CAPÍTULO XXXII

Tal vez empezara todo cuando los pañuelos de papel empezaron a ponerse por las nubes.

En otros tiempos, cada caja normal contenía doscientos. Luego subió el precio pero su contenido bajó a ciento setenta y cinco. El siguiente acontecimiento tuvo lugar cuando el precio volvió a elevarse, aunque algunas cajas solo llevaban ciento cincuenta pañuelos. Por si esto fuera poco, añadieron el insulto de hacer que los pañuelos fueran más pequeños y más delgados. Seguramente pensaban que el cliente no se iba a enterar. Pero ¿cómo la iban a engañar a ella que no había nacido ayer?

Solo bastaba con verla. Lo malo era que ella no podía ver bien. Tal como iban las cosas, le resultaba difícil distinguir Phil de Oprah, aunque desde que sus cataratas habían empeorado había dejado de ver la televisión.

Ahora se hablaba mucho de los adelantos de la cirugía, del láser y de todo eso. Pero ella no quería utilizarlos con la clase de jóvenes mequetrefes que entraban en los quirófanos en esos tiempos. Por cierto, ni siquiera se llamaban ya operaciones. Ahora, desde que las facturas habían subido tanto, eran llamadas procedimientos. No era solo los pañuelos de papel lo que se había puesto tan caro. Medicare no lo cubría todo al cien por cien, y no merecía la pena pagar una pequeña fortuna solo por ver a aquellos taburetes parlantes de la televisión.

Además, no hablaban lo bastante alto para ella en aquellos días. En cuanto se acomodaba en su pollera, conectaba la radio. Era lo mejor, después de su segunda caída hacia un año. A Dios gracias, no se había roto nada, pero ya no estaba para correr riesgos. Valía más estar sola en casa sentada junto a la radio que ingresar en uno de aquellos depósitos de convalecientes con todos los Alzheimers y demás terminales. La mayoría del personal de aquellos nidos de serpientes también era terminal. Los que andaban poniendo y quitando orinales de debajo de los pacientes no serian capaces de reconocer a una enfermera de verdad si apareciera una por allí con un termómetro rectal.

No, aquel no era sitio para Clara Hopkins, enfermera colegiada.

Así, pues, una vez por semana, la seguridad social enviaba a una asistenta voluntaria para que le hiciera un poco de limpieza y pusiera en funcionamiento la lavadora automática. Clara tenía siempre preparada una lista de lo que necesitaba comprar. Como los almacenes Ralph estaban solo a dos manzanas de distancia, la asistenta tenía tiempo de ir y volver de ellos mientras el ciclo del lavado continuaba emitiendo ruidos caprichosos. Últimamente, Clara no era capaz de distinguir bien tales ruidos, y le bastaba con lo que escuchaba en la radio para ayudarse a soportar el curso de las horas.

Pero a veces le gustaba más permanecer sentada pensando en silencio. Le gustaba pensar en los días que había transcurrido desde que hiciera la última lista de compras, en cuántos artículos quedaban todavía en la despensa y en cuáles de ellos iba a elegir para preparar el menú de la cena. En cierto modo, resultaba irónico no tener una extensa colección para elegir. En sus lejanos días de enfermera en ejercicio, Clara raras veces contaba con tiempo suficiente para confeccionar un buen trabajo culinario. Ahora disponía de ese tiempo, pero no tenía dinero.

Esa era la razón de que le gustase planear sus comidas por adelantado. Aunque ya habían pasado los tiempos en que podía leer libros de cocina, todavía era capaz de hacer improvisaciones y utilizar lo que tenía para conseguir algo que aportara una pequeña variación, por lo menos en la última comida. Por supuesto, hubiera sido muy hermoso tener a alguien con quien charlar durante la cena, pero en este mundo hay cosas peores que la soledad.

Al menos eso era lo que trataba de decirse a si misma ahora, sentada en la sala mientras esperaba que llegara el gato a arañar la mirilla de la puerta de la calle. El animal había llegado allí, de no se sabía dónde, hacia diez días, y Clara había cometido su primera equivocación al darle de comer. Después de eso, se había convertido en su asiduo visitante nocturno. Siempre, o casi siempre, se presentaba al anochecer y Clara tenía que esforzarse para poder oír el rasgueo de sus uñas, así como para distinguir la nebulosa silueta de su cuerpo o el signo de interrogación gris que formaba su cola. Pero, a fin de cuentas, le servia de compañía durante la cena y, mucho antes de decidir lo que iba a preparar, la radio permanecía en silencio para poder oír la llegada de su huésped.

