CAPÍTULO 09
21 de abril de 1139
Old Priory Guesthouse
La imagen de comida caliente, comodidad y hospitalidad todavía estaba fresca en la mente de Bell cuando llamó a la campana de la puerta. Al no obtener respuesta, apretó los dientes y volvió a llamar más fuerte. Sin duda estaba ejerciendo su oficio y no quería ser molestada, pero eso no significaba nada para él. Estaba a punto de llamar a la campana por tercera vez, cuando vio abrirse la puerta de la casa. Margarita se movía lentamente hacia la entrada, pero estaba completamente vestida, y no cubierta por un camisón abrochado rápidamente.
— ¡Sir Bellamy! —exclamó en cuanto pudo distinguir su cara—. No esperaba verlo otra vez hoy, pero estoy muy contenta de que haya venido. Tengo noticias muy interesantes para usted.
— Siento molestarla cuando está ocupada —dijo fríamente.
— Estaba bordando, pero desde la muerte de Baldassare soy reacia a contestar la campana si ya se encuentran en casa todos los clientes que espero. Pase, sir Bellamy.
Él la siguió, casi sin poder hablar; se había olvidado de lo bella que era. Entonces dijo:
— Ya que tenemos que trabajar juntos para resolver este asesinato, ¿por qué no me llama Bell, que es como estoy acostumbrado que me llamen?
Ella le devolvió la mirada por encima del hombro con una sonrisa encantadora.
— Muy bien. Me gusta.
— ¿A pesar de que no le gusta contestar a la puerta? ¿Has pensado alguna vez en quitar la cuerda de la campana para que no llamen?
Ella rió.
— Muchas veces, se lo aseguro, pero tengo un negocio, y no es un juego. No me puedo permitir rechazar ninguna clientela o molestar a los clientes que desean ser atendidos sin tener cita previa. El obispo nos favorece, pero sólo mientras pague mi alquiler.
Cuando estuvieron dentro de la casa, le señaló los taburetes vacíos que estaban cerca del fuego, mientras ella se sentaba en su sitio. Bell era consciente del peso de su bolsa junto a su muslo, y se sentía incómodo recordando cómo a pesar de jurarse que no lo haría, había ido a su habitación a buscar más dinero de su baúl. El la miró, pero ella estaba mirando fijamente a la tira de tela que estaba bordando. El tenía dinero. Podría tenerla si quería.
— ¿Dices que tenías noticias? —preguntó apresuradamente.
— Sí. —Levantó la mirada, y como si hubiera tomado una decisión, dejó de lado su bordado, y juntó las manos sobre su regazo—. ¿Viste al hombre que entró mientras estabas en el establo?
— Sí. Espero que no tuviera que apartar la mirada. De hecho, lo conozco.
— Ya me lo imaginaba, porque el señor Buchuinte fue juez de Londres hasta el año pasado. Y más relativo a nuestros asuntos, era amigo del señor Baldassare. Me contó que provenían de la misma ciudad de Italia, y que fue a su casa donde se dirigió el señor Baldassare desde su barco.
— ¿Así que Baldassare llegó el miércoles?
Margarita asintió y le repitió lo que Buchuinte le había contado acerca de que Baldassare había llegado tarde, y que tenía una cita esa misma noche. Bell escuchaba en silencio, y tan sólo la detuvo cuando mencionó al compañero de viaje de Baldassare.
— Beaumeis. Sí. Ya lo habías mencionado antes. Fue quien envió a Baldassare aquí, ¿no?
— Como una broma. Estoy segura de que Baldassare no venía a visitar un prostíbulo. Beaumeis le dijo que era la posada del obispo de Winchester. Yo estaba muy molesta. Es como si Beaumeis hubiera querido manchar la reputación de Winchester. Pero yo creo que Baldassare vino aquí porque su cita era en la iglesia. No lo dijo, pero me preguntó si había un atajo desde la casa a la iglesia, y cuando le dije que sí, entonces me preguntó si se podía quedar a pasar la noche.
