CINCO
Bombeando. Bombeando. En la parte trasera de la furgoneta había mucho espacio. Sitio suficiente para quitar los hábitos, para separar las piernas sin vida. Tal vez la otra…, la hermana Barbara…, llevara afeitado el sitio, pero éste no estaba afeitado. En realidad, él a quien había deseado era a la otra, desde el mismo momento en que la siguiera a lo largo de las estanterías, pero no hubo tiempo. Ni siquiera lo hubo para mirar; tenía que hacerse todo con tanta rapidez… Ésta era vieja, pero ahora disponía de tiempo y si cerraba los ojos no le vería la cara.
Lo que importaba era la sensación. Bombeando. Bombeando vida en un cuerpo muerto. La posición de la Madre Superiora.
¿Madre?
Aquello era incesto. Pero él sabía que la hermana Cupertine no era su madre. ¿O sí lo era? Cerró los ojos para no tener que ver su rostro. Bombeando. Ahora ya con más fuerza, más de prisa. Madre. ¡Oh, Dios, Dios, Dios…!
Norman rodó sobre un costado, incorporándose. Sudoroso y todavía jadeante, pero gracias a Dios todo había terminado. Dios había enviado a las monjas para librarle del mal. La Novia de Cristo era ahora su novia. O lo había sido. Todo pertenecía ya al pasado… la Conquista de Norman.
Rió quedamente en la oscuridad, mientras ponía en orden aquellos ropajes tan poco familiares. Un disfraz perfecto. Había engañado a la hermana Cupertine, los había engañado a todos saliendo de aquella forma. Claro que ya tenía experiencia en lo de representar papeles. El mundo entero es un escenario y cada hombre, en el momento adecuado, representa muchos papeles. Él había desempeñado el de mujer y ahora representó el de hombre. Su Madre siempre le llamaba mariquita; tal vez pensara que no podía hacerlo. Muy bien, ahora ya lo sabes. ¿No te parece, Madre? Madre de Dios…
Su risita se perdió entre el estruendo del trueno, haciéndolo volver a la realidad del momento. Y cuando el rayo volvió a iluminarlo todo, Norman no pudo evitar el espectáculo de la figura grotescamente desmadejada que tenía junto a él. Apartando la vista, cubrió presuroso con la falda negra la desnuda obscenidad de muslos y piernas.
Aquello ya no era necesario. Lo que tenía que hacer era librarse de ello lo más pronto posible. Pero ¿cómo?
Atisbo por encima del asiento y a través del parabrisas casi cubierto por la lluvia. Había una angosta zanja que se prolongaba entre la carretera y los árboles que había detrás de ella. Podía ocultar el cuerpo allí bajo un montón de ramajes, pero no por mucho tiempo. Era posible que alguien pasara por allí y lo viera. A menos que cavase una tumba…
Norman se volvió y esperó a que el resplandor de otro relámpago le permitiera ver lo que había en la trasera de la furgoneta. Allí era donde había encontrado la llave de ruedas. Pero no veía por parte alguna una pala; sería estúpido pensar que llevaran una. Y, desde luego, no estaba dispuesto, con todo aquel lodo, a cavarla con sus propias manos.
Norman se dio cuenta, sobresaltado, de que estaba temblando y no precisamente de frío. Tenía que haber alguna otra manera. ¡Santo Dios!, tenía que haber…
Intentó alcanzar la cabina de la furgoneta y, al hacerlo, algo chocó junto a él. Alargó la mano y tropezó con un envase metálico. Su contenido produjo un ruido de chapoteo al alzar la pesada lata a la altura de sus ojos, intentando descifrar la etiqueta. Pero antes siquiera de hacerlo, su olfato le reveló lo que quería saber.
Gasolina. Una lata de cinco litros para casos de emergencia. Quemaría el cuerpo. Y también quemaría la furgoneta. Borraría todas las huellas.
La solución perfecta. Busca y encontrarás. Norman tanteó por el suelo de la furgoneta en busca de cerillas.
Ya estaba temblando otra vez. Y es que no encontraba ninguna caja de cerillas. No las había. Y tampoco cerillas en parte alguna. ¿Por qué tenía que haberlas? En circunstancias normales, las cerillas eran tan innecesarias como una pala. A menos, naturalmente, que tuvieran alguna en la guantera…
Trepó de nuevo hasta el asiento del conductor y, bruscamente, abrió el receptáculo rectangular sobre el salpicadero. Al hacerlo, quedó al descubierto su contenido. Su mano hizo el inventario de todo aquello: una caja vacía de pañuelos de papel, un mapa de carreteras, un pequeño destornillador, el permiso de conducir con una funda de plástico, una linterna. Pero ni siquiera una cerilla.
Ni una sola cerilla. Te has encontrado con la horma de tu zapato.
Norman permaneció sentado y entumecido, escuchando aquellas voces tartamudeantes, clamorosas, martilleantes.
La voz tartamudeante era la suya. ¡Ayúdame… por favor, que alguien me ayude!
La clamorosa era un eco de la voz del doctor Claiborne. Relájate. Recuerda tan sólo que yo no puedo hacerlo todo por ti. A la larga, tienes que aprender a ayudarte a ti mismo.
La martilleante no era, en modo alguno, una voz; sólo el tableteo de la lluvia sobre el techo de la furgoneta.
