QUINCE
Había sido un error decirle nada a Steiner.
Claiborne debió darse cuenta, en el preciso momento en que Nick empezó a hablar de reacción desmesurada. Pero entonces no captó la implicación; había seguido hablando del artículo del periódico en la ferretería, que Norman debió verlo, adonde suponía que iría Norman y lo que haría. Debió de darse cuenta de que Steiner no lo comprendería, pero ya era demasiado tarde.
Y ahora le tenían en el hospital.
Sólo Dios sabía cuál era el diagnóstico… No se lo quisieron decir y no se lo iban a decir. Tanto las enfermeras como los sanitarios jamás se olvidaban de llamarle «doctor» cuando se dirigían a él. Todos se mostraban muy corteses, pero también muy firmes.
Claiborne comprendía la necesidad de mostrar firmeza. Era una medida necesaria, un procedimiento profesional que él mismo había puesto en práctica, algo que aceptaba como parte del trabajo que tenía que hacer. Pero ahora el trabajo lo estaba haciendo con él. Y no lo soportaba.
No podía acostumbrarse a ser un paciente, a que le dieran órdenes, a que le trataran como a un niño. A que le examinaran, le inspeccionaran, le registraran como si fuera una especie de criminal. A que le dijeran que se pusiera en pie, que se sentara, que le sirvieran la comida en una bandeja.
Y luego estaban los ruidos. El empalagoso sonido, supuestamente tranquilizador de la música grabada, interrumpido por voces susurrantes que daban órdenes, Y luego, continuamente, aquel zumbido que la música no podía disimular, ese zumbido que introducía una vibración dentro de la cabeza, una presión que producía en sus oídos un ruido sordo. Ni siquiera con los ojos cerrados podía escapar Claiborne; no tenía escapatoria.
Porque estaba inmovilizado en su asiento. Eso fue lo que realmente le sobresaltó, el no poderse mover. ¡Le habían inmovilizado!
Claiborne empezó a temblar. Se obligó a inclinarse hacia delante, arqueando el cuerpo y forzándose contra la sujeción de las inflexibles correas. Pero éstas se mantuvieron firmes, todo el mundo se mostraba firme, no había forma de escapar. Tenía que salir de allí…, salir de allí…
Abrió los ojos y miró en derredor.
A las correas del asiento.
Tranquilízate. Estás en el avión.
Se reclinó de nuevo, consciente de que sonreía, avergonzado y aliviado a un tiempo. Steiner tenía razón. Estaba exhausto y ése era el motivo de que se quedara dormido durante el vuelo. Y el agotamiento había provocado su pesadilla.
Los elementos eran patentes. Las enfermeras y los sanitarios fueron personificados por el personal del avión. En su sueño, el paso por la revisión de seguridad se convirtió en un examen físico. Las indicaciones…, el que le dijeran que esperara para subir, que permaneciera sentado, que se abrochara el cinturón…, eran reveladoras por sí mismas. Y, naturalmente, le habían servido la comida en una bandeja.
A través del intercomunicador instalado en la cabina, les llegaba la música grabada y los mensajes del piloto. Ahora tan sólo se escuchaba el zumbido de los motores al iniciar el avión el largo y deslizante descenso, pero la vibración era real y también sentía la presión en los oídos. Enfréntate con la realidad, sientes presión. Punto. Pero éste no era el momento de pensar en ello. Era el momento de, por favor, permanezcan sentados hasta que el avión llegue a la terminal… aun cuando Claiborne observó que, a su alrededor, los pasajeros se apresuraban a bajar su equipaje de mano, arracimándose en el pasillo, impulsados por la manía competitiva de situarse los primeros.
Había llegado el momento de coger su maletín y dirigirse hacia la salida, aguantando las sonrisas mecánicas y la despedida repetida hasta la saciedad de la sudorosa azafata que se encontraba junto a la portezuela.
Bienvenido al Aeropuerto Internacional de Los Ángeles.
En el vestíbulo superior del aeropuerto, amigos y familiares daban la bienvenida a sus compañeros de viaje. Por un instante, Claiborne empezó a buscar entre la muchedumbre que se agrupaba formando un semicírculo ante las puertas de llegada y salida, luego sonrió de su propio despiste. ¿A quién diablos buscaba? Norman no estaría esperando en la terminal para decirle hola…, si es que, en realidad, esperaba en alguna parte. ¿Y si Steiner tuviera razón y él estuviera sólo a la caza de grillos?
