ONCE
Cuando Claiborne se detuvo delante de la ferretería, ya se encontraba allí el coche del sheriff aparcado delante de ella.
Al verlo, frenó con un chirrido de ruedas. Bajando del coche, se encaminó hacia la entrada, abierta e iluminada.
—Un momento, por favor.
Claiborne se detuvo al surgir en el umbral aquel individuo menudo, que le interceptaba el paso.
De manera casi automática, hizo una valoración profesional e inmediata del forastero: el rostro enjuto y cetrino, el escaso pelo castaño del mismo color que los ojos, y el bigote cuidadosamente recortado. Vestía un terno oscuro, camisa blanca y una estrecha corbata gris. Era el típico atuendo dominguero del típico comerciante de pueblo. Y, al observarle, Claiborne sonrió con súbito alivio.
—¿Sam Loomis? —inquirió.
El hombrecillo hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Milt Engstrom —repuso—. Sheriff del Condado.
Claiborne sintió desvanecerse su alivio al tiempo que bajaba la vista. Fue entonces cuando observó algo que antes pasara por alto; las brillantes y puntiagudas botas negras que sobresalían por debajo de los conservadores pantalones con vuelta.
Un duro golpe para su aguda percepción psicológica, y también para sus renovadas esperanzas.
Claiborne alzó la vista y se encontró con la mirada firme del sheriff. Sabía lo que tenía que preguntar y temía la respuesta.
—¿Dónde está Mr. Loomis? ¿Le ha ocurrido algo?
Los inexpresivos ojos no se apartaron de él.
—Si no le importa, seré yo quien haga las preguntas. Para empezar, supongamos que me dice quién es y qué está haciendo aquí.
Claiborne sintió una contracción en las piernas al variar de posición para soportar mejor su fatiga. ¿Cuánto tiempo hacía que no se había dado la oportunidad de tomarse un descanso? Mientras conducía en dirección al pueblo, una vez hubo dejado la carretera general, se percató de que se estaba adormilando frente al volante; la excesiva tensión se cobraba su cuenta. Todo lo que ahora ansiaba era sentarse y descansar.
—Es una larga historia —dijo—. ¿No podríamos entrar y…?
El sheriff frunció el ceño.
—Empiece a hablar —le dijo—. No dispongo de toda la noche.
Para cuando Claiborne se hubo identificado y explicado a Engstrom lo ocurrido en el hospital y en la carretera, estaba ya a punto de derrumbarse. A diferencia de Banning, el sheriff no tomó nota alguna, pero no cabía la menor duda de que, mentalmente, había registrado cuanto se le había dicho. Finalmente, hizo un ademán de asentimiento, dando a entender que había cerrado su archivo mental.
—Más vale que entre —dijo Engstrom—. Ha habido un accidente.
Volviéndose bruscamente, el sheriff entró de nuevo en la tienda sin dar tiempo a Claiborne para contestarle. Pero entonces, mientras seguía a Engstrom por el pasillo, tuvo oportunidad de hablar.
—¿Está muerto Loomis?
El sheriff se detuvo delante del mostrador del fondo e indicó el suelo a su izquierda.
—Usted es el médico —le indicó—. Espero que podrá decírmelo.
Claiborne se adelantó, siguiendo con la mirada la dirección de la mano del sheriff.
Por un largo instante permaneció silencioso, consciente del escrutinio de Engstrom, sintiendo la penetrante y fría mirada en sus espaldas. Condenado sádico… ¡Está disfrutando! ¿Qué espera que haga, derrumbarme como ese viajante ante la furgoneta? Soy médico, no es la primera vez que me enfrento con la muerte violenta.
Y también había visto antes a Sam Loomis. Aquello era precisamente lo que le perturbaba; su familiaridad con los contorsionados rasgos del cadáver. Y entonces lo comprendió todo: en el expediente figuraban recortes, recortes de periódicos con las personas complicadas en el caso de Norman.
El caso de Norman. Claiborne se forzó a alzar la vista y encontrar la mirada de Engstrom. Se sentía incapaz de reflejar en sus ojos una réplica de aquella frialdad impersonal, pero hizo cuanto pudo por adoptarla en el tono de su voz.
