DOS
Los pingüinos entraron en el vestíbulo del hospital y se acercaron a recepción. La más baja, con lentes, que abría la marcha era la hermana Cupertine y la alta, más joven, la hermana Barbara.
La hermana Barbara no pensaba en sí misma como en un pingüino. En aquel momento ni siquiera pensaba en ella. Sus pensamientos estaban centrados en la gente que había por allí, aquellas pobres y desgraciadas personas.
Y siempre debería recordar que eran eso; no reclusos, sino, básicamente, gente muy semejante a ella. Aquélla era una de las cosas en la que habían hecho hincapié en la clase de Psicología y, ciertamente, constituía un precepto fundamental de las enseñanzas religiosas. Y aquí estoy yo por la gracia de Dios. Y si la gracia de Dios la había llevado hasta ellos, entonces debería aportar Su palabra y Su consuelo.
Pero la hermana Barbara se veía obligada a admitir que, en aquel momento, no se sentía del todo cómoda. A fin de cuentas era nueva en la Orden y, con anterioridad, jamás había cumplido una misión de caridad y, mucho menos, una que la llevara hasta un manicomio.
Fue la hermana Cupertine quien sugirió que hicieran aquel viaje juntas y por una razón evidente: necesitaba a alguien que condujera. Durante años, la hermana Cupertine había acudido allí una vez al mes junto con la hermana Loretta, pero ésta había caído enferma con gripe. Una mujer tan pequeña y frágil… Dios haga que se recupere pronto.
La hermana Barbara pasaba las cuentas de su rosario, dando gracias por su propio vigor. Una muchacha fuerte y saludable como tú, le decía siempre mamá. Una muchacha fuerte y saludable como tú no tendrá dificultad en encontrar un marido decente cuando yo me haya ido. Pero mamá se había hecho demasiadas ilusiones. La muchacha fuerte y saludable no era más que una desgarbada zagalona, sin el rostro y el tipo, o incluso la feminidad básica para atraer a cualquier hombre, con intenciones honestas o deshonestas. De manera que, al morir mamá, se quedó sola hasta que le llegó la llamada. Entonces, de repente, se despejó el camino; respondió a la llamada, pasó el noviciado y encontró su vocación. Gracias le sean dadas a Dios por ello.
Y en aquellos momentos también daba gracias a Dios por haberle enviado a la hermana Cupertine, que saludaba con tal seguridad a la pequeña recepcionista y la presentaba a ella mientras esperaban que el superintendente, que se encontraba en su despacho, bajase al vestíbulo. En aquel momento le vio salir por el corredor superior, enfundado en un ligero gabán y con un maletín en la mano izquierda.
El doctor Steiner era un hombre de baja estatura, calvo, que cultivaba amorosamente unas frondosas patillas, sin duda como compensación por su alopecia craneal, y una inmensa panza que distraía la atención de su escasa estatura. Pero ¿quién era la hermana Barbara para enjuiciarle o tratar de adivinar sus motivaciones? Ya no era estudiante de Psicología; en su último año, había abandonado la Escuela, al morir mamá, y ahora ya tenía que dar de lado para siempre todas aquellas especulaciones mentales.
En realidad, el doctor Steiner había resultado ser muy agradable y, al ser un profesional, resultaba evidente que se daba cuenta de su timidez y hacía todo lo posible para que se sintiera a gusto.
Pero fue el otro hombre, el médico que acompañaba a Steiner al reunirse con ellas, quien, en realidad, logró llevar a cabo esa tarea. Tan pronto como le vio, la hermana Barbara se relajó de manera consciente.
—Ya conoce al doctor Claiborne, ¿verdad?
Steiner se dirigía a la hermana Cupertine, quien asintió con un movimiento de cabeza.
—Y ésta es la hermana Barbara. —Steiner se volvió hacia ella señalando con un ademán al joven alto de pelo rizado—. Tengo el gusto de presentarle al doctor Claiborne, mi socio, hermana.
El hombre alto alargó la mano. Su apretón fue cálido, al igual que su sonrisa.
—El doctor Claiborne es alguien difícil de encontrar —añadió Steiner—. Un auténtico psiquiatra que no es judío.
Claiborne hizo una sonriente mueca.
—Se olvida de Jung —repuso.
—Estoy olvidando un montón de cosas. —Steiner echó una ojeada al reloj que había en el vestíbulo, detrás de la mesa de recepción y su expresión se tornó seria—. Debería estar ya camino del aeropuerto.
Volvióse y se cambió el maletín de mano.
—Tendrán que perdonarme —siguió—. A primera hora de la mañana tengo una reunión con la Junta Municipal y, hasta mañana, el único vuelo es el de las cuatro treinta. De manera que, con su permiso, les dejo con el doctor Claiborne. Por el momento, está a cargo de todo.
