VEINTICUATRO

La hoja de la navaja tenía quince centímetros de longitud y dos y medio de ancho, con doble filo y capaz de cortar un pelo.

Santo Vizzini se encontraba en la penumbra, aferrando la empuñadura, con la vista clavada en la aguda punta al tiempo que la levantaba hacia la luz.

Se quedó inmóvil, sobresaltado al entrar Claiborne en la habitación.

—Mr. Vizzini…

—¿Sí?

—Soy el doctor Claiborne. En su oficina me dijeron que andaba por aquí. Espero no interrumpirle.

—Por el contrario, ha llegado justo a tiempo. —Vizzini dejó la navaja sobre la mesa, bajo la luz. Luego alargó la mano—. Es un verdadero placer —dijo—. He estado deseando conocerle desde que me informaron de su llegada.

Claiborne percibió el olor de la loción para después del afeitado…; no, era más fuerte, debía de ser perfume o colonia… enmascarando el olor a sudor rancio, y todavía otro que no pudo identificar. El director, volviéndose, echó otro vistazo a la navaja.

—Demasiado delgada —dijo frunciendo el entrecejo—. ¿No le parece?

En aquel momento, la luz inundó sus rasgos mientras contemplaba ceñudo la fina hoja.

Claiborne no miró la navaja. Observaba a Vizzini.

—¿No cree? —insistió el director—. Necesitamos algo más ancho…

—Sí —asintió Claiborne, obligándose a apartar la vista del rostro que tenía ante sí y dirigiéndola hacia la navaja.

—¡Este departamento de accesorios! —suspiró Vizzini—. Realmente abominable. Les explico lo que quiero y me envían hojas finas. —Hizo girar los ojos—. Les digo que no, que esto no es para Norman Bates, y ellos me dicen que por qué no, que hoy todo él mundo utiliza hojas finas. —Volvió a suspirar—. ¡Increíble!

Sonrió de nuevo y una vez más Claiborne evitó su mirada.

—Me alegro de que esté aquí —siguió diciendo Vizzini—. Es un buen presagio. Elegiremos juntos el instrumento adecuado.

Vizzini se acercó a una estantería al fondo de la habitación. Avanzando tras él en la zona en penumbra, Claiborne se dio cuenta, por vez primera, de dónde se encontraba.

Encontrará todo el armamento al fondo, a la izquierda, le había dicho el empleado de los accesorios. Y así fue, pero ahora se percataba de que la descripción no concordaba con la realidad.

Aquella habitación era una armería en miniatura. Adosada a la pared derecha había una doble estantería, en la que se encontraban todo tipo de armas antiguas: lanzas, arpones, picas, alabardas, azagayas, clavas, hachas de combate y mazas, entre otras muchas, cada artículo con su correspondiente etiqueta y numeradas para su identificación.

En la pared de enfrente, aparecían unas hileras de estanterías con rifles, arcabuces, trabucos de chispa, «Winchester», «Mauser», «Enfield», «Garand» y armas de fuego más modernas, ordenadamente colocadas. Más allá podían verse arcenes abarrotados con arcos, ballestas, aljabas con flechas de los indios primitivos y sofisticadas armas orientales. En vitrinas había pistolas para duelos, pimenteros, «Colt», «Luger», revólveres de reglamento, modelos de la Policía y otras armas de las más diversas.

Pero lo que atrajo la atención de Vizzini, y en aquellos momentos la de Claiborne, fue la pared del fondo. Allí, incluso entre las sombras, se veía un centelleo. El del brillante acero medio desenvainado: anchas espadas romanas, hojas dentadas aztecas, alfanjes, cimitarras, vataganes, estoques, las largas espadas de los vikingos y los sables de la caballería napoleónica.

Vizzini hizo caso omiso de toda aquella exhibición, dedicándose a inspeccionar el contenido de las estanterías superiores.

—Mire cómo almacenan todas estas cosas. De auténtica locura. —Se encogió de hombros—. Pero intentaremos encontrar algo.

Alargando la mano, hurgó cauteloso entre todo un surtido de etiquetadas dagas, puñales y estiletes, haciendo presa, finalmente, en una gruesa empuñadura que logró entresacar del resto. Luego, se quedó mirando la hoja de un solo filo y treinta centímetros de longitud que sobresalía de la guarnición y terminaba en una punta encorvada.

—¿Qué es esto?

—Parece un cuchillo «Bowie» —explicó Claiborne—. Del tipo que usaban en la frontera, allá por las primeras épocas.

—Pero no ahora, ¿verdad? —Vizzini volvió a dejar el arma en su sitio con evidente mala gana—. Una lástima. Hubiera resultado verdaderamente impresionante.

