OCHO

Claiborne había perdido la medida del tiempo. Le pareció que transcurría una eternidad hasta la llegada de la patrulla de carreteras; cuando al fin aparcaron en el estacionamiento, había dejado de llover.

En el coche iban tres hombres. El conductor permanecía sentado ante el volante, mientras los otros dos hombres bajaban, dirigiéndose hacia la entrada donde les esperaba Claiborne.

Las presentaciones fueron breves. El individuo grande y canoso, de cuello grueso, era el capitán Banning, y el otro delgado era un agente llamado Novotny. De repente Claiborne se dio cuenta de que se estaba preguntando el porqué los mesomorfos eran siempre jefes y los ectomorfos subordinados.

Y no era que Banning no pareciera capacitado. Incluso antes de que entraran en el vestíbulo, empezó a disparar preguntas como una ametralladora ordenando al mismo tiempo a Novotny que se quedara allí y tomara declaración a Clara, que era la recepcionista.

Banning y Claiborne se dirigieron directamente al ascensor.

—Lamento el retraso —le dijo Banning mientras subía el ascensor—. ¿Se ha enterado del accidente?

—¿Qué accidente?

—El autobús de Greyhound ha chocado contra un gran semirremolque y ha volcado, prácticamente en las afueras de Montrose. Hasta el momento hay siete muertos y alrededor de veinte pasajeros heridos. Ahora están allí casi todas las unidades del Condado…, el departamento del sheriff, ambulancias y toda nuestra gente. Y encima tenemos apagones de fluido eléctrico por culpa de la tormenta. Tuvo suerte al poder localizarnos. Un auténtico lío.

Claiborne escuchaba, asintiendo en los intervalos apropiados, pero, como quiera que fuese, el relato del capitán le dejaba frío. Lo que realmente le importaba era lo que tenía aquí, en la biblioteca.

Y respecto a eso empezarían de nuevo las preguntas. Otis, siguiendo las instrucciones de Claiborne, había cubierto el cuerpo con una sábana, pero, aparte de ello, no se había tocado absolutamente nada. Y, en aquel momento, Banning interrogaba a ambos, anotando sus respuestas en un bloc. Mediada la sesión, envió a Otis en busca de Allen y, al aparecer el vigilante, comenzó de nuevo el interrogatorio.

Sí, lo habían registrado todo… absolutamente todo, incluyendo los cobertizos de almacenamiento y las viviendas de los empleados. Siguiendo las órdenes de Claiborne, se había llevado a cabo un minucioso registro en el propio hospital; las habitaciones de los pacientes, los lavabos, la cocina, la lavandería, incluso la alacena donde se guardaban los artículos de limpieza.

—Una pérdida de tiempo —afirmó Banning cerrando su cuaderno de notas—. Con toda seguridad, su hombre se vistió con la indumentaria de la víctima y salió por la puerta principal. Lo más seguro es que se dirigiera, directamente, a la furgoneta en la que viajaban las hermanas.

—Pero la hermana Cupertine también se fue —repuso Claiborne—. ¿Es posible que no le reconociera?

—Capitán…

Banning se volvió hacia otro agente uniformado que apareció en el umbral de la puerta. Era el agente que se había quedado en el coche patrulla y Banning avanzó por el pasillo en su dirección.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó.

El agente le contestó en voz baja. Pero cuando Banning habló lo hizo con voz fuerte y clara.

—¡Santo Cielo! —exclamó.

Claiborne se acercó a él.

—¿Qué ocurre?

—La furgoneta —gruñó Banning—. Un viajante la encontró al pasar por County Trunk A. Llevaba teléfono en el coche y llamó inmediatamente a los bomberos.

—¿A los bomberos? ¿Qué ha pasado?

Banning se metió bruscamente el bloc de notas en el bolsillo.

—Cuando lo sepa se lo diré.

Los bomberos. A Claiborne le volvió aquella sensación de ensoñamiento, igual que cuando Otis fue a buscarle para que acudiera a la biblioteca, una sensación de pesadilla, de que algo le aguardaba. Ahora ya no servía de nada correr, tarde o temprano tenía que hacerle frente. Sólo entonces se despertaría.