— Aunque tuviera una cita allí, no se lo hubiera dicho a una prostituta.
En cuanto las palabras salieron de su boca, Bell lamentó haberlas dicho. Estaba enfadado consigo mismo, porque su deseo por Margarita no se aplacaba, pero eso no era ninguna razón para insultarla. Sin embargo, Margarita ni se inmutó. Sus cejas se movieron ligeramente, pero entonces sonrió.
— Estaría sorprendido de lo que los hombres cuentan a las prostitutas, especialmente en las que confían, pero tiene razón, el señor Baldassare no tenía ninguna razón para confiar en mí. Y si recuerda, ni siquiera a Buchuinte, un antiguo amigo, le dijo a quién iba a ver esa noche, o lo que llevaba en la bolsa. No, le dijo a Buchuinte que iba a ver al rey.
Bell asintió.
— El papa debe haber enviado una carta, constatando su decisión acerca de que si Stephen era el rey legítimo.
— Eso es lo que dijo Somer.
— ¿Somer?
— Somer de Loo. Es un capitán a las órdenes de William de Ypres. Vino de modo inesperado, lo que fue una suerte, porque el maestro Buchuinte estaba demasiado afectado después de enterarse de la muerte de Baldassare para ir con Elsa. Y ya conoces a Elsa. —Margarita hizo una mueca, y Bell no pudo evitar reírse.
Sin embargo, todo lo que pudo decir fue:
— El obispo cree que en la bolsa de Baldassare podía haber noticias de esa decisión, pero no creo que nadie matara por eso. Casi no hay ninguna duda de que el papa ha decidido a favor de Stephen. Después de todo, fue aprobado por el legado papal, cuando Stephen reclamó el trono.
— Tal vez el obispo esté pensando como un hombre de la iglesia, y no como un soldado. Somer se preguntaba si los que mataron a Baldassare eran los «supuestos amigos» del rey o sus enemigos.
— Si es un hombre de Ypres, con «supuestos amigos», hablaríamos de Waleran, pero yo pienso como un soldado, y no puedo ver ninguna razón por la que Waleran quisiera mantener secreta la decisión del papa. Y si por alguna extraña razón el papa hubiera decidido contra Stephen, Waleran no lo podría saber; no creo que nadie hubiera venido de Roma más deprisa que Baldassare.
Como Margarita sabía que la decisión era favorable, no tenía ningún sentido seguir la conversación por ese rumbo.
— Hay una cosa que me sorprende —dijo—. Beaumeis le dijo a Baldassare que esta era la posada del obispo de Winchester, y por ella preguntó Baldassare cuando llamó a mi puerta. Sin embargo, cuando le dije que mi criada le acompañaría a la casa del obispo, dijo que no tenía que tratar ningún asunto con él.
Margarita sabía ahora que eso era mentira. Tenía que entregar la bula a Winchester, a menos… se mordió los labios para no preguntar a Bell el motivo por el cual Baldassare haría eso. ¿Es posible que fuese a entregar la bula a otra persona? ¿Para destruirla? ¿Para esconderla? No tenía ningún sentido… Sí, sí que lo tenía. Sólo había una forma de que tuviera sentido. Seguramente iba a entregar la bula al rey Stephen, para que el rey mismo se la entregara a Henry de Winchester, y así apaciguar su ira por haber pasado por encima de él al obispo de Canterbury. Y si Stephen sabía que Baldassare venía con una comisión de poder para Winchester, Waleran también lo sabría.
— Pero yo creo que sí que tenía asuntos con el obispo —dijo Bell asustándola, pues su mente estaba divagando. Margarita lo podía haber besado; ella sabía que su expresión sorprendida la hacía parecer más inocente—. ¿No sabías que el rey había pedido al papa que hiciera legado a Winchester?
