TRECE
Anita Kedzie era ambidextra.
Sentada en la antesala de la oficina de Driscoll, con ejemplares de Variety y Hollywood Reporter sobre la mesa, volvía de manera simultánea las páginas de ambas revistas en busca de temas o noticias capaces de interesar a su jefe, y con un rotulador rojo trazaba un círculo alrededor. Jan la había observado ya antes llevar a cabo aquel ritual, y nunca fue capaz de comprender cómo Miss Kedzie lograba leer ambas publicaciones a un tiempo. Pero convenía recordar que aquella mujer era algo rara…; cualquiera capaz de aceptar el puesto de secretaria de un productor tenía que ser extraña. Tal vez fuera en parte un insecto. ¿Acaso no había algunos insectos cuyos ojos funcionaban de manera independiente entre sí, de tal forma que podían ver en dos direcciones a la vez?
Bueno, en tres direcciones. Porque, sin alzar la vista de las páginas que tenía ante sí, Miss Kedzie le dijo:
—Pase, por favor. Mr. Driscoll estará con ustedes dentro de un momento. Esta mañana anda algo retrasado.
Jan asintió y, pasando junto a la mesa, se dirigió a la puerta que había detrás de ella.
Esta mañana anda algo retrasado.
¿Y qué tenía eso de nuevo? De acuerdo con aquellas secretarias perfectas, los productores siempre andaban algo retrasados, como relojes baratos. Una estupenda comparación, en realidad, ya que siempre hay que mantenerse alerta con sus manos y algunos de ellos no te darían siquiera la hora.
Naturalmente, estaban las excepciones que confirman la regla, hombres cuyo talento y buen gusto era indiscutible y, además, eran indispensables. La industria no sobreviviría sin ellos.
Pero en la actualidad cualquiera se llamaba a sí mismo productor. Todo cuanto tenía que hacer era poner unos cuantos anuncios en las publicaciones del ramo, comunicando la compra de terrenos destinados a la futura filmación, alquilar espacios para oficinas, poner su nombre sobre la puerta y esperar a que llegaran las gallinas y pusieran los huevos.
Gracias a Dios, Marty Driscoll no parecía entrar en esa categoría; jamás le había hecho insinuaciones y, desde luego, estaba instalado de forma impresionante.
Al entrar. Jan recorrió con la vista la oficina, observando los grabados de Daumier en las paredes, los inmensos sofás formando ángulo y teniendo delante la gran mesa de café en cristal, la maciza mesa de escritorio en madera de cerezo con su sistema de intercomunicación y las fotografías, en marcos de plata, de su más reciente mujer y dos sonrientes niños.
Indudablemente, resultaba impresionante pero no del todo convincente. Había algo en aquella oficina que la perturbaba.
Por lo que hasta entonces conocía de Driscoll, no sería capaz de distinguir un grabado francés de una tarjeta postal francesa. La decoración contemporánea, por muy rebuscada y costosa que fuera, no tenía estilo determinado salvo el de Incipiente Directivo…, andando algo retrasado, naturalmente. Y los retratos de familia con sus valiosos marcos eran equipo clásico, recientemente trasladado e instalado de la noche a la mañana. Lo que significaba que podía ser retirado con la misma rapidez, tan pronto como Driscoll perdiera su reservado en el aparcamiento. Y aquello era lo que le preocupaba. El decorado no era contemporáneo…, tan sólo una fachada temporal.
Jan se apresuró a apartar de su mente aquella idea. Driscoll no era un farsante, lo acreditaba su largo historial como productor de buen número de títulos famosos. O, al menos, se había llevado el crédito y eso era lo importante. Conocía el negocio, sabía dónde estaba el dinero y también dónde estaban enterrados los cuerpos.
Cuerpos. Cinco víctimas, había dicho Roy. No pienses en ello.
Miró en derredor y vio a Roy, instalado ya en un rincón, de espaldas a la puerta. Ignorante de su silenciosa entrada, se inclinaba hacia delante hablando con Paul Morgan, su acompañante en la película.
Vamos, no te engañes, se dijo. Tú no tienes nada de co-star… El estrellato es suyo.
Y, ¿por qué no? Paul Morgan era casi una institución. Allí en pie, destacando su silueta de perfil contra la luz que entraba por la ventana, parecía un modelo en miniatura de su gigantesca imagen en la pantalla. Aún seguía sintiéndose desconcertada ante el hecho de que hubiera aceptado un papel tan poco satisfactorio como el de Norman Bates.
Pero, probablemente, él también estaría desconcertado al tenerla como personaje femenino en lugar de alguna refulgente estrella. Tal vez fuera ése el motivo de que ignorara su entrada; y, pensándolo bien, Paul Morgan no le había dicho directamente una docena de palabras desde el día en que fue designado para desempeñar el papel.
