TRES
Por un instante, al ver entrar al pingüino en la habitación, Norman pensó que, después de todo, acaso estuviera loco.
Pero en seguida aquello pasó. La hermana Barbara no era un ave y el doctor Claiborne no había ido allí para discutir sobre su cordura o la falta de ella. Se trataba tan sólo de una visita social.
Visita social. ¿Cómo ha de representar uno el papel de anfitrión ante sus visitantes en un manicomio?
—Siéntese, por favor.
Evidentemente, aquélla era la frase adecuada. Pero una vez que todos se encontraron sentados en derredor de la mesa, se produjo un momento de incómodo silencio. De súbito, y en forma sorprendente, Norman se percató de que sus visitantes se sentían violentos; les resultaba tan difícil como a él comenzar una conversación.
Bueno, siempre se podía recurrir al tiempo.
Norman miró hacia la ventana.
—¿Qué ha sido de todo ese sol? El ambiente huele a lluvia.
—Un día típico de primavera…, ya los conoces —le dijo el doctor Claiborne.
Fin del boletín meteorológico. Después de todo, acaso sea de verdad un pingüino. ¿Qué les dirá a sus hermosos amigos con plumas?
La hermana Barbara miró el libro abierto que había sobre la mesa, frente a él.
—Confío en que no le hayamos interrumpido.
—De ninguna manera. Sólo estaba pasando el rato.
Norman cerró el libro, apartándolo.
—¿Puedo preguntarle qué leía?
—Una biografía de Moreno.
—¿El psicólogo italiano?
La pregunta de la hermana Barbara provocó una rápida mirada de Norman.
—¿Le conoce?
—Sí, claro. ¿No es el que descubrió la técnica del psicodrama?
Así que después de todo no era un pingüino. Sonrió a la hermana al tiempo que asentía.
—Está en lo cierto. Claro que eso ya pertenece al pasado.
—Norman tiene razón —se apresuró a intervenir el doctor Claiborne—. Más o menos, hemos abandonado el sistema de terapia en grupo. Sin embargo, aún seguimos alentando la exposición de las fantasías personales a nivel de la palabra.
—Incluso hasta permitir que los pacientes suban a un escenario y hagan el ridículo —explicó Norman.
—Eso también pertenece al pasado. —El doctor Claiborne sonreía pero Norman percibió su preocupación—. Pero aún sigo creyendo que tu actuación fue excelente y me hubiera gustado que siguieras con el grupo.
La hermana Barbara parecía desconcertada.
—Me temo que no les entiendo.
—Hablamos del programa dramático de aficionados que se está desarrollando aquí —repuso Norman—. Sospecho que se trata de un perfeccionamiento por parte del doctor Claiborne de las teorías de Moreno. De cualquier forma, me indujo a tomar parte pero no sirvió de nada. —Se inclinó hacia delante—. ¿Cómo…?
—Perdonen…
De súbito, hubo una interrupción y Norman frunció el ceño. Era un enfermero… Otis, el nuevo de la tercera planta, había entrado en la habitación. Se acercó al doctor Claiborne, el cual se le quedó mirando.
—¿Qué pasa, Otis?
—Una llamada de larga distancia para el doctor Steiner.
—El doctor Steiner está de viaje. No regresará hasta el martes por la mañana.
—Eso es lo que les he dicho. Pero ese señor quiere hablar con usted. Dice que es muy importante.
—Siempre lo es —suspiró el doctor Claiborne—. ¿Le ha dicho su nombre?
—Un tal Mr. Driscoll.
—Nunca he oído ese nombre.
—Afirma que es productor de uno de esos estudios de Hollywood. Llama desde allí.
El doctor Claiborne empujó hacia atrás su silla.
—Muy bien. Contestaré yo. —Se levantó y miró sonriendo a la hermana Barbara—. Tal vez quiera que le escenifiquemos un psicodrama.
Se acercó al asiento que ocupaba la monja, dispuesto a ayudarla a levantarse:
—Lamento que hayamos de interrumpir esto.
—¿Es preciso? —preguntó la hermana Barbara—. ¿Por qué no le espero aquí?
