DOCE

Jan Harper revisó su maquillaje ante el espejo del cuarto de baño, llegando a la conclusión de que era perfecto.

Muy bien, chica. Vamos a exhibirnos por la calle.

Cogió su bolso y, girando sobre sus talones, salió de puntillas. En realidad, aquella precaución era innecesaria; en el segundo dormitorio, situado al otro lado del cuarto de baño, Connie seguía durmiendo como una marmota. La amiga de Jan, que compartía con ella el apartamiento, estaría muerta para el mundo hasta mediodía y, cuando finalmente se despertara, desearía estar realmente muerta, agobiada por la resaca y el remordimiento de la juerga corrida la noche anterior.

Mientras atravesaba el vestíbulo en dirección a la puerta de la calle, Jan sintió el aguijón de la envidia. Connie no tenía que permanecer esclavizada ante el espejo; al despertarse, le bastaría con tomar una ducha y pasarse rápidamente el peine. No tenía que preocuparse en lograr un perfecto trabajo de maquillaje, no con aquella gran nariz y aquellas tetillas. Lo que una necesita para poder introducirse en este negocio era una nariz pequeña y unos senos exuberantes. Lo que dejaba a Connie fuera de combate.

De repente, Jan se sintió avergonzada. Connie no tenía la culpa de su aspecto; al menos era honesta y no hacía trampas con la nariz por arriba y con relleno más abajo. Sacaba el mejor partido posible de lo que tenía, por lo que merecía alabanzas y no burlas.

Jan se encogió de hombros al salir y cerrar la puerta tras ella. Connie podía arreglárselas; en aquel momento lo que ella tenía que hacer era revisar sus propios objetivos. Por eso había pasado una hora dedicada al maquillaje, por eso la estaba esperando el atractivo y pequeño «Toyota» en el aparcamiento. Se estremecía cada vez que recordaba los pagos mensuales, pero tan pronto como abría la portezuela y le llegaba un ramalazo de aquel maravilloso olor a coche nuevo, volvía a sentir sus excelentes vibraciones.

El «Toyota» no era un lujo; formaba parte de su equipo, de su imagen. Y el aroma a cuero nuevo era tan necesario como el de «Chanel» con el que se perfumaba después de cada ducha, aun cuando la gasolina empezaba a resultar más cara que el perfume. Si quieres alcanzar la cima, no cojas el autobús.

Puso en marcha el motor, retrocedió con cuidado y, después de subir por la carretera, giró hacia el Este, por la Mulholland Drive. A lo largo del serpenteante camino, y a intervalos, podían verse casas arracimadas, pero la mayor parte de la ruta se extendía entre riscos y maleza. Allí, entre la bruma matinal de un lunes, era posible todavía atisbar la presencia de ardillas, coyotes y otras formas de vida salvaje.

Haciendo caso omiso de todos ellos, Jan contempló abajo, y a su izquierda, el valle de San Fernando. Surgiendo de la amarillenta atmósfera del smog, podía ver los platós de sonido de los «Coronet Studios», a medio camino entre el «CBS Studio Center» y la torre negra de «Universal».

Hizo girar de nuevo el «Toyota» a la izquierda e inició el descenso. Jan aspiró profundamente, como hacía siempre antes de sumergirse en la espiral del smog. Aquella maldita cosa llegaba incluso a corroer el cromo del «Toyota». Sólo Dios podía saber el efecto que producía en los pulmones humanos. Pero para alcanzar la cima, a veces hay que descender a los abismos.

Atravesando el Ventura Boulevard, enfiló en dirección norte hasta alcanzar la verja del estudio a su derecha. Delante de ella rodaba un centelleante «Rolls», que se detuvo ante la garita del guardia, aunque sólo por un momento. La rayada barrera que bloqueaba la entrada fue alzada con rapidez, mientras que el hombre uniformado que había junto a la verja saludó sonriendo al conductor, que siguió su camino. El «Rolls» entró en la zona de aparcamiento.

En el momento en que Jan llegó a la altura de la garita, la barrera bajó de nuevo. El guardia se la quedó mirando.

Ella le sonrió.

—Jan Harper —dijo.

No se observó el menor cambio en la expresión del guardián…, o más bien una carencia de ella.

—¿A quién desea ver?

—Estoy en el grupo. Con la unidad Driscoll.

—Un momento, por favor.

Dando media vuelta, el guardia entró en la cabina para consultar las relaciones que había en una estantería junto a la puerta. Luego, mirando hacia afuera, asintió.

—Está bien. Pero más vale que les diga que le den un pase.

—Gracias. Así lo haré.