— Sí lo sabía —dijo Margarita—. William me lo había dicho. El sabía que yo estaba interesada, porque le dije lo decepcionada que estaba cuando Theobald de Bec fue nombrado arzobispo en vez de Winchester.
Bell estaba sorprendido.
— ¿Por qué te puede interesar quien sea nombrado arzobispo?
— No seas tonto. Si Winchester fuera nombrado arzobispo, ¿quién se atrevería a meterse contra las prostitutas que son sus inquilinas? De lo contrario, si un hombre como el hermano Paulinus fuera nombrado arzobispo, seguramente daría orden a todos los obispos y deanes que «limpiaran las casas de corrupción». Ni siquiera un hombre como el obispo de Winchester podría negarse ante una orden del arzobispo.
— Ya veo —asintió Bell—. Podría marcar una gran diferencia para ti.
— Sí, lo tenía en mente, y cuando William pasó por aquí unos días después de Navidad el año pasado, se lo mencioné. Se comportó de forma muy extraña. Cuando le dije que yo quería que Winchester hubiera sido elegido arzobispo, me gritó porque no sabía lo que quería. No recuerdo haber visto a William tan indeciso. Dijo que si Henry de Winchester fuera arzobispo, habría dos reyes, y que la Iglesia tendría el dirigente más poderoso.
Bell silbó entre dientes ante esa afirmación.
— Yo había oído que ese era el argumento que había utilizado Waleran para convencer a Stephen de que no eligiera a su hermano. También había oído que no necesitó insistir mucho, porque Stephen se había dado cuenta de eso sin ayuda. ¿Así que Ypres estaba de acuerdo con Waleran en mantener a Winchester apartado del arzobispado?
— Yo diría que no estaba muy convencido, pero más tarde se dio cuenta de que rechazar a Winchester fue un error. Estaba muy apenado de ver lo disgustado que estaba por la traición y la ingratitud de su hermano.
Bell se encogió de hombros.
— Eso es lo que me parece a mí también.
— Pero no puede ser bueno que el rey y su hermano tengan una mala relación. Yo creo que William trataba de echar la culpa a Waleran, por supuesto que él no lo admitiría, pero esta vez Winchester aceptaba disculpas por las acciones de Stephen. De hecho, William me comentó que esas excusas parecían molestar a Winchester, como si fuera la prueba de que el rey prefería a Waleran. Yo creo que William estaba preocupado de que se distanciaran, y tal vez haya sido él quien propuso al rey que le nombrara legado como compensación.
— Muy interesante, pero no tiene nada que ver con nosotros. Volvamos a Baldassare. El obispo cree que la bula nombrándole legado también podría estar en la bolsa.
— ¡Debes tener razón! —exclamó Margarita conteniéndose la alegría. Ahora por fin, podría hacer preguntas y especular acerca de por qué alguien querría robar la bula que ella sabía que estaba en la bolsa—. ¿Pero por qué y para quién podría ser tan importante como para quitar la vida a un hombre?
Bell sacudió la cabeza.
— Nunca lo he entendido —contestó—. Y respecto al «quién», sólo hay dos personas que se me ocurran: Waleran y Theobald de Bec.
— ¿El arzobispo? —preguntó suavemente Margarita—. Pero si ni siquiera está en Inglaterra.
Bell sonrió.
— A Winchester tampoco le gustó la idea. Me interrumpió cuando lo sugerí, pero yo no quise decir, que aunque hubiera estado en Inglaterra, Theobald hubiera usado el cuchillo directamente. —Se encogió de hombros—. No sé nada acerca de ese hombre; tal vez sea un santo y no le importe, pero teniendo un legado por encima de él antes de que pueda establecer su autoridad ante sus obispos subordinados, puede socavar esa autoridad. Y, después de todo, el arzobispo no tiene por qué estar directamente implicado. Cuando supo de la bula, tal vez se podría haber lamentado, sin ninguna intención de causar violencia o desobediencia contra los designios del papa, sino tan sólo como expresión de su decepción.