Y ahora que lo pensaba, ni siquiera se le había ocurrido qué nombre le iba a poner, después de la adopción, a aquel animal extraviado. Por otra parte, ese detalle no tenía importancia. Como reza el viejo refrán, de noche todos los gatos son pardos. Desde luego, se refería a los compañeros de sexo, no a los de mesa, pero a fin de cuentas la cosa venía a ser muy parecida. Tal vez el sistema endocrino de Clara estuviera desequilibrado pero a ella no la había inquietado nunca su vida sexual o la falta de esta. En sus días de estudiante de enfermera, no había faltado algún interno o algún otro que tratara de llevársela a un cuarto de la limpieza para echar un polvo rápido, pero a ella le hubiera gustado más que, en vez de eso, la llevaran a un restaurante de comidas rápidas. Entonces, o incluso antes, llegó a la conclusión de que todos los internos parecían iguales dentro de un cuarto de la limpieza. Al diablo con todo ello.

Así, pues, desde hacía mucho tiempo, incluso desde antes de que la desahuciaran, no había habido ningún hombre en su vida; el único que iba a cenar con ella era un gato que no tenía nombre.

De ahí que le sorprendiera tanto ahora oír el timbre de la puerta. El sonido era flojo, pues tanto el timbre como sus oídos necesitaban ser reparados, pero bastó para sobresaltarla. Los gatos no emplean el timbre.

—¿Hay alguien en casa?

Era una voz de hombre. Por aquellos barrios depauperados raras veces se presentaban vendedores ambulantes de puerta en puerta. De vez en cuando, pero no muy a menudo, aparecía algún testigo de Jehová o algún predicador exagerado. Quienquiera que fuese, pensaba Clara, no lograría impedirle que preparase la cena.

—Ya voy —dijo ella, acercando más las muletas y sujetándose a ellas para levantarse.

Cruzó la sala hasta llegar a la puerta y se puso a espiar por la mirilla entre parpadeos. Al otro lado de la puerta se veía la silueta de un hombre alto y con chaqueta, cosa poco usual en aquellos tiempos.

—¿Señorita Hopkins?

Probablemente era un hombre joven; al menos, así le sonaba la voz. Le pareció como si esa voz la hubiera oído antes, quizás en algún programa de radio.

—Si.

—¿La señorita Clara Hopkins?

—Esa soy yo.

—Encantado de conocerla. Me llamo Russ Carter.

Continuaba intentando situarle.

—¿Es de alguna emisora de radio?

—No, pero le falta poco. Soy reportero investigador…

—Ya veo. —Ella no lo veía bien; a decir verdad, ni siquiera oyó el nombre que le facilitó Russ referente a la revista para la que trabajaba—. Hable alto, joven —añadió ella—. Soy algo dura de oído.

—Lo siento.

—Y yo también.

Russ Carter pareció titubear antes de hablar de nuevo.

—¿Le importa que entre un momento?

No cabía duda que le importaba. Aun sin sus problemas, vivir sola en un miserable barrio como ese ya constituía una razón suficiente para no invitar a extraños dentro de la casa. Sin embargo, no deseaba que él lo supiera. En lugar de decirle que no, le preguntó:

—¿No podría decirme de qué se trata?

—Claro que no —afirmó él desde detrás de la mirilla de la puerta que los separaba—. Resulta que me he topado hace poco con cierta información y mi editor quiere que haga un reportaje sobre ella.

Una superchería, no era más que eso. Una superchería para meterse en la casa. A ella se la iba a dar. Podía ser una mujer mayor, pero no una demente senil.

—¿Qué clase de historia es esa?

—Se trata de un hombre con quien trabajó usted. Un tal doctor Royal S. Fairmount.

—¡Roy! —exclamó ella sin poderse contener.

El joven Carter asintió de nuevo desde el otro lado de la mirilla.

—¿No es cierto que trabajó usted con él?

Claro se asió con fuerza a los brazos de sus muletas.

—¿Cómo ha podido encontrarme? ¿Dónde le han dado mi nombre?

—En el registro de enfermeras. A propósito, un registro bien antiguo. Pero yo sabía ya lo de la clínica…

Eso significaba que debía de saber también otras cosas. Clara buscó a tientas el picaporte de la mirilla.

—Pase —dijo.

Cuando Carter estuvo dentro, ella volvió a echar el pestillo.

—Gracias —dijo él—. Procuraré no entretenerla mucho tiempo. Le haré solo un par de preguntas que creo pueden ayudarme. Me gustaría saber algo acerca de un incidente ocurrido en la clínica Fairmount…

—Pero no aquí. —Clara dio media vuelta tan de prisa como se lo permitían sus muletas y el joven de pelo castaño y bigote la siguió—. ¿Por qué no se sienta en aquel rincón donde pueda estar más cómodo?

No era precisamente en la comodidad de él en lo que Clara estaba pensando. Lo que no quería era cerrar la puerta por si venía el gato a rascar en la mirilla, ni que los vecinos o algún otro viandante escucharan lo que Russ Carter iba a decir. Y cualesquiera que fuesen las intenciones de aquel joven, ella se encargaría de hacerle hablar.