Únicamente había una forma de averiguarlo. Claiborne empezó a andar, abriéndose paso entre la multitud y escalando hacia abajo —¡eso sí que era una contradicción en los términos!— para alcanzar el nivel inferior. Luego empezó a recorrer el interminable túnel que conducía al vestíbulo exterior.
El simbolismo de aquellos movimientos no le pasó inadvertido; era como reproducir el trauma del nacimiento. Una vez en el túnel, todo el mundo se ponía impaciente, ansioso por alcanzar la salida, emerger nuevamente nacido al mundo nuevo que se abría al final.
Pero el nacimiento real era un fenómeno sencillo en comparación con todo cuanto aún tenía que soportar. Tomar las medidas necesarias para el alquiler de un coche, comprar un callejero, localizar su equipaje y arrebatárselo a la correa transportadora. Todo aquello requería tiempo, inagotable paciencia y creciente irritación.
¿Cuánto tiempo hacía que el viajar había dejado de ser un placer para convertirse en un inagotable calvario? Tal vez él tuviera un umbral bajo al dolor, o acaso sólo se tratara de que estaba inmensamente cansado. Cualquiera que fuese el motivo, le encalabrinaba la regimentación y la manada, las hordas empujando y dando codazos en el sector de equipajes. Ningún tipo de sonido soporífero era capaz de disimular la incomodidad, bien procediera del sistema de altavoces, o surgiera de la serie de comerciales de televisión ensalzando a coro las delicias de volar.
Volar, escapar…, todo cuanto él quería era salir de allí. Y una vez que hubo llegado junto al coche alquilado, introducido su equipaje, consultado el mapa del callejero para orientarse, examinado el salpicadero y puesto en marcha, todavía le quedaba el problema de salir del aeropuerto. Avanzando centímetro a centímetro por el intenso tráfico, interpretando las señales siempre confusas que aparecían arriba, luchando por cambiar de carril, Claiborne llegó, finalmente, al Century Boulevard y enfiló en dirección Este hacia la autopista de San Diego. Una vez allí, exhausto hasta el infinito, localizó la rampa de entrada en dirección Norte y la enfiló, desviándose hacia la izquierda entre un atronador semirremolque y una bandeante furgoneta. Tampoco era tan estupenda la situación en las rápidas autopistas, pero al menos había tomado, finalmente, la dirección correcta.
O al menos eso esperaba.
El simple hecho de conducir a una velocidad media, de actuar nuevamente como agente comparativamente libre, tuvo sobre él un efecto relajador. Ahora ya se encontraba lo bastante tranquilo para revisar de forma objetiva la situación.
Carecía de objeto el culpar a Steiner. En realidad, Nick se había mostrado extremadamente cooperativo. Tan pronto como se dio cuenta de que Claiborne había tomado una firme decisión, dio de lado su escepticismo y colaboró plenamente. Era posible que aquel viaje no tuviera su absoluta bendición, pero cooperó a hacer la reserva de avión, ordenó a Otis que llevase a Claiborne al aeropuerto, prometió mantenerse en contacto y transmitirle el informe de los resultados de la autopsia, o cualquier posible novedad con la mayor rapidez posible.
Y lo mejor de todo era el que hubiese puesto fin a aquel estúpido análisis de motivaciones. Acaso se debiera a que Steiner sabía que Claiborne haría el trabajo por él. Y ahora lo estaba haciendo.
La pesadilla en el avión…, la clasificación de sus elementos resultó bastante fácil, pero carente de importancia. Lo que importaba era el significado que se ocultaba tras aquellos elementos.
Su ensoñación de encarcelamiento fue un sueño de castigo. Nadie le había castigado por permitir que Norman se fugase, así que lo había hecho él mismo.
Aquel viaje era otra expresión de un sentimiento de culpabilidad. Había realizado en realidad una fuga. Pero él no podía huir de su responsabilidad.
Y ahí era donde disentía de Steiner. Él era responsable. Si Norman había llegado hasta allí, tenía que encontrarle y con toda urgencia. Tal vez no dispusiera de una prueba sólida que respaldara su posición, pero tampoco la tenía Steiner y Engstrom para respaldar la suya. Al menos todavía no. Y hasta obtener dicha prueba, tenía que seguir sus instintos, sus convicciones, su experiencia.
Todo ello en cuanto a la reacción profesional, pero había algo más. Norman no era un paciente más. Cuando uno ve a alguien día tras día durante años, recibe sus confidencias, conoce sus secretos más íntimos, le aconseja y le orienta en los momentos difíciles, sólo existe una palabra para describir sus relaciones. Norman era su amigo.
