VEINTISIETE
Dos horas más tarde, y después de otros dos escoceses, Jan seguía despierta en su cama.
¡Y sola, maldita sea!
Mulló las almohadas y las colocó de nuevo, frunciendo el entrecejo en la habitación a oscuras. Ya que estás en ello puedes maldecirte a ti también.
Había sido culpa suya. Ella era la responsable de todo…, de haber perdido el dominio de sí misma, de perder a Claiborne, de asustar al gatito haciéndole huir en la niebla. No hay furia mayor que la de una mujer despechada.
Sólo que él no la había rechazado. Todo cuanto había hecho era decirle la verdad. Él sabía que había intentado atraerle para hacerle olvidar la película. Dama Loca… Buen título para describirla a ella. Debía de estar loca al no ver que él sólo trataba de protegerla.
Pero ¿de qué? Sus insinuaciones y suposiciones no eran pruebas. ¿Había algo más, algo que no le hubiera dicho?
De ser así, Roy lo sabría.
Encendió la lámpara que tenía sobre la mesilla de noche y cogió el teléfono. Marcó el número de Roy y se mantuvo a la escucha.
No hubo contestación.
Y tampoco respuesta a su interrogante.
Colgó de nuevo el receptor, apagó la luz y se arrebujó las sábanas alrededor de los hombros. Era extraño, pero ahora se sentía aliviada de que no hubieran contestado a su llamada. Probablemente, Roy le hubiera dicho las mismas cosas, habría intentado disuadirla de hacer Dama Loca. Después de todo, tal vez estuviera loca, pero no tan loca. A menos que Roy y Claiborne aportaran pruebas, además de conversación, nadie la convencería de que se retirase. No, después de todo lo que había pasado. Cinco años. Desengáñate, ya no eres tan joven. Ésta es la prueba de fuerza, de modo que aférrate a ella. No querrás acabar en nada, como Connie. Pobre Connie…
La pobre Connie había dado en la diana. ¿O acaso la diana la estaba dando ella?
En realidad, no importaba. Como quiera que fuese, estaba lanzada. O a punto de que la lanzasen, tan pronto como ese pelma de cámara dejara de mantener un inquieto enfoque sobre su entrepierna. Probablemente, se regodeaba escudriñándola, pero ella estaba a punto de morirse bajo todas aquellas luces.
A punto de morirse pero viviendo.
Porque, por una vez, nadie la ignoraba. Había otros siete en la sala de grabación de Leo, y todos concentraban su atención en Connie o en alguna parte de Connie. El payaso ocupado con la cámara manual había reclamado la zona entre sus piernas, la chica de maquillaje corporal frotaba sus partes con una sustancia rosada y pegajosa, y el bárbaro que manejaba las luces le inundaba la cara enmarcada por una funda de almohada negra. El tipo de efectos especiales había colocado el micrófono sobre su cabeza, y el del sonido, agachado detrás de sus controles, se ocupaba del nivel de su voz. Y el propio Leo…, productor, proyectista de producción, responsable de haber montado aquel plató en su propia casa, la recorría aprobadoramente con la mirada. La sexta persona, si podía llamarse persona a aquella especie de orangután peludo y desnudo, era también responsable de cierta erección propia. Y cuando los otros acabaran, él empezaría.
Muy bien, es posible que aquello no fuera exactamente un jardín de rosas, enclavado en un bungalow de Boyle Heights para sacar a la luz una película porno. Pero ¿a quién importarle?
A mí me importa, eso es. A mí, Connie. Porque por una vez me están mirando.
En aquel momento, la estaban mirando y el público la miraría en la pantalla. No sólo sus manos, sus pies y sus tobillos, sino a ella por entero. Qué importaba que el público fuese tan sólo un montón de viejos viciosos con los sombreros sobre las rodillas; al menos, había sido vista. Y nadie criticaba el tamaño de sus tetas ni trataba de evitar que su cara apareciera en la fotografía. Para ese tipo de filme hubieran podido utilizar una sexi-muñeca japonesa o incluso una modelo de «Godzilla», pero Leo la había elegido a ella, personalmente, porque reconocía el talento cuando lo veía.