—¿Puedo ir con usted? —preguntó Claiborne—. Tengo el coche afuera.

—Muy bien. Si quiere, sígame. —Banning se encaminó hacia la puerta—. En caso de que me pierda, es en el County Trunk A…

—No se preocupe. No le perderé —afirmó Claiborne.

Pero lo perdió.

Para cuando terminó de dar instrucciones a Otis a fin de que se hiciera cargo de todo, advirtiéndole que el personal no se enterase de lo que estaba ocurriendo, el coche patrulla de Banning salía ya del aparcamiento. Los dos agentes se quedaron para seguir tomando declaraciones y llamar a la ambulancia, para que se hiciera cargo del cuerpo de la hermana Barbara. Pero Banning no necesitaba a nadie para conducir; las luces traseras parpadeaban ya a distancia, antes de que Claiborne enfilara la carretera.

Apretó el acelerador, observando la aguja que marcaba los ciento diez. Era inútil. El coche de la Policía debía de ir a ciento cuarenta o más y no podía abrigar esperanzas de alcanzarle tal y como estaba de mojado el pavimento.

Al cabo de uno o dos segundos, el coche patrulla tomó una curva y desapareció de la vista. Claiborne redujo la velocidad a noventa, pero aún así tenía que concentrarse mucho para que el coche no acabara en una zanja. Como resultado de ello no observó la encrucijada en la carretera y, cuando se dio cuenta de su error, hubo de retroceder. Luego, después de tomar por County Trunk A, ya no le hizo falta más orientación.

En la carretera, y gracias a la lluvia, el aire nocturno era fresco y fragante. Pero allí, un olor acre se mezclaba a un hedor repugnantemente dulzón. Claiborne descubrió su origen a la luz de los destellos que tenía ante sí.

Había esperado ver el autobomba de los bomberos, pero sólo había dos coches aparcados en el lindero de la carretera, enfocando con sus faros a un tercer vehículo.

Claiborne reconoció la furgoneta, o más bien lo que había quedado de ella. El parabrisas había desaparecido y surgía un enorme agujero en el techo carbonizado de la cabina; las portezuelas, abiertas, pendían de las charnelas casi fundidas. La parte trasera había volado por completo y el capó desaparecido, dejando al descubierto una maraña de metal fundido de la que aún surgían columnillas de humo que se mezclaban con los restos de los gases de la gasolina. Debajo de los neumáticos reventados había un montón de cristales rotos y otros restos inidentificables. Apoyado en el portaequipajes de su coche, el viajante se encontraba vomitando ruidosamente en la zanja. Al otro lado del camino, el coche patrulla aparecía vacío pero, al salir del suyo, una vez aparcado, Claiborne vio a Banning alejarse de la cabina de la furgoneta. Levantó la vista, con su rostro lívido bajo aquella luz.

—Ha explotado el depósito de la gasolina —explicó.

—¿Accidente?

—No lo sé. También puede tratarse de un incendio premeditado. El Departamento de incendios podrá decirlo, si es que alguna vez llegan los bomberos.

Banning escudriñó la carretera con el ceño fruncido.

El aire era puro veneno. A Claiborne se le removió el estómago.

—¿Cuál es su teoría? —preguntó.

—Aquí hay algo que no encaja. La furgoneta se encontraba aparcada cuando sucedió todo… El freno está echado. Y, al parecer, el fuego empezó por delante. Tengo la impresión de que tuvieron tiempo de salir antes de que el depósito estallase.

Claiborne aguzó el oído.

—¿Tuvieron?

Adelantóse en dirección a la cabina abierta, pero Banning le puso una mano sobre el hombro.

—No vale la pena mirar —indicó con la cabeza el viajante que vomitaba al otro lado del camino—. Apuesto a que él desearía no haberlo hecho.

—Pero tengo que saberlo.

—Muy bien, doctor. —Banning dejó caer la mano y se apartó—. Luego no diga que no le advertí.

Claiborne, inclinándose hacia delante, echó una ojeada a la cabina. El cuero se había desprendido, quemado, de los asientos y el plástico se había fundido en el salpicadero. Allí era más fuerte el hedor dulzón, casi insoportable. En aquel momento descubrió su origen.

