CAPÍTULO 03

20 de abril de 1139

Old Priory Guesthouse

Cuando el sacristán salió por la puerta, las cinco mujeres se quedaron paralizadas, mirando por donde había salido. Cuando cerró la puerta de un portazo, Letice se apresuró a coger a Elsa entre sus brazos, acariciando su pelo y besándola.

— ¿Por qué? —sollozaba Elsa—. ¿Por qué me ha pegado? Yo no le mentí. ¡No le mentí!

— No, mi amor —dijo Margarita—. Tú dijiste la verdad y no te merecías que te pegara. Tú eres una buena chica, y él, a pesar de sus hábitos, es un mal hombre. No llores, mi amor. Ven, lávate la cara y la boca, te daré una golosina que te quite el mal sabor. Olvídate de él.

Abrazó a Elsa, y la chica se apartó las lágrimas y sonrió.

— ¿Estás mejor? —preguntó Margarita. Elsa asintió—. ¿Te puedes lavar y vestir tú sola o quieres que Letice te ayude?

— Ya puedo yo sola.

— Muy bien, cariño. Y cuando estés lista, ve a ver a Dulcie en la cocina. Te dará un pastel de miel y leche.

La sonrisa de Elsa se hizo aún mayor y asintió con entusiasmo. Salieron de la habitación, y Margarita detuvo a Dulcie, que se había dado la vuelta, para avisarle acerca del pastel y la leche. Entonces llevó a las otras chicas a la habitación delantera.

— Ya le habéis oído —dijo ella—. Está decidido a encontrarnos culpables y creo que no solamente porque no soporte tener un prostíbulo aquí, sino que también nos quiere utilizar en contra del prior.

— Creo que tienes razón —dijo Sabina—. Y si lo consigue… —sacudió la cabeza.

— Si lo consigue, tendremos que encontrar otra casa —dijo severamente. Me gustaría saber quién es ese amigo que mencionó que era tan cercano al obispo. Pero incluso si el obispo no se pone contra nuestra, ¿de dónde sacaría el alquiler que yo le pago? Paulinus nos haría la vida imposible. Tenemos que demostrarle que está equivocado, que el muerto no provenía de esta casa.

Letice levantó sus expresivas manos, y puso cara de interrogación.

A pesar de que no había visto los gestos de Letice o su expresión se hizo eco de sus dudas.

— ¿Cómo? ¿Cómo vamos a demostrar que no estuvo aquí? ¿Es posible demostrar que algo no ha pasado?

— Primero tenemos que asegurarnos de que no hay ninguna señal del hombre ni de su caballo en la casa ni en el establo. Letice y yo limpiamos la mesa anoche, pero es necesario ir a mirar otra vez, Letice. El estuvo contigo, Sabina. ¿Estás segura de que no dejó nada en tu habitación? Recuerda, él tenía la intención de volver, así que se pudo olvidar algo, no sé, por ejemplo unos guantes o cualquier otra cosa.

— No había nada en la cama o en el baúl donde puso su ropa. Yo lo palpé todo después de que se hubo marchado, de manera que pudiera poner todo en el mismo sitio, pero… pero pasó algo extraño. Tardó mucho en quitarse la ropa.

— Seguramente estaba ahí, mirándote y admirándote —dijo Margarita, sabiendo que Sabina reconocería la sonrisa en su voz

— No —frunció el ceño—. Le oí moverse y le pregunté si quería que lo ayudara a desvestirse. Se rió y dijo que no, pero… su voz no estaba frente a mí cuando hablaba. Margarita, creo que se subió al baúl. Ahora que lo pienso otra vez, me parece que lo oí crujir. Creo… creo que estaba escondiendo algo.

— La bolsa —soltó Margarita—. No se la quitó en ningún momento ni la dejó a un lado, ni siquiera cuando estaba comiendo. Si no confiaba en el hombre con el que se iba a encontrar, pudo dejarla aquí. Seguramente pensó que no lo verías esconderla y que por lo tanto estaríamos seguras. ¿Dices que se puso de pie en el baúl?

— Creo que sí —tembló la voz de Sabina—. O tal vez lo abrió, cosa que creo menos probable, porque hubiera oído el cierre y las bisagras, supongo. De todas formas, venid tú y Letice a revisar todas mis cosas. ¿Quién sabe qué más haya podido esconder?

