CAPÍTULO 18

27 de abril de 1139

Iglesia de St. Mary Overy

Fue William en persona quien acudió, entrando por la puerta principal como si se tratase de otra de sus propiedades. Iba vestido con la cota de malla, y las espuelas hacían un suave ruido metálico contra el suelo de piedra. Atraída por el ruido, Margarita le dirigió una mirada y se dio la vuelta furiosa. Le dijo a Sabina, que estaba arrodillada en el pasillo central del presbiterio, cerca de la pared contraria en la que se encontraba la escultura de san Cristóbal.

— ¿Notas el borde del primer escalón de la mampostería? Pues limpia a lo largo de él hasta llegar a la nave. Le preguntaré al prior si quiere que continuemos o que nos dirijamos al otro lado del presbiterio.

— Lo puedo notar. No me dejaré ningún trozo. Lo prometo.

— Ya sé que no, cariño. ¿Tienes tu cojín para arrodillarte?

Sabina contestó, Margarita esperó que afirmativamente, pero realmente no la escuchaba. Estaba furiosa con William. Se imaginaba que su carta lo convencería de que ella había escondido la bolsa en la iglesia, pero no esperaba que apareciese vestido y listo para llevársela al rey en cuanto apareciera. ¿Que se creía que ella la iba a encontrar y se la iba a dar directamente a él?

Sin volverle a dirigir la mirada, Margarita escurrió un trapo en un cubo de agua, se subió en un taburete y empezó a limpiar la pared lo más arriba que podía. Detrás de ella, un joven novicio estaba encaramado en una escalera frotando aún más arriba, donde los arcos se curvaban para soportar el techo.

— ¡Hola pequeña! —rugió William desde el otro extremo de la iglesia—. Otro tipo de buenas obras, ¿Eh?

Margarita giró la cabeza y le saludó.

— Lord William —murmuró, pero no se bajó del taburete ni se dirigió a él.

Para su alivio, él no se dirigió a ella ni le volvió a dirigir la palabra. Continuó derecho hacia la nave, pasando por delante de ella sin volverle a mirar, dirigiéndose al estrado, donde el obispo estaba mirando al prior fregando cuidadosamente las manchas del suelo del altar, cuyo mantel había sido retirado. La caja fuerte tampoco estaba.

Cuando William les saludó, el obispo dejó de tratar de convencer al padre Benin, por cuarta o quinta vez, de que no habría manera de eliminar las manchas de la piedra, y que ya no constituían una profanación. Miró sin ninguna expresión al ruidoso recién llegado.

— Hola Winchester —gritó William—. Estaba de camino para visitar a Hugh le Poer en Montfichet, y oí el problema que ha tenido el padre prior. Estaba al otro lado del río, así que pensé que me podía pasar por aquí para ver si necesitaban alguna ayuda. Podría enviar hombres desde la Torre.

Margarita se bajó del taburete y se inclinó para lavar el trozo de pared hasta el lugar donde Sabina ya había limpiado. Se mordió el labio, sintiéndose una tonta, como le pasaba a menudo con William. Todo el mundo en Southwark sabía que William frecuentaba su casa y era su protector. Evidentemente no la podía ignorar. ¿Era necesario que la saludara, y que pasara por delante de ella como si fuera una más del gran grupo de hombres y mujeres que estaban limpiando? ¿Y por qué pensaba que no tendría una buena razón para ir vestido con la armadura? Seguramente también iría acompañado por la tropa. Eso era lógico si se dirigía a hablar con el hermano de Waleran de Meulan.

William había llegado al ábside, y el prior se sentó sobre sus talones, levantado una cara llorosa y con los ojos hinchados.

— Me temo que ni mil hombres podrían quitar esta mancha —dijo con la voz ronca de llorar.

