de su voz. Se dio cuenta de que al conocerla en presencia del obispo, no se había sorprendido como debiera de su forma de hablar y su porte. Esta mujer no era una plebeya. Tal vez fuera una prostituta ahora, pero había nacido como una dama.
— Además —continuaba—, cuando llegué aquí la casa estaba muy desordenada —tembló al recordarlo—. Había sangre en las paredes, y los bichos… Siempre hay pulgas y piojos, pero éstos eran tan gordos que caminaban unos encima de los otros en capas. No podía utilizar el sitio como estaba, así que era razonable que lo acomodara a mis necesidades. Ya que las paredes no sujetaban nada… —su boca hizo una mueca— excepto los insectos, las hice tirar abajo y las sustituí para tener más espacio. Tenía el permiso del obispo.
Su amplia sonrisa reconocía que a ella no se le iba a pasar esa precaución.
— Ahora me acuerdo. Recuerdo que cuando estaba echando a los bichos de dos patas, me preguntaba si el obispo no debiera tirar el edificio.
— ¿Tirar abajo un edificio de piedra con un tejado de pizarra? Qué desperdicio. No, cuando se tiraron las paredes interiores, y se levantó todo hasta la misma piedra —incluso hice arrancar el suelo— quemamos sulfuro durante tres días y cerramos el edificio herméticamente otros tres días más. Luego hice frotar toda la casa, y construir paredes nuevas y enyesar toda la casa. Un farmacéutico me dio algo para poner en el agua del yeso que me juró que era anti-pulgas. Por supuesto que tenemos mucho cuidado. El aseo está al otro lado del pasillo, y si un cliente necesita darse un baño, se lo damos, sin coste alguno. Hasta ahora no hemos tenido ningún problema.
Él asintió.
— Bueno, debe ser un placer trabajar aquí.
Margarita dijo que iría a buscar a su cuarto la mesa en la que a veces hacía las cuentas, y le dejó. Cuando regresó, dejó la mesa. Sir Bellamy había movido el banco al lado de la pared bajo la ventana, y había colocado el taburete justo enfrente en medio de la habitación. Le sonrió, cogió la mesa y la puso delante del banco.
— Hay otra razón por la cual no haría daño a un mensajero de Italia que yo creyera relacionado con la iglesia —dijo—. Especialmente uno que mencionase al obispo de Winchester. Estoy en deuda con el obispo de Winchester, que no sólo me permitió alquilar esta casa, sino que me dio garantías personales de que…
— Yo creía que Guiscard de Tournai le hizo la oferta de la casa —dijo Bell sentándose en el banco—. ¿No le oí decir eso en casa del obispo?
— Sí, lo oyó —Margarita se sentó en el taburete y vio que la colocación del banco, la mesa y el taburete era muy hábil. Su cara era visible, pero la luz no lo iluminaba lo suficiente como para distinguir los pequeños cambios de expresión en su rostro, mientras que la luz de las ventanas le daba de pleno en la cara a ella—. Sin embargo, no me gustaba ni confiaba en Guiscard. No me daba ninguna garantía del tiempo que me podía quedar la casa, la renta era exorbitante, y hablaba como si lord William le hubiera ofendido por recomendarme. Así que rechacé su oferta.
Bell sonrió.
— Guiscard se debe haber sorprendido. ¿Entonces cómo consiguió la casa?
— Cuando le conté a William lo que había sucedido, se las ingenio para que me encontrara con el obispo directamente —Margarita rió—. Me quedé gratamente sorprendida de que Henry de Winchester fuera mucho menos orgulloso que su sirviente. Me ofreció un contrato de arrendamiento de la casa, con unas condiciones que estuve encantada de aceptar, excepto la renta… —suspiró—. Pero su oferta era mucho más razonable que la de Guiscard, y la protección del obispo vale la pena los peniques que me pueda ahorrar.
— ¿Ha necesitado su protección?