Margarita asintió, pero le pidió a Sabina que esperara mientras ella revisaba cuidadosamente el baúl del salón y en sus alrededores, donde la tarde anterior había colocado la capa del muerto. Seguramente cogió la capa cuando se fue a la iglesia, pero había la posibilidad que se le hubiera caído algo. No había nada, ni siquiera hilos del forro de piel que se hubiera quedado atrapado en una esquina o una astilla. Margarita movió el baúl hacia delante, pero no había nada detrás de él o en el suelo. Por entonces, Letice había regresado, e indicaba que en el establo no había ninguna señal de que hubiera habido un animal allí.

Entonces se dirigieron a la habitación de Sabina, y lo peor sucedió en un instante. Margarita, la más alta de las mujeres, puso un taburete encima del baúl y, sujetada por Letice, se subió. Detrás de una de las vigas horizontales que sujetaban el techo, había un hueco. Metido ahí, lejos de fácil alcance, estaba la bolsa de piel flexible que el muerto llevaba. Era un sitio bueno y seguro; si Sabina no hubiera dicho que oyó al hombre subirse al baúl, no lo hubieran encontrado.

Margarita emitió un suspiro de decepción, mientras sacaba la bolsa de su escondrijo.

— Tenías razón, Sabina —dijo, mientras bajaba con la bolsa en el pliegue del codo—. Ojalá no lo hubieras recordado, o lo hubieras hecho ayer.

— Lo siento —susurró Sabina.

Margarita suspiró.

— Oh no, cariño, por supuesto que no podías. Si estabas fuera de ti —dijo quitándole importancia, y tirando la bolsa en la cama junto a Sabina—. Lástima que no pudiéramos ponerlo en una de las alforjas. Ninguna de nosotras tendría que ir al río y tirarlo. —Entonces se mordió el labio y añadió—: Letice, ve a cerrar la puerta trasera. Necesitaremos una advertencia, en caso de que el hermano Paulinus se dé cuenta de que estuvo demasiado ocupado tratando de obtener una confesión, como para buscar signos de la presencia del hombre. Le puede dar un ataque de sentido común y volver para hacerlo.

— ¿Y qué harás con la bolsa? —suspiró Sabina.

— Esconderla entre las piernas. Menos mal que es blanda. La puedo envolver en unos trapos y decir que estoy sangrando. Después del susto que le dio Elsa y nuestras miradas y risas socarronas acerca de su deseo de interrogar a una prostituta «a solas», no creo que pida revisar los trapos de mi flujo. Y si lo hace, sencillamente me negaré y diré que quiere buscar una excusa para un examen lascivo. Ahora —dijo cuando Letice volvió—, vamos a buscar cuidadosamente. No nos tenemos que olvidar ni un rizo de pelo.

Elsa y Letice fueron muy cuidadosas, desdoblando y sacudiendo cada pieza de ropa del baúl, mirando detrás y debajo del mismo, quitando el colchón de la cama y revisando el marco y las cinchas. Detrás del baúl encontraron una moneda de plata italiana que Margarita puso sobre la cama. Cuando acabaron de revisarlo todo, la recogió y la frotó entres sus dedos tristemente.

— Pobre hombre —suspiró—. Parecía una persona amable y alegre. —Entonces dirigió su mirada de la moneda de plata que estaba en sus manos a la bolsa, que estaba sobre la cama—. Iba ricamente vestido y montaba un buen caballo —murmuró pensativamente—. Y su bolsa estaba llena de monedas, pero eran monedas pequeñas. Lo vi cuando vació la bolsa en su mano para pagar la tarifa que le mencioné. Tal vez tuviera diez peniques, algunos medios peniques, y un puñado de cuartos de penique. ¿Quién apuesta —continuó, mirando de una chica a la otra— que hay más monedas en esta bolsa?

— Yo no —dijo Sabina—. Cuando la pusiste sobre la cama noté que era pesada. Las monedas pesan.

Letice sonrió y sacudió la cabeza. Pero entonces frunció el ceño y tocó el cordón anudado que mantenía la bolsa cerrada. Hizo un gesto como de cortar y negó con la cabeza.

— Tienes razón, Letice —dijo Margarita—. Si cortamos el cordón y alguien encontrase la bolsa antes de que nos pudiésemos deshacer de ella, vamos directas a la horca. —Entonces sonrió abiertamente—. No importa, creo que puedo deshacer el nudo, e incluso volverlo a anudar, o hacer un nudo similar. Mi astuto archidiácono, el que me enseñó a leer y escribir, también me enseñó varios nudos de la iglesia.

