CUATRO

La hermana Cupertine no tuvo oportunidad de visitar al nuevo paciente de la 418. Se encontraba aún en la habitación de Tucker cuando estalló la tormenta y, al salir de la habitación, la lluvia tamborileaba ya con fuerza.

Avanzó con la mayor rapidez que le fue posible entre la confusión del corredor, abarrotado de pacientes excitados que volvían a las salas, acompañados por sus amigos y familiares. Los sanitarios y las enfermeras de planta pasaban presurosos, para atender a las llamadas que se escuchaban procedentes de las habitaciones provistas de cerrojos que se encontraban al fondo del vestíbulo. Cuando la hermana llegó a la puerta del ascensor de la cuarta planta, una multitud se encontraba ya allí esperando, ansiosa e impaciente.

Se presentó el ascensor y los visitantes se agolparon en él. La hermana Cupertine dio un paso adelante, pero ya estaba lleno de pasajeros. La puerta se cerró con un chasquido y la dejó allí junto a media docena de rezagados.

Nadie había hecho el menor movimiento para cederle un sitio en el ascensor, y ninguno de los que quedaron con ella prestaron la menor atención a la hermana Cupertine. Ya no existe el respeto. En absoluto. Perdónales, Santa María…, ¿qué pasa en el mundo de hoy?

La hermana Cupertine se humedeció los labios mientras recitaba el rosario de afrentas a que se había visto sometida. El anciano Mr. Tucker se encontraba aquel día con uno de sus peores talantes, rechazó su sugerencia de rezar con ella y contestó a su reprimenda con un lenguaje obsceno. Claro que, en cierto modo, era lo que cabía esperar de alguien en sus condiciones. Pero el comportamiento de la hermana Barbara no tenía excusa. Su negativa a subir con ella había constituido una abierta insubordinación. Acaso fuera necesario, a su regreso al convento, mantener una breve conversación con la Madre Superiora acerca de su conducta.

Retumbó un trueno al subir de nuevo el ascensor. Esta vez la hermana Cupertine fue una de las primeras en entrar. Pero ello no contribuyó en modo alguno a acelerar su camino; el ascensor hubo de parar de nuevo en la tercera planta y, una vez más, en la segunda para admitir, a duras penas, nuevos pasajeros. La pequeña hermana Cupertine se vio incómodamente estrujada contra el rincón metálico, al fondo del ascensor, y cuando se abrieron las puertas al llegar al vestíbulo se vio forzada a aguardar a que salieran los demás ocupantes. Sentía correrle el sudor por debajo del hábito, y tenía las gafas empañadas por el vaho provocado por el calor de aquella humanidad encerrada en el cubículo.

Se las quitó, limpió los cristales en la manga y una pareja que se precipitaba hacia la salida estuvo a punto de derribarla. Mientras se ajustaba de nuevo la toca, recorrió con la mirada el vestíbulo. Para entonces eran ya muy pocos los que quedaban en la zona de recepción, pero a la hermana Barbara no se la veía por parte alguna.

La hermana Cupertine echó un vistazo al reloj de pared que había detrás del mostrador de recepción. Las cinco y diez. Afuera reinaba ya por completo la oscuridad y la lluvia caía a raudales. ¡Santa Madre de Dios! Se empaparía con sólo recorrer el corto trecho hasta la furgoneta. ¿Dónde estaría aquella muchacha?

Acercóse al mostrador y la recepcionista levantó la cabeza.

—¿Puedo ayudarla en algo?

La hermana Cupertine intentó sonreír.

—Estoy buscando a…

El trueno ahogó parte de su pregunta y de la contestación de la pequeña recepcionista.

—… la vi salir hace un minuto.

—¿Que salió? ¿Está segura?

—Sí, hermana. —El tono de la joven parecía preocupado—. ¿Algo va mal?

—No, gracias.

La hermana Cupertine dio media vuelta y avanzó hacia la salida. Peccavi. Desde luego una mentira blanca. Aquello nada tenía que ver con la joven y no valía la pena preocuparla. Pero algo andaba muy mal cuando se producía un acto tan patente de desobediencia. Desde luego, antes de terminar el día la Madre Superiora estaría al corriente de todo.

¡Si al menos hubiera acabado el día! Aún tenían por delante todo el penoso y largo viaje de regreso con aquella espantosa tormenta. La hermana Cupertine se detuvo un momento y miró a través de la puerta encristalada, contemplando el intenso aguacero y fuerte viento. Los ágiles focos de los faros se entrecruzaban en la oscuridad al ponerse en marcha los coches, sumergiéndose en la noche. En aquel momento, un ramalazo de luz iluminó, momentáneamente, la silueta de la furgoneta que aún se encontraba junto a la verja de la zona de aparcamiento. ¡Gracias sean dadas al Cielo por los pequeños favores! Y gracias le sean dadas también por la protección que le brindaba su hábito.