Un amigo con dificultades. Al diablo con la reacción profesional. Estaba allí porque Norman necesitaba ayuda.
Claiborne giró a la derecha y enfiló en dirección Este hacia la autopista de Ventura. Atendiendo las señales superiores, salió de la rampa en Laurel Canyon y, tras rodar hacia el Sur durante unos quinientos metros, giró a la izquierda entrando en el Ventura Boulevard.
Los «Coronet Studios» debían estar a otro kilómetro y medio de distancia, más o menos, calle abajo y a una manzana hacia el Norte. Pero no había necesidad de localizarlo en ese preciso momento. Antes tenía que encontrar algún sitio donde alojarse.
Condujo lentamente, observando el gran número de moteles a lo largo del boulevard, muchos de ellos alternando a lo largo de la acera con clínicas veterinarias, salones de cóctel y aparcamientos. Lo que vio no le atrajo lo más mínimo; al diablo con las piscinas climatizadas y la televisión en color. Lo que quería era un lugar apartado de las ajetreadas calles, lejos de los ruidos del tráfico.
Y en aquel momento lo vio a su derecha.
Dawn Motel.
El letrero parecía baqueteado, lo mismo que el pequeño edificio en forma de L que se alzaba tras él, pero ambos se encontraban al fondo de una combinación de patio y zona de aparcamiento. No descubrió piscina alguna y sólo había un coche estacionado transversalmente en un hueco, cerca de la entrada de la oficina. Todo ello ofrecía el aspecto esperanzador de paz y quietud.
Claiborne entró en el patio, paró el motor y bajó del coche. Le dolían las piernas, revelando fatiga, mientras se dirigía hacia la puerta de la oficina, parpadeando frente a los últimos rayos de sol de la tarde. Abrió y se encontró en la fresca penumbra de la habitación.
En un principio no pudo ver nada, luego, al ajustarse la mirada, miró en derredor suyo el pequeño vestíbulo. Sillas con respaldo de plástico rodeaban una estropeada mesa de café, encima de la cual había un cenicero de metal entre un montón de viejas revistas. Adosadas a la pared de la derecha, se veía el truco usual de máquinas automáticas que ofrecían al fatigado viajero una elección entre bebidas gaseosas, caramelos rancios y cigarrillos con sobreprecio. A su izquierda, se encontraba el mostrador de recepción, vacío. Detrás de él, rodeado por toda una serie de fotografías enmarcadas y ya borrosas, había un reloj de pared cuyo insistente tictac atrajo su atención.
Se quedó mirando la esfera y las manecillas. ¿Por qué personificamos al Tiempo? ¿Será porque tenemos que admitir que nuestras vidas están medidas por una fuerza abstracta, que ignora y tampoco le importa nada de lo referente a nuestra entrada en la existencia y nuestra partida en la muerte? El tiempo era algo misterioso; y, al darle un rostro y unas manos, intentamos convertirlo en nuestro servidor.
Claiborne se encogió de hombros. Aquello sólo era un reloj y él sólo estaba cansado. La manecilla de las horas marcaba las seis mientras que su reloj de pulsera insistía en que eran las ocho. Puso este último de acuerdo con la hora local, pero su cronómetro interno seguía funcionando inalterable y necesitaba una buena noche de descanso para compensar el tiempo pasado en el avión y la fatiga.
Pero ¿dónde estaba el propietario?
Al acercarse al mostrador descubrió el timbre de metal y lo apretó con el índice.
Luego, retrocediendo unos pasos se dispuso a esperar y, en el intervalo, dirigió la mirada a las fotografías adosadas a la pared. El reloj seguía con su tictac, pero en las fotografías que le rodeaban el tiempo se había detenido.
El sol poniente difuminaba el fondo y hacía borrosas las inscripciones, pero, desde sus marcos, los rostros sonreían valientes e inconmovibles dentro de la seguridad de un pasado lejano y ya oscurecido. Las poses e indumentaria sugerían una afinidad con el ambiente del espectáculo, pensó Claiborne, reconociendo sólo a uno…, el único rostro que no sonreía de los que miraban entre las sombras.
En aquel momento se abrió la puerta que conducía al patio. Entró el empleado y ocupó su puesto detrás del mostrador.
Era alto, delgado, con el pelo semejante a algodón, el rostro atezado, curtido y cubierto de innúmeras arrugas, semejante al lecho seco de un río. Pero la edad no le había borrado la sonrisa, y la mirada de sus ojos, de un gris verdoso, era inquisitiva y alerta.