Y el doctor Claiborne tenía razón. A la larga, tenía que ayudarse a sí mismo. Pero no podía huir por mucho tiempo. Al menos con aquella tormenta. Tendría que quedarse en la furgoneta. La única forma de ayudarse a sí mismo en aquellos momentos era la de dejar de temblar. Lo que le quedaba por hacer requería nervios de acero, manos firmes.
Recordó haber visto una manta en la parte trasera y cubriendo el neumático de recambio, en la esquina de la derecha. Norman dio media vuelta y se obligó a entrar en la oscura zona, pasando junto a aquella cosa que yacía allí…, la cosa-Madre, la cosa hermana, silenciosa en las sombras, con la mirada clavada en el cielo. Era extraño el que no pudiera soportar la idea de tocarla, o ni siquiera de volverla a mirar.
Pero, por un instante, pudo verla, a la luz del rayo que formó un halo alrededor de la espantosa cabeza. ¡Santa Madre!
Cerrando los ojos, alargó la mano para coger la manta; finalmente la agarró y la extendió con frenético apresuramiento. Cuando de nuevo abrió los ojos, el inmóvil bulto estaba cubierto. Con minucioso cuidado recogió los bordes debajo del cuerpo a cada lado. Seguidamente, examinó el resultado de sus esfuerzos. Nadie podía decir lo que había allí debajo. Nadie podía decirlo… Y si cualquiera lo intentase…
La mano de Norman encontró la barra en el mismo sitio en donde la había arrojado, exactamente detrás del asiento. Se la llevó mientras se encaramaba de nuevo a la cabina del conductor y dejó caer la pesada herramienta de metal al suelo, entre sus pies. Al menos tenía aquello, la posibilidad de protegerse en caso de necesidad.
Pero no habría necesidad, si actuaba con cautela. Las manos ya no le temblaban y podía conducir. Y eso es lo que tenía que hacer en aquel momento. Conducir, alejarse de allí.
Dio el contacto y el motor se puso en marcha. Con todo cuidado, condujo la furgoneta de nuevo a la carretera, avanzando entre los árboles y luego, dejándolos atrás, hasta un calvero. El mero acto de conducir constituía una garantía. El hecho de poder dominar la furgoneta significaba que era capaz de dominarse a sí mismo. Y quien se domina, puede dominar el futuro. Lo único que le quedaba por hacer era planificarlo.
En alguna parte de la carretera encontraría una tienda o una gasolinera. Allí podrían facilitarle cerillas.
Pero en aquella desviación no tendría muchas oportunidades de encontrar un comercio cualquiera. Lo mejor que podía hacer era volver a la carretera general. Norman encontró un lugar despejado y, dando la vuelta, condujo de nuevo hacia la bifurcación.
Una vez hubo llegado a la carretera más ancha, se relajó. Mejor carretera, mayores oportunidades ante sí. O al menos así lo creyó, hasta que la aleteante manga de su hábito rozó contra el metal del volante. Se miró el hábito y frunció el ceño.
En el hospital aquello había sido su salvación. Nadie se fijó en él durante el breve instante en que atravesó presuroso, entre la confusión que reinaba, el vestíbulo, desapareciendo en la oscuridad del exterior.
Pero ahora aquellos hábitos eran ya una pura condena. No cabía esperar que entrase en cualquier tienda sin llamar la atención; incluso la propia hermana Barbara hubiera sido objeto de curiosidad. Y detenerse en una gasolinera era igualmente peligroso.
Se imaginó con rapidez la escena. Un lluvioso anochecer de domingo, sin apenas tráfico, todo cerrado…, un muchachito sentado en la oficina con su padre, leyendo un tebeo y escuchando la radio. Luego murmuraría irritado al escuchar una bocina que le obligaba a salir con aquella lluvia. ¡Santo Cielo, una monja! Y no quiere gasolina… Sólo ha pedido cerillas. ¿Para qué diablos necesita cerillas una monja? Aquí pasa algo raro. ¡Eh, papá! Mejor será que vayas a ver qué pasa…
La escena se desvaneció y se encontró de nuevo con la vista clavada en la manga. Vamos a ver, ahora serenidad. Tienes que seguir pensando y conduciendo. Pero ¿adónde? ¿Adónde podría ir con aquellas ropas?
Vete a un convento.
Hamlet había dicho aquello.
Pero Hamlet estaba loco.
Por este camino vas a la locura. Pero ¿qué otro camino quedaba? El quitarse el hábito no era una solución. Debajo llevaba el uniforme azul de reglamento del hospital, que contribuiría a que lo identificaran donde se presentase. La elección era suya: O un paciente fugado o un ser con hábito monacal. Claro que necesitaba cerillas, pero aún le urgía más una ropa corriente. La indumentaria hace al hombre.
El trueno retumbaba, sobresaltaba, se burlaba. La voz de Dios. Pero Dios no se burlaría de él, al menos no ahora, no después de haberle guiado, sano y salvo a través de aquello. El Señor proveerá.
Y entonces llegó el rayo. Iluminó sólo un instante, pero el tiempo suficiente para que Norman viese aquella figura acurrucada debajo de un árbol solitario, delante de él en el lindero de la carretera, sosteniendo una cartulina en la que se veía garrapateada una palabra con toscas letras mayúsculas.
Dios había enviado una señal y decía Fairvale.