— ¿Por qué la quiere quitar? —preguntó William sorprendido. Su áspera voz se oía por encima del ruido de los trapos golpeando la piedra y salpicando con agua—. Seguro que ya ha eliminado la contaminación del asesinato. No debería querer borrar el recuerdo de la muerte de un buen hermano. ¿No es un mártir debido al pecado de la avaricia? La sangre derramada en la batalla vuelve la tierra más rica y próspera. ¿No harán las manchas de la piedra que vuestras oraciones sean más fervientes para escapar de la tentación y para obtener misericordia?

El padre Benin parpadeó, y se quedó mirando la dura cara de William de Ypres, con su firme boca y sus fríos ojos. Lentamente, su terror y su opresión por un dolor desesperado desapareció. No había sido reconfortado por las afirmaciones del obispo de Winchester, que sabía las reglas de la iglesia como un estudiante sabe las reglas de las matemáticas, pero tenía poca fe y amor por Dios. ¡Pero esto! Un sentimiento así no podía provenir de un hombre tan brutal, al menos que estuviera inspirado por Dios. El padre Benin estuvo a punto de hacerle una pregunta, pero lord William ya había dirigido su atención al obispo de Winchester. El prior tragó sus palabras. Lo que fuera que había inspirado a lord William ya había desaparecido.

— ¿Qué ha pasado? —preguntó Ypres—. Me han contado una disparatada historia de una banda de ladrones que entraron a robar la iglesia y mataron a un monje mientras robaban la plata. ¿La han robado toda? Yo podría ayudar con un cáliz y un plato de ofrendas.

— No es tan malo como eso —dijo Winchester—. Todavía no sabemos si han robado algo. Lo que sabemos es que algunas piezas que eran de plata maciza y oro han sido reemplazadas por copias plateadas.

— ¿Copias plateadas? —repitió William. ¿Cómo es posible? La pieza verdadera tuvo que ser llevada a la persona que realizó la copia. No soy ningún orfebre, pero si la plata de St. Mary Overy es como la de mi iglesia, es muy ornamentada, y no se podría copiar en un momento. ¿No se hubiera dado cuenta el sacristán si una pieza faltaba antes de ser sustituida?

— No había pensado en eso, pero tiene razón, lord William —dijo el obispo.

— ¡Dios se apiade de nosotros!—suspiró el prior mientras se ponía en pie—. Eso quiere decir que se trata de alguien de dentro del priorato, alguien que era capaz de retirar las piezas y luego devolverlas mientras el orfebre creaba las copias, y finalmente traía las copias para reemplazar el original.

Volviendo a bajarse del taburete para empezar a fregar otra sección de la pared, Margarita tuvo que hacer un esfuerzo por mantener la expresión indiferente. ¡Ese William! Se había dado la vuelta, de modo que pudiera ver a Winchester y al prior; dando la espalda a la iglesia. Nadie parecía menos interesado en la limpieza de la iglesia, y mucho menos que esperase nada. Sin embargo, Margarita sospechaba que tenía el mismo interés en lo que había pasado con la plata de la iglesia que en lo que cenarían los monjes. Pero ese era el asunto de interés principal del obispo y del prior, y serían incapaces de hablar o especular acerca del tema. Y si ese asunto no mantenía su interés, estaba segura de que William tendría otro preparado.

Por suerte, no hizo falta sacar otro tema de conversación. El padre Benin no se hubiera dado cuenta, pero Winchester se hubiera olido algo si William tardase mucho en marcharse una vez que la discusión acerca del robo hubiera finalizado. Cuando comenzó a limpiar otra franja de la pared, Margarita se encontró apresurando mentalmente a los trabajadores del otro lado, para que fueran menos escrupulosos y más rápidos. Sin embargo, esto no tuvo el más mínimo efecto, antes de que el prior hubiera acabado de explicar el descubrimiento de las copias, el novicio que lavaba la pared contraria, movió su escalera junto a la escultura de san Cristóbal. Sacó su trapo, subió tres escalones, y dio un grito de sorpresa, diciendo que había algo entre el Niño Jesús y la Virgen.

