DIECIOCHO

Claiborne se encontraba sentado a la mesa frente a Roy Ames. El «Commisary» empezaba a llenarse con los clientes que acudían a almorzar, y el murmullo de tantas voces le impedía oír con claridad lo que Ames decía.

Y, en realidad, tampoco le interesaba. Por el momento, seguía escuchando el diálogo que se empezó a librar en su interior tan pronto como abandonara la oficina de Driscoll.

¿Por qué había permitido que le convencieran? ¿Se debía tan sólo a que le habían pillado por sorpresa? Era verdad que la joven pareció hacerse cargo de la situación de forma instantánea, y sus argumentos tenían base. Al menos, ella no descartaba la amenaza como todos los demás, salvo Roy Ames.

Aun así, aquél no era el motivo auténtico de que aceptara quedarse. Tal vez la cuestión residiera, no en lo que había dicho la joven, sino en su presencia física. Claiborne recordó sus reacciones la primera vez que vio la fotografía, pero la contemplación directa de Jan Harper constituyó, en verdad, un impacto para el que no estaba preparado.

Descubrió que se lo estaba diciendo en voz alta a Roy Ames y que el escritor asentía.

—Así es. Por eso la eligió Vizzini. Jan es terroríficamente exacta a Mary Crane.

—Espero que no. —Claiborne hizo una pausa al acercarse la camarera para presentarles los menús—. Exacta sí, pero no terroríficamente.

—¿Está realmente convencido de que Norman Bates vive?

Claiborne asintió.

—¿Acaso no lo cree usted también?

—Sí. Pero es únicamente una especie de premonición. No soy capaz de explicar por qué. Pensé que tal vez supiera usted algo más…, algo que no les dijo durante la reunión.

—Por el momento, no estoy preparado para discutir el tema.

—¿Quiere decir que tampoco confía en mí?

—No le conozco. —Claiborne atemperó sus palabras con una sonrisa, indicando con un ademán las mesas que les rodeaban—. Aún no conozco a nadie.

—¿Es su primera visita a un estudio?

—Usted lo ha dicho.

—Muy bien, permítame que le sirva de guía durante un recorrido. —Ames siguió la dirección de los ojos de Claiborne—. Esa gente que está allí pertenece a la categoría de directivos. No se deje engañar por los jeans y los levis…, son la élite. Eres uno del equipo, te vistes como quieres, sigues la rutina del obrero. Pero cuando abandones el estudio, asegúrate de que todos se den cuenta de que utilizas un coche de veinticinco mil dólares. —Hizo una sonriente mueca—. Vivimos en una sociedad autoerótica.

Claiborne sonrió, sabedor de que ésa era la reacción que se esperaba de él, aunque percibía que no era aquélla la primera vez que Roy Ames recurría a ese enfoque. Indicó con un ademán a un grupo, sentado a una mesa junto al ventanal, embutidos en trajes oscuros, camisas blancas y corbatas perfectamente anudadas, que parecían dar un mentís a la explicación del escritor.

—¿Qué me dice de esa gente?

Roy Ames siguió la dirección de su mirada.

—Visitantes. Posiblemente directivos de cadenas del Este. Proceden de Madison Avenue en busca de nuevas ideas que… robar. Desde luego, su objetivo es el de robar viejas ideas.

Claiborne fijó su atención en un grupo de jóvenes en extremo hirsutos, instalados al otro lado del corredor.

—¿Y esos chicos?

—Yo diría que se dedican a las cintas y a los elepés. Ahí es donde hoy está la acción. Un disco de platino equivale a toneladas de Oscar.

Alguien pasó junto a ellos y se detuvo ante una mesa contigua. Su aspecto ofrecía una perturbadora dicotomía; su cuerpo ya maduro, con un prominente estómago, estaba coronado por un rostro juvenil y bronceado. Dijo algo a un grupo que se encontraba sentado, rió con fuerza, agitó el brazo a manera de saludo y se alejó.