Cogió la bolsa, pero Sabina dijo:

— Mejor que nos vistamos primero. Si el hermano Paulinus regresa, se preguntará que hemos estado haciendo todo este tiempo.

— Agarrarnos las unas a las otras y llorar con terror —dijo Margarita.

Letice echó su cabeza hacia atrás riéndose, sin hacer ningún sonido aparte de un ligero gruñido, entonces recogió su bata y se dirigió a su cuarto. Margarita hizo lo mismo, y en cuanto estuvo vestida, fue a la cocina, donde Elsa estaba charlando con Dulcie, que asentía y sonreía, aunque sólo entendiera una palabra de cada diez. Cuando envió a Elsa a vestirse y a trabajar en su bordado, Margarita enseñó a Dulcie la bolsa, dejando claro que era del muerto y que se tenían que librar de ella en cuanto vieran lo que había dentro.

Dulcie asintió.

— La llenaré con rocas y la meteré entre sábanas para lavar —dijo—. De camino a la lavandera, se caerá en el río.

— ¿Estás segura Dulcie? Si te cogieran…

— Claro que estoy segura. ¿Quién se iba a fijar en una vieja con una cesta de ropa sucia? Si tú o una de las chicas salierais con una, entonces tendríais diez pares de ojos sobre vosotras cada minuto.

Cuando Margarita volvió de la cocina seguida de Dulcie, las otras estaban esperando, alternando gestos preocupados con miradas realmente avariciosas. Letice le dio un golpecito con los dedos en su brazo y señaló hacia arriba, pero negó con la cabeza.

— Hay demasiado polvo en el desván, y no tenemos tiempo para limpiar. Si alguien viniera cuando estuviésemos arriba, seguro que nos delataría. Si alguien llama a la puerta, cogeré la bolsa y me iré corriendo a mi cuarto para atármelo entre las piernas. Nadie puede pensar que sea raro que esté en mi cuarto. Con los postigos cerrados, creo que aquí estamos seguras.

Entonces extendió sobre la mesa una banda larga y estrecha que rellenaba con trapos para absorber la sangre cuando tenía la menstruación. En el centro colocó la bolsa. Si había algún problema, tan sólo necesitaba enrollar la tela alrededor de la bolsa y correr hacia su cuarto. Entonces empezó a trabajar con el nudo. No fue difícil, una vez que encontró el bucle principal, y la bolsa pronto estuvo abierta. Sujetando las formas circulares del fondo de la bolsa, que Margarita estaba segura de que eran monedas, la volcó lentamente, de manera que cayera el resto de los documentos, sin que éstos se desparramaran por la mesa y el suelo.

Lo primero en salir fue un pesado paquete de pergamino, aún más pesado debido al grueso sello de plomo aplicado sobre las cintas de seda que mantenían sujeto el documento.

— ¡Oh, no! —comenzó a decir Margarita cuando otro documento, con un sello menos elaborado de cera roja, pero con el mismo diseño, cayó encima del otro. A continuación salió una carta, y luego otra, ambas con un sello, pero abiertas deliberadamente.

Sin ninguna esperanza, Margarita se acercó a mirar el sello grande de plomo. En torno a él había palabras en latín. No las podía leer, pero desde su posición podía ver que se trataba de un lema; dentro había dos caras, y sobre ellas las letras S.PE y S.PA. No podía entender el lema, pero sabía muy bien que S.PE quería decir San Pedro y S.PA San Pablo. Mordiéndose los labios, dio la vuelta al sello y descifró el nombre: Inocencio II.

— Santa María, ten piedad de nosotros —exclamó Margarita con voz débil—. Es un sello papal, y es de plomo. Lo que nuestro huésped llevaba era una bula papal. Dios mío, no lo podemos destruir.

— ¿Una bula papal? —Sabina alzó su mano y Margarita la acercó al sello. Los dedos de la ciega lo tocaron delicadamente—. ¿Son letras?

— Sí. En un lado está el nombre del papa, y en el otro las caras de San Pedro y San Pablo.

Tocando el paquete de pergamino, Sabina encontró el segundo documento con sello de cera.

— Esto es lo mismo. ¿También es una bula?

— No, el sello no es de metal. Seguramente será una carta. —La boca de Margarita hizo una mueca—. Sin duda una importante.