Margarita hubiera dado un grito de alegría; William simplemente pasó su mirada del prior, que en ese momento estaba hablando, a Winchester. Fue el obispo, quien se giró rápidamente, bajó del estrado y cuando vio lo que el muchacho sacaba del hueco de detrás del Niño Jesús, empezó a correr hasta los pies de la escalera. Para entonces, todo el mundo que se encontraba en la iglesia había dejado de trabajar para mirar, y ya no había peligro de que Margarita se girase y mirase como los demás.

El prior y William habían seguido a Winchester y se encontraban junto a él cuando estiró la mano para coger la bolsa de las manos del muchacho. Winchester estaba mirando el complejo nudo de las cuerdas que amarraban la bolsa, y el prior se inclinó hacia la bolsa y suspiró. —Sellada, todavía está sellada.

Por encima de sus cabezas, los ojos de William se encontraron con los de Margarita, durante un breve pero significativo momento. Entonces puso la mano sobre el brazo de Winchester y preguntó:

— ¿Tenemos derecho a abrir esto? ¿No tendríamos que llevárselo al rey?

— Este es un asunto de la Iglesia —contestó Winchester inmediatamente—. ¿Qué tiene esto que ver con el rey? Si el arzobispo… —su voz sonaba como si quisiera escupir, pero suavizó la voz y añadió— estuviera aquí, tendría derecho, pero seguramente todavía está en Roma.

— Lo que sea debe ser decidido en privado— les interrumpió el padre Benin.

William y el obispo estuvieron de acuerdo. Margarita sabía que cada uno de ellos tenía sus propios planes para el contenido de la bolsa, pero ambos se daban cuenta de que era mejor que expusieran sus argumentos en privado. Ella retomó su tarea de fregar, mientras el prior guiaba a los otros, no a la entrada de los monjes, sino a la puerta principal. Su sorpresa duró sólo un momento, antes de que se diera cuenta de que el prior quería evitar la capilla donde se encontraba el hermano Godwine, en el mismo sitio que había estado Baldassare.

Ese pensamiento le hizo sentir una punzada de remordimiento a pesar del alivio que sentía por el descubrimiento de la bolsa. Su esperanza de que el asesino se delatase, bien registrando su casa o tratando de averiguar lo que había pasado con la bolsa, no se había cumplido. Nadie había registrado después de que revolvieran el establo… excepto Bell.

Margarita tragó saliva y frotó más fuerte. No. Eso era una locura. Aunque el obispo y Bell fueran unos monstruos, ¿qué razón tenía Winchester para ordenar la muerte de Baldassare? El mensajero le hubiera entregado la bula igualmente. Y ninguno de los dos tenía ningún motivo para matar al hermano Godwine o entrometerse con la plata de la iglesia.

¿William? No, ella lo conocía bien. El podría ordenar un asesinato sin ningún remordimiento, pero podía jurar que no sabía cuándo Baldassare tenía que llegar, y tenía la esperanza, de que si le hubiera enviado noticias de la muerte del mensajero, de que Baldassare habría llegado a Rochester y aceptado su escolta hasta el rey. Y William no tenía ningún motivo más que Bell o el obispo de atacar a Godwine.

Margarita llegó hasta la parte inferior de la pared, movió su taburete, aclaró y escurrió su trapo, y comenzó a limpiar otro trozo de pared. Apenas se dio cuenta de lo que estaba haciendo. Lo único que podía pensar, era que la muerte de Godwine no tenía nada que ver con la de Baldassare. O tal vez sí. Godwine era el portero de la verja. Tal vez hubiera reconocido a alguien que entró esa noche y no había salido, o que hubiera hecho algo sospechoso. ¿No había dicho el hermano Patrie que el hermano Godwine quería rezar porque había algo que le preocupaba? ¿Pero qué tenía eso que ver con la caja fuerte? ¿La plata falsa? ¿El candelabro utilizado para matarle? Seguramente el hermano Godwine había sorprendido al ladrón y había sido asesinado por eso.