Norman volvió a sentirse dominado por la tensión. Algo en su interior le advirtió que no comentara nada, pero se concentró en la idea: Ojalá se quede, necesito hablar con ella.
—Si lo prefiere…
El doctor Claiborne siguió a Otis junto a las estanterías, hasta llegar a la puerta. Allí se detuvo y se volvió para mirarles.
—No tardaré —explicó.
La hermana Barbara sonrió y Norman siguió sentado, observando a los dos hombres por el rabillo del ojo. El doctor Claiborne dijo algo en voz baja a Otis, quien asintió y le siguió hasta el vestíbulo. Durante un momento, vio la sombra de sus dos siluetas sobre la pared más alejada del corredor; luego, una de las sombras se alejó mientras la otra se quedaba allí quieta. Otis. Permaneció montando guardia junto a la puerta.
La atención de Norman se sintió atraída por un débil clic. La monja desgranaba las cuentas de su rosario. ¿Un ancla de seguridad? —se dijo—. Pero ella insistió en quedarse. ¿Por qué?
Se inclinó hacia ella.
—¿Cómo sabe lo del psicodrama, hermana?
—Seguí los cursos en el bachillerato.
Habló en voz queda, pero aún así la oyó a pesar del clic.
—Comprendo —Norman, a su vez, replicó en voz baja.
Dejó de escucharse el cliqueteo. Había atraído hacia sí toda la atención de la monja. Se aprovecharía de ello. Por vez primera desde hacía años, dominaba la situación. ¡Qué sensación tan maravillosa reclinarse en su asiento y, para cambiar, que alguien más se estremeciera presa de los nervios! Una mujerona descarnada, poco atractiva, que se ocultaba tras un disfraz de pingüino.
De repente, empezó a preguntarse qué era lo que realmente se escondía debajo de aquel hábito, qué tipo de cuerpo velaba. Carne cálida, palpitante. Mentalmente trazó el contorno desde los senos agresivos, sedientos, hasta el redondeado vientre y el triángulo debajo de él. Las monjas se afeitaban la cabeza…, pero ¿y el vello del pubis? ¿Se lo afeitarían también?
—Sí —exclamó la hermana Barbara.
Norman parpadeó. ¿Acaso había leído en su mente? Luego se dio cuenta de que se limitaba a contestar la pregunta que le había hecho.
—¿Qué decían sobre mí?
La hermana Barbara se agitó incómoda en la silla.
—En realidad, sólo se trataba de una nota a pie de página, únicamente unas líneas en uno de nuestros libros de texto.
—Quiere decir que soy un caso de libro de texto, ¿no es así?
—Por favor… No era mi intención molestarle…
—Entonces, ¿cuál era su intención? —Era extraño contemplar a otra persona que intentaba evadirse de algo difícil. Durante todos aquellos años fue él quien intentó zafarse, y aún no lo había logrado, jamás lo lograría. ¡Fuera, mancha maldita!— ¿Por qué ha venido aquí? ¿Cierran el zoológico los domingos?
Ya estaba otra vez desgranando aquellas malditas cuentas. ¡Maldito rosario, maldita mancha! ¿Estaría realmente afeitado aquel sitio?
La hermana Barbara alzó la mirada.
—Pensé que podríamos hablar. Verá, después de que supe su nombre por aquel libro, consulté algunos periódicos de los archivos. Lo que leí me interesó…
—¡Le interesó! —El tono de voz de Norman no respondía a la sonrisa que dirigió a la hermana—. Estaba escandalizada, ¿no es así? Escandalizada, horrorizada, asqueada… ¿Cómo se sentía?
La hermana Barbara repuso casi con un susurro:
—Todas esas cosas a la vez. Pensaba en usted como en un monstruo, una especie de aparecido que surgía de las tinieblas y enarbolaba un cuchillo. Durante muchos meses no pude apartarle de mi mente, siempre estaba en mis sueños. Pero ahora ya no. Todo ha cambiado.
—¿Cómo?
