VEINTIOCHO
—En realidad, esto es una merienda campestre —exclamó Paul Morgan señalando con un ademán a los varones desnudos que se agolpaban a su espalda delante de un tocador con tres espejos—. Quiero decir, mira todos esos bollos y barquillos.
Robert Redford hizo una risita burlona.
—Habla por ti, cariñito. Por mi parte, cada vez que veo cuerpos desnudos pienso que Dios no sabía mucho de anatomía.
—Vamos a no blasfemar. —John Travolta examinó su imagen atentamente, peinándose las pestañas—. ¿Por qué has de estar siempre atacando a la religión?
—Porque a mi abuela la violó el Coro del Tabernáculo mormón.
—¿Estás seguro de que no fue a tu abuelo?
Todos rieron entre chillidos, salvo Clint Eastwood. Levantó la mirada desde la silla en que se encontraba sentado, en un rincón depilándose las piernas con cera.
—Miren quién habla… Tú y tu grupo de metemanos.
Sylvester Stallone se abrió paso a codazos hasta el espejo, apretando los labios después de cada aplicación de la barra de labios.
—Personalmente, detesto la acción durante las orgías. Es como abrir una docena de paquetes de Navidad bellamente empaquetados y encontrarlos todos vacíos.
—¿Acaso no es eso lo que estamos haciendo aquí? —dijo Robert Redford—. Estamos vendiendo ilusiones, no sólo necesidades escuetas…
Clint Eastwood se levantó.
—Se está haciendo tarde. Más vale que enfundes tus escuetas necesidades en los tejanos y bajemos antes de que Queenie organice una sonada.
Burt Reynolds dejó su borla sobre una bandeja, en el tocador.
—¡Santo Cielo! Me olvidé. Esta noche vienen de nuevo ese grupo de iraníes…
—¡Otra vez! —John Travolta hizo una mueca—. Los iraníes la chupan.
—¿No lo hace todo el mundo? —preguntó Paul Morgan.
Hubo una pitada y Clint Eastwood se acercó a él, moviendo la cabeza aprobador.
—Así se habla, encanto. No hagas caso de lo que digan. Sé que es tu primera vez aquí, pero no hay motivo para que estés nervioso. Queenie está aquí para protegerte.
Paul asintió cogiendo su «Jordaches» y su blusa descotada. Ahora ya los demás se vestían frenéticamente, dándose empellones por colocarse delante del espejo para una última inspección. Daba gracias de que sólo se preocuparan de sí mismos y se sentía igualmente agradecido por el recordatorio de Eastwood.
Porque era su primera vez y estaba nervioso. Pensó en la peluca rubia de Queenie, en el vestido bordado con perlas, en los senos artificiales y se preguntaba el motivo de que no se hubiera molestado en afeitarse la barba. En aquel momento, tuvo ante los ojos la escena que se estaba desarrollando abajo… El grande y gordo Queenie desempeñando el papel de madama con su grotesco atuendo, rodeado de toda aquella esplendorosa yeguada. No era de extrañar que llegaran clientes de todo el mundo al salón de Queenie para recibir servicio de casi todos los astros supremos del mundo del cine.
Tal como Robert Redford había dicho, vendían ilusiones y acaso la barba de Queenie fuera un recordatorio no demasiado sutil de que todo cuanto ocurría allí era pura fantasía.
Todo el mundo sabía que aquellos garañones no eran en realidad actores, únicamente dobles… Maricas que jugaban a machos. Pero la mayoría se tomaban su trabajo muy en serio, imitando las voces, los manierismos y schtiks. Con los precios que cobraba Queenie, su clientela no iba a contentarse con bisté corriente.
Bien. Algunos de ellos recibirían aquella noche filet Mignon y algo más que ilusión.
Paul se sentó ante el espejo, simulando arreglarse las cejas cuando los demás salieron en tropel e invadieron con su charla el corredor al dirigirse hacia la escalera. Nada recordaba allí su presencia excepto un olor peculiar compuesto de polvos, perfume y sudor a suspensorios.
¡Gracias a Dios que aquella parte había terminado ya! Hablando de ilusiones…, había logrado engañarles por completo. Ninguno de ellos supuso, por un instante, que fuera él mismo, ni siquiera el propio Queenie cuando se desnudó para la entrevista. Casi se partió de risa al escuchar aquellas palabras que gruñían una aprobación.
