CAPÍTULO 04
20 de abril de 1139
Iglesia de St. Mary Overy
Aunque no fue fácil, Margarita esperó hasta bien pasada la hora de completas a que el cielo estuviera totalmente oscuro, y los monjes estuvieran completamente dormidos. Entonces ella y Dulcie salieron a través de la verja abierta, cerrándola con cuidado una vez que hubieron pasado, y se dirigieron a la entrada norte bordeando el ábside. Mientras subía la escalera temblaba, preguntándose si los monjes habrían limpiado la sangre. Aunque no la hubieran limpiado, se dijo, ya estaría seca, y no habría peligro de pisarla. Pero no era eso lo que la hacía temblar; las lágrimas aparecieron en sus ojos cuando pensó en aquel hombre encantador que ahora estaba muerto.
Antes de que las lágrimas se agolparan en sus ojos, un nuevo miedo las contuvo. ¿Tal vez el hermano Paulinus había mandado cerrar la iglesia, al igual que la verja? Entonces empezó a pensar con frenesí en un nuevo lugar para esconder la bolsa que llevaba escondida bajo su capa, tal vez en el cementerio… pero Dulcie ya había levantado el pestillo y abierto la puerta, antes de que se le ocurriese una idea. Por lo visto, el sacristán creyó que ya había contenido la contaminación cerrando la puerta entre la Old Priory Guesthouse y la iglesia, y no se atrevió a cerrar también la iglesia.
Cuando Dulcie cerró la puerta, estaba mucho más oscuro dentro que fuera; incluso cuando la luna no era llena, brillaban las estrellas. Por suerte, una vez llegaron al presbiterio, una pequeña lámpara brillaba en el altar, lo que le dio a Dulcie una idea de dónde estaba. Cogió la mano de Margarita, la guió a lo largo de la pared y se detuvo. Margarita asumió que estaban cerca de la escultura de san Cristóbal, pero no se atrevió a preguntar a Dulcie. Con lo sorda que estaba, la mujer gritaba mucho. Margarita empezó a palpar en la pared.
Pronto encontró el marco de piedra alrededor de la escultura, y luego la cabeza de la figura. Un poco más a la derecha estaba la cabeza más pequeña. Deslizó su mano, encontró el hombro del niño, y debajo de éste, la cavidad que bordeaba su muslo. Con los labios apretados, forzó la bolsa en el agujero. Por un momento temió que se cayera, pero, para su deleite, parecía como si el muslo tuviera una pequeña protuberancia. Si alguien miraba detenidamente, la encontraría.
Margarita soltó el suspiro que había estado conteniendo, pero lo contuvo otra vez cuando repentinamente apareció una luz detrás de ella. Dulcie tiró firmemente de su falda. Sin siquiera girarse, se dejó guiar por el tirón, deslizándose por la pared, hasta la nave, donde se arrodilló como si estuviera rezando. Apretando los dientes para evitar que castañetearan, levantó la cabeza.
Una figura con una túnica llevando un cirio alto entró por la puerta sur, que se conectaba con el monasterio a través de una capilla y un corto pasillo. Margarita juntó las manos y bajó la cabeza, dando gracias a Dios de que estuvieran bien lejos del san Cristóbal. De todas maneras, si las vieran allí y la bolsa fuera encontrada en los siguientes días, el hermano Paulinus no tardaría mucho en atar cabos e insistir en que ellas habían llevado la bolsa a la iglesia.
Sin embargo, el monje no se molestó en mirar la nave. Pasó rápidamente de la entrada hacia el centro del presbiterio, y entró en el ábside. Cuando estuvo cerca del altar, se paró y sacó de su túnica un objeto que brillaba suavemente. Lo levantó y lo miró con admiración. Margarita pudo ver que se trataba de un magnífico candelero de plata. Entonces él retrocedió hasta el altar y se arrodilló.
Margarita no pudo ver nada más, y gimió mentalmente. Si el monje iba a realizar una penitencia, o rezar por sus pecados, podrían pasarse horas allí. Pero no estaba rezando. Tras unos momentos el monje reapareció, sin llevar el candelero. El alivio casi las descubrió, mientras Margarita trataba de aguantar la risa. Qué tonta, seguro que el monje había ido a devolver el candelero a su lugar bajo el altar. Mientras lo estaba pensando, salió por la puerta, y la luz desapareció, mientras se oía el suave clic del pestillo.
Dulcie se puso de pie y tiró de Margarita, todavía indecisa, que rezaba una oración de agradecimiento a la Virgen María. Sonrió mientras se levantaba, pensando que tal vez una prostituta era menos ofensiva para María, que era la única mujer que había concebido sin unión carnal con un hombre, que para su discípulo. María conocía el corazón devoto, y en este caso, el corazón de Margarita era puro.