Yaciendo atravesada en el suelo de la cabina, se veía una masa carbonizada con dos muñones a cada lado. Apenas podía reconocerse en ella un torso humano, y la protuberancia redondeada en la parte superior era tan sólo una especie de bola negra achicharrada, de la que había desaparecido todo rastro de facciones. Los ojos, la nariz, todo vestigio de piel o pelo se habían esfumado y lo que fuera una boca era ya tan sólo una brecha sin lengua abierta en silencioso alarido.

Claiborne dio media vuelta, casi sin respiración por el hedor y el espectáculo, y dirigió la mirada al interior de la parte trasera de la furgoneta.

Allí, entre las sombras, yacía otra masa, un bulto sin miembros, semejante al costado de un buey asado. No tenía cabeza. Al parecer, la explosión del depósito de gasolina había destrozado el cráneo. Tan sólo un detalle anatómico identificaba aquellos restos como pertenecientes a una mujer: la cavidad achicharrada de la vagina. Una única tira de piel se había desprendido revelando debajo una vedija de carne rosada.

Claiborne se apartó de la furgoneta respirando hondo. Consciente del escrutinio por parte de Banning, luchó por dominar sus gestos y su voz.

—Tiene usted razón, es inútil. Requerirá una autopsia completa.

—Y eso tardará algo —dijo Banning—. El juez no va a dar abasto con el accidente del autocar en Montrose. Pero tengo una idea general de lo que ocurrió aquí. —Se pasó la mano por la incipiente maraña canosa de su barbilla—. Lo que opino que ocurrió es que a la hermana Cupertine la dejaron sin sentido o la mataron, y luego la ocultaron en la trasera de la furgoneta. El siguiente movimiento consistía en encontrar un lugar apartado de la carretera general y…

—Un momento… —Claiborne frunció el entrecejo—. Primero me dice que no sabe si fue o no accidente y ahora afirma que hubo asesinato.

—En cuanto a la segunda parte, jamás tuve la menor duda —le dijo Banning—. El cuerpo encontrado en la trasera del vehículo nos revela al menos eso. Si no hubiera estado muerta o, al menos inconsciente, la hermana Cupertine se hubiera encontrado en la cabina intentando desesperadamente salir de ella cuando se inició el fuego.

—Pero aún desconocemos la causa que provocó la explosión de la furgoneta —alegó Claiborne.

El viajante se acercó a él, silencioso y conmocionado, al tiempo que Banning, inclinándose, cogía en la oscuridad algo que había a sus pies. Un cilindro metálico chamuscado.

—Aquí tiene la respuesta —le dijo—. Encontré esta lata de gasolina aquí, en el camino, mientras usted miraba el interior. Con toda seguridad se trata de un incendio provocado. La intención era empapar el cuerpo y la furgoneta para que el fuego diera al traste con todas las pruebas. —Banning hizo un leve movimiento de cabeza—. Pero algo en la operación salió mal y él quedó también atrapado en la cabina.

—¿Él?

—Su paciente. Norman Bates.

Atrapado. Esa cosa en la parte delantera de la furgoneta era Norman. Claro. ¿Quién más podía ser?

—¡No!

—¿Qué quiere decir?

Claiborne se quedó mirando a Banning sin contestar. No había respuesta, sólo la convicción lograda al cabo de años de experiencia profesional, de años de trabajar con su paciente.

El viajante le miró, desconcertado y Banning hizo un ademán negativo con la cabeza.

—Dese cuenta, doctor. Sabemos que Bates logró escapar en la furgoneta y la hermana Cupertine debió irse con él. ¿Se hace a la idea? Al principio, bajo los hábitos no le reconoce y, cuando al fin lo descubre, es demasiado tarde…, la golpea y viene hasta aquí como ya le he dicho. Luego prende la gasolina y… ¡pafff! ¿Qué otra cosa puede haber ocurrido?

—No lo sé —dijo Claiborne—. No lo sé.

—Puede creerme. Bates está muerto…

El resto de sus palabras se perdieron con el ulular.

Los tres hombres miraron en aquella dirección, pudiendo ver las luces que centelleaban y giraban al enfilar por el camino. Un chirrido de frenos anunció la estruendosa llegada del coche de bomberos. Se detuvo violentamente e iluminó la escena.