Letice cogió la carta y sacó su cuchillo de mesa. Sin siquiera tocarlo, hizo señas de pasar el cuchillo por debajo de la cera.

— Estoy casi segura de que es latín —dijo Margarita—. No podré leerlo, déjame mirar ésta primero. —Mientras hablaba cogió las cartas abiertas—. Ah, ésta está en francés. Es una carta de crédito del orfebre Basyngs y sus socios autorizando a Baldassare de Florencia a obtener una substancial cantidad de dinero. —Suspiró—. Su nombre era Baldassare de Florencia. Qué triste no poder decirle a nadie quién era.

Letice tocó la carta.

— No —dijo Margarita, dejándola de lado y cogiendo la segunda—. No hay ninguna posibilidad de que la usáramos, no sin ser colgadas por asesinato. —Desdobló la otra carta, leyó un poco, asintió y la colocó sobre la primera—. Esta también está en francés; es una carta de presentación, pidiendo, en nombre del papa que se proporcione a Baldassare de Florencia cualquier ayuda que necesite. Esta ha sido desdoblada y usada varias veces. La carta de crédito ha sido menos utilizada. —Hizo una mueca—. Primero debió haber utilizado el dinero de la bolsa.

Sacó las monedas de la bolsa y suspiró con alivio. Eran peniques ingleses, poco usados, y mezcladas entre ellos, dos monedas amarillas. Las cogió y se las quedó mirando. Oro. Nadie usaba oro, pero sin duda alguna el tesoro papal tenía algunas atesoradas. Para lo pequeñas que eran, pesaban mucho. Seguro que estaban destinadas a ser cambiadas por plata por un orfebre. Suspiró y negó con la cabeza.

— No nos sirven para nada —dijo y las volvió a meter en la bolsa.

— ¿Vas a tirar oro al río? —preguntó Dulcie con ojos como platos.

Margarita la miró.

— No —dijo con voz alta y clara—. No podemos tirar la bolsa al río. Esto —dijo tocándolo— es una bula papal. Es muy importante.

— ¿Para quién? —preguntó Dulcie—. Si no nos deshacemos de ella, acabaremos todas en la horca.

Margarita se mordió los labios. Letice sacó de nuevo su cuchillo, y señaló la carta lacrada en rojo. Margarita estrujó la carta entre sus manos un instante, y luego asintió.

— De acuerdo. Intenta levantar el sello, Letice. Tal vez pueda identificar un nombre, algunas palabras que me resulten conocidas…

A continuación transcurrieron unos instantes angustiosos, mientras Letice buscaba un cuchillo lo suficientemente fino y ancho que le sirviera para su propósito. Luego siguió la tarea de calentarlo uniformemente y, sujetando la carta, deslizar la cuchilla debajo de la mitad del sello y despegar el pergamino de debajo del cuchillo mientras todavía sujetaba el sello. Margarita se vio incapaz de mirar durante casi todo el tiempo, pero Letice tenía muchísima habilidad. Había realizado esto a menudo, pensó Margarita, mientras Letice le indicaba que desdoblase el pergamino mientras despegaba el sello de la cuchilla ya fría, de manera que no se quedase pegada, y luego volvió a deslizar el cuchillo para sujetar la frágil cera. Porque es muda, pensó Margarita. Y porque su anterior dueño asumió que ella nunca contaría lo que había hecho. La utilizaron para quitar sellos, y tal vez para fijarlos en otros documentos.

Haciendo un esfuerzo, logró concentrarse en este documento. Como había imaginado, la carta estaba en latín, pero las primeras líneas significaron algo para ella. Era del papa—reconoció el nombre Inocencio II— e iba dirigida al rey Stephen. En el fondo ya se lo esperaba, pero fue una desilusión. Si hubiera estado dirigida a alguno de los obispos, tal vez hubiera considerado librarse de ella. La Iglesia seguro que podría sobrevivir sin alguna instrucción del papa. Pero el rey… volvió a revisar el documento con ansiedad, encontró el nombre de Matilda y refunfuñó.

— ¿Qué pasa? —preguntó Sabina ansiosamente.

— Una carta para el rey Stephen sobre la emperatriz Matilda, la hija del viejo rey Henry, que debería haber sido reina, pero los barones no lo permitieron…

— ¿Porque era una mujer? —preguntó Sabina.

