NUEVE
Norman caminó calle abajo, y la calle estaba muerta.
La tormenta la había matado; la tormenta y la noche dominical. Todos los pueblos tenían su calle mayor y, cuando en domingo llega el crepúsculo, también con él llega la muerte. Las tiendas cerradas, los aparcamientos vacíos y, si acaso queda un hálito de vida, se refugia en las viviendas, ocultándose tras las cortinas corridas.
Allí es donde seguramente estarían Sam y Lila…, ocultos en una de esas casas. Sam, el de la ferretería y su mujer Lila. Era la hermana de Mary Crane y había acudido allí en busca de Mary al desaparecer ésta. Y se había dirigido a Sam sabiendo que él y su hermana eran amantes.
Nadie se hubiera enterado de lo ocurrido a no ser por ellos. Tanto Mary Crane como el detective que la buscaba estaban muertos, y Sam y Lila también debieron ir a sus tumbas. Pero, en vez de ello acudieron, al «Bates Motel» y descubrieron a Norman y fue a él a quien enterraron, lo enterraron vivo en aquel manicomio durante todos aquellos años.
Su encierro fue un castigo peor que la muerte…, el castigo por crímenes que jamás cometiera. Fue Madre quien lo hizo, apoderándose de su mente y de su cuerpo y haciéndole realizar todos los movimientos del asesinato. Él no era responsable, todo el mundo lo había reconocido. De no ser así, le hubieran sometido a un juicio.
Pero no hubo juicio, tan sólo todos aquellos largos años de castigo, mientras Sam y Lila estaban libres. Y se casaron y vivieron por siempre felices.
Hasta ahora.
Esta noche aquello se acabaría. Y no porque estuviera loco, sino porque había recuperado la cordura y él, no su Madre, sería el vengador. Daba gracias a Dios por ello.
No, a Dios no. Gracias al doctor Claiborne. Él era el Salvador, quien le había salvado de la locura. Si no hubiera sido por el doctor Claiborne Norman no estaría allí.
Y acaso no debiera estar, ya que el doctor Claiborne no lo aprobaría. Todos aquellos años juntos, hablando para sacárselo todo, ayudándole a reencontrarse, librándose de Madre, librándose del temor y el odio… Un hombre maravilloso, tanta amabilidad y preocupación por él, tanta empatía. Si las cosas hubieran sido diferentes, acaso el propio Norman pudo haber sido médico.
Pero las cosas no eran diferentes. Y no podrían serlo hasta que se hiciera justicia. Hacer justicia, no tomar venganza. Así lo tenía que considerar seguramente el doctor Claiborne.
Y no habría justicia mientras vivieran Sam y Lila. Fueron ellos quienes le marcaron y sentenciaron con su testimonio… Pero ¿quiénes eran ellos para emitir juicios? Lila, entregando su cuerpo cálido para saciar la lujuria del amante de su hermana muerta. Y Sam, ganándose la vida con la sangre de los inocentes, vendiendo revólveres y cuchillos en su tienda; escopetas de caza para abatir animales inocentes y cuchillos para despedazarlos. Era el asesino, el carnicero, el tratante de la muerte…, ¿cómo era posible que nadie lo viera?
El doctor Claiborne jamás lo comprendería, pero Norman sí. Quien a hierro mata a hierro muere. Esta noche.
Pero la calle mayor estaba muerta y a oscuras las viviendas que se alzaban a cada lado. Sam y Lila se escondían de él, se ocultaban detrás de las cortinas de las ventanas. ¿Dónde…, en qué casa? No podía andar por allí llamando a todas las puertas. ¿Cómo podría encontrarles?
Norman se detuvo en una esquina, frunciendo el ceño. Nadie le había visto allí, en pie, debajo de la farola, pero no seguiría pasando por siempre inadvertido. Era un fugitivo, le buscaban. Si estaba decidido a actuar tenía que hacerlo en ese mismo momento. No había tiempo…
Y entonces descubrió, entre las sombras, la cabina telefónica, junto a la gasolinera a oscuras. Claro, allí estaba la solución. Bastaría con consultar la guía telefónica.
Pero no había guía. Tendría que pedir la información a la Telefonista.
Norman alargó la mano para descolgar el auricular, pero la retiró al punto. No podía llamar. Nadie pide direcciones…, y aunque se la dieran, la operadora lo recordaría. En un sitio como aquél todo el mundo siente curiosidad por los forasteros. Tan pronto como él colgara, la operadora, probablemente, llamaría a Sam y Lila para decirles que alguien les buscaba. Y entonces se encontraría en vía muerta.
Muerto. Él no estaba muerto y tampoco lo estaría si se andaba con cuidado. Pero tenía que actuar con rapidez. No había tiempo…
Norman salió de la cabina y, apartándose de la luz, cruzó la calle por una esquina, pasando junto a la taberna. Estaba a oscuras por la orden de cierre en domingo. Todas las ventanas de la calle se encontraban a oscuras. Todas, salvo una.
Uno de los escaparates aparecía iluminado. No pudo verlo con claridad hasta que se acercó a él, e intentó descifrar el letrero que había encima.
Ferretería Loomis.
Una luz en el escaparate, pero aquello era sólo para atraer la atención. La otra era la que importaba…, la de arriba que brillaba tenue, desde el fondo de la tienda.
Dentro había alguien.
Norman inició un movimiento para cruzar la calle, pero seguidamente se detuvo.
Ahora he de ir con cuidado, detenerme y pensar. Mostrarme cauteloso. Lo que hay que hacer ahora es avanzar, cruzar por la esquina y deslizarse, por el costado de la tienda por si hay alguien mirando hacia afuera. Y permanecer en las sombras. Fuera de la vista, fuera de la mente.
Norman asintió para sí y luego avanzó silencioso. Sólo cuando alcanzó el cobijo en penumbra del angosto pasadizo entre la tienda y el edificio contiguo, empezó a emitir una risita tenue. Tenía que hacerlo, porque el viejo refrán estaba equivocado. Al alcanzar la puerta trasera y manipular el picaporte, quedaba fuera de la vista.
Pero no estaba en modo alguno fuera de la mente.