—Eres algo viejo para representar a Morgan pero el conjunto no está mal. Tan pronto corra la voz de que te cuelga como la de un caballo los tendrás como moscas. Algunos de mis habituales prefieren la cantidad a la calidad.
De modo que, ¿por qué estaba allí sentado realmente temblando? Queenie le había asegurado que no habría dificultades.
—Nada de esclavitud, amo y siervo o fustas de cuero. Tampoco acróbatas de salón de té. Esto es, estrictamente, una auténtica casa de maricas.
Pero yo no soy marica. Ése es el problema.
Claro que hubo excepciones, como aquella vez que filmaban en Marruecos con aquel pequeño árabe… ¿Cómo se llamaba, Abud, Abdul? Y el chico japonés, el jardinero, aquella tarde que se encontraba tan hundido. Pero uno no va contando tales cosas y, si no hubiera sido por Vizzini, ni siquiera se hubiera acordado de ese tipo de basura. ¡Santo Cielo! Aquél sí que era un auténtico lunático, Vizzini, con sus cuentos. Diciéndole que tenía que integrarse psíquicamente en el papel.
—Vamos a repetirlo otra vez desde el principio. Y esta vez olvídate de ti. No necesito a Paul Morgan, quiero a Norman Bates. ¿Comprendes lo que quiero decir?
Paul sabía, exactamente, lo que quería decir. Actúa como un marica. El ponerse el vestido y la peluca ayudó algo, pero no lo suficiente.
¿Qué había dicho Queenie? Eres algo viejo para representar a Morgan. Y ahí estaba el meollo de la cuestión. Si quería mantenerse vivo en el mundo del cine era tiempo de virar y convertirse en actor de carácter, como Newman y Peck. Tiempo de cambiar de onda.
Cambiar de onda.
Levantó la mano para alisarse el pelo, confiando en que aquel ademán borraría la palabra, pero quedó allí flotando, entre su rostro y el espejo, emborronando su imagen. Todo cuanto pudo ver fue el temblor de sus dedos.
Tal vez debió beber un poco más y calmarse antes de acudir allí. O acaso lo que debió hacer fue no acudir. Fueron precisamente las copas las que le dieron la estúpida idea, entonces le pareció una idea inteligente. Muy bien. Así que Claiborne le había dicho que Norman no era marica, tan sólo un travestí. Pero ¿qué sabía aquel estúpido psiquiatra acerca del Método?
Durante todos aquellos años se había mantenido apartado de aquellas majaderías del «Actor’s Studio», pero ahora lo necesitaba si pensaba cambiar de orientación y hacer papeles de carácter. Tenía que realizar algo más que aprenderse el papel si quería llegar a sentirlo como propio. Incluso aunque ello significara que, dentro de unos minutos, cualquier extraño, un viejo petrolero con el aliento oliendo a ajo disfrutaba tocándole sus partes. Tal vez no fuera demasiado tarde para esfumarse…
Se obligó a mirarse de nuevo en el espejo y esta vez la imagen apareció con toda claridad. No vio a Vizzini, ni a Queenie ni a unos estúpidos adolescentes que pensaban que estaba acabado. Vio únicamente a Paul Morgan.
Así que deja de culpar a otros; esto ha sido idea tuya. Y ahora resultaba estúpido dar al traste con todo. Vizzini tenía razón, debía dar realidad a su papel, ya que aquélla era su última oportunidad entre las que contaban. Y por eso…
—¡Vaya! ¿Qué haces aquí?
Levantó la cabeza y vio a Queenie atisbar a través de la puerta del camerino, haciendo un mohín con los labios entre la frondosa barba.
—¿Por qué te demoras, dulzura? Abajo estamos abarrotados, algo de locura…
Paul hizo retroceder la silla y se levantó.
—Muy bien. Ya voy.
—Más tarde. —Queenie emitió una risita ahogada—. He hecho correr la voz entre algunos de mis favoritos y están realmente frenéticos por ver una nueva cara.
Paul siguió a la masa bamboleante de Queenie hasta el vestíbulo, escuchando el parloteo que llegaba desde abajo. Voces estridentes, risas estridentes. ¡Santo Cielo! ¿Qué le estaba pasando? En el transcurso de los años había conocido un montón de tipos en el mundo del cine, y en su mayoría eran personas decentes. No sería posible encontrarlos allí, campando por sus respetos en un prostíbulo masculino.