Se alzó de nuevo la barrera y Jan entró, confiando en que su sonrisa hubiera sido natural. A aquel estúpido del «Rolls» le habían recibido con gran entusiasmo, pero el guardia no recordaba su nombre al cabo de todas aquellas semanas.

Tómatelo con calma, chica. Algún día, cuando entres con tu coche por esa verja, extenderán una alfombra roja a tu paso hasta el despacho de Driscoll.

En aquel momento, Jan pasaba por delante de aquel despacho, en el edificio de la Administración, a su derecha, pero no se detuvo. En todos los huecos del aparcamiento había carteles, en los que con toda claridad campeaban los nombres de los directivos para quienes estaban reservados. Así era como funcionaba el sistema…, los jefazos tenían huecos lo más cerca posible de las oficinas, las estrellas importantes y los directores disponían de huecos de selección junto a los estudios de sonido, los principales cargos de producción poseían reservados delante de sus cuarteles generales.

Pero los letreros podían borrarse, apareciendo en ellos nuevos nombres. Y tal como iban las cosas en la industria, los únicos puestos estables en la ciudad eran los de pintores de letreros.

Jan, encogiéndose de hombros, se dirigió hacia la zona de aparcamiento situada al fondo de los terrenos, pasando junto a recaderos en bicicleta, viejos productores en automóviles igualmente viejos, conductores de furgonetas o camiones cargados con materiales y equipos de cámaras. El «Toyota» fue deslizándose por los angostos huecos entre camerinos portátiles y remolques, deteniéndose ante un escenario en el que giraba y centelleaba una luz roja, que indicaba que se estaba realizando una toma que los ruidos de tráfico podían echar a perder.

La industria repudiaba sus propios productos.

Hubo una vez… en que las calles de los estudios desbordaban de espectáculos llenos de atracción y exotismo… Grandes actores con indumentarias orientales concebidas durante pesadillas árabes, atavíos de piratas, vestidos Imperio de baile franceses, uniformes de la Caballería confederada. Los extras masculinos transitaban con frac y sombrero de copa, las chicas del coro desfilaban semejantes a arco iris en movimiento. Los jefes indios con sus pinturas de guerra y vaqueros enfundados con trajes blancos y sombreros «Stetson» haciendo juego, se mezclaban con altas damas resplandecientes con las creaciones diseñadas en el cerebral salón de Edith Head.

Pero la película costumbrista había sido tachada con un plumazo de tinta roja. Hoy, el jeque de Valentine lo representaría un pequeño y macizo petrolero vistiendo un traje gris, gafas de sol y cubriéndose con un baqueteado kayyifeh. Los barcos piratas habían sido hundidos, los discos sustituían a los salones de baile, y al Ejército confederado se lo llevó el viento. Ginger y Fred colgaron para siempre sus zapatillas de baile, los indios llevaban carteras cuando tomaban el sendero de la guerra que les conduciría a las sesiones del Senado, los vaqueros se asemejaban a cualquier estudiante barbudo universitario y las principales damas actuaban en escenas de cama sin el menor atisbo de ropa. Ahora, cuando una va a un estudio ya no busca fantasía…, tan sólo un hueco para aparcar.

Jan condujo su coche hacia la zona trasera, consultando su reloj. Las diez menos cuarto. Aún disponía de quince minutos. Pero el aparcamiento ya estaba lleno o casi.

Al rodearlo, vio un claro al fondo y empezó a maniobrar. Pero hubo de frenar rápidamente al abrirse de pronto la portezuela de un coche situado a su derecha y surgir una figura en su camino.

Jan hizo sonar la bocina.

—¡Eh! Ande con…

La figura se volvió y Jan reconoció a Roy Ames.

La saludó con la mano y se apartó a la izquierda de ella mientras Jan aparcaba.

—Lo siento, no te vi llegar.

Abriendo la portezuela, la cogió por el brazo en el momento en que ella salía.

Jan contuvo su actitud defensiva pero no pudo dominar sus ideas. ¿Qué pasaba con ese tipo? Al cabo de todas aquellas semanas de contacto diario, no se había acostumbrado a la amable rutina de él. La cortesía habitual no era demasiado habitual en estos tiempos; la mayoría de los hombres dejarían que una chica saliera por sus propios medios de un coche, y un porcentaje bastante elevado la pellizcaría al subir.

Roy Ames era realmente un caso. Ni siquiera se parecía a la mayoría de escritores guionistas que conocía. Para empezar, tenía un aspecto pulcro y atractivo; no es que fuera exactamente guapo pero distaba mucho de esos especímenes con montones de pelo y gafas de concha. En su vestuario no figuraban los «Levis» y, al parecer, había aprendido a cabalgar en una máquina de escribir sin calzar botas. Jamás le había visto borracho y, si tenía otras debilidades, sabía ocultarlas a la perfección.