La apreciación de Claiborne fue instantánea. Pero pronto la dio al olvido y se concentró en la rutina de reservar una habitación.
Muy bien, estaba de acuerdo con pagar veinte dólares por noche. Pensaba quedarse hasta el domingo. ¿Cocinilla y frigorífico? Bien, aunque no pensaba utilizarlos mucho, ya que probablemente estaría fuera la mayor parte del tiempo. Si el número seis estaba alejado le parecía estupendo.
Mientras firmaba en el libro de registro, Claiborne contuvo el impulso de dar un nombre falso. Pero, después de todo, no era necesario aquel tejemaneje de novela de espionaje; después de todo esperaba que le telefonearan allí. Pero se abstuvo de poner las iniciales D. M. debajo de la firma. Al volver a mirar las fotografías de la pared, una vez más atrajo su atención el único rostro sombrío.
—¿No es Karl Druse? —preguntó.
El otro hombre asintió.
—Me pareció reconocerle. —Claiborne estudió el retrato—. Un actor notable. Probablemente, junto a Lon Chaney, Sr. fue el mejor actor en los primeros tiempos del cine de terror.
—Así es. —Los inquisitivos ojos se iluminaron—. Pero eso pertenece a la época del cine mudo. ¿Cómo es que lo conoce…, pertenece a la industria?
Claiborne hizo un ademán negativo con la cabeza.
—No. ¿Y usted?
—Hace ya mucho tiempo. —El empleado señaló el montón de fotografías—. Los conocí a todos ellos cuando eran los dueños de esta ciudad. Ahora cuelgan de la pared, mientras yo todavía ando por aquí. Es extraño las vueltas que da el mundo.
—¿Era usted actor?
Una de las grietas de aquel lecho de río se ahondó y produjo una sonrisa.
—Si lo hubiera sido, mi retrato estaría también ahí, en un tamaño mayor que el de los demás. —El empleado rió entre dientes—. No, jamás actué. Sólo escritor…, solían llamarlo guionista, calle abajo, en los «Coronet Studios».
—¡«Coronet»! —Claiborne le dirigió una rápida mirada—. Eso es muy interesante, señor…
—Post. Tom Post.
—Estará usted muy enterado de todo lo relativo al negocio, Mr. Post.
—Ahora ya no. Cuando llegó el cine sonoro lo dejé. A decir verdad, me hicieron dejarlo. —Tom Post volvió a reír entre dientes.
—No parece que le disguste mucho el estar jubilado.
—¿Y quién ha dicho que lo estoy? —Se desvaneció la sonrisa de Post—. Tenía en Encino un negocio de coches usados hasta que construí este sitio. No es gran cosa, pero al menos me mantiene ocupado. Jamás dejaré de trabajar y menos ahora. —Le apuntó con un dedo sarmentoso—. ¿Sabe lo que hoy significa la jubilación? Un viejo con los pulmones enfermos que pesca peces envenenados en un arroyo contaminado.
Claiborne sonrió.
—Veo que sigue siendo escritor.
—Tan sólo un viejo chocho y demasiado locuaz y perdone la metáfora combinada. —Tom Post echó mano al cajón de la mesa y sacó una llave de la que colgaba una chapilla de madera—. Aquí tiene usted. ¿Quiere que le ayude con el equipaje?
—No se moleste…, puedo arreglármelas.
—El número seis está al final, cerca del camino.
Claiborne asintió.
—Antes de irme quisiera hacer algunas llamadas.
—Tiene teléfono en la habitación.
—Formidable.
—Si necesita algo más, pídalo con toda libertad.
—Gracias.
Claiborne se fue al coche a recoger la maleta y la cartera y luego, atravesando el patio, se dirigió al número seis.
La habitación parecía un auténtico horno, pero pronto localizó el termostato del aparato de aire acondicionado en la ventana y lo puso al máximo. La vetusta instalación emitió una senil protesta pero, para cuando hubo acabado de deshacer la maleta, la temperatura era soportable. Se quitó la chaqueta y, tumbándose en la cama de matrimonio, descolgó el teléfono.
Eran ya pasadas las seis y media, probablemente demasiado tarde para encontrar a nadie en «Coronet», pero pensó que podía intentarlo. Por lo tanto, pidió el número a la telefonista. Luego llamó al estudio y le comunicaron con el despacho de Driscoll. Ante su sorpresa, escuchó el clic al ser descolgado el teléfono.