— No sólo por eso. Se hablaba mucho de ella en Oxford. Todos esos estudiantes y clérigos y eclesiásticos cotillean diez veces más que las mujeres, a causa de su orgullo y testarudez. En principio sé que no se opuso al rey Stephen cuando ciñó la corona, pero luego nos trasladamos aquí, donde no tenemos tantos clérigos entre nuestra clientela. Pero sí sé que Matilda había hecho una súplica ante el papa, reclamando sus derechos como legítima reina, porque Stephen había violado su juramento ante el difunto rey Henry de aceptarla a ella como reina. El clérigo del obispo de Rochester, que viene a visitarnos cada vez que está en Londres, me lo comentó cuando estaba esperando a Letice.

La muda asintió e hizo un gesto apresurado, seguido por otros. Las lágrimas se le agolparon en los ojos, cuando vio que ni Margarita ni Dulcie la entendían. Se mordió el labio y movió los dedos como si estuviera escribiendo.

— El clérigo te dijo…

Letice hizo el signo de un gorro puntiagudo sobre su cabeza, extendió la mano y señaló el dedo en el que un obispo lleva el anillo.

— Sobre su obispo.

Letice apuntó hacia el sur, moviendo su mano como olas, y señaló la bolsa y la bula.

— ¿El obispo fue a ver al papa? ¿Acerca de la súplica de Matilda?

Letice señaló su oreja, y luego hizo la señal de escribir.

— ¿El clérigo y el obispo iban a escuchar e informar acerca de la súplica de Matilda?

Letice asintió. Sabina se deslizó por el banco, alargando la mano para tocar el montón de monedas y sonrió ligeramente.

— ¿Qué más nos da a nosotras, si el rey es Stephen o la reina Matilda? —preguntó.

— Pues porque una disputa entre ellos, implicaría Londres en una guerra. —Margarita volvió a mirar la carta y se encogió de hombros—. Pero yo creo que esto confirma a Stephen como rey. Aquí están las palabras fedei defensor, que estoy segura que significa «defensor de la fe». El papa no llamaría a un hombre que acaba de destronar «defensor de la fe». Así que la carta tiene que decir que el rey ha confirmado a Stephen como rey. Eso es importante, pero no lo suficiente como para arriesgarnos a ser ahorcadas. Lo que me preocupa es la bula.

Margarita habló distraídamente, mientras su mirada estaba fija en la carta, percatándose de que algunas palabras se parecían al francés. Y luego, hacia el final del escrito, otro nombre le llamó la atención: Henry de Blois, episcopus Winchesteri. Debe ser Henry de Blois, obispo de Winchester. Escudriñó las líneas alrededor del nombre, palabra por palabra, y encontró felix, que estaba segura que quería decir «feliz», y luego legatus.

— Oh —exclamó—. La bula debe otorgar poderes de legación al obispo de Winchester—. Miró hacia arriba, encontrándose con los ojos de Letice y Dulcie—. ¡Esto debe ser entregado!

— Me imagino que sí —acordó Sabina, apartando su mano del dinero—. Recuerdo lo decepcionada que estabas en Navidad, cuando Theobald de Bec fue elegido arzobispo en vez de Henry. Pero no puedo comprender por qué el rey no prefiere a su propio hermano, que ha hecho tanto por él.

— Por eso, me temo. A nadie le gusta aquel al que le debe favores —suspiró Margarita—. O seguramente, el actual favorito del rey, Waleran de Meulan, pensaba que Henry ya era demasiado poderoso, poseyendo Winchester, la rica abadía de Glastonbury, y administrando la diócesis de Londres. William de Ypres dijo que creía que Waleran temía que si Henry era nombrado arzobispo sería un rival para el rey.

Letice frunció el ceño y tocó a Margarita, haciendo un gesto que las incluía a todas ellas, y luego un signo de interrogación.

— ¿Qué más nos da? —Margarita esbozó una media sonrisa—. En parte porque me gusta el obispo de Winchester. Es inteligente, sabio, y rápido en actuar o en dar una explicación si no actúa. Además, cuanto más poder tenga Henry de Winchester, más seguras estaremos. Si fuese ya arzobispo, ningún cura u obispo se atrevería a quejarse de nosotras, ya que fue él quien nos instaló aquí.