— No hasta que este terrible asesinato ocurrió. El hecho de que sea mi casero, y que tenga un contrato firmado y sellado por él, ha sido suficiente contra los pretensiosos eclesiásticos que han intentado exigirnos dinero… o servicios. Odiaba molestarle con este asunto, pero el prior Benin no está y el hermano Paulinus sólo nos gritaba que habíamos matado al pobre señor Baldassare, y no escuchaba ni una palabra de lo que le decía —dudó y luego dijo—. ¿No es extraño que nadie enviara noticias del asesinato al obispo? ¿No está St. Mary Overy bajo su dirección?
— Esto último no se lo puedo decir. Yo raramente estoy involucrado en asuntos de la Iglesia, excepto de vez en cuando llevando algún mensaje del obispo. Tan sólo cuando los asuntos de la Iglesia se mezclan con lo laico, me llaman a mí. Respecto a lo primero, estoy de acuerdo con que es muy extraño. Ya que el obispo también actúa como administrador de la diócesis de Londres, sería normal asumir la necesidad de informarle de un asesinato que tuvo lugar cerca de una iglesia justo al lado de su casa.
Margarita frunció el ceño más fuertemente.
— Le voy a decir algo más. Cuando hablé al obispo del asesinato, pensé que Guiscard me iba a escupir.
Bell sonrió abiertamente.
— Eso es porque lo ignoró. A Guiscard no le gusta ser ignorado, pero no puede saber nada del asesinato. Se fue de Southwark el martes por la mañana y no regresó hasta ayer por la noche. Cada vez que el obispo se queda en Londres, Guiscard se toma unos días libres para visitar a su madre. De todas formas, me ocuparé de ese asunto, y de si el obispo fue informado, y si lo fue, de quién recibió la noticia.
— Estaré encantada de dejar ese asunto en sus manos, pero… yo… nosotras tenemos muchas ganas de encontrar al asesino. ¿No me podría contar lo que descubra? En efecto, sir Bellamy, conozco a los hombres y sus motivos. Es posible que pueda ayudar.
Se levantó mientras hablaba, se dirigió a la puerta y se dio la vuelta.
— ¿A cuál de las chicas quiere que le envíe?
No averiguó nada de Elsa o Letice. Elsa ni siquiera se acordaba de que Baldassare había estado en la casa, y Letice sólo le había visto durante la cena. Sabina era la que más tenía que decir, y parecía que no estaba ocultando nada. De todas formas, Bell no veía que nada de lo que Baldassare hiciera o dijera mientras estaba con ella fuera relevante para el caso, excepto por el hecho de que a la hora de completas la puerta delantera estaba cerrada, de manera que Baldassare debió utilizar la puerta que llevaba a la iglesia. Finalmente, repasó con Sabina los sucesos posteriores a abandonar la casa. Ella le explicó su deseo de rezar en la iglesia, y de por qué tuvo que esperar para que el sacristán no le opusiera la entrada a la iglesia.
— ¿Y estás segura de que era la voz del sacristán la que oíste justo antes del golpe y los pasos?
Sus labios se estrecharon.
— Sí, la conozco muy bien. Todas la conocemos. Y me gustaría saber lo que el hermano Paulinus estaba haciendo en la iglesia a esa hora. ¿No debía estar en la cama? ¿No son las puertas asunto del hermano portero?
— No lo sé, pero el sacristán es un alto oficial del priorato, con muchas responsabilidades. No es imposible que fuera a comprobar algo, preparar algo para el día siguiente, o realizar algún deber. Pero le preguntaré. Puedes estar segura de que le preguntaré. Piénsalo bien, Sabina. ¿No oíste nada más?
Empezó a sacudir la cabeza y frunció el ceño.
— Se cerró una puerta. Pensé que el hermano Paulinus cerró la puerta del porche, que es lo que le he dicho. Pero yo nunca toqué la puerta, y no puedo estar segura si estaba abierta o cerrada. Ahora que lo pienso otra vez, tal vez por el aire parecía que estuviera abierta. Quizás el sonido de la puerta era más lejano. Oh, no lo sé. No estoy segura. He pensado tanto en esto, que temo inventar algo.