Connie se tumbó. Ya estaban a punto de empezar. El cámara hizo un gesto afirmativo a Leo, dio paso con un ademán de la mano al ingeniero de sonido y el orangután se dispuso a exhibir su banana ante la filmación a punto.
—¿Todos preparados? —preguntó Leo.
Connie le hizo un guiño. Leo no era precisamente Marty Driscoll, pero eso no importaba. Lo importante era que ella sería la estrella en su primer filme entero.
El payaso que manejaba las luces se adelantó con su plaqueta…, expresión que esperaba fuera tan sólo un modo de hablar.
—Escena primera, toma dos —exclamó al cámara.
—¡Preparada! —dijo Leo.
Connie sonrió.
—¡Acción!
Connie se abrió de piernas.
Al diablo con Driscoll. Era una estrella…
Marty Driscoll no podía ver una sola estrella.
Habitualmente, las grandes puertas correderas de cristal que daban al patio le ofrecían una magnífica vista del Valle que se extendía abajo, y del cielo arriba, pero esa noche no se veía absolutamente nada del exterior, salvo un sólido muro gris.
La niebla llega con leves pisadas felinas…
Y también la cita. Driscoll hizo una mueca, preguntándose cuál sería la reacción que obtendría si la pronunciara en presencia de quienes trabajaban con él en los estudios. En realidad, no cabía preguntárselo; conocía de antemano, con toda seguridad, la respuesta.
La capacidad de leer y escribir te situaba en el tiempo. En una época obsesionada con la juventud, la mayoría de los productores se graduaban directamente del acné a la autonomía y los grupos de más edad mentían sobre la suya aún más de lo que lo hacían los actores.
Cuando Marty Driscoll llegó a aquella conclusión, su cuerpo ya le había traicionado. Era demasiado tarde para teñirse el pelo o para injertárselo, y hubiera resultado fútil cualquier intento por emular los estilos de vida de posadolescencia. El ensordecedor estruendo de un disco en una pista de baile no lograría ahogar su jadeo, y ningún corsé sería capaz de disimular su obesidad.
El único recurso que le quedaba era el que había adoptado: compórtate de manera inteligente y hazte el tonto. Muéstrate violento, grosero, vociferante y vulgar, dales una versión en estéreo de un estereotipo… El tirano hortera, carente de talento. Olvida las licenciaturas de Princeton; no les interesa tu licenciatura en letras, lo que les interesa es tu bolsa. Y metido ya en harina olvida aquellas primeras películas de presupuesto reducido, los esfuerzos idealistas nacidos de un deseo de calidad, para acabar muriendo en la taquilla.
La fórmula dio resultado. Por eso, Driscoll se encontraba allí sentado en el salón de su inmensa casa en Mulholland, desde donde, salvo las pocas noches de niebla como aquélla, podía contemplar abajo los estudios. Y suponía que aquello era su recompensa suprema, contemplar los estudios en el más amplio sentido de la palabra. Contemplar su vacuidad, sus vanidades y sus venalidades, aun cuando él mismo las compartiera con ellos. Mea culpa.
Al considerar el éxito de su engaño, Driscoll se encogió de hombros. En lo que se refería a la gente de los estudios, no serían capaces de distinguir el mea culpa de Mia Farrow.
Y, a decir verdad, ni siquiera su propia mujer conocía el secreto; nadie lo conocía. Para Deborah, era tan sólo un tipo desmañado, grande y gordo con una gordísima cuenta corriente, y se había llevado a los niños a pasar la semana en Springs para alejarse de él, pero le telefoneaba diariamente para presentar sus incesantes respetos a la cuenta corriente.
¿Qué pasaría si descubriera que no existía tal cuenta corriente? ¿Y que esta casa y la de Springs empezaban a crujir bajo el peso de segundas hipotecas muy elevadas, incrementadas con los intereses devengados por el retraso en los pagos?
Preguntas carentes de significado. No lo descubriría, al menos si seguía ayudándole la suerte. La suerte…, ése era precisamente el factor inestable.