De repente, empezó a temblar de nuevo. Quería dar media vuelta y echar a correr, pero una mano le oprimía, empujándole. Una mano inmensa, invisible que le obligaba a avanzar al tiempo que le empujaba. La mano de Vizzini…
Surgió de entre la niebla, haciéndole sentir un amargor en la boca. Luego descendió perdida entre la bruma que se arremolinaba en derredor suyo, semejante a un vapor denso.
Por un instante, Vizzini tuvo una visión de cuerpos muertos achicharrados y de rostros descarnados, que oscilaban entre las burbujas de un baño hirviendo.
Imbecile. Aquí no hay baño alguno. Dondequiera que sea aquí. Aquí se encontraba perdido en la niebla también él. Niebla, no vapor. Fría, no caliente. Al acecho por las colinas, caminando a tres metros sobre el suelo… Él sabía que debió haberse mantenido apartado, que debió quedarse en casa, hacer a un lado los pensamientos que llegaban con la niebla y la noche. Pero los pensamientos le habían conducido a las píldoras y las píldoras le hicieron salir de casa.
No, no eran pensamientos. Los recuerdos de los que intentaba huir, el recuerdo de los muertos.
Mamma mia…
Sí, Mamma mia, aquel día en que los soldados llegaron a la aldea y ella le cogió de la mano. Los dos corrieron hacia la plaza del pueblo, donde solían sentarse a las largas mesas de meriendas las tardes de los domingos mientras la banda tocaba a Verdi. Sólo que ese día el quiosco de la música había reventado como un huevo por culpa de los proyectiles y no se oía música, tan sólo alaridos y el golpeteo de las botas sobre los adoquines al invadir los soldados la plaza. Se habían estado dedicando al vino y ahora empezaban a dedicarse a las mujeres, y cuando Mamma los vio intentó retroceder, pero era demasiado tarde porque también ellos la habían visto. Tuvo justo el tiempo para agarrarle del cuello y empujarlo debajo de una de las mesas. Luego, los soldados la cogieron a ella. Debieron ser cinco o seis, tal vez más. O acaso otros llegaron después.
No podía estar seguro, porque se encontraba debajo de la mesa, oyéndose a sí mismo llorar, a los soldados reír y a mamá chillar.
Luego llegó el crujido y un ruido más fuerte —bam, bam, bam—, sacudió la mesa sobre su cabeza. La mesa golpeaba y él también sentía golpes en la cabeza. Ya no se escuchaban risas ni tampoco chillidos; sólo aquel golpeteo. Y quejidos. Mamma mia quejándose, y las botas alejándose de la mesa, luego moviéndose lentamente, por parejas, sustituyendo a las que antes se habían encontrado junto a ellas. Las botas estaban sucias, llenas de barro y cieno y el quinto par, ¿o era el decimoquinto?, salpicadas de sangre.
Él sabía lo que era, pero tenía que mirarlo. Era preferible mirar las botas que escuchar los quejidos, los gruñidos y el jadeo que todavía eran peores que el golpeteo en su cabeza.
Allí es donde estaba, allí es donde siempre estaría, las píldoras no harían acallar el sonido, la niebla no podría absorberlo. Bam, bam, bam.
Finalmente calló, salvo el eco, que jamás lo hizo. Reían de nuevo alejándose y él salió a rastras de debajo de la mesa, se puso en pie y miró. Tenía cinco años y la primer mujer desnuda que vio fue a su propia madre. Le habían roto el vestido y desgarrado la ropa interior y él vio cómo le brotaba la sangre, la sangre fluía de las heridas que le cubrían todo el cuerpo y la cara, y también de la boca al abrirla y susurrar «Santo».
La palabra fue una gran burbuja rosada explotando entre sus labios, y aquél fue su legado, el último recuerdo que conservó antes de perder el sentido. Tal vez muriera en aquel momento o acaso más tarde; jamás lo supo porque, cuando volvió en sí, se encontraba en la sala del hospital de Catania. Nadie pudo decirle cómo había llegado hasta allí o lo que había ocurrido en Vizzini. Jamás regresó al pueblo que le diera su nombre.
Vizzini… Así es como le llamaban en el orfelinato porque él no recordaba su auténtico apellido. Durante mucho tiempo poco era lo que lograba conservar en la memoria y las buenas hermanas le amonestaban por ser un zopenco y porque no prestaba atención a las lecciones.
Pero sí que se acordaba de la burbuja rosada. Santo. ¿Por qué esas madres sicilianas con ojos de gacela insisten en cargar sobre sus hijos el peso de tales patronímicos… Angelo, Salvatore, Santo?
