CAPÍTULO XXIX

Metz ni siquiera se molestó en cerrar la puerta de su oficina cuando volvió a entrar en ella alrededor de mediodía. Como consecuencia de ello, desde detrás de su escritorio oía todo lo que estaba sucediendo por los pasillos. Pero estaba sentado, maldita sea, y no le apetecía en absoluto levantarse otra vez. Seis horas de dormir podían ser más que suficientes para Philip Marlowe pero, en cambio, Nero Wolfe nunca desperdiciaba un solo movimiento. Metz se preguntó cuántas personas habría todavía en el mundo que siguieran recordando a Edward Arnold como intérprete de papeles en el cine antiguo. Probablemente solo él y unos cuantos insomnes seniles que continuaban conservando la fuerza suficiente para andar cambiando de canal a las cuatro de la madrugada. Bien sabía Dios que él no habría tenido fuerzas para tanto aquella misma madrugada cuando llegaba a casa y diera con sus huesos en la cama a esas mismas horas, tras manipular el despertador para que sonara a las diez.

Era a estas horas cuando acostumbraba a reconsiderar los dudosos deleites de la soltería. Habría sido mucho más placentero contar con una compañera de alcoba; aunque le hubiera rechazado en aquel momento, al menos la tendría allí para detener la alarma del reloj. Pero el matrimonio no resolvía su problema actual. Difícilmente podría contar con una esposa alrededor de él en la oficina, por sí necesitaba que alguien le cerrara la puerta.

Así que lo mejor era aceptarlo con filosofía. O aceptarlo a secas, aunque fuera sin filosofías ni sonrisas, y ponerse de nuevo a trabajar con las notas y memorias que tenía delante. El eco de voces y pisadas en el pasillo llegó de modo momentáneo hasta él. Metz levantó la mirada para conocer su origen. Tuvo el tiempo justo para hacer una instantánea identificación de aquellos que pasaban; eran dos novatos de la Brigada Antivicio que hablaban con mucho alboroto entre ellos acerca de el juego.

Metz emitió un suspiro. Se preguntó qué hubiera parecido un romano sin interés por las carreras de cuadrigas, los combates de gladiadores o la contemplación de los leones devorando a los cristianos.

¿No había una frase francesa que rezaba algo así como las cosas cuanto más cambian más iguales siguen estando? Quien había dicho eso tal vez fuese un fanático pero, en cualquier caso, tenía razón. Los intelectuales de hoy se asemejan ahora a los académicos de finales del siglo XIX, portadores de lentes y luengas barbas. Los jugadores de béisbol han adoptado los bigotes y las hirsutas pelambreras de hace cien años. La serpiente se estaba devorando su propia cola y Metz temía ahogarse en todo ello.

Conformismo, ahí estaba el problema. La única diferencia que había entre un intelectual y un jugador profesional de béisbol consistía en que este último había dejado de llevar gorra de béisbol.

El joven que en estos momentos entraba por la puerta de su despacho reunía todos los requisitos exigidos para una carrera dentro del diamante; no llevaba gorra pero lucía un bigote y necesitaba como el diablo un buen corte de pelo. Resultaba fácil imaginárselo esgrimiendo un bolígrafo y autografiando una pelota.

En vez de un bolígrafo lo que esgrimía era una tarjeta impresa. Mientras intercambiaban saludos, Metz la leyó. Russell Carter. Debajo y a la izquierda, en letra cursiva más pequeña, aparecía el nombre de un periódico que Metz apenas reconocía; uno de esos malditos semanarios que enredan los quioscos cuando uno intenta localizar un ejemplar de Art and Antiques. No es que Metz tratara en realidad de localizar alguno, pues se conformaba con ver ejemplares atrasados en la antesala de su dentista. Solo los dentistas pueden permitirse el lujo de estar suscritos a una cosa así. Y solo los polizontes cansados podían permitirse dejar vagar su imaginación como él hacía en aquellos momentos. Pero había que volver a la realidad. Había que usar la pelota con un jugador que no era de pelota, sino que se identificaba como Russell Carter y como periodista. Cansado o no, hizo un esfuerzo para levantarse, pero no le costó ningún esfuerzo proferir las usuales palabras que se dirigían a los miembros de la misma profesión que este joven: Si quiere datos sobre algún asunto que tenga entre manos en la actualidad este departamento, contacte con Información, abajo al final del pasillo, la segunda puerta a la izquierda…

Pero resultó que no buscaba información, después de todo. En realidad, había acudido para facilitarla.

