VEINTITRÉS

Roy conducía a toda marcha, inclinado hacia la izquierda para dejar sitio a Jan y Claiborne sentados junto a él.

Bordeando las curvas de la ladera, pisando el acelerador al llegar al bulevar, prestaba oído atento al posible ulular de las sirenas. Pero no se oía nada y, al atravesar la entrada, tampoco vieron nada. El estudio se erguía al fondo, en la noche, sin el menor rastro de llamas.

—¿Falsa alarma? —murmuró Claiborne.

—No puede ser —dijo Roy—. Me telefoneó el propio Driscoll.

Y, en efecto. En la puerta se encontraba Driscoll junto a uno de los guardianes.

El coche se detuvo nada más entrar, mientras Driscoll avanzaba presuroso hacia ellos, señalando con un ademán a los pasajeros.

—¿De dónde diablos salen? —preguntó.

—El doctor Claiborne estaba cenando con Jan —le explicó Roy—. Dadas las circunstancias, creí que él debía saber…

—¡A la mierda con las circunstancias! —Volvióse hacia los acompañantes de Roy—. Muy bien, están aquí. Pero recuerden una cosa. Ustedes dos mantengan la boca bien cerrada. —Se puso en marcha sin esperar una respuesta—. Vamos.

—¿No va a decirnos lo que ha ocurrido? —preguntó Claiborne.

—Ya lo verá. Ha habido un accidente.

A medio camino de la calle del estudio, Roy comprendió adónde se dirigían. Uno de los platós, a la izquierda, estaba abierto y aparcado delante de la entrada vio el reluciente vehículo rojo que utilizaba Frank Madero, jefe de la patrulla de bomberos del estudio. Dentro, el plató Siete, resplandecía de luces. Driscoll les condujo, pasando junto a una hilera de camerinos, hasta el plató del fondo.

Roy lo reconoció tan pronto como entraron; el decorado era inmediatamente identificable. Se trataba del dormitorio de la madre de Norman, tal como él lo describiera en el guión. O casi igual.

Allí aguardaban dos hombres… El fornido y mostachudo Madero y el viejo Chuck Grossinger, uno de los guardas de seguridad de vigilancia nocturna, que hablaban en el rincón próximo a la cama de cuatro columnas.

Roy parpadeó deslumbrado por las luces. A primera vista, el decorado ofrecía el mismo aspecto de siempre. Sin embargo se respiraba un fuerte olor acre…, el olor a tela quemada.

Y entonces vio la colcha. Tenía los bordes quemados, también las fundas de las almohadas estaban chamuscadas, extendiéndose las huellas más allá de la cabecera de la cama, ennegreciendo la pared que había detrás.

—Llegué justo a tiempo —estaba diciendo Grossinger—. La puerta estaba ligeramente entreabierta, viéndose tan sólo una rendija, al pasar junto a ella, y a su través pude ver una especie de luz que oscilaba dentro. Entonces olí el humo. Entré corriendo y me encontré con la cama en llamas, así que quité de la pared el extintor…

—Y poco te faltó para que te convirtieras en asado. —Frank Madero hizo un gesto de amonestación con la cabeza—. Lo que has de hacer en estos casos es llamarme a mí.

—¡Por todos los demonios! Mientras sacabais el equipo del garaje hubiera ardido todo. Si toda esa gasolina hubiera explotado…

—¿Gasolina? —Driscoll volvió a fruncir el ceño mientras se acercaba a él.

Frank Madero se detuvo junto a la parte más alejada de la cama, quedando fuera del campo de visión de Roy.

—Hace un momento que encontré esto debajo de la cama —explicó.

Mostró un bidón de veinte litros.

Driscoll, lo cogió y agitó.

—Ni siquiera lo han abierto.

—El tapón ya estaba aflojado —le dijo Madero—. Alguien se disponía a utilizarlo cuando le interrumpieron.

—¿Cómo lo sabe? —Driscoll se inclinó hacia delante, escudriñando debajo de la cama—. Mire, aquí hay también botes de pintura y pinceles. Esos condenados vagos lo metieron todo ahí al terminar el trabajo, en lugar de llevarlo de nuevo al almacén. Tal vez uno de ellos se echara a dormir una siesta con un cigarrillo en la boca. La cama empezó a arder y huyó dominado por el pánico.

Madero hizo un ademán negativo.

—Créame, este conato de incendio ha sido intencionado. Lo mejor es que llamemos…

—Alto. —Driscoll se volvió hacia el guardia—. ¿Ha hablado ya con Talbot?