Ocultarlas. Por lo general, estos tipos tan perfectos ocultaban algo. De modo que, ¿quién era en realidad tras la pantalla de sus modales tradicionales y su abierta sonrisa?

Y ¿quién eres tú? Jan se descubrió preguntándose qué era lo que fallaba en ella. ¿Por qué tenía que sospechar de forma automática de un hombre como Roy en lugar de respetarle? No tenía motivo alguno; probablemente era tan normal como ella.

Cruzaron el aparcamiento y bajaron por la calle, evitando agentes y clientes que se dirigían a las reuniones matinales de los lunes, carpinteros deslizándose entre decorados, mensajeros repartiendo memorándums…, la habitual confusión organizada.

—Te llamé antes —dijo Roy—. Connie me dijo que habías salido.

—¿Cómo se la oía?

—De mal genio. Supongo que la desperté.

—No te preocupes, sobrevivirá al trauma. Yo lo superé.

Roy le lanzó una mirada.

—Entonces estás enterada.

—Enterada, ¿de qué?

—¿No escuchaste las noticias? Norman Bates se ha fugado.

—¡Santo cielo!

—La noticia decía que ha cometido otra serie de asesinatos. Cinco víctimas. No están seguros, pero tal vez ande todavía suelto.

Jan se detuvo.

—De manera que ése es el motivo de que Driscoll quisiera vernos. ¿Crees que piensan suspender la película?

—Tal vez.

—Pero no pueden… —Jan puso la mano sobre el brazo de Roy—. Tenemos que impedírselo. Prométeme que me ayudarás. Por favor.

Roy se la quedó mirando. ¿Por qué no decía algo?

Aspirando profundamente, Jan jugó la última carta.

—No es precisamente mi papel lo que me preocupa. Tú también necesitas esta película. Tu futuro depende de la fama que logres con este filme. No la rechaces.

La mirada de Roy era glacial. De repente, sus rasgos se contrajeron y habló con tono duro.

—¿Qué diablos te pasa? Un maníaco escapa y mata a cinco personas inocentes, y todo lo que te preocupa es que se suspenda el rodaje de una condenada película.

Apartó el brazo con tal rapidez que Jan pensó que iba a pegarla. En lugar de ello, dio media vuelta y se alejó a grandes pasos, dejándola estupefacta y desconcertada.

De manera que estaba en lo cierto. Había algo oculto tras aquellos excelentes modales y la sonrisa cordial. Y ahora ya sabía qué era.

Violencia.

Pero lo más extraño de todo era que a ella no le inspiraba temor. Sin embargo, una vez desvanecido el sobresalto inicial, quedó sorprendida ante la emoción que seguía dominándola. Era decepción.

¡Maldita sea! Parecía como si Roy hubiera llegado a importarle más de lo que ella pensaba. Incluso ahora no era posible rechazarle del todo. Acaso no estaba tan encallecida como pretendía ya que, parte de su ser, realmente había reaccionado ante aquella imagen de Chico Agradable.

Tal vez su enfado estuviese justificado, acaso su preocupación ante aquellos asesinatos fuera genuina. Y si lo fuera…

Jan hizo un ademán negativo con la cabeza. Lo que Roy pensara era asunto suyo, pero ella no estaba de acuerdo con él. Había trabajado durante demasiado tiempo, y muy duramente, para lograr aquello.

Durante toda su vida, incluso desde muy niño cuando se miraba en el espejo la cara con acné, y pensaba si alguna vez llegaría a hacerse mayor y encontraría a alguien que creyera que era bonita, alguien que la amara, había estado trabajando. Trabajando para llegar a ser el tipo de persona que mereciera que se fijasen en ella, el tipo que ella veía en las películas, y en la tele.

Y ahora ya había crecido, había aparecido en Televisión, iba a hacer películas y todos la amarían. No tan sólo una persona, sino todo el mundo. Lo lograría. No sólo por ella. Era una deuda que tenía con la chica con espinillas del espejo, con la niña de los grandes sueños.

Mientras miraba a Roy entrar en el edificio de la Administración, Jan empezó a andar con renovada decisión. Toda la violencia del mundo no sería capaz de poner impedimentos en su camino. Sentir lástima por las víctimas, quienes quiera que fuesen, no las ayudaría. Estaban muertas y ella viva, y lo que Roy llamaba una condenada película era la oportunidad por la que había trabajado y estaba esperando. Ella y aquella niña.

Cualesquiera que hubiesen sido los acontecimientos. Jan no les permitiría que suspendiesen la película.