En cuanto empezó a hablar, a Metz le entraron ganas de golpearse la cabeza contra la pared por no haber reconocido el nombre.

Carter era el tal Russ de quien Lori Holmes le había hablado; su amigo, amante, novio o como fuera que se les llamase ahora. Según dijo, había regresado de México a no sé qué hora de anteayer y había visto a Lori la noche anterior. No especificó qué cantidad de ella había visto ni durante cuánto tiempo, pero Metz se dio cuenta de que tales detalles maldición si eran de su incumbencia. Bueno, no lo eran siempre y cuando no arrojaran algo más de luz sobre el caso Rupert.

Lo malo era que Russ Carter no parecía saber acerca de Rupert nada más de lo que Lori le había dicho ya a él. Y la mayor parte de lo que Lori sabía era lo que Metz le había contado a ella. Debía resultar duro para las serpientes tener que devorarse la cola en una dieta constante.

Pero quedaba un exquisito bocado para el postre. Era un anuario referente a un antiguo colegio que Lori Holmes guardaba tras la muerte de sus padres y que tanto ella como su novio sospechaban había sido robado de su apartamento mientras estuvo ingresada en el hospital.

—¿Y cree usted que Ben Rupert se llevó el libro? —preguntó Metz.

El joven se encogió de hombros.

—Usted mismo le dijo a Lori que Rupert tenía una llave de su apartamento. —Volvió a encogerse de hombros—. Y fui yo el estúpido imbécil que le contó a Rupert lo del anuario y le dijo dónde estaba en aquel momento. Debió faltarle tiempo para coger la llave y salir corriendo. Y como no ha aparecido el libro en ninguna parte después de su muerte, lo más probable es que lo metiera en su trituradora.

—¿Sabía usted, o la señorita Holmes, por qué Rupert estaba interesado en el libro?

—No, ni idea. —Carter dudó un instante—. Solo hay una cosa que no creo pueda tener ningún sentido.

—Pues yo sí que dispongo de tiempo.

Metz echó mano de la libreta y el bolígrafo. Era una larga historia y muy poco de ella parecía encerrar algún sentido, sobre todo a la luz de lo que se sabía en ese momento, que era bastante oscuro.

Metz llegó a la conclusión de que el joven Carter distaba mucho de ser un tipo oscuro e ignorante, o al menos no lo era tanto como pretendía aparentar. Solo que las ligeras pausas ocasionales hechas antes de responder a una pregunta le traicionaban. A lo largo de los años, Metz había dirigido probablemente más interrogatorios que Johnny Carson, y esto le facultaba para captar los síntomas de una evasiva o las dudas que precedían a las omisiones.

Toda esta información sobre el anuario del Bryant College resultaba interesante, pero notaba que Carter continuaba eludiendo la mención de cuándo y cómo lo había encontrado Lori Holmes. La semejanza entre la fotografía de Priscilla Fairmount y Lori Holmes podía tener algún significado, pero a saber si Metz era capaz de adivinarlo.

Comprendía bien que dicha coincidencia pudiera sacar de quicio a la muchacha, dado su estado anímico después de lo que había sufrido. Por otra parte, la desaparición del libro no la ayudaría a apaciguar sus aprensiones.

¿Pero qué era exactamente lo que temía? ¿Y de dónde había sacado aquellos nombres que ahora mencionaba Carter?

Resultaba bastante obvio que el doctor Royal S. Fairmount quizá tenía una conexión, ¿pero qué pintaban en todo aquello el tal doctor Chase y aquella Clara, sin apellidos, que podía o no haber sido enfermera en una clínica que ya no existía?

