CAPÍTULO XIX
Lori cerró la puerta con llave, pero no podía cerrar la llave de su pensamiento.
Por los corredores de su mente andaban errantes las palabras y las frases, estropeadas por el mal uso, deformadas en su significado. Poco importaba que se hubiera graduado en etimología. Ya desde niña la había intrigado el uso de palabras estereotipadas. Una nave de guerra moderna donde se dice aye-aye[6], en vez de sí, señor, al responder a una orden, o un sargento de la Marina gritando ¡ten-hut!. Incluso los actuales medios de comunicación parecían más inclinados a la confusión que a la comunicación.
Tal vez ello comenzara con Watergate, cuando los locutores y columnistas decidieron que ahora significaba en este punto del tiempo. Luego tuvieron una temporada en que decían como papagayos el vocablo peyorativo y a continuación conectaron con exacerbar. Y en época reciente los autores de corte popular habían descubierto la palabra eyacular más como nombre que como verbo; pero también esto pasaría.
Solo una palabra vomitada por locutores y periodistas había entrado a formar parte permanente del discurso diario. Pero Lori no quería pensar en ella. Sin embargo, no podía escapar al eco de la voz del teniente Metz. Si se acuerda de algo más que pueda tener relación con este incidente, le agradecería mucho que me llamase.
Incidente.
Este era el vocablo derivado del participio activo del verbo incidere (caer dentro), que se había estado usando durante siglos con referencia a un acontecimiento sin importancia o a una ocurrencia intrascendente.
Pero ahora, gracias a los medios de comunicación, todo había pasado a ser incidental: catástrofes de aviación, explosiones de centrales nucleares, terremotos.
Lori se preguntó por qué no llamaba Russ, pero esto también era probablemente incidental, como el incendio, la muerte, el asesinato. Nada más que incidentes. Al infierno, maldito teniente Metz.
Infierno era una palabra pasada de moda, pero tenía un significado moderno. Un infierno era para ella abrir las cartas y notas de los condiscípulos que las habían enviado a su nueva dirección. Leer sus condolencias la condenaba a recordar lo que quería olvidar.
Pero ahora lo único que le quedaba eran los recuerdos. Nada más que eso. Los libros Oz de su niñez habían quedado reducidos a cenizas, al igual que The American Lenguage que la había introducido en la lingüística en el instituto. Los objetos de recuerdo, los discos y las cintas, los álbumes de fotos… Todo se había ido. Primero el terremoto; luego, las sacudidas posteriores.
Pero lo que más echaba de menos eran las fotografías de mamá y papá, y de ella misma, a lo largo de los buenos años, tiempos felices, vacaciones, fiestas de cumpleaños, Navidad. Mas, aunque existieran, todavía ella no podría verlas ahora con claridad puesto que los ojos se le habían empañado con súbitas lágrimas.
Lori sacudió la cabeza, buscó un pañuelo de papel y se sonó la nariz. Las mujeres no debían llorar, ni siquiera durante las sacudidas posteriores del terremoto, aunque no recibiera la llamada de Russ. Nadie te llama, estás sola y debes dejar de comportarte como una chiquilla. Si de verdad te preocupa tanto la pérdida, ¿qué hay en cuanto a tu vestuario?
Aparte de las cosas que se había traído del colegio, no le quedaba nada más. Había llegado el momento de salir a comprarse ropa.
Sí, el momento había llegado pero ¿y con respecto al dinero? Lori disponía de tarjeta de crédito, unos tres mil dólares en cuenta de ahorros y algunos bonos convertibles. Tenía que averiguar en seguida cuánto obtendría de la herencia. La casa estaba destruida, pero papá había dicho siempre que su verdadero valor, más que en el edificio, residía en el terreno. Para poderla vender necesitaba un cambio de título y ahora estaba todo paralizado. ¿Qué podía hacer para gestionarlo? Ni siquiera tenía abogado, ahora que Rupert estaba muerto.
Muerto y balanceándose con su lengua purpúrea fuera, mofándose de ella, y la boca entreabierta enviándole un susurro. Cierre bien la puerta.
No, quien había dicho eso era el teniente Metz, porque Rupert había sido asesinado. La Policía sabía cómo lo habían asesinado, pero no sabía por qué. La Policía ignoraba lo del anuario.
Cerrar bien las puertas no protegía contra los recuerdos, ni contra el frío que estaba sintiendo desde que leyó por sí misma la nota de Rupert. No la protegía contra el frío ni contra aquellas preguntas. ¿Por qué querría matarla Rupert? ¿Tendría algo que ver con el anuario? ¿Dónde lo había obtenido y qué había sido del libro? ¿Sería una de las cosas que Rupert había metido en la trituradora? ¿Se lo podía haber llevado el asesino? Y, dc ser esto cierto, ¿cuánto tardaría el asesino en venir a buscarla?
Sonó el timbre de la puerta.