A la hora de la cena, Margarita no había hecho muchos progresos con sus pensamientos, pero más de la mitad de la iglesia había sido purificada y más ciudadanos acudían para ayudar a limpiar. Margarita reunió a sus chicas, y se las llevó a casa para comer, descansar y recibir a los clientes del día. Encontraron a Bell esperándolas, cansado y frustrado.

— Todavía no hemos podido encontrar a Beaumeis —dijo a Margarita en cuanto Dulcie se marchó a la cocina y las otras chicas se habían dirigido a sus habitaciones—. No ha aparecido ni una sola vez por su alojamiento, ni en la catedral, ni en casa de un amigo ni en sus locales favoritos.

— Tendrá una buena razón —dijo Margarita sentándose en el banco y poniendo los codos sobre la mesa—. Tal vez haya desistido de conseguir la bolsa, y cuando no la encontró en casa de Buchuinte, haya huido. Pero hay una cosa que me preocupa. No me puedo imaginar cómo ha podido conseguir las llaves del priorato. Nadie confiaba en él lo suficiente como para prestárselas, ni siquiera para que las tocase por algún recado.

— Tal vez sea cierto, pero su ausencia en su alojamiento ayer por la noche es muy sospechosa. Y Godwine le puede haber dejado entrar en el priorato. Como Godwine está muerto nunca lo sabremos. Lo más importante es que tenía buenos motivos para matar a Baldassare.

— ¿Pero cómo podría Beaumeis haber conseguido el candelabro?

— Me lo puedo imaginar. Imaginemos que Godwine fue a mirar los candelabros porque había notado algo raro. Recuerda que le dijo al hermano Patrie que estaba preocupado. Imaginemos que sacó el candelabro y lo estuviera examinado, y Beaumeis llegó con la intención de buscar la bolsa. Si el hermano Godwine hubiera estado arrodillado detrás del altar, Beaumeis no lo hubiera visto, ya que cualquier luz que llevase se hubiese mezclado con la del altar, y Godwine no hubiera visto a Beaumeis. Si el hermano Godwine se puso en pie y vio a Beaumeis, le hubiese preguntado qué hacía allí, y tal vez incluso recordase que había visto a Beaumeis después de vísperas la noche en que Baldassare fue asesinado.

— Ya veo —Margarita tuvo un escalofrío—. Si el hermano Godwine hubiera puesto el candelabro sobre el altar y hubiera preguntado a Beaumeis lo que hacía, esa rata se habría dirigido hacia el hermano Godwine pensando que le podría contar alguna mentira, pero si el hermano Godwine no estaba satisfecho y le preguntó lo que estaba haciendo en el priorato la noche que Baldassare fue asesinado, Beaumeis le pudo arrebatar el candelabro y… Ya había matado antes. He oído que cada vez resulta más fácil. —Tuvo otro escalofrío—. No me lo quiero imaginar.

— Es verdad, te lo aseguro —dijo Bell, mientras apretaba los labios—. Si Beaumeis mató a Baldassare, le hubiera resultado más fácil matar al hermano Godwine.

— ¿Crees que ha huido?

— Sí, y creo que sé dónde ha ido. He enviado a un hombre a St. Albans. El hermano Benin me dijo que Beaumeis es sobrino, el hijo de una hermana, del abad.

— Por eso le permitían tantas infracciones —exclamó Margarita—. A menudo me preguntaba por qué el prior no lo echaba. Siempre hacía trampas y se saltaba clases para venir aquí y quejarse de mis precios. —Sacudió la cabeza—. Me pregunto qué diría el abad si supiese lo que hacía Beaumeis con el dinero que le daban para sus gastos —entonces frunció el ceño—. Si está ahí, dudo que el abad se lo entregue a tu hombre.