Poco después, se encontraban seguras dentro de la casa. Margarita estaba exhausta, y tan sólo deseaba echarse en su cama, pero Letice y Sabina, que las estaban esperando ansiosas, se merecían una explicación. Letice solamente indicó que estaba contenta de que lo hubieran conseguido.
Sabina lloriqueó.
— Yo pensaba que los monjes tenían horarios muy estrictos —dijo con voz quejumbrosa—. Parece que siempre estén dando vueltas, buscando maldades.
En ese momento, Margarita estaba demasiado cansada como para preguntar qué quería decir Sabina, y sugirió que todo el mundo se fuera a la cama. Nadie protestó; los miedos y la tensión del día las había agotado a todas. Por su parte, Margarita se quedó dormida tan pronto como se quitó la ropa, y se arrastró a la cama. Sin embargo, no durmió tranquilamente; los recuerdos del muerto, de las amenazas del sacristán y el último comentario de Sabina no la dejaron tranquila.
21 de abril de 1139
Casa del obispo de Winchester
Margarita se despertó por la mañana decidida a vengar a Baldassare de Florencia y demostrar que ella y sus chicas eran inocentes del asesinato. Para empezar por lo más fácil, empezó por preguntar a Sabina qué quiso decir con eso de que los monjes se paseaban arriba y abajo.
— Cuando aquella noche fui a rezar —dijo Sabina sin especificar el tiempo, porque Elsa estaba sentada en la punta del banco ocupado por Letice, que le estaba cortando la comida—, oí a un monje gritar «¿Quién hay ahí?» y entonces tuve que esperar para entrar en la iglesia. Ya te lo conté.
— Seguro que sí, cariño, pero lo único que escuché fueron las malas noticias. ¿Quieres decir que había un monje cerca de la puerta del porche norte cuando lo encontraste? —preguntó Margarita.
— ¿Encontrar qué? —preguntó Elsa, acercándose a Letice en cuanto ésta dejó el cuchillo—. ¿Era bonito?
— No —dijo Sabina tragando saliva—. No era nada bonito, por eso lo dejé donde estaba y no lo traje a casa.
— Ah, ya, y me imagino que aunque fuera bonito no podrías haber cogido nada que estuviera en el porche de la iglesia. Sería de los monjes.
— Divina inocencia —dijo Margarita—. Tal vez lo que estaba en el porche pertenecía a los monjes. De todas formas, lo que tenemos que descubrir es que si precisamente pertenecía a los monjes, por qué el sacristán nos quiere inculpar a nosotras. ¿Reconociste la voz, cariño?
— Claro que sí. ¿Cómo me iba a equivocar? —contestó Sabina—. La oímos demasiado a menudo, la voz del sacristán.
— ¿El sacristán estaba en la puerta del porche norte esa noche? Pero si ése es el trabajo del portero.
— No obstante, el hermano Paulinus estaba allí. Lo oí llamar en voz alta, luego oí algo caer, y pasos corriendo, y luego, un poco después la puerta se cerró.
Letice golpeó el mango de su cuchillo contra la mesa. Margarita se giró para mirarla. Letice sacudió la cabeza fuertemente, haciendo el signo de silencio y a continuación de olvidar.
— Letice cree que deberíamos parar de hablar de este tema, y olvidarlo todo —dijo Margarita para que Sabina lo supiera. Suspiró—. En cierta manera me gustaría que pudiésemos… es decir, me gustaría que nunca hubiera pasado. Por supuesto que no tuvimos nada que ver, pero no creo que se nos permita olvidarlo.
— ¿Teníamos que acordarnos de algo? —preguntó Elsa, dejando de lado el trozo de carne fría que estaba a punto de meterse en la boca, con aspecto preocupado.
— No, cariño —dijo Sabina—. Debemos olvidarlo, así que tú has hecho lo que debías. No nos hagas caso.
Sin embargo, cuando algo se le metía en la cabeza a Elsa, se sentía inquieta y no paraba de hablar de ello. Así que su comentario implicaba cierto peligro. Normalmente, como una niña, ignoraba lo que las otras mujeres hablaban, porque lo encontraba aburrido e incomprensible. Pero, esta vez algo captó su atención, tal vez el hecho de que Sabina había dicho que había encontrado algo. Sin necesidad de ponerse de acuerdo, el tema del asesinato se dejó para después del desayuno. Entonces, como un premio, Elsa podría acompañar a Dulcie al mercado.
Cuando se fue, las mujeres soltaron un suspiro de alivio. Letice y Margarita cogieron su bordado, y Sabina se sentó junto a ellas, pero no tocó el laúd que tenía en su regazo.