Lori echó a andar a toda prisa por el salón, en automática respuesta. Luego se detuvo. El frío creciente congelaba sus movimientos. Las llamadas del timbre se transformaron en puñetazos sobre la puerta, rudos e insistentes. También se le congelaba la lengua. Pero tenía que hablar.
—¿Quién es?
—El teniente Metz.
Reconoció la voz sorda del teniente y durante un instante se sintió aliviada. ¿Pero y si venía a arrestarla?
—Señorita Holmes.
Se reanudaron los puñetazos contra la puerta, tan delgada y fácil de romper. Si tuviera una orden de arresto…
—Ya voy.
Lori hizo girar la llave y abrió la puerta para que entrara. A la luz de la lámpara, la cara del teniente aparecía alargada y escurrida.
—Lamento molestarla —dijo Metz, aunque no parecía lamentarlo, sino cansado—. Se me ha ocurrido detenerme aquí un momento cuando pasaba camino de mi casa.
—¿Es que vive por aquí?
—Más o menos. —Miró a su alrededor, fijándose en el mobiliario—. Es muy bonito este apartamento.
—¿Desea registrarlo? —La voz de Lori se arrastraba fría.
—Nada de eso, señorita Holmes.
—Entonces, ¿a qué ha venido?
—En seguida se lo mostraré.
El teniente Metz volvió a salir al descansillo y cerró la puerta desde fuera. Al cerrarla, el pestillo produjo un golpe seco.
Inmediatamente sonó otro golpe seco y Lori, desde dentro, vio que giraba el tirador de la cerradura. La puerta se abrió otra vez. Metz traspasó el umbral y se dirigió hacia ella con la mano derecha cerrada y guardando algo dentro de ella.
—¿Cómo ha podido abrir?
—Fácil.
Cuando Metz abrió la mano y mostró su contenido, los ojos de Lori se dilataron de forma desmesurada.
—La encontramos en un cajón del escritorio de Rupert —dijo—. Había más llaves y todas encajaban y abrían sus cerraduras correspondientes. Pero esta no. Me puse a reflexionar sobre ello y tuve una corazonada. —Metz hablaba con voz indiferente, pero su mirada era atenta—. ¿Tiene usted alguna idea de por qué Rupert tenía una llave de este apartamento?
—Pues yo no se la di. —Lori frunció el ceño—. A decir verdad, fue él quien me dio a mí las llaves de este apartamento después de gestionar su alquiler. Una de ellas la llevo metida en el bolso y la otra en un llavero de bolsillo. Por si le sucede algo a mi bolso, ya sabe.
Metz asintió.
—Rupert seguramente se hizo un duplicado.
—¿Podrían localizar al cerrajero que la hizo?
—Probablemente, pero no tendría objeto. —Cansado o no, Metz todavía podía mirar con intensidad—. ¿Por casualidad ha echado alguna cosa de menos desde que vive aquí?
El anuario. Desde luego, esa es la respuesta.
Lo del anuario no se lo había dicho antes. ¿Pero debía decírselo ahora? Si llegaba a contárselo, este era el momento. Lori dudó y acto seguido negó con la cabeza.
—¿No echó nada en falta a su regreso del hospital?
Sabía lo del hospital. Ello significaba que Lori había acertado al decidir mantenerse silenciosa.
Por si ella abrigaba dudas, estas se despejaron en seguida cuando habló de nuevo Metz.
—Señorita Holmes, puede que fuera conveniente que echara otro vistazo a la casa. Por si no lo sabe, el ocultar pruebas constituye un delito. Obstrucción a la ley.
—Comprendo —dijo Lori—. Pero no falta nada.
Metz se encogió de hombros.
—Hágase usted misma un favor y mire otra vez. No pierde nada comprobándolo. —Alargó la mano—. Entretanto, aquí tiene la llave. Guárdela bien.
—Así lo haré. Y gracias por detenerse al pasar.
—Solo deseaba advertirla. —Se volvió y se dirigió a la puerta de entrada—. No olvide lo que le dije. Si encuentra alguna cosa…
—Le telefonearía —asintió Lori—. Buenas noches, teniente.
Cuando Metz se alejaba por el pasillo de la escalera, Lori cerró la puerta. El golpe seco del pestillo de la cerradura resultaba tranquilizador, pero era una tranquilidad helada la que sentía. De nuevo empezaba a ser presa del frío. En su mano helada notaba el frío de la propia llave. Y sería un día terriblemente frío antes de que llamara al teniente Metz.
O antes de que la llamara Russ Carter.
Lori se guardó la llave en el bolsillo y consultó el reloj. Eran casi las ocho. ¿Tendrían el mismo horario en Acapulco? Estúpida pregunta; eso no importaba ni ella debía permitir que importara. Mejor sería que se preparara algo de comer. Tampoco esto importaba, pero una comida caliente la ayudaría a entonar su cuerpo.