—Es difícil de explicar. Pero algo me ocurrió después de tomar el hábito. El noviciado…, la meditación… El examen de los propios pensamientos secretos, de los pecados ocultos. Supongo que, en cierto modo, es como el análisis.
—La psiquiatría no cree en el pecado.
—Pero cree en la responsabilidad. Y también cree en ella mi fe. De forma gradual llegué a descubrir la verdad. Usted no se daba cuenta de lo que hacía, de manera que nadie podía responsabilizarle por ello. Fui yo quien pequé al juzgarle sin intentar comprender. Y cuando me enteré de que hoy veníamos aquí, supe que tenía que verle, aunque sólo fuera a modo de acto de contrición.
—¿Me está pidiendo que la perdone? —Norman negó con un movimiento de cabeza—. Sea sincera. Lo que la atrajo aquí ha sido la curiosidad. Vino a ver al monstruo, ¿no es así? Muy bien, míreme bien y dígame lo que soy.
La hermana Barbara levantó la vista y le contempló durante un largo momento bajo la luz fluorescente.
—Veo un cabello canoso, arrugas en la frente señales del sufrimiento. No del sufrimiento que causara a otros, sino el que atrajo sobre sí. No es un monstruo…, sólo un hombre —concluyó.
—Resulta muy halagador.
—¿Qué quiere decir?
—Nadie me dijo jamás que era un hombre —replicó Norman—. Ni siquiera mi propia madre. Ella pensaba que era débil, afeminado. Y todos los chiquillos me llamaban mariquita…, los juegos de pelota… —Se le ahogó la voz.
—¿Juegos de pelota? —La hermana Barbara le miraba de nuevo—. Cuénteme, por favor. Quiero saber.
Sí que quiere. ¡Realmente quiere!
Norman recobró la voz.
—Era un niño enfermizo. Hasta hace sólo unos años llevaba gafas para leer. Y nunca descollé en los deportes. Al terminar las clases jugábamos a béisbol en el patio del colegio. Los chicos mayores eran los capitanes. Se turnaban para elegir a los más pequeños para su equipo. Yo era siempre al último que elegían… —Se le quebró la voz—. Pero es algo que usted no puede entender.
La mirada de la hermana Barbara no se apartó de su rostro, pero ya no le contemplaba con fijeza. Asintió al tiempo que su expresión se suavizaba.
—Lo mismo me ocurrió a mí —dijo.
—¿A usted?
—Sí. —Su mano izquierda se inmovilizó sobre las cuentas y se quedó mirándolas sonriente—. Verá. Yo soy lo que llaman zurda. También las chicas juegan a béisbol, ¿sabe? Yo era una buena lanzadora. Siempre me seleccionaban la primera.
—Pero eso es precisamente todo lo contrario de lo que me ocurría a mí.
—Lo contrario, pero significaba lo mismo —susurró la hermana Barbara—. A usted le consideraban un mariquita. A mí, un marimacho. El ser la primera me dolió tanto como a usted ser el último.
La atmósfera estaba densa, bochornosa; a través de la ventana se deslizaban sombras, que se desprendían del anochecer, del exterior, para arracimarse alrededor del foco de luz de la lámpara.
—Acaso eso formara parte de mi problema —siguió Norman—. Ya sabe lo que ocurrió conmigo… Ese asunto del travestismo. Usted fue afortunada. Al menos, evitó la pérdida de identidad, la pérdida de su género.
—¿De veras? —La hermana Barbara dejó caer el rosario—. Una monja es neutra. No existe el género. Y tampoco una auténtica identidad. Incluso perdemos nuestro nombre real. —Sonrió—. Y no lo lamento. Pero si se detiene a pensar, usted y yo tenemos mucho en común. Los dos somos semejantes.
Por un instante, Norman casi la creyó. Quería creer, quería aceptar la similitud. Pero, en la zona de fluorescencia del suelo, vio las sombras de lo que les separaba…, las sombras de los barrotes de la ventana.
—Con una diferencia —dijo—. Usted ha venido aquí por su propia voluntad. Y cuando quiera se irá por su libre albedrío.