—Indudablemente, un parado —dijo Roy Ames—. Cuando vea a un actor que va de mesa en mesa y ríe estrepitosamente, puede apostar cualquier cosa a que está en paro. Quienes ofrecen un aspecto cansado, y que además no hablan, están ocupados.

Claiborne, tras asentir con un ademán de cabeza, concentró su atención en el menú.

—¿Qué me recomienda?

—Irnos a otro sitio a almorzar —repuso sonriendo Ames—. Pero ya que estamos aquí, con un emparedado no correría peligro alguno.

—Es extraño. Supuse que aquí la comida sería buena.

—Hubo un tiempo en que lo era, o al menos eso aseguran. Ahora no parece importarle a nadie. —Ames apartó la minuta—. ¿Conoce aquel antiguo dicho…, lo de que se te conoce por lo que comes? Si eso es verdad, la mayoría de la gente debe de ser coprófaga.

Claiborne estaba reflexionando sobre aquella observación cuando volvió la camarera para recibir su encargo. De nuevo, había tenido la impresión de que lo que escuchaba no era algo espontáneo. Roy Ames no resultaba evidentemente, una persona que frecuentara los restaurantes pero estaba intentando causar impresión.

—Tráiganos café —pidió Ames a la camarera cuando ya se alejaba. Luego miró a su compañero—. ¿Ha conocido a alguien más relacionado con la película?

—Todavía no. Paul Morgan interpreta el personaje de Norman, ¿no?

—Eso dicen. Hasta ahora jamás ha representado más que a Paul Morgan. Mr. Mucho Macho[1]. —Ames hizo una pausa mientras les servían el café—. Si quiere que le sea sincero, nuestra cultura tiene complejo de suspensorios escrotales.

—¿Cómo consiguió el papel?

—Pregúnteselo a Vizzini. —Ames se llevó a los labios la taza de café—. Aunque pensándolo bien, más vale que no se moleste. Vizzini ya no hacía películas de suspense…, sólo filmes abracadabrantes. Eso es lo que quieren los chicos. Efectos especiales a barullo y mucho punk-rock durante los choques de automóviles y secuencias de asesinatos. Es como en los buenos y viejos días de Roma… Los músicos tocaban con más fuerza cuando los leones se comían a los cristianos en la arena.

Más frases hechas, pero aquello no contestaba a la pregunta de Claiborne. Se inclinó sobre la mesa.

—Si es así como piensa, ¿qué le hizo escribir el guión?

—El dinero. —Roy Ames se encogió de hombros—. No, eso no es verdad. Al menos en parte. Vi en esto algo…, una oportunidad de llegar al público con algo real en vez de atiborrarles con frases de doble sentido y vulgaridades. —Echó más azúcar al café—. Tal vez lo entienda cuando lea el guión.

—Lo intentaré —le aseguró Claiborne.

Aquella tarde, de regreso al motel, lo puso en práctica.

El día se había vuelto bochornoso, y el acondicionador de aire se lamentaba mientras el sol pegaba con fuerza sobre la ventana que daba al Oeste. Pero Claiborne ni siquiera se percató de todo ello porque en realidad no se encontraba en aquella habitación.

Se había introducido en el guión, en un mundo situado a tres mil kilómetros y remontándose a veinte años antes.

El texto era irregular… Pese a lo que Roy Ames dijera, no había logrado eliminar de forma absoluta aquellos elementos que decía despreciar. Seguían presentes muchas secuencias terroríficas y el énfasis estaba puesto en el asesinato y no en las motivaciones.

Pero funcionaba. La joven inocente y el astuto demente eran estereotipos, pero aún así resultaban convincentes. Acaso hoy las jóvenes no fueran tan inocentes, pero los dementes eran cada vez más astutos. Y más numerosos. En aquella película no había nada que no se diera por duplicado en los boletines de noticias diarios. Especialmente por aquí, reflexionaba Claiborne acordándose del Destripador del Barrio Chino, el Estrangulador de la Colina, los Asesinos de la Autopista y tantos otros asesinos que los medios de difusión bautizaban con nombres llamativos. Pero nada había de atrayente en su estado o en sus actividades… Gente enferma, obsesionada por el homicidio, manipulando con la muerte.