¿Qué significa un nombre?
A los trece años, cuando se fugó a Palermo, fue, un tal Angelo quien le tomó bajo su tutela, entrenándole como ladrón. Aquel hombre fue su primer maestro verdadero, educándole al estilo de las calles, pero era evidente que jamás pudo confundírsele con un ángel.
Más adelante, en Nápoles, tropezó con Salvatore quien, indudablemente, actuó como salvador suyo cuando los carabinieri irrumpieron dando al traste con su pequeña operación. Pero Salvatore no le había salvado de que llegara a convertirse en adicto de las mercancías que vendía.
Y el propio Santo distaba mucho de ser un santo. ¿Qué santo hubiera podido sobrevivir lo que él en Roma, Milán, Marsella? ¿Qué santo pudo haber hecho aquella primera impúdica película en unos días en que incluso la desnudez constituía todavía un escándalo?
Vizzini ascendió vacilante y entre jadeos la abrupta pendiente. La niebla era tan densa que no podía ver la luz de los faroles ni las de las casas de la colina. ¿Dónde se encontraba en aquel momento?
Pero, de repente, el pavimento se hizo firme bajo sus pies y lo supo. Estaba en la cumbre. En la cima del mundo. Había terminado de trepar, había llegado y el pasado se desvanecía a sus espaldas, entre la niebla. Aún le quedaba una cápsula en el bolsillo. La tragó en seco sin recordar siquiera de qué era. Y tampoco le importaba.
De nada servía recordar. Tenía que olvidar lo que Mamma mia le descubrió sobre la mesa, olvidar que las buenas hermanas tenían también aquella cosa oculta bajo sus hábitos, una pelusa negra y también ensangrentada cada mes, cuando las visitaba la maledizione. Olvidar a la puerca en aquella primera película y lo que le pasó al entrar el cuchillo. Corten, dijo él, y eso es lo que hizo el cuchillo. Pero se lo mereció, era una putana y merecía morir.
¡Cómo reía antes de que el cuchillo entrara! Reía, se quejaba y gorjeaba, gozando. Todas ellas gozaban, incluso las buenas hermanas hubieran dado cualquier cosa por sentir el bam, bam, bam. Claro que, en un principio, hubieran chillado y se habrían resistido, igual que mamá hizo con los soldados.
¿También ella habría gozado?
¿Qué diferencia había entre un quejido de dolor y un quejido de placer? ¿Cómo podía saberlo un niño de cinco años, cómo podía él estar seguro ahora? Sólo una cosa era segura… Todas ellas tenían cosas y las cosas no razonan, sencillamente responden. Cosas negras, vellosas, ensangrentadas, cosas secretas con secretos anhelos de más, y más y más. Mamma mia, cuando le concibió a él revolcándose en un bosquecillo con cualquier paisan desconocido. Y la madre de Norman Bates…
Vizzini se pasó un dedo sobre el sudoroso labio superior, trazando la silueta de su desaparecido bigote. Él hubiera podido hacer el papel de Norman, tenía que hacerlo porque le comprendía.
Pero sería Paul Morgan quien lo haría, Paul Morgan que era incapaz de entender nada, ni siquiera su propia homosexualidad latente. Pero Norman no era un homosexual, no había nada en los crímenes que pudiera indicarlo. En realidad, nadie conocía a Norman, ni siquiera aquel estúpido médico. Nadie le conocía, salvo él, Santo Vizzini.
Nadie sabía que había investigado a fondo el caso, visitando Fairvale el año anterior, que había visto las ruinas de la casa y del motel, tomado fotografías. El estar allí había sido realmente excitante, una excitación que hasta entonces había ocultado y protegido y que la vertería en la película para que todos pudieran verla y compartirla.
Dama Loca. Sería un triunfo porque sería real, casi tan real como aquella primera película. El carácter documental, eso era lo que importaba.
Driscoll no lo comprendía, él sólo sabía de dinero. Para él era importante la cuenta bancaria, mas, para el artista creador, lo único que importaba era la propia película. La exposición de la realidad en un mundo en el que la mujer esconde el sucio secreto bajo sus faldas. Y correspondía a un hombre como él, a un hombre como Norman, descubrir ese secreto, exponer el mal y castigarlo.
Eso era lo que Norman había hecho con Mary Crane y lo que él haría con Jan.