— ¿Y alguien se lo tomó literalmente, y decidió interceptarla y destruirla? —Ahora fue el turno de Margarita de encogerse de hombros—. Pero todos aquellos que lo puedan haber oído están con él en Roma. Tú mismo has dicho que no creías que nadie pudiera haber viajado más rápido que Baldassare de Roma a Londres.
— ¿Has olvidado que había alguien de la casa del obispo que viajaba con Baldassare?
— ¿Beaumeis? —sonrió Margarita—. Richard de Beaumeis es demasiado egoísta e indulgente como para matar a alguien por una causa que no sea la suya propia. Puedo imaginar que robase la bula si creyera que le supondría el favor del arzobispo, pero no estoy tan segura de que tenga el valor suficiente para ser violento. Además, ¿no te he mencionado que Buchuinte dice que Beaumeis se fue de su casa mucho antes que Baldassare, antes de la cena, para dirigirse a Canterbury a hacer un encargo del arzobispo?
— ¿Tal vez Beaumeis haya enviado un mensaje a alguien antes de que se fuera de la ciudad?
— ¿Quieres decir contratar a alguien para matar a Baldassare en su lugar? —Margarita frunció el ceño—Tal vez sea lo suficientemente estúpido para eso, pero no creo que tenga el dinero.
— El arzobispo… —al ver su expresión, sonrió—. No importa. Un extraño no lo pudo haber hecho. Recuerda que el asesino tuvo que haber estado dentro del priorato antes de que las puertas se cerraran.
— Casi se me olvida —suspiró Margarita.
Bell frunció el ceño.
— Tu muro y tu puerta cierran perfectamente. ¿Quién podría saber que la puerta no se cierra hasta el anochecer?
— No estoy segura. —Margarita bajó la mirada pensativamente—. Siempre alguien abre la puerta cuando suena la campana, por lo que cualquiera podría asumir que la puerta está cerrada, pero también se podrían dar cuenta de que no hay ningún sonido de un cierre ni de barras. Me imagino que todos mis clientes lo saben. —Se encogió de hombros y suspiró—. Supongo que necesitarás una lista de sus nombres. He hecho una, pero la sospecha de la mayoría resulta ridícula. No les puede importar lo más mínimo, que el obispo sea nombrado legado. Y no cambia el hecho de que ninguno de los dos que has mencionado que podrían sacar provecho de evitar que la bula fuese entregada están lo suficientemente cerca. Los que escogieron a Theobald están en Canterbury, y Waleran de Meulan está con el rey en Nottingham.
— Hugh le Poer, el hermano pequeño de Waleran, está tan cerca como la Torre de Montfichet. Vino de Bedford justo después de Pascua.
— ¿Sabes por qué?
Bell sacudió la cabeza.
— Sólo sé por casualidad que está aquí. Fui a hablar con el archidiácono de St. Paul y casi fui arrollado por el grupo de Hugh que salía de la puerta de Montfichet. El archidiácono me lo dijo cuando llegó. Le pregunté por qué Hugh le Poer no es amigo de Winchester. No le gusta ni confía en el obispo, a pesar de que fue Winchester quien convenció a Miles de Beauchamp de que cediese el castillo de Bedford para que Stephen se lo otorgase a Hugh. Hugh cree que antes de que firmara la tregua, Winchester hizo jurar a Stephen, que si Miles cedía, no le daría la baronía o la mayor parte de la finca a Hugh.
— El rey debía saber que un mensajero papal estaba en camino, y si él lo sabía, Waleran de Meulan lo sabía. ¿Crees que Hugh vino a vigilar la llegada del mensajero del papa?
— Es posible —dijo Bell—. ¿Pero por qué? No puedo entender que Waleran tenga ningún interés en fortalecer a Theobald, y si no lo tiene Waleran, tampoco lo tendría Hugh. De hecho, estoy seguro de que prefieren un arzobispo débil. Seguramente escogieron a Theobald porque no era Henry de Winchester, más que por ser Theobald de Bec.