Claiborne suspiró mientras le destellaban aquellas frases. Estaba cayendo en la trampa, estaba empezando a expresarse como un escritor de guiones. Lo que debía hacerse era eliminar aquello del diálogo, dejar que hablara por sí mismo el contraste entre la apariencia y la realidad.

Al empezar a extinguirse la luz del sol, encendió la lámpara y, tras coger un bloc de su cartera, comenzó a tomar notas.

El acondicionador de aire ronroneaba en la oscuridad, pero la luz de la lámpara formaba un halo sobre la cabeza de Claiborne mientras seguía garrapateando, perdido en el limbo de otro tiempo, de otro lugar. En el mundo de Norman.

Unos golpecitos en la puerta le devolvieron a la realidad.

—¿Sí? —Se levantó y cruzó la habitación—. ¿Quién es?

—Tom Post.

Claiborne abrió la puerta y el viejo le sonrió.

—Esta vez sí que me he acordado de llamar. ¿Está ocupado?

—No —repuso Claiborne al tiempo que hacía un ademán de cabeza negativo. Condenado viejo…, ¿qué quería ahora?

—Vi luz. Y pensé en acercarme e invitarle a una cerveza. —Post indicó las latas que llevaba en la mano izquierda—. Obsequio de la casa. —Se echó a reír entre dientes.

Por un instante, Claiborne vaciló, pero los sonidos eran señales que había aprendido a no ignorar. Aquella risa nerviosa no era una manifestación divertida sino de defensa…, un intento por ocultar la auténtica emoción subyacente. ¿Qué disimulaba Tom Post?

—Entre —replicó Claiborne haciéndose a un lado—. Veré si hay un vaso limpio en el cuarto de baño.

—Por mí no se moleste.

Post se acercó a una silla, puso las latas sobre la mesa y las abrió con el pulgar izquierdo. Alargó una a Claiborne, esperó a que se sentase sobre el borde de la cama, y luego alzó la suya.

—Salud…

—Gracias —Claiborne bebió.

—Con un tiempo así la cerveza viene como anillo al dedo.

De nuevo aquella risa entre dientes. Pero los ojos de un gris verdoso recorrían la habitación, clavándose, finalmente, en la mesa.

—¿Un guión? —preguntó—. Creí que no estaba usted en la industria.

—Y no lo estoy. Sólo le echo un vistazo por un amigo.

—Comprendo. —Post empinó de nuevo la lata—. ¿De qué trata? Pero tal vez no debería preguntarlo.

—No es ningún secreto. —Mientras hablaba, Claiborne observaba el arrugado rostro—. Pensándolo bien, tal vez le interese. El protagonista es Norman Bates.

—¿Es posible? —Tom Post ya no reía.

Claiborne se inclinó en su dirección.

—Tenía intención de preguntarle sobre su observación de anoche. ¿Cómo es que está enterado de lo del «Bates Motel»?

—Creo que todo el mundo lo conoce. —El tono de Post era más bien explicativo que defensivo—. De hecho se publicó una noticia diciendo que «Coronet» se disponía a rodar una película sobre el caso. —Echó una ojeada a la mesa—. Supongo que el guión será de su amigo.

—Así es. —El tono de Claiborne fue indiferente—. Usted solía escribir para las películas. ¿Querría echarle un vistazo?

Ante su sorpresa, Tom Post movió negativamente la cabeza.

—Sería una pérdida de tiempo. Hoy ya no entiendo las películas. Todas esas escenas de sexo…, la gente revolcándose una y otra vez por la cama. Intente hacerlo así y acabará con la espalda rota. Y cuando ha terminado, el semental surge de debajo de las sábanas y condenado me vea si no lleva pantaloncitos de boxeador. ¡Por todos los diablos! Puedo asegurarle que en mis tiempos no lo hacíamos así.

De nuevo la risita entre dientes.

—Claro que las cosas cambian. Veamos, por ejemplo, la censura. Es posible que ahora puedan incluirse palabras con cuatro letras, pero en cambio otras no. Si no me cree intente cantar en público la segunda estrofa de My Old Kentucky Home.