Vizzini parpadeó, buscando a tientas el camino a través de la niebla. Estaba desorientado. Demasiadas píldoras, demasiada niebla arremolinándose en su interior. Se encontraba allí por una razón si es que era capaz de recordarla. ¿En qué había estado pensando?
Jan. Se parecía enormemente a Mary Crane y ése era el motivo de que la hubiera seleccionado, pese a todas las objeciones. Ahora tenía que enseñarle cómo ser Mary Crane, aquella ladrona, aquella putana, haciendo ostentación de sí misma y de su secreto ante el pobre Norman. Tenía que despojarla de todos aquellos estúpidos amaneramientos aprendidos en la escuela de arte dramático, despojarla de todo salvo de la propia carne hasta que quedara convertida en Mary Crane, bajo la ducha.
De súbito, la niebla desapareció y pudo verla, pudo ver a Jan desnuda, contorsionándose en el clímax…, el clímax final que es la muerte.
Y, de repente, pudo ver algo más, algo que las drogas y la niebla habían ocultado durante todos aquellos años, algo que había olvidado por completo. El chiquillo de cinco años, emergiendo de debajo de la mesa y descubriendo el secreto de Mamma mia. El niño perdió el sentido, no a causa del terror, sino para borrar el hecho de que había sufrido una erección.
Exactamente como le estaba ocurriendo en ese momento.
Ahora, al cabo de toda una vida de creer que era impotente, igual que Norman Bates. Pero no era verdad. Norman era un hombre y debió haber actuado como un hombre con Mary Crane. Él mismo era un hombre y, una vez demostrado, podría representar, representaría el papel. Con Jan…
Lanzó un quejido, gozando con Roy. Era maravilloso, tan maravilloso y él era formidable. Ahora incluso mejor, porque al mirarle su cara había cambiado y ahora era Adam Claiborne quien la montaba, tal como había deseado que lo hiciera al principio de la velada. Sólo que sus facciones seguían borrosas y, en aquel momento, era Paul Morgan quien la estaba gozando. Cerró los ojos suplicándole que la dejara y, al abrirlos de nuevo, Jan se dio cuenta de que estaba ocurriendo algo horrible. Había desaparecido la cara de Paul y a quien veía era a Santo Vizzini; jadeaba y de sus axilas se desprendían gotas de repelente perfume. Alzó las manos engarfiadas y sus uñas se clavaron en al cara de Vizzini. Ahora ya, encima de ella no había un rostro, al menos que ella pudiera verlo, tan sólo una mancha borrosa. Y, sin embargo, ella lo sabía, algo en su interior le revelaba quién era exactamente.
Norman Bates.
Era él, lo había estado haciendo durante todo el tiempo, los otros rostros sólo eran máscaras. Pero su cara era real y ella quería verla con claridad, tenía que verla con claridad.
Y entonces se escuchó el alarido y Jan se despertó, abriendo, finalmente, los ojos para contemplar tan sólo la oscuridad del dormitorio.
De nuevo el grito y un golpeteo frenético en la puerta.
Jan apartó las sábanas, encendió la lámpara y metió los pies en las zapatillas que tenía junto a la cama. Cogiendo rápidamente la bata que estaba sobre la silla, atravesó presurosa el vestíbulo.
—Déjame entrar…
Era la voz de Connie, detrás de la puerta de la calle.
Al abrirla, se encontró con Connie temblando en la niebla, temblando y llorando.
—¡Por todos los santos! ¿Qué pasa, cariño?
—Llevo un rato llamando —gimoteó, con el rostro húmedo por las lágrimas y contraído como el de un niño.
Jan asintió.
—¿Dónde está tu llave?
—En el bolso… No podía encontrarla… Alguien estaba ahí.
—¿Alguien?
Connie señaló la calle envuelta en niebla.
—Alguien…, un hombre… De pie bajo los árboles cuando bajé del coche. Pensé que me perseguía…
Jan escudriñó por detrás de la temblorosa joven.
—No veo a nadie.
—Debió de huir cuando empecé a chillar. Pero estaba ahí…, lo he visto…
Ciñéndose la bata, Jan empezó a caminar por el sendero.
Connie se volvió rápida.
—No…, ¡no vayas!
Pero Jan avanzaba ya en dirección a los árboles. Y allí estaba, debajo de ellos. Jan se detuvo y recogió al gatito rubio.
El animal no hizo la menor resistencia. Ni siquiera se movió.
Lo habían degollado.