— ¡Está mal! —dijo con una voz suave, pero firmemente—. Me gustaba el señor Baldassare. Era amable y alegre. Lo que le pasó fue algo muy malo. —Las lágrimas salieron de sus ojos cerrados, y de un manotazo se las secó—. No es justo que no sea vengado, y si el hermano Paulinus se sale con la suya, nosotras sufriremos y el verdadero asesino quedará impune.
— Esa es su intención —contestó Margarita—. Recuerda que dijo que nos iba a colgar a todas. Ya podemos jurar y perjurar que el señor Baldassare nunca estuvo aquí, pero somos prostitutas. ¿Quién nos iba a creer? ¿Y si alguien en la calle lo vio tocar la campanilla? O peor aún, estuvimos hablando durante varios minutos en la puerta antes de que entrara. Alguien pudo vernos, o alguien lo pudo ver entrando su caballo. Tenemos que hacer algo para salvarnos.
— Es normal que entrase su caballo —dijo Sabina—. William de Ypres y sus hombres siempre traen sus caballos, al igual que muchos mercaderes del norte de Londres. Ninguno de nuestros vecinos pensaría que un hombre conduciendo un caballo fuera algo extraño como para mencionarlo.
— Seguramente no para mencionarlo, pero ¿y si les preguntasen? ¿Y si Paulinus envía a alguno de sus hermanos a acusarnos de asesinato y a preguntar si alguien vio a la víctima entrar con un caballo?
Letice lloriqueó e hizo una mueca, golpeándose con el dedo las mejillas y la frente.
Margarita soltó una risa cansina.
— Sífilis para el hermano Paulinus —suspiró—. Estoy de acuerdo, pero ni la sífilis podría conseguir que parase de causarnos problemas.
— Todavía hay otra cosa —dijo Sabina en voz baja—. También dijo que tenía un amigo cercano al obispo de Winchester. El obispo no escuchará nada que le pueda costar nuestro alquiler, pero si la historia del sacristán es apoyada por alguien que vio al señor Baldassare entrar aquí…
— Oh, Dios mío —suspiró Margarita—. Eso sería fatal. —Se calló de repente y tembló. Entonces se confirmaría—. Tengo que decírselo al obispo. Tengo que contárselo todo.
Letice saltó de su silla y cogió la mano de Margarita, sacudiendo su cabeza vigorosamente y haciendo unos signos, que Margarita finalmente interpretó como referentes a la bolsa.
— Oh, no —estuvo de acuerdo—. No le diré nada de la bolsa. Debemos insistir en que Baldassare se llevó todo consigo cuando se fue, y que no tenía intención de volver. —Se levantó de repente—. Debería haber ido en cuanto me levanté. No voy a perder más tiempo. Iré ahora. Letice, ven y ayúdame a vestirme.
Cuando Margarita salió de la casa, iba vestida tan elegantemente y tan sobria como cualquier mujer de un rico mercader. Una blusa blanquísima, recogida en la base de la garganta con un lazo enrollado, sobresalía recatadamente del cuello de una chaqueta color canela, con mangas largas y ajustadas. Sobre esto llevaba una pelliza más corta de color marrón, con franjas en los bordes de las anchas mangas, y por la parte delantera un exquisito bordado de rosas trepadoras y flores doradas que centelleaban entre las verdes hojas. Para cubrir su cabello llevaba un velo, ceñido sobre su frente por una cinta con el mismo bordado que adornaba el vestido. El velo era de una tela fina y delicada, pero muy voluminoso. La extremidad izquierda estaba firmemente enrollada alrededor de su cuello, y la derecha descansaba holgadamente sobre el hombro izquierdo, de manera que lo pudiera levantar para cubrirse la cara. No llevaba joya alguna, y la bolsa que colgaba de su faja de tela bordada no tenía ningún adorno y era casi plana.
A pesar de que el camino era mucho más corto por los jardines del monasterio, Margarita salió por la puerta delantera. Saludó seriamente al mercero y al abacero, que tenían puestos delante de sus tiendas al otro lado de la calle. Ambos le devolvieron el saludo; el mercero, que a veces vendía algún bordado de Letice o de Elsa, alegremente; el abacero, con una breve mirada por encima del hombro. Margarita sonrió y continuó calle arriba. Seguramente la mujer del abacero estaba en la tienda, observando.
Cuando se mudó allí, Margarita invitó a los dos hombres por separado, explicándoles que quería que supieran que su casa no causaría molestias en la calle, ni ningún escándalo; no se trataba de un prostíbulo común. Entonces les dio su tarifa, y les ofreció hacerles un descuento por una sola vez, por el solo hecho de ser vecinos. El mercero continuó viniendo ocasionalmente, cuando había obtenido algún beneficio excepcional en alguno de sus bordados. El abacero no era tan amistoso. Sin embargo, los dos la saludaron como siempre, lo que ella esperaba que significara que ni el sacristán ni ninguno de los hermanos les habían ido con acusaciones o preguntas. Aliviada, apresuró el paso.