—Naturalmente. —La hermana Cupertine asintió vivaz, con un movimiento de cabeza—. No se preocupe por nosotras.
Tras dirigir una mirada al joven médico, Steiner se encaminó hacia la puerta. El doctor Claiborne le acompañó y ambos se detuvieron un momento al llegar a la salida. Steiner habló con rapidez y en voz baja con su compañero; luego, tras un ademán de despedida, salió.
El doctor Claiborne volviéndose, se acercó de nuevo a las hermanas.
—Siento haberlas hecho esperar —dijo.
—No tiene por qué excusarse.
El tono de la hermana Cupertine fue cordial, pero la hermana Barbara observó el repentino fruncimiento del entrecejo detrás de la montura de sus gruesas gafas.
—Tal vez lo mejor será aplazar nuestra visita hasta una próxima ocasión. Ya debe tener bastante de qué ocuparse aquí, sin que nosotras vengamos a distraerle.
—No es ningún problema.
El doctor Claiborne echó mano al bolsillo de la chaqueta y sacó un pequeño bloc de notas.
—Aquí está la lista de los parientes por los que preguntó por teléfono.
Arrancó la primera hoja del bloc se la entregó a la hermana de más edad.
Desapareció su ceño mientras examinaba los nombres garrapateados sobre el blanco rectángulo de papel.
—Tucker, Hoffman y Shaw. A los tres los conozco —explicó—. Pero ¿quién es Zander?
—Ha ingresado recientemente. Diagnóstico experimental. Melancolía involucional.
—¿Y qué significa eso?
Se reflejó un leve tono de irritación en la voz de la hermana Cupertine, que volvió a fruncir el ceño. Y la hermana Barbara se encontró hablando, antes siquiera de darse cuenta.
—Depresión grave —afirmó—. Sentimientos de culpabilidad, ansiedad, preocupaciones somáticas…
Se detuvo, consciente de la repentina atención del doctor Claiborne. La hermana Cupertine le dirigió una sonrisa exculpatoria.
—La hermana Barbara estudió Psicología en el Instituto.
—Pues, al parecer, con gran aprovechamiento.
La hermana Barbara sintió que se ruborizaba.
—En realidad, no… Lo que pasa es que siempre me ha interesado lo que le ocurre a la gente…, con tantos problemas…
—Y tan pocas soluciones —asintió Claiborne—. Ése es el motivo de que me encuentre aquí.
La hermana Cupertine apretó los labios y la hermana más joven deseó haber sido ella la que mantuviera la boca cerrada. Había cometido una falta al dejarla de lado de aquella manera.
Se preguntó si el doctor Claiborne comprendería el lenguaje de los gestos y ademanes. Pero ya no importaba, porque la hermana Cupertine lo traducía ya en palabras.
—Y ése es el motivo de que yo esté aquí —manifestó—. Tal vez no sepa mucho sobre Psicología, pero, a veces, creo que sólo unas palabras amables pueden hacer más bien que todos esos rebuscados términos.
—Exactamente. —La sonrisa del doctor Claiborne logró que el ceño desapareciera—. Y lo aprecio de veras, y sé que nuestros pacientes aún lo agradecen más. A veces, un visitante que llega del exterior puede levantar más su moral en sólo unas horas de lo que nosotros somos capaces de lograr durante meses de análisis. Por ello, desearía que hoy, una vez haya visto a sus pacientes regulares, visiten a Mr. Zander. Por lo que sabemos, no tiene familiares. Si lo desea puedo darle una copia de su historial.
—No será necesario. —La hermana Cupertine sonreía de nuevo, tras recuperar su habitual forma de ser—. Charlaremos un rato y podrá hablarme de él. ¿Dónde puedo encontrarlo?
—La dieciocho, en la cuarta planta, enfrente de la habitación de Tucker —dijo el doctor Claiborne—. Pida a la enfermera de piso que la acompañe.
—Gracias. —La cabeza con la toca se volvió—. Vamos, hermana.
La hermana Barbara vaciló. Sabía lo que quería decir, lo había estado ensayando en su mente durante todo el viaje hasta allí. Pero ¿debería correr el riesgo de ofender de nuevo a la hermana Cupertine?
Muy bien. Ahora o nunca.
—Me pregunto si no le importaría que me quedara aquí con el doctor Claiborne. Hay algunas cosas que me gustaría preguntarle sobre el programa de terapia…
De nuevo apareció el ceño. La hermana Cupertine la cortó rápida.
—En realidad no debemos molestarle más. Tal vez más tarde, cuando no esté tan ocupado.
—Por favor… —intervino el doctor Claiborne—. Durante las horas de visita siempre interrumpimos nuestra actividad. Con su permiso, me gustaría contestar a las preguntas de la hermana.
—Es muy amable por su parte —repuso la hermana Cupertine—. Pero ¿está seguro…?