Mala suerte con las tres últimas películas. Debió de habérselas vendido al Pentágono; con semejantes bombas hubieran podido destruir la Unión Soviética. Con la presentación de la tercera empezó a cambiar la veleta.
Y de nuevo la buena suerte, cuando Vizzini le presentó el proyecto de Dama Loca. Y todo había salido a pedir de boca hasta esta semana, cuando Nueva York tuvo noticias de la fuga de Norman Bates y de los asesinatos.
Quieren suspender, le había dicho Rubén. Creen que las noticias hacen que tu historia se torne vetusta. A fuerza de buenas palabras, había logrado disuadirle de una cancelación inmediata, refiriéndose a la convicción de George Ward de que la publicidad representaría una ayuda más que un entorpecimiento. Pero lo más que había logrado era una tregua, hasta que Rubén y la gente del dinero acudieran mañana a la reunión. Entonces es cuando habría de tomarse la decisión final.
Y Claiborne representaba una complicación inesperada. Hasta entonces había sido capaz de manejar a Roy Ames y sus escrúpulos de conciencia, pero, a decir verdad, Claiborne era quien en realidad estaba haciendo naufragar la embarcación. Día tras día, las objeciones de ambos iban minando la moral. Día tras día, aumentaban los intereses y empezaban a hundirse las perspectivas de recibir unos jugosos ingresos de productor al comienzo de la película.
Y esa misma tarde había sido la peor. Etiquetar a Santo Vizzini como mentalmente inestable no era noticia capaz de colmar a nadie de satisfacción, pero eso no era prueba suficiente para acusarle de incendiario. De una cosa estaba seguro. Vizzini no había iniciado el fuego.
Driscoll se detuvo un instante junto a su mesa de escritorio para encender un puro. Luego deseó no haberlo hecho. La llama de la cerilla resultaba un penoso recordatorio.
Al releer uno de aquellos días el contrato del seguro de la producción, descubrió la cláusula que se refería al desastre. Todo el mundo sería indemnizado en la totalidad, caso de que se produjera un accidente demostrable, muerte o heridas graves de los principales actores que figuraban en la póliza, destrucción de equipos y material por causa del agua o el fuego…
Otra vez la buena suerte. ¿Por qué arriesgarse con nuevos problemas o el dilema de convencer a Nueva York de dejar que siga adelante la película? Ahora podría recuperar su dinero. No el sueldo establecido, sino la cantidad completa, garantizada, más que suficiente para lanzarse de nuevo. Tendría en acción otro proyecto mucho antes de que volviese a quedarse sin dinero.
Parecía todo tan sencillo una vez que hubo organizado los detalles… La suerte siguió acompañándole cuando transportó al escenario el bidón de gasolina sin que nadie se percatase. Su error fue el haber prendido fuego a la colcha, antes de derramar en derredor la gasolina; la pequeña llamarada debió alertar al guardia y tuvo justo el tiempo de meter el bidón debajo de la cama y escapar por la puerta lateral.
La buena suerte le permitió regresar a su oficina sin ser descubierto, pero la mala suerte abortó el incendio. Ahora ya sólo cabía esperar que Claiborne se hubiera tragado su historia sobre el decorador. Dentro de uno o dos días, el psiquiatra se habría ido y, para entonces, se habría celebrado ya la reunión con Rubén y la gente de Nueva York. Le costaría bastante convencerlos de que George Ward tenía razón respecto a lo de la publicidad. Mañana sería un día duro. Pero el brutal y rudo Marty Driscoll, ese gordinflón de fino olfato pasaría el Rubicón. Ya no tenía elección.
Se paseó de arriba abajo delante de las grandes cristaleras, contemplando a través de ellas la noche. La niebla emborronaba las luces, pero mañana volverían a brillar, relucientes y claras. Más valía que se tomara algún reposo para que también estuviera incisivo y claro durante la reunión de mañana.
Un día más, eso era cuanto necesitaba. Un día más para obtener el visto bueno final. Y luego…, al infierno con todos ellos. El escritor neurótico, el psiquiatra charlatán, aquella estúpida chica, el director demente y el en un tiempo famoso astro.
No te preocupes, se dijo. Puedes manejarlos a todos. Pero no será precisamente una merienda campestre…