Bell se levantó y se acercó a tocarle el hombro suavemente. Ella no mostró ninguna sorpresa, y giró su cabeza antes de que la tocara. Sí que era cierto que podía ver a través de sus orejas, pensó.
— Es suficiente —dijo—. Vamos con las demás.
Su siguiente función fue revisar la casa meticulosamente, examinando cada esquina del sótano y del ático, cada estante, e incluso los nichos entre las vigas y los soportes, lo que hizo que Margarita aguantara la respiración. Alerta, sus ojos se dirigieron a ella. No había nada en su expresión, pero sus miradas se cruzaron y él tuvo la certeza de que Baldassare había escondido la bolsa en su casa, y que las mujeres la habían encontrado y la habían escondido en otro lugar.
Aparte de esa mirada incómoda, las mujeres lo animaron en la búsqueda, por lo que no sabía si estaba haciendo el ridículo, o era que ellas querían que pensase que lo estaba haciendo para que no pusiera tanta atención. A pesar de lo meticuloso que fue, no encontró nada y regresó al salón.
— He estado pensando —dijo a Margarita sentándose en el taburete de Elsa—, que lo que usted sugirió de camino aquí tiene sentido. Tenemos mejores posibilidades de solucionar este misterio si trabajamos juntos e intercambiamos información. —Se preguntaba si era un estúpido por hacer esa oferta a una prostituta, pero pensó que estúpido o no, no tenía mucho que perder; seguramente ellas sabían más que él—. Os dais cuenta —añadió, tratando de asustarlas un poco—, ¿de que la persona que mató a Baldassare tiene que haber estado aquí o en el priorato?
Bell escuchó la respiración fuerte de Sabina y Letice, pero la expresión de Margarita no cambió. Ellas no habían pensado en ello, pero ella sí. Cara de ángel, y mente inteligente. Si pudiera encontrar una sola razón por la que ella pudiera querer a Baldassare muerto… él contuvo un escalofrío. Y también una dama, que podría haber aprendido a usar un cuchillo; una mujer muy peligrosa.
Margarita asintió lentamente.
— Sí, ya había pensado en eso; es una de las razones por las que he estado tan asustada. Yo sé que ninguna de nosotras hizo esto, pero si nuestra puerta delantera estaba cerrada cuando el último cliente se fue, justo antes de oscurecer, y la puerta del priorato estaba vigilada, como siempre lo está por el hermano Godwine o sus ayudantes, entonces el asesino tiene que haber estado en mi casa o en el priorato.
— Eso las hace más sospechosas —dijo él—. Pero no es tan malo. Por lo menos no tenemos que sospechar de toda la ciudad de Southwark ni de Londres. Eso nos deja más probabilidad de encontrar al asesino.
— Bueno, por supuesto alguien pudo haber trepado por el muro —Margarita añadió, y suspiró—. Pero es un muro muy alto y puntiagudo, difícil de trepar, y el sereno vigila este sitio. Entonces, sí, es entre la gente que vive entre estas paredes donde encontraremos al culpable —suspiró otra vez—. No lo mencioné antes, porque esperaba que usted encontrara otra posibilidad, pero sí, yo también opino así.
Seguro que sí, pensó Bell, pero no le respondió directamente.
— Sabina —dijo—. ¿Crees que hubieras podido notar si alguien estaba escondido en el jardín mientras estabas ahí sentada esperando que Baldassare volviera?
La chica ciega se quedó en silencio, con la cabeza inclinada, con las manos apretadas. Entonces, lentamente sacudió la cabeza.
— Lo siento, no. Para empezar, si la persona estaba quieta, no hubiera notado ningún movimiento de aire ni el crujido de las hojas. Y aunque la persona se estuviera moviendo… estaba escuchando el servicio. Hubiera oído un sonido fuerte, un crujido de una rama o una piedra al ser pateada, y no lo hice. Pero unos pasos débiles… me temo que no.