—Será un placer —replicó el doctor Claiborne—. Y no se preocupe. Si no se reúne con usted arriba, la encontrará aquí, en el vestíbulo, a las cinco.
—Muy bien.
La hermana Cupertine dio media vuelta alejándose, pero no antes de que sus ojos, tras los gruesos cristales, transmitieran un mensaje a su acompañante. Cuando nos reunamos a las cinco dedicaremos cierto tiempo a recordarle el tema del deber y la obediencia a los superiores.
Por un instante, la hermana Barbara flaqueó en su resolución. Pero la voz del doctor Claiborne puso fin a su indecisión.
—Muy bien, hermana. ¿Le gustaría que recorriésemos primero un poco el edificio? ¿O prefiere entrar en materia inmediatamente?
—¿Materia?
—Está quebrantando las reglas. —El doctor Claiborne hizo una sonriente mueca—. Tan sólo un psiquiatra cualificado puede permitirse contestar una pregunta con otra.
—Lo siento.
La hermana Barbara observó cómo la monja de más edad se metía en un ascensor situado al fondo del vestíbulo. Luego, se volvió hacia el médico con una sonrisa de alivio.
—No se preocupe. Limítese a preguntarme lo que la ha estado preocupando durante todo el tiempo.
—¿Cómo lo sabe?
—Tan sólo es una suposición educada. —La sonrisa se hizo más amplia—. Otro de los privilegios de que gozamos los psiquiatras cualificados. —Hizo un ademán—. Adelante.
De nuevo un instante de vacilación. ¿Debería…, podría? La hermana Barbara hizo una profunda aspiración.
—¿Tienen aquí un paciente llamado Norman Bates?
—¿Conoce su caso? —La sonrisa se desvaneció—. Me alegra saber que no es así para la mayor parte de la gente.
—¿Se alegra?
—Una manera de hablar. —El doctor Claiborne se encogió de hombros—. No, a fuer de sincero, he de reconocer que Norman representa algo especial en mi libro. Y esto no es hablar por hablar.
—¿Ha escrito un libro sobre él?
—Pienso hacerlo algún día. He estado reuniendo material desde que me hice cargo de su tratamiento, del que se ocupaba el doctor Steiner.
Habían salido ya del vestíbulo y el doctor Claiborne la condujo, mientras hablaban, por el corredor que había a su derecha. Al pasar junto al encristalado salón de visitas, observó a una familia. El padre, la madre y un muchacho adolescente, posiblemente un hermano, rodeaban a una jovencita rubia sentada en una silla de ruedas. La muchacha permanecía allí inmóvil, con su pálido rostro sonriendo a sus visitantes mientras éstos charlaban. Parecía tratarse de una enferma convaleciente en cualquier hospital corriente. Pero aquél no era un hospital corriente, se recordó a sí misma la hermana Barbara, y tras el rostro pálido y sonriente se ocultaba un oscuro y tenebroso secreto.
Dirigió otra vez su atención al doctor Claiborne mientras seguían avanzando.
—¿Qué tipo de tratamiento…? ¿Terapia electroconvulsiva?
El doctor Claiborne replicó con un ademán negativo.
—Eso fue lo que recomendó el doctor Steiner cuando me hice cargo del caso. Pero yo no estaba de acuerdo. ¿Qué necesidad hay, cuando el paciente se encuentra ya en un estado pasivo que llega a la catatonía? El problema residía en sacar a Norman de su fuga amnésica, no en aumentar su introversión.
—Así que encontró otros medios para curarle…
—Norman no está curado. No lo está desde un punto de vista clínico, ni siquiera en el sentido legal del término. Pero nos libramos de los síntomas. Las buenas y viejas técnicas de regresión hipnótica, sin narcosíntesis ni otro tipo de atajo. Sencillamente, forzando preguntas y respuestas. Desde luego, en los últimos años hemos aprendido mucho acerca de los desórdenes de personalidad múltiple y de reacción disasociativa.
—Deduzco que está diciendo que Norman ya ha dejado de creer que es su madre.
—Norman es Norman. Y creo que se acepta a sí mismo como tal. Recordará que cuando se vio inmerso en la personalidad de su madre, cometió asesinatos como travestí. Ahora se ha dado cuenta de ello, aunque sigue sin tener un recuerdo consciente de tales episodios. El material subió a la superficie bajo los efectos de la hipnosis y, después de cada sesión, discutíamos su contenido, pero él jamás realmente lo recordará. La única diferencia estriba en que ya no niega la realidad. Ha experimentado una catarsis.
—Pero sin abreacción.
—Exactamente. —El doctor Claiborne se la quedó mirando atentamente—. Estudió en serio sus libros de texto, ¿verdad?
La hermana Barbara hizo un ademán de asentimiento.
—¿Qué es la prognosis?