— Eso creía también William —asintió Margarita. Ella notó cómo se le tensaban los labios. Algo le había molestado. Seguramente tan sólo recordar cómo había prescindido de su amo; bueno, de hecho él lo había mencionado, no ella, y no se podía enfadar por eso—. Y puedo comprender —continuó—, que Waleran y su gente no puedan querer que nombren legado a Winchester, pero no creo que valiera la pena matar a un mensajero papal por el sólo hecho de retrasar unos meses la entrega de la bula.
— Siempre volvemos al mismo punto —dijo Bell. ¿Por qué matar a Baldassare? Supongo que por lo que dijiste esta mañana, que fue asesinado precisamente porque conocía a su asesino; tiene que ser la respuesta, pero…
Se calló de golpe, al oír abrirse una puerta y las risas de un hombre entremezcladas con las de una mujer. A continuación se cerró la puerta y los pasos se dirigieron al pasillo en dirección a la cocina.
— Debe ser Elsa yendo a buscar algo de comer para ella y Somer. Él se va a quedar a pasar la noche y se dirigirá a Rochester mañana para llevarle a William las noticias del señor Baldassare. —Dudó unos instantes, pero luego continuó—. Voy a informar a William de todo lo que yo sé, pero creo que estarás de acuerdo conmigo en que debo contarle también todo lo que hemos estado hablando.
Continuó explicando los motivos por los que creía importante que William de Ypres lo supiera todo, pero Bell ya no la escuchaba. Estaba consumido por un ataque de celos. ¡Ramera!
Mientras estaban hablando, ella actuaba como si él fuera el único hombre de la tierra, el único hombre importante para ella, pero esto era sólo para conseguir información para otro. Se volvieron a oír los pasos de Elsa; la puerta se abrió y se cerró. La mano de Bell se dirigió a su bolsa.
— ¿Cuánto? —preguntó.
Como había estado absorta en sus explicaciones —y cada vez más al ver cómo se iba frunciendo el ceño de Bell, y creía que tenía que convencerlo de que William de Ypres sería un buen aliado en ayudarles a descubrir quién mató a Baldassare—, Margarita no tenía ni idea de lo que significaba su pregunta.
— ¿Cuánto vale qué? —preguntó desconcertada.
— ¿Cuánto por pasar la noche en tu cama?
Margarita se quedó boquiabierta. Estaba atónita. Al desistir de la idea de que Bell le exigiría sus servicios como soborno, había apartado de su mente el problema de su oficio al hablar con él, y se había concentrado en hablar de la muerte de Baldassare.
— Eso es imposible —dijo—. No puedes intentar resolver un asesinato del que yo he sido acusada, y a la vez acostarte conmigo. Todo el mundo se burlaría de cualquier solución que presentases, diciendo que acusabas a otra persona para cubrir mi culpabilidad.
— De todas maneras ya lo están diciendo —contestó bruscamente—. Y lo van a continuar diciendo, no importa lo puro que sea, así que, ¿por qué no puedo tener lo que deseo?
Ella sacudió la cabeza aturdida. Bell le había gustado y confiaba en él, y había recibido con agrado lo que parecía una alianza amistosa. Ella pensaba que era justo y honesto; por el contrario, era peor que los demás. La mayoría lo exigían inmediatamente, abiertamente; él le había ofrecido una alianza y luego había abusado de su confianza para exigirle su cuerpo como soborno… y entonces se dio cuenta de que le había preguntado su precio. No le había exigido sus servicios como soborno. Le había pedido su precio.
La vergüenza le hizo enrojecer el rostro. ¿Vergüenza? ¿De qué tenía que estar avergonzada? Ella era una prostituta. Y ser una prostituta le había proporcionado la libertad, ahora que por fin se había ganado una posición en la que podía decir no cuando lo deseaba. ¿Qué le estaba pasando? Desde hacía casi diez años no le había avergonzado en absoluto que un hombre le preguntara su precio; al contrario, le había divertido, ya que eran sus chicas las que hacían todo el trabajo.