Banning dio media vuelta y se dirigió hacia ellos seguido por el viajante. Claiborne vaciló mientras observaba bajar a los hombres uniformados y dirigirse hacia los restos de la furgoneta. Un capitán de bomberos calvo permanecía en pie esperando junto al coche cisterna y luego, al aproximarse Banning y el viajante, empezó a hablar.

De ahora en adelante se hablaría mucho, se hablaría sin cesar porque lo único que todo el mundo sabía hacer era hablar. Llegaría una ambulancia para retirar aquellas masas carbonizadas, pero seguirían hablando…, palabras inútiles, sin sentido. Ahora ya nada tenía sentido y no era necesario que Claiborne lo escuchara de nuevo. Deja la autopsia para el forense. Tú no eres más que un espectador casual.

Volvió junto a su coche y se sentó ante el volante. Nadie se dio cuenta y nadie intentó detenerle mientras se alejaba, retrocediendo por donde había llegado hasta tomar de nuevo la carretera general.

De forma gradual, fueron extinguiéndose el hedor y los ruidos, al menos externamente. Pero la visión permanecía, oscilando ante sus ojos con mayor vividez que la propia carretera que tenía ante sí… El espectáculo de los torsos retorcidos, de los seres achicharrados en el escenario del crimen.

Nada de autopsia. Espectador casual.

Pero la autopsia proseguía, allá en lo más profundo de su ser, y se desvanecieron las protestas de inocencia. Porque Norman estaba muerto. Norman estaba muerto y él era culpable. Culpable de juicio equivocado, al permitir que se conocieran Norman y la hermana Barbara. Culpable de negligencia al haberlos dejado solos. Y, en consecuencia, también era responsable, de forma indirecta, de la muerte de la hermana Cupertine. Pero, sobre todo, era culpable de haber fallado a Norman. Sus errores profesionales de diagnosis y prognosis constituían el auténtico crimen.

Claiborne llegó a la carretera general y giró de forma casi automática. El aire fresco contribuyó a despejarle los pulmones y la cabeza.

Ahora ya podía enfrentarse a los hechos. Ahora era capaz de comprender su resistencia ante la realidad de la muerte de Norman. Porque, en cierto modo, no era Norman quien había muerto en aquella furgoneta en llamas…, era el propio Claiborne. Era su propia imagen la que había sido destruida hasta el punto de quedar irreconocible: sus planes, sus esperanzas, sus sueños habían explotado. Su vida se había convertido en humo.

Ahora ya no habría libro. Ya no habría una exposición erudita y, a un tiempo, sutilmente triunfante, de la forma en que le fue devuelta la razón a su psicótico, al parecer incurable, sin recurrir al uso de electroshock, psicocirugía o ataraxia. Sabía que aquél había sido su objetivo durante todo el tiempo; escribir el libro, crearse un nombre y una reputación, apartarse de la sombra de Steiner, abandonar aquel trabajo sin salida y alcanzar un cargo interesante. Al igual que Norman, había estado prisionero en aquel hospital y, si las cosas hubieran marchado bien, ambos hubieran podido quedar libres.

Y casi lo había logrado, estuvo a punto de lograrlo. Estuvo a punto de alcanzar el éxito, a punto de liberar al propio Norman. Habían trabajado juntos durante tanto tiempo, que llegó a conocer perfectamente a aquel hombre. O creyó conocerlo. ¿Cómo pudo cometer aquel error?

Arrogancia.

Orgullo, creer en la superioridad de la ciencia, en la omnisciencia del intelecto. Aquél fue el error fatal.

A veces es preferible confiar en el instinto, tal como había hecho cuando estuvo a punto de descolgarse con lo de que Norman no estaba muerto.

Y entonces se dio cuenta, sobresaltado, de que aquella creencia seguía allí.

—¿Y si fuera verdad?

Claro que no tenía sentido, pero tampoco lo tenía lo ocurrido con la furgoneta. Banning se estaba precipitando en sus conclusiones; también él tenía su arrogancia, necesitaba una respuesta fácil. Pero ¿por qué habría de empaparlo todo Norman con gasolina y prenderle fuego sin antes salir de la furgoneta? Pese a cuanto pudiera ser Norman, desde luego no tenía instintos suicidas y tampoco era un estúpido.