— Bueno, ya tiene Winchester y Londres —empezó a decir Sabina, y luego sacudió su cabeza bruscamente—. Oh, ya entiendo. Si el nuevo arzobispo de Canterbury fuera como el hermano Paulinus, o tan sólo deseara impresionar a todo el mundo con su piedad, podría exigir una limpieza en Southwark.

— O si fuese un enemigo de Winchester, nos podría utilizar para demostrar que el obispo es incasto. Pero si Winchester se convierte en un legado, mejor aún para nosotras. Si él fuera arzobispo, otro hombre tendría que ser elegido obispo de Winchester. Entonces ese hombre sería el dueño de esta casa, y no podemos estar seguras de sí sería tan comprensivo con nosotras como este obispo.

Sabina sonrió.

— Ya lo entiendo. Aunque el obispo no haga nada directamente, el saberse que le alquilamos esta casa, es una protección para nosotras. ¡Protegidas del legado del papa! Nadie iría en nuestra contra, ni siquiera el nuevo obispo de Canterbury.

— Exactamente; lo que quiere decir que la bolsa no debe ir a parar al río, debe ser encontrada.

Letice cogió la muñeca de Margarita, señaló la casa y sacudió su cabeza violentamente.

— No, claro que no. No debe ser encontrada aquí.

— ¿Quieres que encuentren la bolsa? —preguntó Dulcie, que parecía haber entendido por lo menos una parte de la conversación.

— Sí. Debe ser encontrada. La bula —Margarita señaló al documento— hace de nuestro obispo legado del papa. Así será más fuerte para protegernos.

— Entonces es mejor que la encuentren en la iglesia. El pobre hombre la debió esconder allí antes de ser asesinado.

— ¡Es una idea magnífica! —exclamó Sabina—. ¿Pero dónde?

— Hay un lugar —dijo Dulcie—. Ya sabéis que limpio en la iglesia. Es mi ofrenda a Dios, mi propia ofrenda sin poner dinero en las manos de esos monjes avariciosos. ¿Conocéis esa escultura de san Cristóbal llevando al Niño Jesús? Entre el cuello del santo y la pierna del Niño, y la pared de detrás, hay un hueco. Tal vez la piedra se rompiera, o era más frágil allí. Limpié el nido de un ratón tan sólo hace una semana. Allí estará segura.

— ¡Oh Dulcie, es maravilloso, maravilloso! —Margarita dio un salto y la abrazó—. Y si ninguno de los monjes la encuentra por sí solo, tal vez puedas hacer que alguna de las mujeres que va contigo limpie la estatua.

Cogió el montón de peniques que estaban sobre la mesa, y le dio cinco a Dulcie. La mujer le devolvió tres.

— Guárdamelos. No quiero que nadie vea demasiado dinero en mi bolso. Estas dos las cambiaré por cuartos de penique. Eso será seguro. En cuanto eso esté listo —dijo indicando la bolsa— me la llevaré. La iglesia estará tranquila hasta la hora sexta. Los monjes están muy ocupados comiendo.

Mientras habían estado hablando, Letice había vuelto a doblar la carta, sujetando el sello con la cuchilla. Margarita se giró para mirar cómo dejaba el cuchillo y buscaba una de las velas especiales de fina cera de abeja que un cliente había traído. Cortó unas delgadas tiras de la parte inferior, y las puso en el lugar de la carta donde había levantado el sello. Viendo lo que trataba de hacer, Margarita buscó una mecha, la encendió en la hoguera, y encendió la vela. Con los labios apretados Letice aguantó la vela de manera que la llama pasase por las virutas de la cera. Aguantando la respiración, sacó el cuchillo, y delicadamente aplicó la vela a la parte inferior del sello, bajándolo hacia el pergamino a medida que se calentaba. Cuidadosamente y muy suavemente, presionó sobre el borde hasta que el sello blando y la cera blanda se fundieron con el pergamino. La presión también esparció un poco el borde del sello, de manera que cubría cualquier posible mancha de cera que se podía haber ocasionado al levantar el sello original. Cuando la cera se hubo enfriado y endurecido, suspiró profundamente y mostró la carta.

— No me puedo creer que la hayamos abierto —exclamó Margarita examinándola cuidadosamente—. Y dudo que nadie mire tan detenidamente como nosotras. ¿Aguantará?

Letice levantó las manos y luego asintió.

— Ella cree que seguramente sí —dijo Dulcie como si hubiera hablado Letice—. Y si no pasa nada raro, y la bolsa es encontrada en la iglesia cerca de donde el hombre fue asesinado, no importa mucho. Los que la encuentren pensarán que se estropeó al meterla en el agujero.