—¿Dígame?
Al punto identificó la voz profunda de Marty Driscoll.
—Adam Claiborne al aparato, Mr. Driscoll.
—¿Quién?
En la pregunta había un punto de irritación más que de interés.
—El doctor Claiborne. Hablé con usted el domingo cuando llamó al hospital.
—Claro, sí, doctor. Ya recuerdo. —La voz de Driscoll ya no revelaba fastidio—. Me alegro de oírle. Tal vez pueda informarme sobre lo que está ocurriendo…
—Tendría mucho gusto si me indica cuándo puedo verle.
—¿Verme? —Una breve pausa—. ¿Está usted en la ciudad?
—Acabo de llegar. Esperaba que tal vez pudiéramos vernos mañana a alguna hora…
—Cuando usted diga. Yo estaré aquí todo el día.
—¿A las nueve de la mañana?
—Mejor a las nueve y media. En la puerta tendrá un pase esperándole.
—Muy bien —repuso Claiborne—. Entonces a las nueve y media.
—Un momento —le interrumpió rápidamente Driscoll—. Ese jefe suyo, el doctor Steiner… Ayer le llamé y me dejó colgado. ¿Qué pasa realmente con ese asunto escalofriante de Norman Bates?
—Sobre eso quiero hablar con usted. —Claiborne se dispuso a colgar el teléfono—. Hasta mañana.
Cortó la comunicación dejando a Driscoll con la palabra en la boca. Una jugarreta tonta pero efectiva, o al menos así lo esperaba. Se sintió contento al descubrir que el productor estaba preocupado. Hasta entonces parecía como si aquello no le importara un rábano a nadie.
La luz crepuscular invadió la habitación, mientras el acondicionador de aire se lamentaba con débil protesta. Antes de apagar la luz que había sobre la mesilla de noche, Claiborne debatió qué hacer. Lo que en realidad ansiaba era tumbarse y dormir veinticuatro horas seguidas. En aquel momento eran las siete…, así que en casa habrían dado las nueve. Prometió a Steiner telefonearle tan pronto como llegara.
Descolgando de nuevo el auricular, marcó el número particular. Por toda respuesta recibió el eco de la llamada. Por quién dobla mi campana. A la décima llamada colgó. Fatigado lo intentó de nuevo, pero esta vez con la centralita del hospital. Contestó Clara desde Recepción.
Steiner estaba fuera, algo sobre una cena en el «Fairvale Rotary».
Excelentes relaciones públicas, negocios, como de costumbre. ¿Es que no lo entiendes, Nick? La campana dobla por ti.
Haciendo un esfuerzo por dominar su voz, Claiborne dio a Clara la dirección de su motel, así como el número de teléfono, diciéndole que al día siguiente por la mañana telefonearía al doctor Steiner, aunque no sabía a qué hora exactamente. No merecía la pena preguntarle qué estaba ocurriendo allí, ya que ella sería la última en enterarse. Lo más probable es que no ocurriera nada, pues, de lo contrario, Steiner no se habría ido a comer pollo de caucho en el «Rotary».
Para cuando colgó el teléfono, su irritación se había desvanecido con los últimos rayos de sol. Por un instante, pensó en ir a tomar algo, pero acto seguido rechazó la idea. Dejemos que Steiner persiga por su plato los guisantes enlatados. En aquellos momentos lo más importante para él era el descanso.
Claiborne se quitó de una patada los zapatos y colgó la ropa en el estrecho armario. Empezó a deshacer el equipaje, metió la ropa interior en los cajones de la mesa de escritorio, colgó de una percha su otro traje y llevó al cuarto de baño su máquina de afeitar y los demás objetos de tocador.
Después de utilizar el inodoro pensó en darse una ducha, pero luego decidió que podía esperar a mañana. Enfundado en el pijama, volvió al dormitorio y corrió las cortinas, así como la colcha de la cama.
Al hacerlo observó su cartera, donde la había dejado, sobre la mesa, y recordó su contenido. Durante el viaje no había tocado el guión de Dama Loca. Podía leerlo ahora, pero ¿para qué? Su visita a Driscoll no tenía por objeto discutir el guión; su visita de mañana tenía otro fin.
Claiborne cerró el acondicionador de aire, se tumbó en la cama y apagó la lámpara que había sobre la mesilla de noche. La reunión de mañana. ¿Cómo debería manejar a Marty Driscoll?