Cualesquiera que fuesen sus motivos, más le valía hacer algo al respecto y aprisa. Charla con él, mímale, dile sin ambages que el papel está concebido para su arrolladora personalidad, y que tú eres sólo una compañera de viaje.
Jan inició un movimiento para acercarse a los dos hombres, pero, de repente, se detuvo al sentir una mano que la enlazaba por la cintura. Aquel movimiento iba acompañado de una vaharada de empalagoso perfume.
Menos mal que en su rostro había fijado ya una sonrisa destinada a Morgan; ahora podía trasladarla a Santo Vizzini. Y no es que no fuera merecedor de aquella sonrisa por sí mismo…, después de todo él era el responsable de que le hubieran dado ese papel. Pero no resultaba fácil sentir emoción placentera alguna a la vista de aquel hombre, con un bigote semejante a una oruga. El olor de su perfumada presencia era abrumador y sus dedos, tanteando y presionando en dirección a su muslo, hacían estremecerse de repugnancia a Jan.
Se volvió rápida, sin dejar de sonreír, confiando que ello compensaría el que evadiera su contacto.
—Mr. Vizzini…
—Santo… —La oruga pareció arrastrarse al entreabrirse debajo los gruesos labios—. Dejémonos de ceremonias, por favor.
Jan asintió. He captado el mensaje, fanfarrón. Para lo que tú quieres, maldita la falta que hacen las ceremonias, ¿eh…? Al grano.
Pero se lo calló. Afortunadamente, no tuvo que decir nada pues todas las conversaciones quedaron interrumpidas al escucharse en la antesala la voz atronadora de Marty Driscoll.
—No me pase ninguna llamada —decía.
Aquello formaba parte del ritual, la invocación clásica para significar que la conferencia, la sesión, la ceremonia estaba a punto de empezar.
El segundo paso fue el que dio Marty Driscoll al entrar en la oficina. Al obeso y calvo productor le seguía una sombra alta y enjuta. Se deslizó tras él, cerrando la puerta a sus espaldas mientras Driscoll se desplomaba sobre el sillón en exceso mullido que había detrás de la mesa de escritorio. El nombre de aquella sombra era George Ward y, tanto su pelo como su rostro, se habían puesto grises en el transcurso de los largos años de servicio en calidad de éminence grise de Driscoll. Finalmente, la sombra culebreó y se colocó junto a la mesa en espera de una señal.
Y todo comenzó al inclinarse hacia delante Marty Driscoll, con los anchos hombros hundidos bajo el peso de su cuello de toro y su inmensa cabeza.
—Siéntense todos —ordenó.
Ray y Paul se instalaron en el sofá frente a la mesa. Vizzini se dejó caer sobre un canapé a la derecha, próximo a George Ward, mientras Jan se sentaba en un sillón a la izquierda.
Luego esperó a que Driscoll hiciera la oferta de rigor: «¿Alguien quiere café?». Pero en esta ocasión permaneció sentado en silencio, semejante a un tonsurado Buda, con la mirada clavada en la mesa de escritorio bajo sus pesados párpados. Podía estar meditando sobre el infinito o mirándose el ombligo, pero Jan lo ponía en duda. Por lo que sabía de Driscoll, no era en modo alguno un místico y tampoco un contemplador de ombligos. Todo lo que lograba era ponerla nerviosa, y tal vez fuera ésa su intención. Una rápida ojeada a los otros agrupados delante de la mesa, le reveló que se sentían igualmente incómodos mientras esperaban que rompiera el silencio.
Luego, de súbito, levantó la cabeza abriendo los ojos.
—Todos ustedes saben lo ocurrido ayer —comenzó Driscoll—. Desde entonces he estado reflexionando sobre la película.
Reflexionando. La frase quedó flotando y Jan reaccionó poniéndose rígida. Va a suspenderla. Roy tenía razón.
Y, en aquel preciso momento, Roy empezó a hablar.
—No es usted el único. Le estaba diciendo lo mismo a Paul. Tenemos dificultades.
—Yo no lo creo así —interrumpió presuroso Paul Morgan—. La fuga de Norman Bates nada tiene que ver con nuestra historia. Mientras el guión se ajuste a los hechos…
Roy hizo un movimiento negativo de cabeza.
—Ahora los hechos han cambiado.
—Pues entonces cambiaremos el guión —intervino rápidamente Vizzini—. Tal vez un pequeño cambio, algunas páginas. Todavía tenemos unas semanas por delante. Y como estoy filmando las escenas con la pareja Loomis en secuencia, hasta el mes próximo no utilizaremos a Steve Hill y a la joven Gordon, cuando lleguen de Nueva York.