— Le dejaré ese problema al obispo. Sé lo difícil que puede ser sacar a Beaumeis del monasterio, aunque pueda demostrar que es culpable. La Iglesia prefiere encargarse de su gente, y él ha sido ordenado diácono. De momento, sólo quiero hablar con él, y creo que el abad me lo permitirá. Sabiendo que está a salvo, puede que hasta confiese la verdad, que es lo que necesito. Yo he expuesto que él puede ser el asesino, pero no tengo ninguna prueba, excepto que estaba en el priorato cuando Baldassare fue asesinado. Todo lo demás son conjeturas.

Margarita suspiró.

— Bueno, supongo que es mejor que sea él que cualquier otro. Déjame que me vaya a lavar y a vestir. Creo que Dulcie no tardará en traer la comida.

Bell asintió.

— ¿Puedo cenar con vosotras? Quería buscar algo en un restaurante, pero tuve que informar al obispo acerca de la ausencia de Beaumeis en su alojamiento, y el resto de mi búsqueda del orfebre, así que vine aquí…

— Por supuesto. Serás bien recibido.

Sin embargo, cuando todos estuvieron sentados alrededor de la mesa, para sorpresa de todos, Elsa no pareció estar de acuerdo con ese sentimiento. Miró a Bell con el ceño fruncido y le preguntó duramente.

— ¿No te importa que ayer por la noche nos pusieras a todas en peligro?

— ¿En peligro? —Bell las miró a todas—. ¿Pasó algo anoche después de que Margarita regresase? Yo pensé que no había ningún peligro en que fuera caminando por la verja trasera. Los monjes habían rastreado el jardín.

— No pasó nada —dijo Margarita—. Llegué a casa sin ningún problema. No sé porque Elsa está diciendo eso.

— La puerta no estaba cerrada— dijo Elsa—. Tú cogiste la llave y nos dejaste en una casa abierta cuando hay un asesino suelto. Nos podría haber matado a todas en nuestras camas. Y oí voces por la noche y vi luces en el establo. Estaba muy asustada…

— ¿Alguien estuvo en el establo? —preguntó Bell fríamente.

Margarita suspiró; su secreto estaba expuesto.

— Era yo, tontorrona —giró la cabeza hacia Bell—. Envié a Tom el vigilante con un mensaje para William para informarle acerca del asesinato. No quería asustar a las demás. Supongo que el obispo te habrá dicho que se ha encontrado la bolsa.

— Sí, y William de Ypres estaba allí. —La mirada de Bell era definitivamente irónica, pero Margarita lo miró con indiferencia.

— ¿Te dijo lord Winchester lo que había en la bolsa? —preguntó—. Tengo mucha curiosidad. Hemos hablado de ello tantas veces. ¿Teníamos razón?

— Sí, de hecho teníamos razón, al menos respecto a la bula nombrando a Winchester legado. También había una carta para el rey. Por supuesto no sabemos lo que decía, pero como se trata sólo de una carta, el obispo y lord William asumieron que debe ser la confirmación de los derechos al trono de Stephen. Si el papa hubiera cambiado de opinión, seguramente hubiera mandado a uno de sus cardenales para explicar a Stephen lo que había hecho y por qué.

— ¿Y decidieron mandar la bolsa al rey? —preguntó ansiosamente, no porque le importase, pero para disimular su alivio de que le hubieran descrito los contenidos de la bolsa; ahora ya no tenía que temer mencionar lo que había en la bolsa.

— Sé que William quería que el rey diera a lord Winchester la bula, para demostrar su buena voluntad —añadió—. Espera conseguir una reconciliación entre los dos.

— Bueno, eso no lo consiguió. Yo estaba allí por casualidad, ya te lo contaré más tarde, pero lord William y el obispo finalmente decidieron repartirse el botín. Winchester se quedó la bula y lord William se quedó la carta y el resto del contenido —cartas de presentación y de crédito y algo de dinero— para llevárselo al rey.