Metz se quedó mirando a su visitante y a continuación resumió en una sola pregunta todas sus incertidumbres.

—¿De qué diablos está usted hablando?

Esta vez las dudas de Russ Carter fueron evidentes, pero valió la pena su dilación. Estaba claro que había decidido hablar sin reservas.

Por lo que Russ Carter relataba ahora, Lori había decidido ir a ver al doctor Leverett. Aquellos nombres, escuchados en sueños, y la intensidad de sus pesadillas bastaron para enviarla a un psiquiatra.

Metz iba aumentando sus anotaciones mientras escuchaba todo lo que Carter sabía acerca de los resultados producidos por las investigaciones del doctor Leverett. Todo ello era muy interesante bajo el punto de vista psiquiátrico, pero no había nada que le aclarase qué móviles pudo haber tenido Ben Rupert.

Dejó de escribir y miró a su visitante.

—¿Puede decir algo más sobre esos sueños?

Russ Carter negó con la cabeza.

—Eso es todo. No olvide que yo me encontraba fuera de la ciudad cuando tuvieron lugar aquellas sesiones con el doctor Leverett. Puede que a ella se le haya escapado u olvidado alguna cosa. Le he dicho lo mismo que me ha contado ella a mí esta mañana.

Metz dejó a un lado el bolígrafo y la libreta. Quería hacer otras preguntas, pero no tenía sentido anotarlas porque estaba convencido de que no iba a recibir una respuesta sincera. Eran preguntas tales como «¿Por qué me cuenta todo esto?» y «si me dice que vio usted a Lori anoche, ¿cómo se explica que ella no haya dicho nada de estas cosas hasta esta mañana?».

A decir verdad, Metz ya conocía las respuestas. El joven señor Carter había acudido a él en una expedición de pesca, ofreciendo una información irrelevante, a la espera de descubrir alguna cosa en su propio provecho. Sospechaba Metz que esto era así porque tenía la corazonada de que Carter no estaba allí con la aprobación de su novia. Incluso sospechaba que había ido allí sin que ella lo supiera. Si la propia Lori no había querido contar la historia del anuario, no había razones para suponer que iba a fiarse de su novio, o lo que fuese, enviándole con esa misión. Lo que pasó en el intervalo en que habían estado juntos entre la pasada noche y aquella mañana resultaba fácil y obviamente explicable. Barruntaba que se habían peleado, ¿pero por qué? ¿Sería a causa de facilitar o no a la Policía noticias acerca del anuario? De cualquier manera, nada parecía haber sucedido que obligara a Lori Holmes a romper un silencio que tan denodadamente había guardado la otra noche. Y tampoco resultaba lógico que Carter actuara contra los deseos de ella, a no ser que hubieran tenido entre ambos algún altercado.

¿Sobre qué?

A veces, con un poco de suerte, con solo abrir uno la boca surge la respuesta. Esta vez se produjo a manera de pregunta.

—¿Comparte usted la interpretación que el doctor Leverett concede a esos sueños?

—Yo no sé nada en relación a esa cuestión. Lo único que me ha dicho Lori ha sido que había facilitado al doctor esos nombres y que él los verificó después. Si yo hubiera estado aquí podría haber hecho lo mismo.

Metz asintió, pero más para sí mismo que para su visitante. Ciertos son los toros que aquí ha habido trifulca. Ha habido cierta clase de pelea entre perro y gato teniendo al doctor Leverett como manzana de la discordia.

—¿Qué opina usted del doctor Leverett?

En este punto, el comportamiento de Carter fue evasivo de verdad. Grandes pausas, grandes encogimientos de hombros. Russ Carter eligió esta vez lo último, pero Metz sabía entender muy bien el lenguaje del cuerpo, sin necesidad de intérprete.

—Lo único que realmente sé de él es lo que me cuenta Lori.

Era un joven enojado que dejaba entrever bien dónde guardaba sus uvas de la ira.