Apuró el líquido que quedaba en el fondo de la lata.

—Una porquería de comida y una porquería de película. Hoy los escritores tienen demasiado poder.

—No es eso lo que me dice mi amigo —aseguró Claiborne.

—No me refiero a películas. —Post había dado fin a su cerveza—. Pero piense esto. Un político cualquiera se pone en pie y lee un discurso. Su adversario, a su vez, lee otro rebatiéndolo. Entonces, un comentarista de la tele lee un informe explicando lo que ambos han leído. Todo ello, el discurso, la refutación, la explicación, es obra de algunos escritores anónimos de la trastienda. Y a eso le llamamos «noticias». Diez días, diez meses o diez años más tarde, otro escritor aparece con un libro afirmando que todo cuanto habían dicho es falso. Y a eso se llama «historia». Así que, analizándolo bien, aunque se ocupen de hechos reales o de ficción, todos los escritores son embusteros profesionales.

Dejó sobre la mesa el envase vacío.

—¿Qué le parece otra cerveza?

—No, gracias. —Claiborne miró a través de la ventana hacia el patio ya en sombras—. Ya es hora de que salga a comer algo.

—Ojalá lo hubiera pensado antes —dijo Post—. Esta noche he cenado pronto. Debiera haberle invitado a que compartiera la cena conmigo. Debe de ser muy aburrido cenar solo cuando se está fuera de casa.

—No me importa. Estoy acostumbrado.

—¿No está casado?

—No.

Claiborne evitó nuevas preguntas, levantándose y dirigiéndose al armario en busca de su chaqueta.

Tom Post apagó la luz y él siguió hacia la puerta.

—Por aquí hay muchos restaurantes —explicó—. Pero también puede comprar algunas cosas en el supermercado, que hay calle abajo, y conservarlas aquí, en el frigorífico. —Indicó con un gesto la alacena que había detrás—. Ahí tiene vajilla y un calentador de platos. Resulta cómodo para prepararse el desayuno.

—Gracias por el consejo.

Claiborne abrió la puerta y salió.

Post le siguió, asintiendo aprobador al ver que el otro hombre cerraba la puerta y echaba la llave.

—Eso es —dijo—. Yo trato de vigilar para que nadie ande merodeando por aquí, pero en estos días todas las precauciones son pocas.

Atravesó el patio en dirección a la oficina, y Claiborne le saludó con la mano, mientras aspiraba profundamente el aroma de los jazmines en flor que florecían en los arbustos que bordeaban la avenida. Luego, dando media vuelta, se encaminó hacia la calle donde el aroma de las flores se perdió entre los gases del tráfico.

Estuvo respirando aquel hedor hasta entrar en el pequeño restaurante especializado en bistés, que se encontraba una manzana más abajo. Allí el olor se vio remplazado, a su vez, por una mezcla de olor a parrilla, cebolla frita, picadillo y patatas fritas. Pero aun todo aquello era preferible a la peste que emanaba de los sobacos del camarero con su chaqueta roja. Post tenía razón. Hubiera sido preferible prepararse un tentempié en el motel. Sigue tu olfato.

Está bien, pero ¿qué le decían los órganos de los demás sentidos? Todavía escuchaba el eco de la risa nerviosa de Post. Y cuando cerraba los ojos, su retina había conservado la imagen de Tom que le observaba mientras cerraba con llave la puerta de la habitación. Condenado viejo bastardo…

De nuevo el instinto, pero era algo más que eso, algo que se agitaba oculto entre la risita y la curiosidad. Post disponía con toda seguridad de una llave maestra; acaso en aquel mismo momento se encontrara en su habitación, registrando sus pertenencias. O el guión. Se había mostrado muy interesado en conocer su contenido… Pero, cuando se enteró, pareció igualmente empeñado en cambiar de tema. ¿Por qué?