Dulcie trajo la sopera justo en ese momento. Elsa se levantó para coger los cuencos del estante, y cuando se sentó, Margarita empezó a servir la sopa. Elsa puso el cuenco delante de Bell con tanta fuerza, que la sopa se derramó. Margarita protestó, y Elsa dijo que él no se merecía ser mimado, después de haberlas dejado en peligro. No importaba que no hubiera pasado nada malo, insistió. Eso fue suerte. No se puede dejar la seguridad a la suerte. Margarita se mordió el labio, oyendo las palabras que ella misma le había dicho. Había trabajado muy duro en enseñar a Elsa conductas de supervivencia, y ahora no se atrevía a regañarle por ellas.

Bell pareció comprenderlo, porque se disculpó mientras comía la sopa.

— Me llevé la llave —admitió—. Y me olvidé completamente. La pondré de nuevo en su gancho cuando acabe de comer. Lo tendría que haber hecho anoche, pero pensé que volvería con Margarita. No pude porque el obispo tenía trabajo para mí, y todavía no lo he acabado.

— ¿Entonces no has encontrado al orfebre? —preguntó Margarita.

Bell suspiró.

— No, estuve por todo Londres esta mañana visitando artesanos cuyo nombre empieza por S. El maestro del gremio me dio una lista, pero ninguno de ellos sabía nada del cáliz, los candelabros y patenas que han sido copiados. Incluso llamamos a los oficiales, para preguntarles si lo habían hecho fuera de su horario, como trabajo extra, después de todo sólo eran copias, pero ninguno pareció culpable o preocupado. Y Jacob Alderman jura que los moldes fueron destruidos después de que se hubiera hecho el molde. Su reputación es muy buena para dudar de su palabra, y sinceramente, también creí a todos los demás. Ninguna de sus marcas se parecía a la de las copias.

— No se parecerían si el oficial estuviera mintiendo —dijo Margarita.

— Cierto, pero dudo que estuvieran mintiendo. Un metalista no puede simplemente alquilar una habitación y hacer su trabajo allí. Los hornos y las forjas y las herramientas no son fáciles de conseguir, por lo que un oficial que desease trabajar por su cuenta debería hacerlo en el taller de su amo. De nuevo, la metalistería no es un trabajo silencioso, que un hombre pudiera hacer de hurtadillas, mientras sus compañeros aprendices y oficiales duermen.

— Cierto, pero yo nunca pensé que la letra se refería al nombre de nadie. La marca de un maestro es su nombre. Se marca para que un trabajo pueda ser identificado, para que a los que le guste su trabajo, puedan pedir piezas al mismo maestro. Yo pongo una marca en mis bordados; varios merceros la conocen y me pueden hacer encargos. Tenías razón de que pudiera tratarse de un oficial trabajando bajo la marca de su maestro, pero también puede significar algo más. La mayoría de los orfebres tienen sus talleres en Londres. ¿Y si un hombre se estableció en un sitio cercano a Londres, pero donde los alquileres son mucho más baratos? ¿No pondría un hombre así poner una S que significase Southwark?

— Hmm, sí. Ya lo habías mencionado antes. Se me había olvidado, y el obispo me dijo que probase orfebres cuyos nombres empezaran con S. Bueno, no puede haber muchos orfebres en Southwark. Me parece que probaré aquí, antes de volver a Londres.

En ese momento, Dulcie trajo una gran empanada, una bandeja llena de carne fría, y otra con rebanadas de pan untado con manteca. No habían tenido tiempo de preparar una comida caliente, pero todas tenían mucha hambre debido al duro trabajo al que no estaban acostumbradas. Nadie se quejó cuando Margarita sirvió unas generosas raciones. También dejaron de lado la conversación, mientras todos se enfrascaban en su comida.

Bell salió en cuanto hubo terminado, con Elsa siguiéndole para coger la llave que había olvidado nuevamente. Elsa regresó, tras haber colgado la llave en su lugar habitual muy orgullosa, y las otras chicas ocultaron sus sonrisas hasta que se fue a su cuarto. No resultaba fácil meter una idea en la cabeza de Elsa, pero una vez que se conseguía, como evitar cuchillos, el río y cerrar la casa, se quedaba allí para siempre. Margarita lanzó una exclamación, porque había quitado la cuerda de la campana cuando fueron a limpiar la iglesia, y había olvidado decirle a Bell que la sacara otra vez. Letice se encargó de eso, y las demás recogieron la mesa y ordenaron sus cuartos.