—No existe el libre albedrío —aseveró la hermana Barbara sacudiendo la cabeza—. Sólo la voluntad de Dios. Él me ha enviado aquí. Yo voy y vengo de acuerdo con Su deseo. Y usted sigue aquí sólo para cumplir con el mismo propósito divino.
Se detuvo al invadir la habitación una luz lívida. Norman buscó su origen en el súbito oscurecimiento que se produjo en el exterior. El trueno retumbó contra la reja.
—Parece que tendremos tormenta. —Norman frunció el entrecejo mirando a la hermana Barbara—. ¿Qué pasa?
La respuesta a su pregunta se hizo evidente. A la luz de la lámpara, el rostro de la monja estaba mortalmente pálido y tenía los ojos cerrados mientras seguía aferrada a su rosario. En su expresión no existía el menor indicio de seguridad espiritual, ni siquiera la menor huella de bravata juvenil. Los acusados rasgos, casi masculinos, se habían suavizado y revelaban el miedo que sentía.
Norman se levantó de repente, dirigiéndose con paso largo hasta la ventana. Tras atisbar al exterior, vio un trozo del cielo encapotado más allá de la verja. Entonces, otro relámpago iluminó la zona de aparcamiento; por un instante tembló, semejante a un nimbo, sobre los coches y la furgoneta. Norman corrió las cortinas cubriendo el centelleo verdoso mientras, una vez más, retumbaba amenazador.
—¿Se encuentra mejor? —preguntó.
—Sí, gracias.
La mano de la hermana Barbara soltó el rosario.
Hubo un chasquido. Las cuentas. Norman se quedó mirándolas.
Todas esas tonterías sobre percepción psicológica, todas esas bobadas acerca de la voluntad de Dios se habían esfumado con el estruendo de un trueno. Era tan sólo una mujer aterrada, asustada de su propia sombra.
Ahora ya les rodeaban esas sombras. Estaban agazapadas en los rincones, se arrastraban entre las amenazadoras estanterías que se prolongaban hasta la distante puerta. Echando una ojeada, Norman se dio cuenta de que en el corredor ya no había nadie; la sombra había desaparecido. Desde luego él conocía el motivo. Siempre que estallaba una tormenta tenían mucho trabajo con los dementes. Dios debió haber enviado a Otis para calmar a sus pupilos de la planta superior.
Norman se volvió de nuevo hacia la hermana Barbara, al tiempo que otra vez sonaban las cuentas entrechocándose.
—¿Seguro que se encuentra bien? —inquirió.
—Naturalmente.
Pero las cuentas sonaban entre sus dedos y en su voz aún se percibía un eco trémulo. Temerosa del trueno y el rayo; después de todo sólo era una mujer indefensa.
De súbito, y de forma sorprendente, Norman sintió despertarse aquella extraña sensación en sus costados. Luchó contra ella de la única forma que sabía, con palabras sarcásticas.
—Recuerde lo que me dijo hace un momento. Si Dios la ha enviado aquí, también envió Él la tormenta.
La hermana Barbara levantó la mirada mientras las cuentas del rosario colgaban y tintineaban.
—No debe decir esas cosas. ¿Acaso no cree en la voluntad de Dios?
Fuera de aquellas paredes retumbó de nuevo el trueno, martillando el cráneo de Norman, golpeando su cerebro. Luego, el destello del rayo lo iluminó todo detrás de las cortinas. La voluntad de Dios. Había rogado y sus ruegos escuchados.
—Sí —dijo Norman—. Sí creo.
La monja se levantó.
—Es mejor que me vaya. La hermana Cupertine estará preocupada.
—No hay de qué preocuparse —dijo Norman.
Pero hablaba para sí. Llovía aquella noche, hace ya mucho tiempo, cuando todo empezó. Y ahora vuelve a llover. Lluvia del cielo. Ha de cumplirse la voluntad de Dios.
Retumbó otra vez el trueno, y luego la lluvia golpeó contra el muro exterior de la habitación en penumbra. Pero Norman no la oyó.
No escuchaba otra cosa que el tintineo de las cuentas de la hermana Barbara, mientras la seguía sumergiéndose en las sombras, entre las estanterías.