Bell estaba más satisfecho que decepcionado por su respuesta. Sería una gran ventaja para las mujeres de la Old Priory Guesthouse que hubiera habido alguien escondido en el jardín; pero ella no había intentado fingir que había oído ninguna señal del intruso.
— Eso no quiere decir mucho —dijo deseando animarla como recompensa a su honestidad—. Una persona que hubiera sabido la hora de la cita, se podría haber colado a cualquier hora de la tarde, especialmente si sabía que la puerta estaría cerrada por la noche. Después podría haber ido al priorato, o incluso a la iglesia en cualquier momento antes de que salieras.
Letice tocó el brazo de Bell, y sacudió su cabeza vigorosamente, señalando al priorato y a la iglesia.
— No fue a la iglesia ni al priorato —interpretó Margarita, luego preguntó—. ¿Por qué?
Los dedos hicieron señas de buscar, y de tirar cosas.
— ¡Las alforjas y la comida! —Margarita exclamó—. Claro, tuvo que estar en nuestros jardines, tal vez escondido en el establo, después de que el señor Baldassare llegara. ¡Qué mala suerte que nadie tuviera que ir a buscar nada al establo antes de que el señor Baldassare muriera!
— No veo ninguna conexión —empezó a decir Bell.
— Sí, sí —Margarita interrumpió impacientemente—. Si las alforjas fueron revisadas para encontrar la bolsa —y estoy suponiendo que el asesino buscaba la bolsa—, antes de la muerte del señor Baldassare, entonces el asesino no tendría nada en contra de Baldassare. Si hubiera encontrado lo que buscaba, seguro que lo hubiera cogido y se hubiera marchado. Si no miró hasta después del asesinato, podemos saber dos cosas. Primero, que el señor Baldassare no tenía la bolsa con él cuando se encontró con el asesino, lo que quiere decir que tenía sus sospechas, y segundo, que había escondido su posesión más preciada… tal vez cerca de donde esperaba en la iglesia, para poder recuperarla si todo iba bien.
— ¿Esconder la bolsa en la iglesia? —repitió Bell, mirando a Margarita de reojo.
Lo que dijo era posible, pero Bell estaba más seguro que nunca, que estas mujeres y no el pobre Baldassare habían encontrado y escondido la bolsa. De todas formas, no importaba. Lo negarían para protegerse, por lo cual no las culpaba, y seguro que se delatarían antes si hacía ver que las creía (excepto Margarita).
— De todas formas —continuó diciendo—, ¿por qué matar a Baldassare? Esa herida no fue hecha por alguien que le salió por la espalda y lo apuñaló para robarle la bolsa. El asesino conocía a Baldassare. Estaba caminando con él, hablando con él. Incluso digamos que le pidió la bolsa y Baldassare se negó, ¿por qué matarle? Todo lo que tenía que hacer era hacer ver que se iba y mirar. Baldassare tenía que haber cogido la bolsa antes o después.
— Por la razón más obvia —contestó Margarita—. Precisamente porque Baldassare lo conocía y eso era lo peligroso. Tal vez el asesino no sabía nada de la bolsa, ni la pidió. Por cualquier motivo, como Baldassare lo conocía, tenía que acallarlo. Otra razón sería que al asesino no le importara dónde estaba la bolsa, mientras no saliera a la luz. Con la bolsa escondida, y Baldassare muerto para decir donde estaba, el asesino había logrado su objetivo. Y por supuesto, siempre hay motivos personales. Es cierto que el señor Baldassare era extranjero, pero usted ha dicho que venía a Londres a menudo. Por lo tanto, debería tener amigos y enemigos aquí.
Tenía razón, por supuesto, pensó Bell, pero ¿qué había hecho que su mente fuera tan aguda? ¿Un antiguo cargo de asesinato del que había huido? Esa idea le caló tan hondo que no supo qué decir. Por suerte, su silencio fue encubierto por la ciega.