—¿Qué es esto? ¿Una conferencia sobre el tema? —Roy hizo un gesto impaciente—. ¡Olvidemos el guión! Mientras Bates se encontraba en el manicomio no teníamos problemas. Nuestra historia era como un cuento de hadas, algo ocurrido hacía muchos años. Maldito lo que le importaba al público que fuera realidad o ficción. Pero ahora nos enfrentamos con la realidad.
—Exactamente.
Driscoll hizo un gesto de asentimiento y Jan sintió un nudo en el estómago.
Empezaba a estar asustada. Aquello significaba que la película se había ido al garete, ella estaba en el hoyo y todo cuanto había dicho de no permitir que la suspendieran también estaba enterrado.
—¡Pero no pueden hacer eso! —Escuchó alzarse su voz al tiempo que también se crecía, haciendo caso omiso de las miradas que convergían sobre ella, ignorándolo todo salvo su impulso íntimo—. Ahora ya no pueden abandonar.
—Jan, por favor… —Roy se acercaba a ella, la mirada turbada, alargando la mano para cogerla por el brazo—. No es momento para la histeria…
—¡Entonces dejad de comportaros como unos histéricos! —Se soltó, ignorándole, concentrando su atención en el hombre calvo sentado detrás de la mesa—. Pero ¿qué les pasa? ¡Se están comportando como un hatajo de viejas! Sería una locura suspender el rodaje. ¿Acaso no se dan cuenta de lo que poseen? Están sentados sobre una mina de oro y tienen miedo de empezar a excavar.
Jan vaciló al alzar Driscoll las manos con las palmas unidas. Por un instante, creyó que iba a unirlas en actitud de súplica. Luego, al escuchar el sonido, se dio cuenta de que estaba aplaudiendo.
—¡Bravo! —dijo—. Corten.
—No es divertido, maldición. —Jan sintió que el rostro se le enrojecía por la ira que sentía en su interior—. No estoy actuando, sino diciendo la pura verdad. Si se detiene a pensar un instante se dará cuenta de la publicidad…
Driscoll hizo un ademán para contenerla.
—Cállese —le ordenó—. Deme una oportunidad para decir lo que he estado pensando. —Volviéndose, apuntó con un rollizo dedo a George Ward—. Vamos, díselo.
La Eminencia Gris hizo un gesto de asentimiento.
—Como les ha dicho Mr. Driscoll, ha estado reflexionando sobre la producción. En un principio, nos sentimos trastornados por la información…, al igual que Mr. Ames nos preguntábamos si iban a plantearse problemas. Luego caímos en la cuenta del extremo a que se ha referido usted. La valoración de las noticias, la publicidad. Y llegamos a la misma conclusión. La fuga de Norman Bates podría resultar algo inestimable para Dama Loca. Nos veríamos incluidos en los grandes titulares de las portadas, apareceríamos en todos los boletines de noticias de todas las emisoras de Televisión y Radio del país. Claro que Bates está muerto, pero la historia seguirá viva… De ahora en adelante habrá una investigación sobre esos asesinatos. Un acontecimiento semejante es algo que el dinero jamás podría comprar. Toda mención del caso será publicidad gratuita para nuestra película.
Jan se dio cuenta de que el nudo que tenía en el estómago empezaba a aflojarse.
—¿Quiere decir con eso que seguiremos adelante?
—A toda marcha —repuso Driscoll—. Con todas las velas desplegadas para llegar cuanto antes a puerto.
Jan sintió que el nudo desaparecía definitivamente.
—¡Formidable! —Paul Morgan hizo una sonriente mueca a Roy—. Te dije que no había de qué preocuparse.
—¡Vaya si lo hay! —Roy se puso en pie y, haciendo caso omiso de Morgan, se enfrentó con Driscoll—. Se olvida del guión. Lo ocurrido ayer da al traste con nuestro final.
—No lo he olvidado. —Driscoll apuntó hacia delante con el dedo índice—. Como bien dice Santo, disponemos de una semana para introducir cambios. Si para el próximo lunes no lo ha terminado, continuará después de la fecha del comienzo. Seguiremos como hasta ahora con el programa de producción, y dejaremos la filmación de nuevas escenas para lo último.
—Un momento. Yo no me he comprometido a nada…
—Su agente sí. Le llamé esta mañana y llegamos a un acuerdo.
Jan escuchaba sonriente. El nudo en su estómago había desaparecido del todo.
—No te preocupes. —Santo Vizzini se acercó a Roy—. Serán sólo unas páginas. Se me han ocurrido algunas ideas. Piensa en el material con el que podemos trabajar en adelante…, los nuevos asesinatos, la muerte de Norman.
Roy frunció el ceño pero, cuando habló, lo hizo con tono insinuante.
—Sólo una cosa —manifestó—. ¿Por qué están tan seguros de que Norman ha muerto?