Abrió la puerta y salió, chapoteando a continuación en los charcos con sus zapatones, mientras la lluvia golpeaba con fuerza sobre las alas de su cofia. A medio camino de la furgoneta, las gruesas gotas de lluvia le habían ya empañado los cristales de las gafas, impidiéndole totalmente la visión.

Al quitárselas para limpiarlas, se le torció el tobillo y sintió un intenso dolor. Se tambaleó al tiempo que lanzaba un grito; luego recuperó el equilibrio, amortiguándose el dolor. Sólo entonces se percató de que se le habían caído las gafas de las manos.

La hermana Cupertine lanzó una mirada en derredor, sintiéndose desamparada, intentando localizarlas en la encharcada oscuridad del suelo. Era inútil…, habían desaparecido. Gracias a Dios en el convento tenía otro par para sustituirlas. Lo mejor sería dejarse de lamentos y protegerse de la lluvia.

Mientras iniciaba la marcha casi a ciegas, el viento se volvió, prácticamente, huracanado, azotando sus mangas empapadas de agua y agitando con violencia sus sayas.

De súbito, una luz atravesó la confusa visión y el rugido de un motor en marcha se escuchó por encima del ulular del viento.

Al levantar la vista, vio que la furgoneta estaba en movimiento. ¡Cómo es posible! ¿Acaso la hermana Barbara pensaba irse sin ella?

—¡Espere! —Se precipitó dando traspiés hacia la zona iluminada—. ¡Espéreme!

La hermana Cupertine respiraba entrecortadamente al llegar junto al vehículo. Se aferró a la manilla de la portezuela, al tiempo que la furgoneta aminoraba la marcha. Se abrió la portezuela y la hermana subió a duras penas, instalándose en el asiento del pasajero.

El motor rugió y la furgoneta atravesó la puerta de la verja. Antes siquiera de que el vehículo girase para enfilar la carretera, la hermana Cupertine se había lanzado a una diatriba que, según sabía muy bien, lamentaría más tarde.

—¿Dónde estaba, hermana? ¿Por qué no me esperó en el vestíbulo? ¿Acaso no tiene consideración? Si pensaba salir sola, lo menos que podía haber hecho era acercarse a la entrada y recogerme allí.

—Lo siento…

La respuesta de su acompañante fue seguida por un tremendo trueno. Aunque, en realidad, carecía de importancia porque la hermana Cupertine aún no había terminado.

—¡Míreme…, estoy completamente empapada! Y se me han caído las gafas en el aparcamiento. De veras que éste es…, ¡cuidado!

La furgoneta se había salido de la carretera y se dirigía en línea recta hacia una zanja. La hermana Barbara, con un golpe de volante a tiempo, pudo evitar el desastre.

—Mire adonde va, por favor…

La hermana Cupertine calló, al darse cuenta, de repente, de que aquél no era momento para lamentos. Con aquella lluvia torrencial, resultaría peligroso distraer a la conductora.

Permaneció callada, con la mirada fija ante sí mientras el limpiaparabrisas oscilaba de forma rítmica, dejando ver la borrosa extensión de la carretera. La hermana Barbara le echó una mirada, pero no dijo nada; resultaba imposible observar su reacción con aquella oscuridad. Al cabo de un instante, fijó de nuevo su atención en la carretera e intentó mantener fija la furgoneta sobre aquella resbaladiza calzada. La lluvia tamborileaba sobre la capota.

La hermana Cupertine clavó la vista ante sí, distinguiendo apenas un bosquecillo de árboles cuyas ramas agitaba violentamente el viento. Algo más allá arrancaba una carretera lateral que atravesaba una zona boscosa.

—¡Se ha equivocado de dirección! —gritó intentando hacerse oír entre el estruendo de la tormenta.

Pero la hermana Barbara prosiguió impertérrita y la furgoneta enfiló a través de un túnel de ramas retorcidas. La hermana Cupertine le tiró de la manga.

—¿Es que no me oye? ¡Se ha equivocado de carretera!

Esta vez la hermana Barbara hizo un ademán de asentimiento y se detuvo junto a un saliente de la angosta carretera, alargando la mano para quitar el contacto. Luego, inclinándose hacia delante, bajó la mano derecha hasta el suelo de la furgoneta, en un punto entre sus pies.

Por un momento, la hermana Cupertine tuvo la sensación de que aquella figura borrosa e inclinada que se sentaba junto a ella se asemejaba a un ave… un ave de presa. Pero sólo por un momento.

Luego la figura se enderezó y se volvió hacia ella en el preciso momento en que la luz de un rayo lo iluminaba todo.

Bajo su resplandor, la hermana Cupertine pudo ver el contorsionado rostro que había debajo de aquella toca, la mano que se alzaba sujetando la reluciente llave de ruedas y que descendió luego hacia ella.

No llegó a oír el trueno.