Roy recordó el nombre. Talbot era el jefe de seguridad de los estudios.

Grossinger pareció incómodo bajo la mirada de Driscoll.

—No he tenido ocasión. Ya sabe dónde vive, más allá de Thousand Oaks. Pensé que para cuando llegara aquí…

—No importa lo que usted pensara. ¿Está enterado de esto alguien del turno de noche?

—No. Jimmy está en la puerta, Fritz y Manhoff cubren la zona trasera.

Driscoll se encaró con Madero.

—¿Y qué me dice de su gente?

—Perry y Cozzens están de servicio, pero cuando Grossinger me llamó estaban arriba durmiendo. Me dijo que no me preocupara, que el incendio estaba sofocado y que, de cualquier forma, parecía un accidente, así que lo único que hice fue subir al coche y venirme hacia aquí, solo.

—De manera que nadie está enterado de lo ocurrido, salvo nosotros.

—Y el tipo que lo hizo. —Frank Madero señaló el bidón de gasolina que Driscoll tenía en la mano—. Sé lo que se propone, pero se trata de un incendio provocado.

Driscoll retrocedió moviendo negativamente la cabeza.

—Está equivocado. Ha sido un accidente.

Madero enrojeció.

—¿Desde cuándo da órdenes usted por aquí?

—Desde que Barney Weingarten se fue a Europa —explicó Driscoll—. Rubén también está en Nueva York, de manera que todo ha quedado a mi cargo. ¿Por qué diablos cree que esta noche me encontraba todavía aquí, en la oficina, cuando llamó? Tengo suficientes quebraderos de cabeza para que encima alguien trate de decirme cómo desempeñar mi trabajo.

Madero alzó la voz.

—Es posible. Pero si intenta ocultarlo nos vamos a ver en grandes dificultades…

—¡Calle y escuche! Si lo que quiere son dificultades, vaya corriendo a la Policía. Redacten ustedes sus informes, tal como me lo han contado a mí. Y cuando regrese Weingarten, y descubra lo negligente que se mostrado esta noche el servicio de seguridad…, cuando se entere que esos dos payasos del servicio de incendios estaban durmiendo mientras se producía un conato de incendio que pudo haber arrasado todos los condenados estudios…, les aseguro que tendrán ante sí un porvenir realmente tenebroso.

—No podrá salir adelante con esto. —El tono de voz de Madero había perdido estridencia. Intentaba sentirse tranquilizado.

—Confíen en mí. —Driscoll se volvió hacia Roy, Jan y Claiborne—. Todo cuando quiero de ustedes es que mantengan la boca cerrada. Quien quiera saber el motivo de que nos encontremos aquí, esto es sólo una reunión relacionada con la producción.

Grossinger se adelantó.

—¿No olvida algo? Las pruebas…

—¿Qué pruebas?

Marty Driscoll dio unas palmadas sobre el bidón de gasolina.

—De esto me encargaré yo personalmente. —Lanzó una ojeada a la cama—. Usted y Madero quiten esa colcha y despréndanse de ella. Mañana diré a Hoskins que el dibujo era demasiado elaborado y que ha de buscar algo más sencillo. —El productor miró hacia arriba—. Traten de encontrar algo para quitar las manchas de esa pared. Y pongan en marcha el acondicionador de aire para que desaparezca el olor a quemado.

Madero se encogió de hombros.

—Muy bien, pero si algo sale mal…

—No saldrá si ustedes se mantienen al margen. —Driscoll sonrió—. Limítense a hacer lo que les he dicho y mañana todo estará en orden. —Se dirigió hacia la salida—. Muy bien, eso es todo. Me comunicaré con ustedes a primera hora de la mañana.

Roy salió con sus compañeros a la calle en sombras de los estudios, interrumpidas por plateados rayos de luna. Jan y Claiborne no habían dicho palabra, pero él sabía lo que pensaban. Encubridores. Poco menos que cómplices.

Apresuró el paso para alcanzar a Jan; tenía la mirada casi vidriosa y la luz de la luna hacía resaltar su palidez. Demasiado tarde para observar el rostro de Claiborne, porque ya se encontraba junto a Driscoll.

—Tengo que hablar con usted —dijo Claiborne.

—Adelante.

—En privado.

El productor hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Todos estamos en esto. Si tiene algo que decir, oigámoslo.

En el momento en que se acercaban Roy y Jan, Claiborne clavó la mirada en lo que Driscoll tenía en la mano.