— Pero un enemigo no se molestaría en buscar entre las alforjas del pobre señor Baldassare, e incluso entre el heno y la comida —sugirió Sabina.
— Hummm —canturreó Margarita—. Tal vez no, pero depende de la persona. Si era alguien de la iglesia, podría sospechar que lo que Baldassare llevaba era importante, y quería saber lo que era, o incluso obtener dinero o poder. Oh, esta búsqueda es tentadora. Qué pena que ninguno de nuestros huéspedes fuera a caballo esa noche, y no tuviéramos ningún motivo para ir al establo.
En ese instante se oyó el repicar de la campana y Letice se puso en pié.
— Espera —dijo Margarita—. Sir Bellamy, ¿cree que Letice podría hablarle a su cliente acerca de la muerte del señor Baldassare? Me temo que sería poco natural ignorar algo tan excitante como un asesinato justo aquí al lado.
— ¿Por qué no? —Bell se encogió de hombros—. No hay ninguna razón para no mencionárselo a vuestros clientes. No es ningún secreto. Y no puede ser perjudicial preguntar si alguno de esos hombres conocía a Baldassare, y si conocen algún motivo por el cual alguien quisiera hacerle daño.
Letice asintió y corrió a abrir. Girándose para mirar hacia la puerta a través de la ventana, Bell vio su sombra encontrarse con otra. Pudo ver algún movimiento, seguramente a Letice haciendo gestos a su cliente, y luego las dos sombras se movieron hacia la otra esquina de la casa.
— Es hora de que me vaya —dijo Bell—. Vuestros clientes están a punto de llegar, y no deseo causaros ningún problema.
Margarita se levantó, le dio las gracias sonriendo, y preguntó si había alguna otra manera en que le pudiera ayudar. Y volvió a su expresión seria. Bell fue lo suficientemente inteligente como para no decir el pensamiento que se le había venido a la cabeza. Tan sólo dijo que registraría el establo, sólo por minuciosidad antes de informar al obispo, cenaría, y luego hablaría con el enfermero y el hermano que encontró el cuerpo. Si averiguase algo nuevo en esas entrevistas, se lo haría saber.
Le dio las gracias otra vez, le preguntó si sabía dónde estaba el establo, y cuando dijo que sí, dejó a un lado su bordado, y educadamente lo acompañó a la puerta. Tenía más esperanzas con el establo, porque las mujeres habían hecho mucho hincapié en que había sido revisado, pero no encontró nada. Cuando tiró el último fardo que había examinado, oyó repicar la campana de la entrada.
Desde las sombras de la puerta del establo, Bell vio a Margarita salir de la casa y abrir la verja a un hombre ricamente vestido—una capa forrada de piel echada hacia atrás mostrando una túnica oscura bordada de plata, medias negras y zapatos de cuero rojo—. Tenía el pelo oscuro ligeramente salpicado de gris, ojos oscuros, una nariz prominente que en un futuro tal vez se encuentre con su fuerte mentón, y una buena panza, no muy bien disimulada por su bonita túnica. Bell hizo una mueca; conocía al maestro Buchuinte, quien el año pasado había sido el juez de Londres, y todavía tenía mucha influencia.
Buchuinte atravesó la puerta y extendió sus manos a Margarita, que las cogió con una sonrisa radiante y las apretó suavemente. Reprimiendo un loco deseo de saltar y sacar su espada, y eliminar la sonrisa de esa cara tan confiada, Bell los vio entrar en la casa silenciosamente. Se quedó mirando la puerta después de que se hubo cerrado, maldiciendo al hombre que iba a recibir lo que él no podía. Y suspiró y recordó que él también lo podría tener —por el precio de cinco peniques de plata— y tuvo que tragar varias veces porque notó unas náuseas en su garganta. Esa no era la forma en que quería a Margarita.