CAPÍTULO I
Cuando llegas a cierta edad, puedes ver el túnel al final de la luz.
Ed Holmes contempló la sentencia durante un rato, luego sacó el papel de la máquina de escribir y lo arrojó a la papelera.
La cesta estaba ya casi llena de folios arrugados que parecían palomitas de maíz. Frases altisonantes y rancias, maíz rancio para una generación de comidas preparadas. Y cuando la cesta de los papeles empezaba a estar llena ello significaba que él empezaba a sentirse vacío.
Momento de acabar el día. Tal vez nunca debería haber empezado; mejor vivir la propia autobiografía que escribirla.
Terapia laboral, eso era todo. Algo para pasar el tiempo hasta alcanzar el túnel.
Ed empujó la silla hacia atrás y se puso de pie. Tenía entumecidas las rodillas, le molestaba el cuello, le dolía la espalda. ¿Pero qué podía esperar? Nada, a su edad.
¿Qué le hacía suponer que escribir le resolvería los problemas de la jubilación? Si hubiera querido ser escritor debería haber empezado cuarenta años atrás, arriesgándose a morirse de hambre, por llamarlo por su nombre. En vez de ello había optado por dedicarse a los bienes raíces y a la oportunidad de hacerse rico vendiendo fantasía: poseer casa propia, el Gran Sueño americano.
Y aquello había funcionado, porque él había funcionado. Había ganado dinero, se había casado con la muchacha más bella de la ciudad y se había comprado su propia casa. La jubilación sería una recompensa, el gran final. Lo malo era que ahora no parecía un final tan esplendoroso.
Ed meneó la cabeza y atravesó la habitación en dirección al mueble de los licores. Un trago quizá no aclarase su mente, pero al menos podría aliviarle el dolor de las piernas.
Abrió el aparador y pasó revista a su repertorio de whisky. Johnnie Walker para conocidos ocasionales, Chivas para amigos íntimos, Glanlivet para las ocasiones especiales.
Se recordó a sí mismo que esta era una ocasión especial. No todos los días se graduaba en el colegio la única hija de uno. Era el momento para celebrarlo.
Ed metió la mano en el aparador y sacó dos copas de cristal tornasolado, de tamaño enorme, las llenó muy por encima de pasada la marca de una onza y a continuación se las llevó por el pasillo hasta el salón.
El desamparado cielo de febrero dejaba pasar poca luz por el espléndido ventanal, y tan solo una pequeña parte del salón aparecía iluminada por los resplandores del hogar. Bailaban las llamas, pero las sombras permanecían inmóviles; todas ellas, incluyendo la sombra de la silla de ruedas y su ocupante.
Durante unos segundos Ed contuvo la respiración. ¿Había sucedido algo mientras él estaba trabajando? ¿Le seguía quedando resuello a la sombra que proyectaba la silla de ruedas?
—¿Te encuentras bien? —preguntó él.
La sombra giró alrededor de sí misma.
—Desde luego. He debido quedarme traspuesta un instante.
Frances Holmes encaró su silla de ruedas hacia la luz del fuego. Ed, sonriendo, levantó la copa en su mano izquierda.
—Toma, te he traído algo.
—¿A estas horas del día?
—Casi se ha puesto el sol. Mejor dicho, si hubiera sol.
Ed le ofreció la copa y ella la sujetó con ambas manos para evitar que la bebida se derramara. Fran Holmes, la muchacha más bella de la ciudad. ¿Era en esto en lo que se había convertido? ¿Y quién era esa vieja artrítica de la silla de ruedas?
La copa en la mano derecha de él estaba fría, pero su contenido conservaba un agradable calor. Necesitaba ahora aquel calor.
—Tómatela, no te hará daño. —Ed acercó a sus labios el borde de cristal al tiempo que hablaba—. Tenemos derecho a una pequeña celebración.
—¿No deberíamos esperar a que llegara Lori?
Ed se encogió de hombros.