—El bidón de gasolina —murmuró—. Vi uno exacto el domingo pasado, cuando Norman quemó la furgoneta.

—¡Otra vez no, Santo Cielo! —Driscoll frunció de nuevo el ceño—. ¡No irá a decirme que Norman inició este fuego!

—Le advertí que intentaría algo —siguió Claiborne—. ¿Quién más tenía mejores motivos? —Indicó con la cabeza el bidón—. En cuanto al método…

—Coincidencia. Cada vez que alguien intenta algo semejante, en lo primero que piensa es en la gasolina…

—De manera que admite que ha habido un pirómano.

—¡No admito nada semejante! Es posible que se trate de lo que he dicho, tan sólo un accidente. Si lo que intenta es atemorizarme, olvídelo.

—Desearía poder hacerlo. —Ahora Roy podía ya ver el rostro de Claiborne. Tenía la frente cubierta de sudor—. Ése es el motivo de que haya mantenido la boca cerrada, porque no quiero asustar a nadie y, además, no estaba absolutamente seguro. Pero desde esta noche no existe la menor duda. Norman está aquí.

—No diga estupideces. —Driscoll agitó el bidón de gasolina—. Esto no prueba nada.

—Pero es que le he visto.

—¿Cómo…?

—Lo he visto —repitió Claiborne en voz baja—. Anoche.

Nadie profirió una palabra. Roy observaba a Claiborne. Ahora todos le miraban, allí en pie, mientras la luz de la luna empezaba a desaparecer entre las sombras, esperando a que hablase.

La escenificación perfecta, dijo Roy para sus adentros. Cuéntanos una historia, papá. Háblanos del duende que avanza entre las sombras para atraparnos.

Sólo que Claiborne no era el papá de nadie y tampoco hablaba de algo atisbado en la oscuridad. Roy escuchaba atentamente, a medida que las palabras y frases llegaban a sus oídos. El supermercado de Ventura. Multitud de clientes. Iluminación brillante. El espejo. Le vi allí de pie, con la misma claridad que le estoy viendo a usted. Se escabulló…, desapareció.

—Entonces, ¿cómo puede estar seguro? —dijo Driscoll—. Tal vez se equivocara.

—Mi única equivocación fue el no decírselo a usted antes. De haber aceptado mi consejo y suspendido la filmación, esto no hubiera ocurrido.

—No ha ocurrido nada. —Driscoll se puso el bidón debajo del brazo, haciendo que se agitase el contenido—. Y nada ocurrirá.

—Pero lo intentará de nuevo…

—No se preocupe. De ahora en adelante reforzaremos el servicio de seguridad. Nada de sueñecitos para quienes estén de guardia. Ningún fallo. Sigo creyendo que está usted equivocado pero, de no ser así, le ajustaremos las cuentas a ese bastardo.

Roy se adelantó.

—¿Por qué correr el riesgo? ¿No podría, al menos, retrasar la fecha del comienzo dando a la Policía la posibilidad de encontrarlo?

Claiborne asintió, sonriendo agradecido ante el apoyo de Roy, pero Driscoll contestó rápido:

—Demasiado tarde. Madero y Grossinger están ya haciendo desaparecer las pruebas. ¿Y cómo explicaríamos el que nadie diera aviso tan pronto como descubrimos el incendio? —Sacudió negativamente la cabeza—. Nada de Policía.

—Pero un aplazamiento…

—Lo consultaré con la almohada.

Driscoll, dando media vuelta, se alejó.

—Lo que significa que no suspende la filmación —murmuró Roy. Miró a Claiborne—. ¿Está seguro de que era Norman a quien vio?

—Absolutamente.

Jan tenía la mirada incierta.

—Ese supermercado de Ventura… —dijo—. Si es el que creo, se encuentra tan sólo a tres manzanas de aquí.

—No volverá a aparecer por allí —respondió Claiborne—. Sobre todo si me reconoció anoche. Pero si ha encontrado por aquí algún lugar donde ocultarse…

Roy miró sorprendido al ver a Jan junto a él, alargando la mano para coger la suya. Al alzar la vista, vio el rostro de una actriz, intentando mantener los ojos serenos y la boca simulando tranquilo dominio de sí misma. Pero la verdad estaba en el tacto de sus dedos, que oprimían convulsos las manos de él. Era una joven atemorizada por completo.

Había acudido a él en busca de seguridad y protección, pero lo malo era que nadie podía ofrecérselo. En aquellos momentos, todos eran vulnerables.

—Vamos —dijo—. Salgamos de aquí.