Se metió en la cocina y entregóse al ritual de los preparativos. Quince minutos después colocaba sobre la mesa el resultado de sus esfuerzos. Huevos revueltos, tostadas, café instantáneo… A decir verdad, era un desayuno, pero más fácil de deglutir cuando se tenía la garganta constreñida. Las tostadas constituyeron el mayor problema.
Todo para ella era un problema. Russ y Rupert, llaves y asesinos, sueños y anuarios y, por si fuera poco, ocultar pruebas constituía un delito.
Mejor ser un criminal que una loca. Por eso no le había dicho a Metz nada acerca del anuario. Porque una vez que empezara por decir una cosa, Metz la atosigaría a fuerza de preguntas.
Una pregunta al menos no necesitaba formulársela. La llave de Rupert explicaba la desaparición del anuario del interior del apartamento.
¿Pero qué tenía el anuario que pudiera ser tan importante para él? ¿Por qué era tan importante para ella? ¿Y en qué orden de importancia la situaba?
Estas eran algunas de las preguntas que Metz desearía conocer, y cuando ella respondiera o tratara de responder, él la miraría de modo implacable. Miraría implacable a una chiflada que hablaba de mentalistas y de sueños y de anuarios que golpeaban contra su puerta por la noche; una loca que había sido presa de las alucinaciones en el hospital, cuyos médicos le habían dicho que fuera a ver a un psiquiatra.
Lori recordó que Metz no sabía nada sobre la visita al doctor Leverett, pero esto no le privaría de extraer sus propias conclusiones sobre el resto de la historia. Una mujer chiflada, tal vez no lo bastante para matar a su propio abogado pero, a no dudarlo, sin la suficiente capacidad para manejar su herencia.
El propio Rupert había estado interesado en este aspecto; tanto Rupert como Russ la habían aconsejado que se mantuviera un poco al margen de las cosas. Estaba claro que confiar en Rupert habría sido un error, ¿pero sería otro error confiar en Russ? A pesar de no confesárselo, tal vez Russ pensara también que estaba loca. De lo contrario, ¿por qué no le telefoneaba?
De una cosa sí estaba segura: no se fiaba del teniente Metz. Durante sus entrevistas, el teniente Metz había intentado conducirla hacia una especie de confesión, y luego había representado otro papel con ella mediante el duplicado de la llave. ¿Sería una paranoica?
Lori sacudió la cabeza. Tal vez fueran infundadas sus sospechas, pero sus otros temores se fundaban en hechos reales. La cara de la foto del anuario era tan real como el rostro de Rupert colgado de una cuerda. Alguna razón habría para que la foto fuera aún más chocante, pues no acababa de entender por qué le asustaba tanto.
Déjalo, ya encajará en su sitio. Eso era lo que papá le decía de niña, cuando trataban de armar un rompecabezas y no encajaban las piezas. Un buen consejo que por lo general daba resultado.
Lori se levantó y llevó los platos hasta el fregadero. Después de lavarlos los secó y los puso en su sitio habitual. Pero no podría hacer lo mismo con el rompecabezas que tenía delante y no encajaba; ni siquiera cuando se quitó el maquillaje y se preparó para acostarse. Le quedaban demasiadas piezas irregulares sueltas y muchos espacios vacíos sin llenar. Nunca sería capaz de terminarlo ella sola.
Papá no estaba allí para aconsejarla; él y mamá se habían ido. Nadia Hope podía haber tenido alguna intuición, pero también se había marchado, al igual que se había ido Rupert. Al teniente Metz había que dejarlo aparte, con su mirada implacable de desconfianza. Y quedaba Russ, que no llamaba.
Llenó un vaso de agua en el grifo del cuarto de baño, se arrojó dentro de la boca una píldora para dormir y la dejó arrastrarse por el conducto como por una sepultura líquida.
Las sepulturas eran parte del rompecabezas que no lograba componer ella sola. Si no controlaba sus pensamientos iba a tener una noche mala. Los pensamientos locos traían sueños locos, pero esto era lo que podía esperarse de una mujer loca. Eso mismo dirían ellos si les contaba sus pensamientos y sus sueños.
Pero necesitaba hablar con alguien.
Llevada por un impulso, cogió un bolígrafo de encima de la mesita de noche y garabateó para sí una apresurada nota.
Luego apagó la lámpara, se metió en la cama, se tapó hasta el cuello con las sábanas y durmió igual que un niño.
La nena era una buena chica. Papá siempre le contaba esto, y era cierto.
Buena nena, buena chica, buena estudiante, buena persona. Enamorarse no era ser mala, hacer el amor no era ser mala, ni importaba lo que dijeran.
Entonces, ¿por qué la castigaban? Ella no se merecía eso, nadie se merecía eso. Cruel e insólito castigo, duro trabajo, solitario confinamiento. Era un error, un error mortal, pero terminaría. Todas las cosas malas tienen un fin.
Así que duerme, nena, duerme.
Pronto te harás mayor…, te lo prometo.