Siguió rebuscando por la estantería y, de repente, se detuvo. Una vez más sacó la mano con un cuchillo de doble filo y veinte centímetros de anchura, provisto de amplio mango y sencilla empuñadura. Lo alzó hasta la luz que llegaba desde el otro extremo de la habitación, asintiendo satisfecho al centellear la hoja entre las sombras.

—Un cuchillo de carnicero. Esto es lo que utilizaré.

—¿Utilizará…?

—En la película —sonrió Vizzini—. La longitud y el tamaño adecuados y, además, fotografiará admirablemente. Mandaré que hagan algunos duplicados.

Volvióse y tamborileó sobre la superficie de acero.

—Un afortunado descubrimiento. Después de todo, el cuchillo es la auténtica estrella de nuestra película, ¿no cree?

Claiborne evitó la sonriente mirada.

—En cierto modo…

—No es que el guión no sea importante —siguió Vizzini—. He leído las páginas revisadas que Ames trajo esta mañana.

—Eso era lo que quería saber. Y, naturalmente, conocerle a usted —añadió presuroso Claiborne—. ¿Qué le ha parecido?

—Hay algunas cosas. Me gusta la forma en que maneja las reacciones de Norman, profundizando más en el carácter. Pero esos cortes en las escenas del asesinato…, eso no nos beneficia.

—Acepto toda la responsabilidad al respecto —le dijo Claiborne—. Fui yo quien le sugirió que eliminara algo de la terrible violencia.

—Y, ¿por qué razón? —Vizzini ya no sonreía—. Después de todo, sólo estamos contando una historia.

—La gente tiene tendencia a creer lo que ve.

—¡Naturalmente! Pero nuestra historia se refiere a un asesinato, y eso es lo que debo mostrarles. Lo que usted califica de detalles sangrientos es para que parezca más real.

—La violencia no es la única realidad.

—¡Ah!, ¿no? —Vizzini señaló hacia las paredes—. Mire a su alrededor. Todas esas armas… Son como una historia de la Humanidad. Primero la clava, luego el arco, el frío acero, las armas de fuego. Lo único que falta son las armas nucleares de hoy. El progreso de la civilización, ¿eh?

—Pero usted está hablando de guerra…

—Tengo derecho. —Vizzini se quedó mirando el cuchillo que tenía en la mano—. Cuando invadieron Sicilia durante la Segunda Guerra Mundial, era todavía un niño. Pero lo vi todo, los saqueos, las torturas y las matanzas. Eso hace ya tiempo que ha pasado y casi está olvidado, pero la violencia jamás ha cesado… En Biafra, Bangladesh, el Archipiélago Gulag, las prisiones de «Papá Doc», las jaulas de tigre de Vietnam. Hoy vivimos en un mundo de cárceles turcas, de mazmorras latinoamericanas, de bombas irlandesas, terroristas de la OLP, atrocidades iraníes, genocidio camboyano. Un mundo en el que los adolescentes matan a sus padres, violan a sus profesoras, asesinan a desconocidos por las calles, se pisotean entre sí hasta la muerte durante los conciertos de rock, incluso destruyen a sus propios ídolos, como ocurrió con John Lennon. Hoy la violencia es normal.

—Como también lo es el cariño y la comprensión.

Vizzini hizo un ademán negativo con la cabeza y en la pared, a su espalda, las armas centellearon y brillaron.

—El cariño es un lujo que sólo está permitido en tiempos de prosperidad. El mundo ya no es próspero, y aún veremos cosas peores. Habrá más gente como Norman Bates, ese hijo de perra. Su madre era una perra y él es un producto de nuestros tiempos. —El director oprimió con fuerza la empuñadura del cuchillo—. Eso es lo que yo creo y eso es lo que tengo que decir con mi película.

De nuevo, Claiborne apartó la mirada. No quería ver el rostro de Vizzini pero tenía que decir algo.

—Algunos de nosotros todavía abrigamos la creencia de que en el mundo hay cosas buenas.

—Tal vez. Pero, para creer en la bondad, tiene que aceptar también que existe la maldad. —Vizzini se encaminó hacia la puerta que se encontraba al otro extremo de la habitación, con el cuchillo en la mano—. Cada hombre posee una parte de demonio. Y voy a enseñárselo.

Salió de la habitación mientras Claiborne se mantenía callado. Paranoia. Una enfermedad, una dolencia y, muy posiblemente, un peligro. Pero no era el diagnóstico lo que le preocupaba. Después de todo, lo había visto muchas veces con anterioridad.

El auténtico sobresalto se lo causó el contemplar la cara de Vizzini. También eso lo había visto antes.

Porque Santo Vizzini tenía exactamente la apariencia de Norman Bates.