La calle del puente llevaba hacia el sur, pero al final de los terrenos del monasterio, un camino más estrecho se dirigía al oeste y luego al norte, continuando a lo largo del muro del priorato hasta el río, donde los monjes tenían un pequeño embarcadero. Había cuatro casas al otro lado del priorato, luego un muro de piedra, tan alto y seguramente más sólido que el del priorato. En este muro había un gran portal de doble hoja. Estaba abierto, lo que indicaba que el obispo de Winchester estaba en la residencia.
Margarita cruzó el portal y se dirigió por el camino hacia la pesada puerta de una casa de piedra, algo mayor y más alta que la suya propia. Sin embargo, era una residencia particular, y no una casa destinada a albergar a muchos huéspedes, aunque resultaba impresionante. La puerta de la casa estaba cerrada, pero Margarita vio que la cuerda de la campana estaba colgando por fuera. Inspiró fuertemente, sin estar segura de sentirse aliviada o desilusionada. La cuerda de la campana indicaba que el obispo no solamente estaba en su residencia de Southwark, sino que se encontraba allí en aquel momento.
Cuanto antes mejor, pensó, y tiró de la cuerda. Dentro, la campana sonó. La puerta fue abierta con relativa rapidez, y Margarita entró. Por unos instantes la nostalgia la embargó. El salón se parecía mucho al de la casa solariega de su padre. Ocupando dos de las terceras partes de la longitud del edificio, tenía bonitos arcos de piedra en el techo, y no toscas vigas como las de la hostería. Entre unos arcos, hacia la mitad de la estancia, había una chimenea de piedra donde ardía un buen fuego; dos hendiduras en la pared por encima de la chimenea evacuaban la mayor parte del humo. Flanqueando la chimenea había unos bancos, en los que estaban sentados varios hombres, algunos charlando, y otros simplemente mirando las llamas.
Esto era mejor que la casa de su padre, pensó Margarita, donde el fuego estaba en medio de la habitación, y el humo tenía que encontrar su propia salida entre los aleros. Evidentemente, el obispo de Winchester no tenía aleros en este piso. Los bonitos arcos sostenían otro piso, donde el obispo tenía sus habitaciones privadas.
Lo que le hizo recordar la casa solariega de su padre fue la forma del salón y la gente ajetreada con sus ocupaciones. Los pupitres cerca de las ventanas —Margarita contuvo una sonrisa, ya que nadie en la casa de su padre sabía escribir, excepto el cura que venía cuando era llamado— seguro que hubieran resultado extraños en su salón. A pesar de esto, las diferencias no eran tan grandes, sólo aquéllas entre un caballero y un clérigo. Cerca de la ventana, había unos hombres aprovechando la luz. En la casa de su padre, los hombres habrían estado preparando sus armas y armaduras; en cambio aquí, había puestos de escritura en los que los escribientes estaban trabajando. Sacudió la cabeza y se dirigió hacia el final de la sala, que estaba dividida.
— ¿Cuál es su propósito, señora?
Margarita se dio cuenta de que lo que le estaba preguntando el criado de la puerta era el motivo por el que había venido. Había cierto tono de impaciencia en su voz, que indicaba que había realizada la misma pregunta más de una vez. Ella tardó unos instantes en contestar, mientras notaba una diferencia más entre la sala del obispo de Winchester y la de su padre: aquí no había mujeres, ni siquiera una.
— Tengo noticias para el obispo, noticias muy urgentes.
— El obispo casi no ve a ninguna mujer —dijo el criado con una expresión de duda, pero sus ojos estaban examinando la fina tela con la que su vestido estaba hecho, la finura de su encaje, y los zapatos finos y pulidos que asomaban por debajo de su túnica.
— Si toma nota de mi nombre y le dice que tengo noticias urgentes para él, seguro que me verá.
— Ese no es mi trabajo, señora. Sin embargo, puede dirigirse al final de la sala. Uno de sus secretarios, Guiscard de Tournai está allí, y él tomará nota de su nombre y se lo llevará al obispo, si cree que es realmente urgente.
Margarita hizo una mueca tras el velo con el que se había cubierto la cara cuando llamó a la campana. Aunque Guiscard la conocía, lo que jugaba a su favor, nunca le había gustado. A pesar de todo, tenía que decirle a Henry de Winchester lo que había ocurrido. Se dirigió rápidamente hacia la división que creaba una sala aparte, en la que el obispo trataba sus asuntos.