Déjalo correr, se dijo Claiborne. Claro que existía una razón. La gente mayor suele hacer risitas forzadas para impedir cualquier posible rechazo. Es una señal, una forma de decir: «Oiga, en realidad no represento una seria amenaza, no se enfade conmigo por hablarle». Y muchos de ellos se muestran inquisitivos respecto a los asuntos de los demás, sencillamente porque sus propias vidas están vacías.

Debe resultar exasperante para un hombre, todavía en pleno uso de sus facultades, tener que permanecer allí sentado, en un desmantelado motel, día tras día y noche tras noche. A juzgar por la ausencia de otros vehículos en los reservados del aparcamiento, Claiborne debía de ser, por el momento, el único huésped. No era extraño que Tom Post hubiera acudido con su cerveza a la habitación y hablara hasta quedarse ronco. El viejo se sentía solo.

Pudiera ser eso, o acaso fuera condenadamente artero. ¿Qué fue aquello que dijo de que todos los escritores eran embusteros profesionales?

Roy Ames era también escritor. Rebosante de frases fáciles. Claiborne recordó la sospecha intuitiva de que sus ingeniosas frases habían sido ya pronunciadas antes. Al igual que los actores que iban de mesa, había repetido sus machacadas gracias en busca de aprobación.

Pero ¿qué le indujo a ello? Tal como estaban las cosas, debía saber que Claiborne era su aliado, que estaba de acuerdo con su teoría de moderar el guión. Y de ser así, ¿por qué no había luchado más con anterioridad por realizar él mismo la tarea? En primer lugar, era el responsable de la violencia.

También en este caso podía tratarse de un mecanismo de señalar las cosas. En cierto sentido, el Norman del guión era la creación de Roy Ames. Compuso el tipo en base a sus propias frustraciones, a sus propias iras. Y si el verterlo todo sobre el papel no era catarsis, entonces es posible que fuera catexis, un medio de fortalecer una inconsciente vinculación con la persona de Norman. Lo que podría resultar peligroso.

Todos los escritores son embusteros profesionales. Una declaración formulada por un escritor. Lo que significaba que también aquello era mentira. Pero todo el mundo mentía, incluso sus propios pacientes, cuyo problema residía en que no sólo le mentían a él sino a sí mismos. En cierto modo, eran los embusteros más profesionales de todos. Y él era un averiguador profesional de la verdad.

Rectificó: buscador de la verdad. Y su búsqueda no siempre tenía éxito. Norman era precisamente el botón de muestra.

Terminó su cena y salió del restaurante. Empezó a caminar por el bulevar. Al pensar en Norman se dio cuenta de que, en forma automática, había echado un vistazo en derredor suyo, en busca de una silueta que no se encontraba allí.

Pasaban veloces los coches, y las furgonetas, los «Broncos» y los jeeps, además de alguna que otra motocicleta que rugía de entre tantos ruidos. La juventud al acecho. Pero no por las aceras. Claiborne echó un vistazo a su reloj. Aún no eran las nueve y él era el único peatón a la vista.

Pese al problema de la gasolina todo el mundo conducía. Andar de noche por las calles de la ciudad resultaba demasiado arriesgado; incluso el policía de servicio hacía su ronda sobre ruedas. A la Policía les inspiraban sospechas los forasteros que paseaban, gente como él.

Al pasar junto a los apagados escaparates, Claiborne escudriñaba los callejones oscuros que había entre los edificios, sabedor, al hacerlo así, de que su aprensión era absurda. Norman no iba a surgir de ninguno de aquellos callejones. Norman no estaba allí. ¿O acaso sí?

¡Maldito guión! Su lectura había hecho revivir todo, hasta la venganza. Venganza era lo racional.

O bien era así, o todo el asunto era un puro engaño paranoico. Si Norman le hubiera precedido hasta allí, habría ya encontrado el camino hasta el estudio. En los intervalos entre los episodios psicóticos, era ciertamente capaz de elaborar planes, poniéndose en acción para lograr su venganza. Pero todo apuntaba hacia una conclusión ineludible: Norman había muerto. Sólo el guión le había hecho revivir.