Permaneció de pie esperando al lado del sofá hasta que ella tomó asiento en una silla que había enfrente. Cuando Carter estuvo sentado miró la lámpara que se hallaba en el rincón.

—¿Quiere más luz?

Ella negó con la cabeza.

—No la necesito. La luz demasiado fuerte me hace daño en los ojos. Fotosensibilidad.

Cuando él se apoyó en el respaldo del sofá su rostro quedó en la penumbra, pero a Clara le pareció ver una sonrisa en su semblante.

—Cuando se es enfermera, se es para siempre —dijo Russ.

—De eso hace ya mucho tiempo. Me retiré en 1982.

—Y se vino a vivir aquí —dijo él asintiendo—. Pero lo que me interesa se refiere a la época en que vivía en la clínica Falrmount.

—Eso fue en 1967.

—Y en 1968. —Carter se inclinó hacia delante—. Con el doctor Chase y con el propio doctor Fairmount.

—No fue todo ese año —le corrigió Clara—. El doctor Fairmount murió a principios de abril.

—Pero según mis informes, la clínica permaneció abierta hasta finales de aquel año.

Clara sacudió la cabeza.

—Yo no sabía eso.

Al parecer, Clara hablaba convencida y él la creyó.

—¿Qué puede decirme con respecto al doctor Chase?

—Tampoco sé nada de él.

—¿Debo entender que no ha mantenido ningún contacto con él desde entonces? —preguntó Carter.

Al menos eso fue lo que ella creyó oír. Resultaba difícil oírle y verle con claridad porque las sombras se habían concentrado en aquella parte de la habitación. No era que ella deseara oírle ni verle, sobre todo teniendo en cuenta la clase de preguntas que hacia. La postura más cómoda para Clara era asentir con la cabeza. Pero eso a él no le detuvo.

—Lo que me interesa es que me diga si sabe dónde puedo encontrar ahora al doctor Chase.

—Hace veinte años que no sé dónde se esconde ni le veo el pelo.

—¿Tiene usted alguna idea acerca de dónde fue o qué ha sido de él después de cerrarse la clínica?

—Ni la más remota. —Clara dejó de hablar un instante y luego continuó con el resto del mensaje—. No quiero seguir hablando más de esto.

—Está bien. Suponga que continuamos con otras cosas. Tengo entendido que el doctor Fairmount era viudo.

—Si, lo fue durante muchos años. Su esposa murió de parto. Él no volvió a casarse.

—El doctor tenía una hija, ¿no?

Clara se sentía más segura asintiendo con la cabeza.

—¿Recuerda usted su nombre?

Esta vez asentir con la cabeza no servia y negar tampoco sería suficiente.

—No, me temo que no.

—¿Pudo ser Priscilla?

Parecía que él lo sabía todo. Clara tendría ahora que practicar el juego del ratón y el gato. El quid de la cuestión estaba en decirle lo suficiente para que siguiera haciendo preguntas, precisamente aquellas preguntas en las que la pusiera al corriente de todo lo que él sabía. Lo mejor era empezar ahora mismo el juego.

—Eso es —dijo ella—, se llamaba Priscilla. El motivo de no recordarla era porque yo no la veía mucho. La mayor parte del tiempo en que trabajé allí ella se encontraba en el colegio.

—En el Bryant College.

Se percató de que al responder Carter ni siquiera miraba su libreta de notas. No había motivos para decirle más de lo que él ya sabía, pero era preciso que continuara hablando. En esto consistía la parte principal del juego. Pero también implicaba un riesgo: el riesgo de decirle la verdad, o al menos parte de la verdad.

—Ahora que me acuerdo, la vi un poco más después de dejar el colegio.

—Esto fue a finales del invierno o a principios de la primavera de 1968, ¿verdad?

—Más o menos. Resulta difícil acordarse. Ha pasado tanto tiempo…

—¿Cómo era Priscilla?

Clara eligió con cuidado las palabras.

—Brillante. Pero indisciplinada. La echó a perder su padre.

Russ Carter se inclinó hacia delante.

—¿Qué fue de ella después de morir el doctor Fairmount?

—No lo sé.

—Yo opino que si lo sabe.

Desde luego que lo sabía. El juego del ratón y el gato funcionaba, pero ella iba perdiendo.

—¿Por qué sigue haciéndome esas preguntas? Ya le he dicho que no quiero hablar de ello.

—No tiene que tener miedo después de tanto tiempo. El estatuto de limitaciones hace años que prescribió.

—Yo no tengo miedo —repuso ella—. Lo que pasa es que no me acuerdo.

Pero sí se acordaba.