—La incisión es muy grande —dijo—. Es evidente que han utilizado un cuchillo con una hoja enormemente ancha. Por el grado de hemorragia, presumo que fue alcanzada la aorta, probablemente sajada. ¿Quiere que proceda a un examen?
El sheriff hizo un ademán negativo.
—Mi hombre está en camino desde el distrito central…, o lo estará tan pronto como vuelva de ese desastre en Montrose. Hoy ando mal de gente, ni siquiera he podido encontrar un agente extra.
Engstrom, dando media vuelta, se situó detrás del mostrador del fondo.
—Mientras esperamos, hay algo más a lo que tal vez usted quiera echar un vistazo.
Claiborne dio la vuelta por el otro lado y luego miró abajo.
El sheriff estaba equivocado. No quería mirar aquella…, no quería ver aquel espantoso y apuñalado despojo humano, desplomado en posición supina detrás del mostrador, bañada en sangre de, al menos, una docena de heridas que se abrían semejantes a bocas rojas en la carne blanca.
Por lo que podía ver no había forma de reconocer aquello, pero antes incluso de que Engstrom hablara supo de quién se trataba.
—Lila Loomis —explicó el sheriff—. La mujer de Sam.
Claiborne se alejó, sintiéndose enfermo a pesar suyo, semejante a un estudiante de Medicina novato ante su primera disección. Cuando recobró el habla, todo cuanto pudo emitir fue un murmullo.
—Entonces, los mató a los dos.
—¿Quién?
—Norman Bates. El paciente del que le he hablado.
—Tal vez.
—Pero ahora ya no hay duda. Sabía que tenía razón… Vino directamente aquí después de incendiar la furgoneta. ¿Recuerda lo que le dije sobre aquel autoestopista que debió recoger en la carretera?
—¿Debió? Me da la impresión de que se precipita en extraer conclusiones.
—Tengo su letrero en mi coche. —Claiborne dio media vuelta—. Venga, se lo enseñaré…
—Más tarde. —El sheriff se dirigió hacia el final del mostrador—. Quiero que antes vea esto.
Al reunirse Claiborne con el sheriff, éste le indicó el cajón abierto de la caja registradora que había sobre el mostrador.
—Vacío —dijo—. Novecientos ochenta y tres dólares había aquí esta tarde y han desaparecido.
—¿Cómo sabe la cantidad exacta?
—Encontré esto en el suelo. —Engstrom sacó un trozo de papel del bolsillo de su chaqueta—. El impreso de depósito preparado para ingresar la cantidad en el Banco mañana por la mañana.
—Entonces Norman se llevó el dinero.
—Lo que es seguro es que alguien lo hizo. —El sheriff se volvió—. Venga, aún hay más.
Metió la mano por debajo del mostrador encristalado y sacó una bandeja de exposición. En ella, y en sus correspondientes huecos, había una docena de cuchillos de monte con la empuñadura de hueso de diversos tamaños, sus hojas de acero centelleantes bajo la luz.
No, no había una docena, se corrigió, rápidamente, Claiborne después de contarlos. Había once cuchillos y, en el extremo de la bandeja, un hueco vacío.
Engstrom hizo un gesto de asentimiento.
—Falta uno —le confirmó—. El arma con la que cometió los asesinatos.
Girando sobre sus talones, regresó a la habitación trasera seguido por Claiborne. Una vez allí, señaló hacia la lámpara del techo.
—Cuando llegué en busca de Mrs. Loomis, la puerta de atrás estaba abierta y el conmutador no funcionaba. En un principio, pensé que la bombilla se había fundido, pero luego me di cuenta de que estaba sobre la mesa. La enrosqué de nuevo y, como puede ver, está en perfectas condiciones.
—Claro —Claiborne vio la mesa de escritorio y el sillón—. Norman entró inadvertido en la tienda y mató a Loomis, mientras éste se encontraba trabajando en su escritorio. Arrastró el cuerpo a la parte delantera para que no pudiera verlo… Mire, aquí en el suelo hay sangre. Luego volvió, desenroscó la bombilla y esperó a Mrs. Loomis en la tienda…
—¿Cómo sabía que iba a venir?