— Oh, discúlpame —dijo ella—. Qué tonta he sido por pensar que venías aquí por los asuntos del obispo, en vez de por los tuyos propios. —Esbozó una ligera sonrisa—. Qué estúpida soy, hablando de la muerte y de William y no haberte dado una oportunidad…
— ¿Cuánto?
Su voz era un gruñido sordo y brusco, los ojos fijos, furioso, y su cara más roja de lo que ella creía que estaba la suya. Margarita se notó palidecer. Bajó la mano hacia la cesta que había junto a su taburete, y cogió un pequeño cuchillo que utilizaba para cortar hilos. No era un arma, pero la idea de ser pinchado por él, casi siempre sorprendía al atacante lo suficiente como para que pudiera gritar y soltarse. En la cocina había armas suficientes, y Dulcie para ayudarla, y un grito también atraería a Somer de Loo, y seguramente a otros clientes que acudirían en su rescate.
— A esta hora son cinco peniques —dijo tratando de mantener la voz serena—, pero eso incluye la cena, desayuno y entretenimiento durante toda la noche. Sin embargo —Margarita cogió firmemente el cuchillo y se aseguró de que no estaba liado en ninguna madeja de hilo—, tendrías que esperar hasta que Letice o Sabina quedasen libres. Siento decepcionarte, pero yo ya no cojo clientes.
Él parpadeó como si le hubieran dado una bofetada, y aclaró su garganta.
— ¿Ya no coges clientes?
Para sorpresa de Margarita, la pregunta no surgió como un grito de furia por su rechazo. Su voz estaba tranquila, y el color iba desapareciendo de su cara.
— No desde hace muchos años —Margarita le aseguró. La última cosa que quería era que volviera a indignarse porque pensaba que ella no lo encontraba atractivo o que lo estaba rechazando por algún otro motivo personal—. No desde que Elsa y las otras chicas vinieron a trabajar para mí. No disfruto en absoluto, aunque me gusta dirigir este sitio. Y me he encargado de escoger chicas a las que les guste su trabajo. Letice y Sabina te proporcionarán mucho más placer que yo.
El sonrió lentamente, una verdadera sonrisa, y no un mero rictus en sus labios.
— Te lo agradezco, pero no tengo ningún deseo de acostarme con ninguna de tus chicas. No deseo un alivio de la carne, sino a ti.
Margarita, que se había relajado cuando él se tranquilizó, se volvió a poner tensa.
— Es inútil desearme. Yo ya no vendo mi cuerpo a ningún hombre que me pague, y no tengo ninguna otra razón para acostarme contigo.
Todavía sonriendo, preguntó.
— ¿Estás segura de que no podría darte una razón?
La sensualidad de su sonrisa y su voz indicaban que no se trataba de ninguna amenaza, sino de una promesa. No pudo evitar sonreír, y soltar su pequeño cuchillo, sorprendida por el interés que le suscitaba. Era un buen hombre, fuerte, y no tan viejo y brutal como William de Ypres. Sería un buen amante, incluso uno que la podría satisfacer, si la seguridad en sí mismo no era un autoengaño. Estaba tentada a descubrir si era cierto, pero mientras lo pensaba, un miedo paralizante la invadió. El la quería a ella, no a una prostituta. Por esa senda corría la muerte de dos hombres. Ella sacudió la cabeza.
— Sí, estoy segura. —La mirada que reemplazó su sonrisa le hizo levantar la mano apaciguadora—. Por favor, no te ofendas. No veo nada malo en ti; al contrario, eres muy atractivo. Eres limpio y agradable de ver, con una mente inteligente y un bonito cuerpo. Me deseas a mí como persona, y no como pura satisfacción personal con una prostituta, lo que es halagador, pero de todas formas, no despiertas ningún deseo en mí.