—Ya se lo he dicho. Realizamos análisis intensivos discontinuos… No cabe esperar ulteriores brechas importantes. Pero ahora actúa sin restricciones ni calmantes. Desde luego, no nos arriesgamos a dejarle salir fuera de los terrenos del hospital. Le he nombrado encargado de la biblioteca… De esa forma goza de cierto grado de libertad, al tiempo que tiene una responsabilidad. Pasa leyendo la mayor parte de su tiempo.
—Da la impresión de una vida muy solitaria.
—Sí, me doy cuenta de ello. Pero no podemos hacer mucho más por él. No tiene parientes y tampoco amigos. Además, últimamente, con el gran número de pacientes que tenemos aquí, no me ha sido posible pasar mucho tiempo con él. Sólo algunas breves visitas.
Mientras desgranaba las cuentas de su rosario, la hermana Barbara volvió a respirar hondo.
—¿Podría verle?
El doctor Claiborne se detuvo y se la quedó mirando.
—¿Por qué?
La hermana se esforzó en sostener su mirada.
—Usted ha dicho que está muy solo. ¿No es razón suficiente?
El médico sacudió la cabeza.
—Créame, comprendo su empatía…
—Es algo más que eso. Se trata de nuestra vocación, el motivo por el que la hermana Cupertine y yo estamos aquí. Para ayudar al desvalido, para ofrecer nuestra amistad a quienes no tienen amigos.
—Y tal vez para convertirlos a su fe, ¿no?
—¿No aprueba la religión? —preguntó la hermana Barbara.
El doctor Claiborne se encogió de hombros.
—Mis creencias carecen de importancia. Pero no puedo correr el riesgo de que se trastorne a mis pacientes.
—¿Pacientes? —Ahora las palabras brotaron ya libres, sin que nada las contuviera—. Si usted mismo sintiera alguna empatía, no pensaría en Norman Bates como en un paciente. Es un ser humano, un pobre, solitario y confuso ser humano, que ni siquiera comprende el motivo de encontrarse encerrado aquí. Lo único que sabe es que nadie se preocupa por él.
—Yo me preocupo.
—¿De veras? Entonces proporciónele una oportunidad de que se dé cuenta de que también le importa a otros.
El doctor Claiborne suspiró levemente.
—Muy bien. La conduciré junto a él.
—Gracias. —Mientras el médico atravesaba con ella el vestíbulo, enfilando por un pasillo lateral, la hermana habló con tono más tranquilo—: Doctor…
—¿Dígame?
—Siento haberme mostrado inconveniente.
—No se preocupe.
También el tono de voz del doctor Claiborne fue más tranquilo, y allí, en la penumbra del corredor, presentó, de repente, un aspecto fatigado y exangüe.
—A veces es conveniente que le sacudan a uno. Hace que la adrenalina se ponga de nuevo en acción.
Sonrió y se detuvo ante una puerta doble al final del corredor.
—Hemos llegado. Ésta es la biblioteca.
La hermana Barbara hizo la tercera inhalación del día, o al menos lo intentó. La atmósfera era húmeda, bochornosa y estaba absolutamente inmóvil. Y, sin embargo, en alguna parte había movimiento… Un ritmo palpitante, como de pulsación, con tanta intensidad que, por un instante, sintió una especie de vértigo. De manera involuntaria, su mano buscó las cuentas del rosario y fue entonces cuando descubrió el origen de aquella sensación. El corazón le palpitaba de forma desusada.
—¿Se encuentra bien?
El doctor Claiborne le dirigió una rápida mirada.
—Desde luego.
La hermana Barbara no se sentía tan segura en su fuero interno. ¿Por qué se había mostrado tan insistente? ¿Era de veras un sentimiento de compasión lo que la impulsara, o tan sólo un orgullo estúpido…, el orgullo que precede a la caída?
—No tiene de qué preocuparse —le aseguró el doctor Claiborne—. Entraré con usted.
Los latidos volvieron a la normalidad.
El doctor Claiborne se dio la vuelta y abrió la puerta.
Y en aquel mismo momento, se encontraron dentro de la tela de araña.
Eso era precisamente, se dijo la hermana… Las estanterías que, semejantes a radios, partían del centro de la habitación eran como los hilos de una telaraña. Avanzaron por uno de los pasillos en penumbra, bordeado a cada lado de estanterías rebosantes de libros y desembocaron en la parte despejada de la biblioteca. Allí, bajo la pálida fluorescencia de una única lámpara sobre la mesa de escritorio, se encontraba el centro de la telaraña.
Y de allí se irguió la figura de la araña.
El corazón empezó a latirle de nuevo desacompasadamente. Y, por encima de aquellos latidos, escuchó, lejana, la voz del doctor Claiborne.
—Hermana Barbara…, le presento a Norman Bates.