—Los actos de la graduación estarán ahora a punto de acabar. Pero aunque salga de allí directamente le espera un viaje de un par de horas. Mientras tanto, alegrémonos.
Él se bebió el whisky pero Fran no le acompañó. Sus dedos tumefactos aprisionaban la copa sobre su regazo mientras clavaba la vista en la luz del fuego.
—¿Qué ocurre? —preguntó él.
—He estado pensando. Tenemos que hablar.
—Ya estamos hablando. O yo al menos oigo voces.
—Ed…
—Está bien. Está bien. ¿De qué se trata?
—Lori. —Los labios de Fran pronunciaron primero el nombre y acto seguido dibujaron una sonrisa—. ¿Necesito decir más?
Ed sintió que algo se agitaba en la boca de su estómago.
—Mira, hemos hablado de esto cien veces…
—Esta será la última, te lo prometo. Es preciso decírselo.
—Dame una buena razón.
—Me estoy muriendo.
—¡No digas eso!
Ella asintió.
—Recuerda lo que dijo el doctor Bernstein acerca de mi corazón. Puede suceder en cualquier momento, así de simple.
—No se refería al momento presente. —Ed fabricó otra sonrisa—. Pensemos en algo positivo. Tenemos años por delante, años buenos y felices.
—Tú y Lori, tal vez. Yo, en esta silla, no. Lo único que espero es que suceda pronto.
—Por amor de Dios…
—Por mí misma, Ed —dijo ella con voz serena—. Puedo soportar los dolores. Lo que no soporto es la postración.
Él sacudió la cabeza.
—Por última vez, yo no pienso hacerlo.
—Entonces lo haré yo.
—Fran…
Ella entonces levantó la copa y bebió. No había indicios de celebración en aquel gesto, solo desafío. O tal vez desesperación.
Ed se inclinó para coger la copa de manos de su esposa. Emitiendo un suspiro, dijo:
—Está bien. Lo haremos los dos.
Los ojos de Fran se iluminaron.
—¿Prometido?
—Desde luego. Solo que… ¿ha de ser esta noche? Ella se siente feliz. Esta es para ella la gran ocasión. ¿Por qué estropeársela?
—No vamos a estropear nada. Lori lo comprenderá. Por favor, Ed…
Los hombros de él se encogieron de rendición.
—Si insistes —dijo. Se volvió, echando a andar hacia la puerta, seguido por la voz de su esposa.
—¿A dónde vas?
—Me gustaría escribir una o dos páginas más antes de que llegue Lori. —Deteniéndose junto al pasillo se volvió a mirarla por encima del hombro—. Si necesitas algo, llámame.
Fran asintió con la cabeza.
—Estaré bien.
Ed echó a andar por el pasillo, apretando el paso ante la creciente sensación de ardor. Sentía fuego en la boca del estómago y en el aparador había licor. El fuego se combatía con fuego.
Al llegar a su escondrijo, metió otra vez la mano en el mueble. El líquido chapoteó por segunda vez en la copa y se deslizó por su garganta. Se llevó la botella a su escritorio y se sentó.
Todavía le quedaba trabajo por realizar, pero ahora era incapaz de enfrentarse a él. Ya había trabajado demasiado… Los largos años presenciando el lento declive de Fran, la decisión de retirarse para dedicarse de lleno a cuidarla. Y, por último, la amarga certeza de que todo era inútil. Ninguno de los dos tenía ya escapatoria. Fran estaba prisionera en su silla de ruedas y él por su parte se encontraba atrapado en una existencia secundaria igualmente penosa, igual de tullido.
Ed se sirvió un nuevo trago. Esta vez solo fue un latigazo normal, pues cuando uno está luchando contra el fuego tiene que hacer bien las cosas.
Al levantar la copa se percató de que se habían derramado algunas gotas de la botella sobre la parte derecha de la superficie de la mesa. No era motivo de preocupación porque no dañarían el barniz y la encargada de la limpieza vendría pasado mañana. Era una lástima que no pudiera disponer de una mujer en todo momento, pero dos veces por semana era mejor que nada.