Delante de la división, había una zona abierta, delineada por un arco, en la que el bullicio de la sala grande no se oía. En esa estancia había una gran mesa de madera con material de escritura. En un extremo de la mesa estaba sir Bellamy de Itchen, un alto y musculoso hombre que llevaba una corta túnica granate de la que colgaba una pesada espada. La túnica permitía ver, casi hasta la altura de sus fuertes pantorrillas, unas mallas metálicas.
Tenía el cabello rubio y rizado, cortado muy corto hasta las orejas de forma que no le molestara cuando se pusiera la capucha de su ropa de malla.
Sir Bellamy estaba mirando a Guiscard de Tournai, que llevaba ropa clerical, pero de rica tela. El clérigo estaba sentado en un taburete en el centro de la mesa. Tenía un brasero a la altura de su codo, y tenía una hoja de pergamino delante de él.
— ¿Dónde demonios has estado los tres últimos días, Guiscard? —preguntó sir Bellamy.
El clérigo levantó su cabeza. A pesar de que estaba sentado y sir Bellamy le miraba amenazante, se las arregló para dar la impresión de mirarlo con suficiencia.
— No creo que sea asunto tuyo, pero no me importa decírtelo. Estaba en St. Albans, visitando a mi madre.
— Lo siento —sonrió Bell—. Se me olvidó. Cuando estamos en Londres siempre vas a visitar a tu madre.
Guiscard, que siempre aparentaba ser el hombre de confianza del obispo, e indispensable, a menudo le resultaba un fastidio, pero Bell se tragó su irritación porque lo comprendía. Guiscard era tan sólo el hijo de un médico —peor todavía, el nieto de un carnicero— y sentía la necesidad de darse importancia para igualarse a los otros secretarios de mejores familias. Aun así, visitaba a su «ordinaria» madre. Bell se sintió culpable y avergonzado.
— Eres un buen hijo —empezó a decir y paró.
Una mujer alta, sujetándose modestamente un velo sobre la cara, se acercaba a la mesa. Aparte de esto, no había nada más que fuera modesto en la actitud de la mujer. No se había detenido en la esquina de la zona tranquila esperando a ser llamada. Después de echarle una sola mirada, se dirigió al clérigo.
— Tengo noticias urgentes para el obispo, señor Guiscard —dijo—. Podría decirle que estoy aquí y que si tiene un momento, necesitaría hablar con él en privado.
Bell parpadeó, tanto por la petición de la mujer, como por el aplomo en la voz grave y sonora. Estaba claro que la mujer esperaba que Guiscard la reconociera y accediera a su petición.
El clérigo la miró y luego apartó la mirada, como si la reconociese contra su voluntad. Sin embargo, le contestó con una voz educada, pero inexpresiva.
— El obispo de Winchester no recibe a mujeres en privado. Si me deja su nombre y el asunto que le trae, me aseguraré de que lo reciba en cuanto tenga tiempo.
— No sea ridículo —comenzó a decir la mujer, y luego suspiró—. Lo siento señor Guiscard, pensé que me iba a reconocer. Soy Margarita la Bastarda, de la Old Priory Guesthouse. ¿Recuerda? William de Ypres me recomendó al obispo, y usted me ofreció alquilar la hostería. Usted me enseñó la casa. De verdad, necesito hablar con el obispo. Le aseguro que no le importunaría si no tuviera un buen motivo.
— No me importa quién sea —replicó Guiscard—. Tan sólo el rey podría pretender que un hombre tan ocupado como el obispo de Winchester dejase de lado todos sus asuntos para atenderle al momento. Y encima, por una mujer como usted.
— Le digo que traigo noticias urgentes, y que el obispo tiene que oírlas —exclamó alzando la voz.
— ¡Ramera! —gruñó Guiscard—. ¡Cómo te atreves! Fuera de aquí.
Bell se levantó, preocupado por la reacción de Guiscard y por la perentoriedad del ruego de la mujer. Sabía lo que era la Old Priory Guesthouse; él fue el encargado de limpiar el nido de víboras que se había acumulado allí durante años, hasta que noticias de los excesos que se cometían llegaron a oídos de Henry de Winchester. Así que seguramente la mujer era una prostituta, no sólo llamada así por Guiscard porque la mujer lo importunaba. Pero si la mujer era la prostituta de William de Ypres, tenía un protector muy poderoso, y seguro que no se dirigía a Winchester a menos que las noticias concernieran al obispo en persona.
— Guiscard—, comenzó a decir Bell, justo cuando la puerta se abrió y el obispo de Winchester en persona apareció.
Estaba aguantando una carta en la mano, y también dijo:
— Guiscard.