Margarita cogió otros diez peniques y los añadió a las monedas de oro en el fondo de la bolsa, entonces colocó la bula, la carta del rey, la carta de crédito, y encima de todas ellas, la carta de presentación.

— Creo que así está bien —dijo—. La carta que usaba más a menudo está encima, y la más importante atrás de todo, donde no pudiera ser sacada por accidente. El hecho de que el oro y una buena cantidad en plata esté todavía allí, indicará a la mayoría que nosotras no abrimos la bolsa. ¿Quién iba a creer que una ramera no iba a robar oro, o cada minucia de plata?

Cogió los cordones que ataban la bolsa y los estiró hasta que las extremidades lisas, que no eran parte del nudo, coincidieron. Entonces, lentamente, con mucho cuidado, asegurándose de que cada doblez anterior del cordón se adaptaba al nuevo nudo, volvió a hacerlo. Cuando estuvo atado, lo examinó por el derecho y por el revés, Dulcie y Letice lo examinaron por el derecho y por el revés, y Sabina pasó sus sensibles dedos por encima del cordón y el nudo.

— Está suave —dijo—. No puedo notar ninguna parte por donde el nudo esté arrugado, ni ningún punto irregular en el nudo.

— Se podría jurar que nunca fueron tocados—confirmó Dulcie, y luego Letice asintió—. Voy a buscar unos trapos para limpiar. Cuanto antes esté eso fuera de aquí, mejor.

Todas las mujeres suspiraron con alivio cuando Dulcie puso la bolsa en la cesta con la arena, la ceniza, la paja y los trapos. Por desgracia, habían bajado la guardia demasiado pronto. Tras unos pocos minutos, Dulcie regresó.

— No puedo abrir la puerta —les informó—. Está cerrada, lo está. El pestillo sube y baja, pero la puerta no se mueve.

— Debe estar atascada —dijo Margarita.

Dulcie sacudió la cabeza.

— No soy una enclenque, y empujé fuerte.

Todas se la quedaron mirando atónitas. La puerta estaba cerrada cuando se instalaron por primera vez en esta casa, porque el anterior inquilino tenía un prostíbulo corriente. Había ruido y alboroto, y las mujeres se habían mostrado en actitudes impúdicas, incluso copulando en el jardín, donde podían ser vistas desde las ventanas de los dormitorios del segundo piso. Henry de Winchester había ordenado la expulsión.

De camino a Oxford acompañado por William de Ypres, un viejo amigo, se había quejado del ultraje. Cuando William llegó a Oxford, se dirigió a su casa de placer favorita. Allí Margarita pidió a su protector más poderoso que la recomendara por su discreción y honestidad para que pudiera alquilar una casa más amplia. Rápidamente William ató cabos, y decidió que sería más cómodo para él tener a Margarita en Londres. Así que propuso a Winchester que ofreciera la casa vacante a Margarita la Bastarda, su cortesana favorita. Él le aseguró que ella pagaría puntualmente el exorbitante alquiler, y que ella y sus chicas se harían pasar por bordadoras, y que no ofenderían a nadie.

Tras un mes de haberse mudado a la Old Priory Guesthouse, Margarita se las ingenió para conocer al prior y convencerlo de que la puerta debería permanecer abierta por el bien de las almas y las finanzas de la iglesia. Ella no mencionó que sus clientes más secretos podrían, por tanto, invertir el proceso, es decir, entrar por la puerta del priorato —un lugar sagrado y loable para visitar— disfrutar de sus placeres, y luego volver a salir por el priorato sin que nadie supiera que había visitado a una prostituta. Ya que los hombres casi nunca olvidaban dejar una ofrenda en el priorato, ni Margarita ni el prior habían lamentado el trato —a pesar del desagrado del sacristán— y la puerta había permanecido abierta desde entonces.

— ¡Hermano Paulinus! —exclamó Margarita amargamente—. ¿Y ahora qué podemos hacer?

— Ya que la bula nombra legado al obispo y será beneficioso para él, ¿no le podrías entregar la bolsa directamente? —preguntó Sabina lentamente—. Tendrías que admitir que el hombre estuvo aquí, pero seguro que Henry de Wincester no es tan tonto como el sacristán para pensar que seguiríamos a un cliente hasta la iglesia y lo mataríamos.