—Posiblemente esperaba que acudiera en busca de su marido. ¿No lo comprende? Por eso estaba aquí…, quería matarlos a los dos.
Engstrom se encogió de hombros.
—Veámoslo a mi modo —repuso—. Consideremos un ladrón, un ladrón corriente. Puede incluso ser alguien que vive cerca de aquí, o incluso ese autoestopista que usted asegura murió achicharrado en la furgoneta. Pero quienquiera que sea, está dispuesto a asaltar una tienda. Tal vez lo haya intentado un par de veces con otras, sin lograrlo. Luego ve luz aquí. Prueba con la puerta trasera y la encuentra abierta. Paso por lo que ha dicho de que se introdujo de rondón. Pero eso es todo.
—¿Y qué me dice del resto? ¿Qué tiene de malo esa teoría?
—Lo que pasa es que usted no tiene madera de detective —Engstrom miró al suelo—. Es cierto, aquí hay sangre. Pero sólo unas gotas. Yo diría que cayeron del cuchillo que el ladrón se llevó consigo. A Sam no le apuñalaron sentado ante su escritorio…, la herida la tiene en el pecho, no en la espalda. De hecho, al llegar aquí el ladrón no tenía un cuchillo. Lo cogió del mostrador de la tienda.
Claiborne frunció el entrecejo.
—Sigo creyendo…
—No importa. Déjeme terminar. —Engstrom señaló hacia la puerta—. Tal como yo me lo imagino, Sam estaba en la parte delantera apagando las luces de la tienda cuando entró el ladrón. Venía en busca de dinero, no con la intención de asesinar a nadie. Y todo lo que quería era permanecer oculto hasta que Sam se fuera. En la parte de atrás no tenía sitio dónde esconderse, de manera que se dirigió a la tienda para hacerlo detrás del mostrador, en la oscuridad. Pero entonces algo salió mal…, tal vez Sam le vio o le oyó. Entonces es cuando el ladrón coge el cuchillo y le apuñala.
»El ladrón toma el dinero de la caja registradora. Y se prepara a huir por la puerta trasera, cuando aparece Lila en el camino. Vuelve a cerrar la puerta, creyendo que intentará abrir y luego se irá. Pero le espera una sorpresa: tiene una llave. Dispone del tiempo justo para desenroscar la bombilla con el fin de que la luz no se encienda cuando ella haga funcionar el conmutador. Y cuando entra, el ladrón la está esperando delante, en la oscuridad, con el cuchillo.
Claiborne frunció de nuevo el entrecejo.
—Ya ha visto el cuerpo —dijo—. Tal vez alguien que haya cometido un asesinato en un momento de pánico, ataque de nuevo para evitar ser descubierto. Pero no de esa manera. No se limitaron a matarla…, se encarnizaron con ella una y otra vez, como Norman hizo con su hermana en la ducha…
De repente quedó callado, consciente de que sus palabras no encontraban eco. Nadie le creería, sobre todo al carecer de pruebas. Pruebas sólidas, incontrovertibles.
—No se preocupe —le dijo Engstrom—. Si en realidad Bates está vivo, no podrá llegar muy lejos.
—Pero ahora tiene dinero.
—Y nosotros tenemos un documento de identidad, fotos, un expediente con su historial completo… No podrá ocultarse por mucho tiempo. ¿Adónde iría?
Claiborne no contestó. No había respuesta.
Y entonces, al echar una ojeada al montón de libros de contabilidad y las carpetas de los expedientes sobre la mesa de escritorio, vio un periódico. Estaba desdoblado a medias como si lo hubieran dejado de lado, pero los titulares de la historia, a dos columnas, en la parte superior, eran claramente visibles.
PRODUCTOR DE HOLLYWOOD PREPARA UN FILME SOBRE EL CASO BATES.
Ahora ya sabía adónde se dirigiría Norman.