Era divertida la manera en que él había ido aumentando gradualmente sus tragos de licor desde que Lori se marchara al colegio. O quizá no resultara tan divertido. Dividía su tiempo haciendo el trabajo doméstico y cocinando en cacerolas los alimentos que luego eran recalentados para otras comidas, bajo la supervisión de Fran sentada en su silla, y pretendiendo escribir. Pero cuanto más confiaba en el aparador de los licores para ayudarse a llenar las horas vacías, tanto más el fuego se iba apoderando de sus entrañas.
Ed bebía y a continuación se servía otra copa, pero tenía conciencia de que sus esfuerzos de aficionado en la lucha contra el fuego eran insuficientes. La conflagración había sido alimentada por la decisión de Fran y su complicidad. Dentro de pocas horas, cuando llegara Lori, las llamas estarían fuera de control, consumiéndole a él, consumiendo lo que quedaba de sus dos vidas juntas.
Por un momento casi deseó que hubiera un fuego de verdad, poniendo fin a los interminables días y a las noches de insomnio. Dormir, esa era la respuesta. Que los perros duerman tendidos…
Arrellanándose en su asiento, Ed se dio cuenta de que estaba dormitando, sin poderlo remediar. Cuarenta parpadeos, cuarenta ladrones robándole el tiempo. El que robe mi tiempo roba hojarasca.
Sus ojos se cerraron pestañeando frente al crepúsculo y, cuando volvieron a abrirse, la penumbra se había apoderado de la ventana y había invadido su refugio. Oscuridad, silencio y un olor irritante.
Echó mano a la lámpara de su escritorio y la oscuridad se disipó, aunque persistía el silencio. El silencio y el olor.
Una mirada a su reloj le dijo que casi eran las siete y media. En verdad, había perdido la conciencia. Qué estupidez. Los perros duermen tendidos, pero no eternamente.
Ed se ladeó al levantarse, agarrándose al pico de la mesa con su mano derecha para estabilizarse. Llenó de aire sus pulmones, esperando con ello aclarar su cabeza, pero solo consiguió tener más conciencia del olor picante.
¿Qué ocurriría? ¿Acaso Fran había vertido algo mientras él había estado dormido? Escudriñó en las sombras del vestíbulo y dijo en voz alta:
—¿Fran?
No hubo respuesta; solo silencio, tinieblas y la oleada de un aroma.
Cruzó a toda velocidad la estancia, tropezando por el pasillo, sin detenerse siquiera a encender la luz. El olor se hacía más fuerte; había en el aire algo que le era familiar y que Ed hubiera reconocido de haberse parado a pensar un poco. Pero no podía pararse ni tenía tiempo para pensar.
—¡Fran!
Tampoco esta vez obtuvo respuesta. Y, cosa un tanto extraña, no tenía sensación de fuego. La boca de su estómago estaba helada.
Fue al llegar a la entrada del salón cuando sintió que una oleada de calor le azotaba el rostro. No había luces encendidas, pero el calor inundaba la estancia, el calor y un olor ácido, así como un parpadeo que lo cubría todo con un resplandor rojizo.
El whisky y el sueño le habían enturbiado la visión; se detuvo un instante hasta que pudo ver con claridad. Y pudo ver cómo el resplandor rojizo de la chimenea penetraba por los rincones y se confundía con los dibujos de la alfombra, rojo contra rojo. Pudo ver la silla de ruedas volcada, vacía…
—¡Fran!
Fran yacía de lado, tendida sobre los dibujos rojos de la alfombra frente a la luz rojiza. Y cuando Ed echó a andar hacia ella, la luz se intensificó.
Fue entonces, en aquel momento final, cuando la miró fijamente a los ojos…, al único ojo sin vista que le estaba mirando desde lo que quedaba de su cara.