—¿Cree usted que la está ayudando?

—Tal vez. Pero toda esta psicocharlatanería sobre los sueños no parece hacerle mucho bien.

En ese momento se hizo la pausa, tal como Metz había previsto, por lo que aprovechó para atacar.

—¿Usted no le aprueba a él en particular, o es a los psiquiatras en general?

Fue una forma torpe de construir la frase, pero llevaría consigo la respuesta que Metz esperaba.

—Desde que Lori empezó la psicoterapia no me gusta su actitud. En vez de ayudarla a entender sus problemas creo que está más confusa que antes de conocerle.

Metz llegó a la conclusión de que no había mucha objetividad en aquellas palabras. ¡Pero mira quién iba a hablar! A decir verdad, tampoco él necesitaba mucho a los psiquiatras, como no fuera para que testificasen en una acusación.

Pero una cosa quedaba establecida con claridad: Carter no tenía nada específico contra el doctor Leverett, no tenía más de lo que pudiera tener Metz contra Carter. Sin embargo, por alguna razón desconocida, tampoco a él le gustaba ese joven. Quizá sonaba demasiado fuerte eso de que no le gustaba, pero había algo en torno a Carter que le resultaba molesto. Las evasivas de Russ Carter dieron paso a las preguntas.

—Confidencialmente, teniente, ¿está usted haciendo algún progreso con respecto al caso?

Confidencialmente Metz pudo borrar el gesto de enfado que se ceñía sobre su frente, pero no consiguió eliminar la irritación que se escondía tras ella. ¿Desde cuándo aquel asno impertinente creía que podía presentarse aquí a jugar al periodista investigador?

—La señorita Holmes ya está al corriente de todo. Por ahora, lo que yo pueda decirle a usted ya lo sabe ella.

Estas palabras bastarían para pararle los pies. Metz, mientras hablaba comprendió de pronto lo que le desagradaba de su visitante. La presencia reporteril: aquella muda pero a todas luces evidente actitud que nadie puede eludir; desde los jefes de Estado hasta los rangos más altos de la escala de tenientes de Policía, todos están obligados a mostrarse complacientes con cualquier representante de los medios de comunicación que quiera meter las narices en sus asuntos. Lo cierto era, reconoció Metz para sus adentros, que él no necesitaba a los periodistas, como tampoco necesitaba a los psiquiatras; y por las mismas razones: muchas preguntas, demasiado elitismo.

De todos modos, llegar a esa conclusión alivió sus tensiones y hasta le hizo sonreír, al tiempo que se levantaba para indicar a su visitante que la entrevista había terminado.

—Agradezco la información que me da. Seguiré trabajando sobre esos nombres a ver qué saco en limpio.

Y así se prometió hacerlo Metz. Al menos, deseaba saber por qué Ben Rupert se había apoderado del anuario —en el supuesto de que así hubiera sido— y por qué Lori Holmes oía nombres en sus pesadillas, si es que de verdad ocurría de ese modo.

Metz esperó a que Carter estuviera cerca de la puerta para hacerle una pregunta más.

—Y a propósito, otra cosa. ¿Por casualidad, no ha mencionado la señorita Holmes algún nombre más, aparte de los que me acaba usted de facilitar?

—No, que yo recuerde.

—¿No le ha dicho nada acerca de un tal Walter Kestleman?

Carter negó con la cabeza.

—¿Y sobre Ross Barry?

—No, los únicos nombres de que me ha hablado han sido los que le he facilitado a usted. Más el del colegio y la clínica, por supuesto.

Metz asintió y obsequióle con lo que aún le quedaba de su sonrisa.

—Gracias por haber venido. Aprecio su ayuda.

—Cualquier cosa que yo pueda hacer, ya lo sabe.

Lo que tú puedas hacer por mí me cabe dentro del pelo; del que aún me queda. Metz aguardó a que el joven saliera y cerrase la puerta. A continuación se acercó a su mesa y descolgó el teléfono.

—Quiero hablar con Kestleman —dijo.