Pero la mujer dio rápidamente la vuelta a la mesa, pasó por delante de Bell sin ni siquiera mirarlo, y dijo:
— Señor obispo, soy Margarita la Bastarda, y tengo noticias muy importantes para usted acerca del asesinato que ocurrió ayer en el porche norte de la iglesia St. Mary Overy.
— ¡Asesinato! —exclamó el obispo de Winchester—. ¿Qué asesinato? ¿Cuándo?
Bell pasó su mirada de la mujer al obispo. Detrás de él se oyó una exclamación de Guiscard. Durante unos instantes, Bell se preguntó si la protesta de Guiscard se debía más a la indignación por la osadía de la mujer o de consternación por las noticias del asesinato. Tal vez por las dos cosas, pensó Bell.
— Se me informó ayer por la mañana justo después de la hora prima —dijo la prostituta—. Pero el sacristán insistía en que el hombre provenía de mi casa y había sido asesinado el miércoles por la noche.
— Que Dios le asista, y a nosotros también —Winchester suspiró devotamente, y le hizo señas—. Ven, entra y explícame todo lo que sepas del asunto.
— Demasiado —dijo Margarita cuando la puerta se hubo cerrado tras ellos. Se quitó el velo—. Me he metido en problemas.
— El asesinato no es un pequeño problema —contestó bruscamente el obispo.
— Oh no, señor mío. Mis chicas y yo no tuvimos nada que ver con la muerte del hombre. Si el muerto es quien yo creo que es, salió de la Old Priory Guesthouse con todas sus pertenencias, sano y feliz, y muy complacido con su diversión, pero… —se mordió el labio y tomó aire—. Pero mentí acerca de que hubiera estado en mi casa disfrutando de los placeres con una de mis mujeres. Lo siento mucho, señor. Estaba asustada y perdí la paciencia con el hermano Paulinus. Yo sabía que ninguna de nosotras había hecho ningún daño al señor Baldassare.
— ¿Quién? —gritó Henry de Winchester—. ¿Cómo has dicho que se llamaba el hombre?
— Me dijo que se llamaba Baldassare de Florencia, señor, cuando llegó a mi casa. Y él es el único que podría haber salido de mi casa y haber sufrido algún daño. Si alguno de mis otros clientes no hubieran llegado bien a su casa, alguien hubiera venido a preguntar por ellos.
— Baldassare —suspiró el obispo.
Era evidente que el obispo estaba muy angustiado. Margarita abandonó la intención de explicarle por qué sabía que era su cliente el que estaba muerto, sin tener que admitir que Sabina lo había reconocido.
— ¿Lo conocía, señor? —preguntó.
— Me temo que sí. ¿Llevaba algo?
— Llevaba alforjas en su caballo, llevaba un bolso y una bolsa. Pero se lo llevó todo consigo. Sabina le recordó que revisara todo bien. No era un cliente habitual, sabe, y no queríamos ser acusadas si se olvidaba algo. Y después de que el hermano Paulinus nos dijera que estaba muerto, volvimos a mirar minuciosamente.
— ¿Por qué mentiste al hermano Paulinus si eres inocente?
— ¿Inocente? ¿Ante el hermano Paulinus? El ya había decidido que yo había asesinado al señor Baldassare, y cuando le pregunté por qué iba yo a hacer una cosa tan horrible, que arruinaría mi negocio y mi reputación, dijo que estaba poseída por el demonio y que no podía soportar que un hombre limpiase sus pecados.
— ¿El sacristán dijo que cometiste un asesinato para evitar que un hombre confesase sus pecados? —los labios del obispo se movieron nerviosamente.
— Sí. El hermano Paulinus dijo que lo seguí y lo maté para que se quedara manchado con mi pecado. Señor, sé que mi oficio es pecaminoso; pero si mis clientes no se sintiesen cómodos, los perdería. Por eso mis chicas y yo siempre hemos animado a los que se sienten culpables a que visiten la iglesia para aliviar sus conciencias. Y el prior nunca fue demasiado duro con ellos. Aunque tiene un alma pura, entiende que los demás puedan ser frágiles, y que pequen y luego se arrepientan. Nunca hemos cometido ninguna atrocidad.
— Es cierto —una débil sonrisa asomó en los labios del obispo—. Pero eso no explica tu mentira.
Margarita suspiró. Bueno, al principio no entendía de qué me hablaba el sacristán. No paraba de gritarme que confesase mi crimen, y que era culpa del prior por su indulgencia. Para empezar, yo no había cometido ningún crimen. La prostitución puede que sea un pecado, pero no es un crimen en Southwark. Y segundo, no iba a admitir ningún pecado, cuando dejó tan claro que iba a acusar al prior de haber causado la falta. Para entonces, yo ya estaba indignada, y cuando mencionó el asesinato, por supuesto lo negué y cualquier conocimiento acerca de él. No habíamos hecho daño a ningún hombre. Todos nuestros clientes estaban sanos.