Aun así, Claiborne se dio cuenta de que apretaba el paso en dirección a la alameda que se prolongaba a su izquierda, y en la que abundaban los comercios. Torció y entró en la zona de aparcamiento, sintiéndose aliviado ante las luces, los ruidos, la presencia de gente. Mientras la atravesaba, analizó su reacción. La presencia de la gente no era del todo un fenómeno bien venido ahora que observaba sus coches. Se es lo que se come, había dicho Roy Ames. Acaso el ser lo que se conduce fuera una observación más acertada. Se puede juzgar a la gente por sus reflejos automovilísticos.

Observó las frenéticas maniobras con los vehículos para entrar en el aparcamiento, la forma en que se comportaban los conductores agresivos para encontrar sitio, impidiendo los movimientos de los que se encontraban detrás, mientras se disputaban los huecos vacíos junto a la entrada del almacén, en tanto que otros automovilistas les lanzaban insultos mecánicos con sus bocinas. Los abollados guardabarros de los coches ya aparcados atestiguaban encontronazos previos, y el supremo desprecio hacia la más elemental cortesía se hacía evidente en aquellos que ocupaban posiciones en la zona de Terminantemente prohibido aparcar.

En el supermercado pasaba tres cuartos de lo mismo. Señoras ancianas, con el pelo teñido de naranja, exprimían esas teñidas naranjas ante las cajas registradoras, interrumpiendo satisfechas el paso con sus carritos. Vagabundos playeros descalzos, bien achispados, avanzaban a trompicones por los pasillos y utilizaban sus carros a modo de armas. Parejas de papis ahuyentaban a los clientes solitarios de las secciones de gangas especiales, aún cuando casi siempre fuera la mamá, de mandíbula semejante a un bulldog, quien llevaba la voz cantante, mientras el viejo y pequeño papi de aspecto consumido, se mantenía dócilmente a la expectativa. También sirven quienes se limitan a pagar los gastos.

Claiborne cogió leche de las estanterías de productos lácteos, rozando a un muchacho japonés con un blusón de malla. El jovenzuelo lanzó un furioso siseo al tiempo que agitaba la cabeza, haciendo tintinear furiosamente su pendiente.

En la sección de congelados escogió una modesta variedad de chuletas envasadas. Cuando se encontraba ante los quesos envueltos en celofán, descubrió un trozo pequeño, pero, al ir a cogerlo, surgió una mano desde atrás y le arrebató el premio. Al volverse se encontró con una sonriente chica enfundada en una tosca camiseta, ostentando la clásica divisa: Toda Tuya.

Pasando a la sección siguiente se detuvo para tomar una docena de huevos, esperando, pacientemente, mientras un ama de casa de edad madura y con la cabeza llena de rulos abría los cartones para examinar su contenido, con un cigarrillo apagado colgándole de la comisura de los labios.

Exhalaba un humo acre y Claiborne se alejó. Al diablo con los huevos, podía prescindir de ellos. Ahora ya lo único que ansiaba era alejarse de allí. Había sido un día muy largo y estaba cansado. Cansado de la gente, cansado de los ruidos, de las luces, de la confusión. Los disonantes acordes de la música amplificada le embotaban el oído, la fluorescencia excesivamente brillante hacía borrosa su visión.

Al llegar a la sección de panadería, miró irritado hacia arriba, tratando de localizar el origen de aquel silbido. Pero los grandes discos suspendidos a intervalos entre las paredes y el techo no eran amplificadores; en sus brillantes superficies se reflejaban los movimientos de los clientes que se encontraban abajo. Instrumentos localizadores instalados para detectar a los posibles rateros. Y al alzar Claiborne la vista, los largos y lívidos tubos de neón le devolvieron una centelleante y aviesa mirada.

Claiborne se dio la vuelta. Al hacerlo, otro de los espejos instalados precisamente a sus espaldas captó su mirada. Estaba instalado de forma que reflejaba la imagen de los compradores que se aproximaban a la caja registradora de la izquierda, en la parte frontal del supermercado.

Pero en aquel preciso instante sólo un hombre se aproximaba a ella. Miró hacia arriba y Claiborne pudo ver su cara.

Era el rostro de Norman Bates.