Prolegómenos del caso. Claro, eso era. Partiendo de la fortaleza, establecimiento de una relación doctor-paciente. El doctor Claiborne, la personificación de la autoridad. Haciendo caso omiso de todo ese galimatías en latín y griego. Eso era lo que establecía la técnica terapéutica. Dejar hablar al paciente.
Dejar que Driscoll enronquezca hablando de lo potencialmente espectacular de la película, del dinero que recaudaría. Escucharle lo mismo que se escucha a un hombre encaramado en el alféizar de una ventana, en un edificio inconmensurablemente alto y dispuesto a lanzarse al vacío.
Entonces, y no antes, hay que explicarle la situación. Desde luego la película será espectacular y atraerá la atención…, exactamente igual que si se saltara desde una alta ventana. Y, probablemente, se hará con ella un montón de dinero. Si el individuo que se arroja desde la ventana está asegurado, eso también representará un montón de dinero. Lo malo es que no viviría para disfrutarlo.
Así que mire antes de lanzarse, contemple las tinieblas allá abajo y verá lo mismo que yo. Norman Bates le estará esperando. Recuerde lo que le digo, estará esperando a que se arroje usted en todo esto. Apostaría mi vida. Y ése es el motivo de que le advierta que no apueste la suya…
Apostaría mi vida.
La frase produjo un eco. Él todavía seguía considerando a Norman como un amigo. Pero ¿qué era lo que Norman pensaba? Era posible que, para él, fuera un enemigo. Y en cierto modo acaso fuese verdad. En su sueño, había acudido allí para castigarse. Pero, en realidad, era posible que lo hubiera hecho para castigar a Norman por fugarse, por arruinar sus proyectos.
Eso era: el libro. El libro había sido la clave de todo el asunto. Había pensado escribirlo a modo de historial, un informe sobre cinco años de terapia con éxito. Muchas reputaciones se habían logrado con menos.
¡Al diablo con las reputaciones! Ahora ya no tenía importancia. Lo que importaba era lo ocurrido a aquella gente inocente en Fairvale y a quienes les sobrevivieron. Claiborne frunció el ceño en la oscuridad. Ya era hora de dejar de preocuparse de sí mismo, de dejar de inquirir si Norman era su amigo, su paciente, su enemigo. Lo importante era el trauma, el sufrimiento de las familias de las víctimas. Eran quienes se merecían que se preocuparan de ellos, quienes necesitaban ayuda. Y el deber de él era proporcionársela. No porque fuera un psiquiatra —¡al diablo también con eso!—, sino porque era un ser humano decente que se preocupaba de los demás.
No estaba en su poder cambiar el pasado, pero al menos podía intentar aliviar algo su angustia y ansiedad en el futuro, salvarles de la explotación y la exacerbación, aliviarles de sus temores ante posibles peligros. Por ello, debía lograr que se suspendiera aquella película, encontrar a Norman y llevarlo de nuevo al hospital, incluso exponiendo su propia vida…
El ruido era tan débil que Claiborne apenas le oyó. Tan sólo el hecho de que sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad le permitió descubrirla. Tumbado sobre un costado, de frente a la puerta y viendo cómo giraba el pomo…
Clic.
Y el golpe de los pies desnudos de Claiborne dando sobre el suelo al saltar de la cama. Se sintió impelido por el impulso, no le dio tiempo a pensar hasta que fue demasiado tarde. Había abierto ya la puerta y…
En el umbral surgió una sombra.
—Lo siento. No era mi intención molestarle —dijo Tom Post.
—¿A qué viene esto? Podía haber llamado.
—Pensé que estaría dormido.
Al volverse y quedar de medio perfil a la luz exterior del patio, el arrugado rostro, semejante a la piel de un lagarto, se contrajo con una sonriente mueca.
—Se trata sólo de una cuestión de seguridad. Siempre me aseguro de que las puertas están bien cerradas antes de retirarme.
Post trató de penetrar con la mirada en la oscuridad de la habitación.
—¿Todo en regla?
Claiborne asintió, empezando a tranquilizarse.
—Entonces no le molesto más. Que descanse.
—Es lo que estoy intentando hacer. —Claiborne empezó a cerrar la puerta.
Mientras lo hacía, Post rió entre dientes.
—No se preocupe, aquí está seguro. Recuerde que éste no es el «Bates Motel».
Se cerró la puerta.
La cerradura hizo clic.
Los pasos se alejaron por el camino.
Y Claiborne permaneció allí, envuelto por las sombras, sin escuchar otra cosa que el eco de la risa del viejo en la noche.