El obispo levantó su mano.
— Sí, ya veo. Una vez que lo negaste, tuviste miedo de admitir que el hombre había estado contigo.
— Sí, pero ¿cómo podía estar segura de que el hombre que estaba muerto era el que había estado con nosotras? El hermano Paulinus no me dijo nada, excepto que el portero decía que el hombre no había pasado por la puerta delantera del convento. Por eso, el sacristán asumió que tendría que haber pasado por la puerta entre nuestra casa y el cementerio, pero yo no podía estar segura…
Henry de Winchester sacudió la cabeza.
— Pero ahora pareces estar segura. No, no contestes a eso. Empieza por el principio y cuéntame como Baldassare de Florencia visitó tu casa.
— Debido a que viajó de Roma a Londres con un travieso estudiante del priorato, Richard de Beaumeis.
Dudó unos instantes, pues una sombra negra cubrió la cara del obispo, pero él le hizo señas para que continuara, y le contó toda la historia tal como pasó, excepto el asunto de la bolsa del cuarto de Sabina. Al final, incluso le contó acerca del caballo y cómo Sabina tropezó con el cuerpo, temiendo contar la menor mentira en su historia.
— Y luego el sacristán nos interrogó a cada una por separado —dijo llegando al final de la historia—, pero se puso furioso cuando ninguna de nosotras admitió el asesinato. Dijo que nos colgaría a todas y, como dije antes, que todo había sido culpa del prior. El padre Benin es un buen hombre, realmente santo.
— Lo sé. —Dijo Winchester—. Y también sé que soporta vuestra presencia en la Old Priory Guesthouse con más tolerancia que el hermano Paulinus, que ansia el puesto del prior.
Margarita sonrió y sacudió la cabeza.
— Lo siento, señor. Debería haber sabido que usted lo entendería sin mi intromisión. —Entonces suspiró—. Pero si el hermano Paulinus se saliera con la suya, me temo que no nos podríamos quedar en la Old Priory Guesthouse.
— Lo sé. —El obispo hizo una mueca—. El sacristán es un tonto. No tiene compasión, ni sentido común. La lujuria está mal, pero si está contenida en un lugar, no contamina a toda la sociedad. Esto ya lo sabían los antiguos, y buscaban alivio para los jóvenes. Horacio, en su Primer Sátiro, defiende el uso de los burdeles, y como los hombres no han cambiado, si no es para peor, no sé qué pasaría sin ellos. —Sacudió la cabeza—. Si hombres tan poderosos e impíos como William de Ypres no tuvieran válvula de escape para su lujuria, tal vez la descargasen en hermanas inocentes, esposas e hijas, y las mancillaría como a ellos mismos.
Margarita había oído esto en más de una ocasión, y no iba a discutirlo, ya que era una fuerte defensa de su tipo de vida, pero Henry de Winchester era un hombre muy inteligente, y no pudo evitar discutirle.
— Pero las prostitutas no son lujuriosas, señor —dijo sonriendo—. Para una prostituta, fornicar es parte de su trabajo, por lo que es pagada, de la misma manera que un tejedor es pagado por un trozo de tela. De la misma manera que un yunque soporta los martilleos de un herrero, con tan poca emoción o placer, una prostituta acepta al hombre que la usa.
Winchester se sonrojó ligeramente. El respetaba las reglas: era abstemio en la comida y la bebida y nunca había tocado a una mujer. Margarita no sabía si alguna vez había estado con una mujer, pero si así fuera, debió ser cuando era muy joven y no estaba consagrado como sacerdote.
— Eso no es lo que se dice un precepto teológico —dijo él.
— No —rió Margarita—. Eso se lo dice una prostituta por propia experiencia, señor. Le aseguro que nunca he sentido lujuria por un hombre, y tan pronto como me fue posible, dejé de recibirlos. Me temo que sus autoridades dicen eso, más por el deseo de los hombres de justificarse, que por la verdad. Todos somos pecadores, señor, pero las prostitutas más que nadie, están libres del pecado de la lujuria.
Henry apartó la mirada y dijo:
— Ellas cometen el acto de la lujuria.
— Sí, señor —Margarita suspiró. No valía la pena seguir defendiendo su punto de vista, y tal vez estropear la amistad del obispo. Tal vez pensara en lo que le había dicho y tuviera un poco de compasión para sus pobres hermanas; o tal vez no—. Y en lo que se refiere a William de Ypres —dijo ella—, tiene razón. William no es un hombre paciente o tierno, pero siempre ha sido muy amable conmigo. No le gusta que le corrijan. Preferiría ver quemarse el priorato que prescindir de sus satisfacciones, si el hermano Paulinus lo sermoneara. Seguramente luego lo lamentaría, pero…
Winchester se rió, y luego se puso serio.