Entonces, ¿quién?

Aquello tampoco tenía sentido. Todo carecía de sentido salvo aquella mordiente sensación. A menos que se tratara tan sólo de un deseo expresado una y otra vez. Norman está vivo, vivo, vivo…

Claiborne parpadeó, forzándose en mantener la atención concentrada en la carretera que se extendía ante él. Y fue entonces, en aquel preciso instante, cuando vio lo que había tirado en la zanja del lateral izquierdo de la carretera. Lo vio, aminoró la marcha y, finalmente, se detuvo.

Bajó del coche y, cruzando la carretera, se acercó para examinarlo más de cerca. Acaso su vista le hubiera jugado una mala pasada.

Pero al coger la empapada pancarta sujeta a aquel palo supo que no se trataba de un error, Las letras aún aparecían visibles.

Fairvale.

Claiborne permaneció allí mirando aquella pancarta y, de repente, todas las piezas encajaron. Miró hacia el saliente de la carretera.

La furgoneta pudo haberse detenido allí y recoger a un autoestopista.

De ser así, tendría que haber huellas de neumáticos en el barro. Se detuvo para echar un nuevo vistazo, pero todo cuanto vio fue un enorme charco. Claro, era posible que la lluvia hubiera hecho desaparecer las huellas. Y, además, no tenía importancia, nada importaba salvo la verdad. Confía en tu instinto. Después de todo hubo una tercera persona.

Y si hubo una tercera persona, entonces todo era posible. El autoestopista pudo ser atraído hacia el lugar donde tenía que ser destruida la furgoneta, golpeado allí en la cabeza y abandonado entre las llamas después de haberle despojado de sus ropas. Mientras que Norman…

Fairvale.

Claiborne cogió la pancarta y la llevó hasta el coche. Después de colocarla con cuidado sobre el asiento trasero, puso en marcha el motor. Sus ideas se pusieron en movimiento con igual rapidez.

El coche dio la vuelta. Fairvale se encontraba junto a la carretera general, más allá de la encrucijada. Y allí era adonde se dirigiría Norman después de abandonar la furgoneta en llamas. Un hombre capaz de matar en estado maníaco a forasteros inocentes, ciertamente no vacilaría un solo instante en matar a enemigos conocidos.

Sam Loomis y su mujer, Lila, vivían en Fairvale.

Había llegado a la bifurcación. Por un instante, Claiborne vaciló. ¿Debería volver a informar a Banning? Pero aquello significaba hablar, más palabras y, de antemano, sabía cuál sería la reacción si le dijera lo que sospechaba.

Muy bien, ¿pero qué pruebas tiene? Tan sólo un letrero que ha encontrado en una zanja. ¿Y sólo con eso pretende que crea toda esa historia de que Norman ha matado a un autoestopista y metido el cuerpo en la furgoneta? Y aunque lo hubiera hecho, ¿cómo puede usted saber que va detrás de los Loomis…? Es posible que sea usted un buen curandero, pero eso no le faculta para leer en la mente humana. Verá, doctor, está usted fatigado. ¿Por qué no regresa al hospital y se toma un descanso, dejándonos a nosotros el trabajo policial?

La voz de Banning. La voz de la arrogancia.

Claiborne sacudió la cabeza. Era verdad que se sentía fatigado, absolutamente exhausto. Y que tampoco era capaz de leer el pensamiento. ¿Cómo podría convencer a Banning de que él sabía, sabía con toda certeza lo que estaba pensando Norman?

No había forma. Y tampoco tiempo.

El coche dejó atrás la bifurcación y aceleró al apretar Claiborne con súbita decisión el pedal.

Al llegar al letrero que se erguía a la derecha de la carretera, lo leyó sin aminorar la marcha.

Fairvale – 20 km.

El coche se lanzó hacia delante.

En aquel momento, la sensación era más fuerte que nunca, la sensación de avanzar, en sueños, hacia un espantoso destino.

Pero eso no era un sueño.

Y no había tiempo.