— No te creo —dijo sonriendo de nuevo.
Margarita resistió el impulso de apartar la mirada, y se preguntaba si él había notado algo en su rostro. Ella pensaba que había controlado su expresión, pero en ese instante, a pesar de acordarse del peligro, su última afirmación era una enorme mentira. Ella no quería mentir a Bell, pero lo hacía por su propia seguridad.
— Si no me quieres creer no me creas —insistió ella—. Pero lo que digo es verdad. Como ya le dije al obispo esta mañana, las prostitutas casi nunca cometen el pecado de la lujuria. Algunas comienzan porque disfrutan del trabajo, y luego dejan de hacerlo. Pero la prostitución nunca fue mi elección. Te lo aseguro, ahora que no necesito abrir mis piernas para no morirme de hambre, no debo ser tentada.
La sonrisa desapareció. La zafiedad de sus palabras le disgustaron, tal como ella pretendía.
— Entonces debes haber ofrecido una mala recompensa por lo que se te pagaba cuando ejercías el oficio —dijo Bell con rencor.
— Desde luego nunca pude ofrecer lo que ofrece Elsa. —Margarita no pudo evitar sonreír—. Por eso es que muchos hombres vuelven una vez tras otra para estar con ella, aunque su conversación deje mucho que desear. —Entonces tuvo un deje de orgullo, y sin pensar añadió—. Sin embargo, tenía bastantes clientes, así que si no era por mi entusiasmo en el amor, tal vez ofrecía otro tipo de placeres.
— Pero no me los quieres ofrecer a mí.
— No —dijo firmemente.
Margarita se preparó, pero Bell estaba sonriendo de nuevo. Debería haber estado más furioso por este rechazo, que por el primero cuando ella no comprendió su pregunta acerca de cuánto cobraba; en vez de eso parecía satisfecho; Margarita no entendía su actitud. Era como si él quisiera que lo rechazase. Pero si fuera así… no, ahora no tenía tiempo de pensar en algo tan complicado. El empezó a reír y ella decidió relativizar.
— Por lo menos ahora no. Ya dices que estás siendo acusado de protegernos, pero tengo la impresión de que eres un mal mentiroso. Si te preguntaran ahora si has disfrutado de alguno de nuestros favores y contestaras que no, no habría ninguna duda en tu cara, ningún color en tu cara, ni un movimiento de tu mano u hombro para delatarte.
— ¡Qué tontería! —contestó con una mueca—. Aún demostraría más signos de angustia ahora por mi deseo insatisfecho, pues si ya estuviera satisfecho sólo demostraría hastío.
Margarita arqueó las cejas.
— ¿Me ofreces hastío para tentarme a satisfacer tu deseo?
— No hastío de ti, sino por mí, por rendirme a la debilidad. —Soltó una risita—. Pero no creo que sintiera eso. No creo en absoluto que desearte sea una debilidad. Al contrario, creo que hay que ser muy temerario.
Antes de que pudiera controlar su reacción, Margarita bajó la mirada. Furiosa consigo misma, levantó la mirada inmediatamente, pero sabía que Bell había notado su reacción a la lisonja. Lo miró con desafío.
— No lo dignifiques con esa descripción. Desearme es simplemente estúpido, no un acto temerario.
Cuando le iba a contestar, se abrió otra puerta. Esta vez los pasos de dos personas se dirigían por el pasillo hacia la puerta trasera. Bell miró por encima del hombro y vio que la luz que entraba a través de la ventana era más oscura. Frunció el ceño, pensando en pedirle compartir su cena, pero decidió no echar más leña al fuego acerca de las sospechas sobre su relación con Margarita y sus chicas. Se levantó, y a continuación se inclinó para tocar su cara.
— Por ahora me rindo al marcharme, cogiendo como excusa para mi visita la lista de clientes que me has preparado, pero no creas que me he rendido para siempre.