— Yo no condeno los pecados. No me gusta lo que haces, Margarita. Y no me gusta mi parte en ello —soltó un pequeño gruñido burlón—. De todos modos, me gusta el alquiler que pagas. Pero no es por el alquiler que hago la vista gorda con tu oficio. Creo que sería peor si grandes hombres como William buscaran a la fuerza lo que desean. Habría grandes disputas. Guerra. La destrucción de toda esperanza de paz y orden en la que los hombres pudieran contemplar a Dios.
— Los hombres sencillos también necesitan una válvula de escape, señor. Si no existieran los burdeles comunes, habrían muchas más mujeres honestas violadas.
El obispo suspiró.
— Eso también es verdad. Pero el cuerpo y el alma están en peligro; hay hombres que mueren en los burdeles o alrededor de ellos.
— ¡Pero no en mi casa o alrededor de mi casa! —dijo Margarita firmemente—. Ese es el motivo por el que mis clientes pagan una suma mucho mayor que la de los burdeles comunes, porque saben que sus personas, sus bolsas y sus secretos están seguras con nosotras. Somos pecadoras de la carne, pero no de otro tipo.
— Eso he oído de mi alguacil, y también del sheriff. Tu casa tiene una buena reputación. No ha habido ni una sola queja contra ti, al menos de hombres que han usado tus servicios. Ha habido algunas quejas de aquellos que no han sido recibidos.
¿Quién? Se preguntó Margarita preocupada. ¿Quién se había quejado de ella? Pero no se permitió pensar en eso ahora. Lo mantendría en mente. Sentía un vacío. ¿No sería alguien que la quería injuriar el que había matado a Baldassare?
Se quitó la idea de la cabeza.
— Cuando me ofreció la casa, le prometí que no habría ruidos, ni reyertas, ni escándalos de ningún tipo. Aquellos que han sido rechazados son hombres que pegarían a mis chicas, desearían cosas antinaturales, molestarían a mis otros clientes con su embriaguez, o causarían disturbios en la calle.
— Estoy de acuerdo en que es por tu propio interés tener una casa tranquila y ordenada. Pero, hasta dónde llegarías para…
— ¡No tan lejos como el asesinato, mi señor! —exclamó Margarita indignada—. Y no mataría a un hombre como el señor Baldassare. Mi chica, Sabina, lloró cuando se enteró de que estaba muerto. Dijo que era tierno y alegre. Eso significa mucho para gente como nosotras, dijo que era injusto que el asesino escapase sin culpa, mientras se echaba la culpa a la cabeza de turco más fácil. Juro por mi vida, y por el alma que pueda redimir por mí arrepentimiento, que ni yo ni nadie de mi casa es culpable de esta abominación.
El obispo la miró durante un largo rato, y finalmente asintió lentamente con la cabeza.
— Creo que dices la verdad. No creo que seas culpable. Yo conocía al señor Baldassare, y teniendo en cuenta su carácter y su actitud, no hay nada que pudiera hacer para causar vuestra ira. Pero otros… —se detuvo y bajó sus ojos hacia sus manos, una de las cuales todavía aguantaba la carta que llevaba—. Otros… sí. Tal vez Baldassare llevaba consigo algo por lo que algunos matarían.
Margarita hizo un esfuerzo para que su cara no cambiara. Sospechaba que el obispo había adivinado que ella sabía que Baldassare era un mensajero papal, y que sabía lo que llevaba. Deseaba con todo su corazón poder hablarle de la bolsa, y de dónde estaba. Pero confesarlo no le iba a hacer ningún bien a Henry de Winchester.
En ese momento su expresión no importaba mucho, porque cuando el obispo dijo la última frase, estaba mirando a sus manos, o a la carta, o a su anillo. Su mirada se elevó, pero no hacia ella; su mirada pasó de largo hacia la puerta, y su cara tenía una expresión de ansiedad que se tornó de firme resolución. Entonces la miró, y sus labios mostraron una expresión cínica. Margarita lo miró con una mirada inocente, pero interiormente sufrió un escalofrío. El obispo sabía que William de Ypres usaba la Old Priory Guesthouse para otros motivos que mitigar su lujuria. ¿Se preguntaría si otros la usaban para motivos políticos que podrían haber causado la muerte de Baldassare de Florencia?
Con los ojos fijos en ella, añadió:
— No, no creo que tú o ninguna de tus chicas apuñalara a Baldassare, pero fue de tu casa de donde salió y encontró la muerte. Desde tu casa debemos buscar al asesino.