Apenas habían terminado cuando sonó la campana. Margarita suspiró.

— Dios sabe que espero que la iglesia pueda ser reconsagrada mañana y que esto no vuelva a pasar nunca. Me siento como si hubiéramos estado corriendo todo el día.

El cliente era el maestro Mainard de Sabina, y entró con Letice, con su capucha tirada para delante como de costumbre, de modo que no se veía su cara y amortiguó su saludo. Sabina reconoció sus pasos o su voz amortiguada, se dirigió a él enseguida y cogió su mano con verdadero afecto. Margarita les vio alejarse hacia el cuarto de Sabina, con las cabezas unidas.

— La vamos a perder —dijo suavemente a Letice—. Entre su compasión por él, y su amabilidad y pasión por ella, Sabina aceptará irse con él.

Letice ladeó la cabeza, señaló la habitación de Sabina e hizo un gesto de pregunta.

— Por supuesto que la dejaré marchar —dijo Margarita—. Si empieza a odiar su trabajo, no nos será nada útil, y creo que el maestro Mainard le dará todo lo que una mujer puede desear. Su ceguera es muy valiosa para él, y no hay muchos hombres de los que se pueda decir eso. ¿Pero de dónde voy a sacar otra Sabina?

Letice sonrió, hizo un gesto como cerrando una puerta, y luego el de otra que se abría.

Antes de que Margarita pudiera contestar, la campana sonó otra vez, e indicó a Letice que fuera a contestar. El cliente de Elsa estaba ansioso por conocer las noticias del segundo asesinato y la profanación de la iglesia. Se quedó hablando hasta que la campana sonó por tercera vez, y finalmente se dirigió a la habitación de Elsa. Margarita no tenía ningunas ganas de dar conversación a otra persona, pero Letice salió a buscar al cliente ella misma, sacudiendo las caderas y haciendo gestos sugerentes con los dedos. El cliente ni siquiera miró a Margarita, sino que siguió a Letice directamente a su cuarto, dejando a Margarita bendiciendo la amabilidad y percepción de Letice. Se quedó un momento con la mirada perdida, sabiendo que estaba demasiado cansada y agotada para trabajar, y decidió que por esta vez se permitiría un capricho y se iría a estirar un rato mientras sus chicas estaban ocupadas con sus clientes.

En cuanto se quitó los zapatos, se estiró sobre la cama y se cubrió con la colcha se quedó dormida. Las dos muertes le pesaban, haciéndole recordar amargos momentos, lo que hizo que se durmiera más profundamente. De vez en cuando, soñaba con que oía una campana, pero el ruido siempre cesaba antes de que se pudiera obligar a despertarse para ir a contestar, y siguió durmiendo apenas sin moverse.

Más tarde, cuando ya no estaba tan cansada, le pareció oír la voz de Bell diciendo su nombre, y se movió sensualmente en su cama. Sin embargo, no volvió a oír la llamada, y se volvió a quedar dormida, aunque no tan profundamente. Un poco más tarde, le pareció que alguien entraba en la habitación y trató de abrir los ojos, pero un suave resplandor le indicó que se trataba de Dulcie encendiendo su vela. Eso le preocupó, aunque no sabía por qué, y se estaba desperezando, de modo que cuando notó una mano sobre su hombro abrió los ojos sin temor.

Entonces trató de gritar, pero era demasiado tarde. La luz de la vela refulgía sobre la cuchilla de un puñal. Un instante después, un pinchazo le advertía que el puñal estaba tocando su cuello. Una voz siseó.

— ¡Shhh! ¡Cállate! Si gritas te mataré. Si me dices lo que sabes… ya veremos.