— Oh, no, por Dios —exclamó Margarita—. Sólo su peor enemigo entregaría al obispo esta bolsa. ¿Cómo iba a explicar que obtuvo la bolsa de un mensajero papal que fue asesinado tan cerca de su casa de Londres? Y debe presentar al rey la carta que lo confirma en el trono, por lo que no podría retrasar el saludo ritual hasta que necesitara actuar como legado. Y justo ahora que el rey ha apoyado la elección de Theobald, Winchester y su hermano no tienen muy buenas relaciones. William de Ypres me contó que habían intercambiado unas palabras muy duras. Eso sería ideal para que los enemigos del obispo lo pudieran culpar. Para poder defenderse, tendría que admitir que yo le entregué la bolsa. ¿Y entonces quién creería que nosotras no habíamos matado al hombre?

— ¿Podría alguien saltar el muro? —preguntó Sabina con inseguridad. Nunca había visto el muro y no sabía lo alto que era.

— Tal vez yo podría —contestó Margarita aún más insegura—. Podríamos poner una mesa contra el muro, y yo… ¿cómo bajaría por el otro lado? ¿Y cómo volvería a subir? Y por supuesto, no podríamos trepar por el muro durante el día…

— Mientras tanto, ¿qué hacemos con esto? —preguntó Dulcie, sacando la bolsa de sus utensilios de limpieza.

Margarita la miró con aversión, y suspiró profundamente.

— Por ahora, la esconderé en el mismo sitio escogido por el difunto, pero en la habitación vacía. Luego tendremos que pensar en alguna manera de librarnos de ella.

Pero no resultó tan fácil como parecía, a pesar de que la urgencia en librarse de la bolsa fue disminuyendo a lo largo del día. A la hora de la cena, Margarita ya no estaba tan preocupada de que el hermano Paulinus viniera a registrar la casa. Se debió dar cuenta, pensó ella, que tras la noticia del asesinato, ellas ya habían tenido tiempo de buscar y eliminar toda evidencia. Sin embargo, la bolsa tenía que estar fuera de su casa, así que —usando términos poco claros para que Elsa no las pudiera entender— discutieron acerca de lo que podían hacer con la bolsa, hasta que sus clientes empezaran a llegar.

Tal vez sacarse el problema de la cabeza, mientras se lo pasaban bien con sus clientes las ayudó, porque cuando el último cliente se hubo marchado, encontraron una solución al problema. Letice salió a cerrar la verja delantera y las puertas delantera y trasera de la casa después de vísperas, cuando al sacar la llave de la cerradura, se la quedó mirando perpleja y su boca dibujó una gran O. Corrió hacia donde Margarita estaba encendiendo las antorchas, y sacudió la llave delante de su cara.

— No hay problema —suspiró Margarita—. ¿La puerta no se puede cerrar?

Letice sacudió la cabeza y arrastró a Margarita hacia la puerta delantera, abrió y cerró con llave, luego hizo lo mismo con la puerta trasera, y de nuevo sacudió la llave en la cara de Margarita.

— Ya veo que has usado la llave para cerrar las puertas, pero…

Letice otra vez sacudió la llave, señalando la puerta trasera, luego señaló la puerta delantera e igualmente sacudió la llave; finalmente levantó un dedo y lo sacudió delante de la cara de Margarita. Margarita frunció el ceño. Letice repitió el proceso, hasta que los ojos de Margarita se abrieron de par en par. Las cerraduras eran caras, en parte porque las guardas se tenían que rehacer para cada una. Si dos cerraduras podían ser idénticas y usar la misma llave, el cerrajero cargaría menos dinero, aparte de la conveniencia de necesitar menos llaves.

— Una llave —suspiró—. Una llave para las dos puertas.

Mientras hablaba, Letice mostró otra llave más grande, a la vez que abría los ojos con esperanza.

— ¡La llave de la verja delantera! Deprisa Letice. Abre la puerta e iremos a probarla.

Estaban tan excitadas que casi chocaron entre sí al querer salir por la puerta. Se dirigieron corriendo al sendero con Dulcie detrás, que había observado cómo Letice abría y cerraba la puerta.

— Hazlo, hazlo —la animó Margarita, conteniendo la respiración mientras Letice introducía la llave de la verja delantera en la cerradura.

Giró con una ligera dificultad. El pestillo rechinó cuando Dulcie lo levantó y la verja se abrió.