CAPÍTULO XXX

Lori almorzó con Tansy (tenaz, en griego) Travis. A Tansy le cuadraba bien este nombre porque, si no hubiera sido tan persistente por teléfono, Lori habría rehusado comer con ella. Pensándolo bien, le parecía que la mayor parte de la semana había pasado su tiempo libre hablando por teléfono, visitando despachos o comiendo fuera de casa. A Lori ya no le quedaba apetito para esta clase de pasatiempos, pero Tansy había sido persistente. Después de todo, desde la graduación no habían hablado juntas. A lo mejor ver a Tansy le servía de alguna ayuda para ratificar aquella fecha memorable. Hasta entonces, por mucho que lo había intentado, Lori no había dejado de considerarla como la fecha del incendio.

De hecho, esto era lo que precisamente estaba pensando cuando Tansy la llamó insistiendo para que se reunieran en Romero’s. Bueno, en eso y en los desagradables recuerdos del altercado que había tenido con Russ. Valía más irse de comilona con Tansy que revolcarse en su propia conmiseración. Al menos Tansy no sabía que era su cumpleaños y no corría el riesgo de aguantar una desafinada serenata de la camarera y sus ayudantes.

Para su sorpresa, el menú resultó delicioso, aunque Lori se limitó a tomar una ensalada Caesar y té helado. Tansy, por el contrario, empezó comiendo en abundancia, como siempre que se sentaba a la mesa, cosa muy frecuente. Su presencia corpulenta recordó a Lori el plan usual después de clase de Tansy: una cena formal al último grito de comida preparada, seguida de un viaje a cualquier lugar de las inmediaciones que ofreciera las Coca-Cola más grandes y las más voluminosas bolsas de palomitas de maíz, para terminar con el inevitable bocado de medianoche. La idea que Tansy tenía de la dieta consistía en pasar por alto los fritos secundarios.

Pero a lo largo del tiempo había aprendido a combinar el arte de la masticación con el de la conversación, y Lori encontró muy grato su encuentro. Para ella había sido siempre muy estimulante compartir la compañía de alguien que no participara de sus mismas inhibiciones. Su amiga no ejercitaba ningún tipo de restricción con sus otros apetitos. Si se presentaba la ocasión, devoraba a sus acompañantes masculinos con el mismo deleite con que solía devorar siempre los aperitivos y los platos fuertes. Pero, por desgracia para ella, sus oportunidades de emular a la mantis religiosa eran siempre un tanto limitadas, aunque ella parecía ignorar felizmente este hecho y felizmente percatarse de alguna presencia masculina en la vecindad inmediata.

Hoy no iba a ser una excepción. Cuando el almuerzo tocaba a su fin, Tansy se inclinó sobre su batido de chocolate y bajó la voz hasta parecer un murmullo de conspiración.

—No te vuelvas ahora a mirar, pero hay un tipo en la mesa de la ventana del rincón detrás de ti que no nos quita ojo. Me parece que intenta acercarse a mí.

Aun sin sus conocimientos filológicos, Lori había entendido bien que aquel No te vuelvas ahora significaba más una invitación que una prohibición.

Lori abrió su bolso y sacó las llaves del coche y las dejó caer de forma intencionada junto a ella. Al agacharse para recogerlas tuvo ocasión de vislumbrar al ocupante de la mesa que tenía detrás y a la izquierda.

La sonrisa de Tansy revelaba que aprobaba la maniobra de Lori, así como el objeto de su interés.

—Un buen ejemplar, ¿no crees?

Lori asintió pero lo hizo más por cortesía que por convicción. Nada extraordinario parecía notarse en torno a aquel joven. Fiándose de su fugaz observación, Lori le computerizó, en color, dentro de su mente, como agrisado, cabello sal y pimienta, bigote, con tez de color de pescado blanco sin el bronceado de California, tejanos azules y camisa hawaiana, adquirida probablemente en las rebajas de algún exótico mercado inundado de sol. En su rápida inspección no le dio tiempo a descubrir el color de sus ojos, pero fue debido a que los tenía clavados en el plato que estaba consumiendo. Aunque Tansy se considerase semejante a un plato así, los gustos de aquel joven parecían estar en cualquier otra parte.

De una manera u otra, no es que ello importara demasiado. La acompañante de Lori estaba ya con la cuenta en la mano y depositando una propina sobre la mesa para iniciar la marcha. Lo único que quedaba ya era el ritual de siempre.

Tansy se disculpó por tener que irse tan pronto, pero ya eran más de las dos y tenía que estar en casa para cambiarse, pues se suponía que una barbacoa la esperaba a las cinco y quería anticiparse a la hora de mayor tráfico. No es que la entusiasmaran las barbacoas, pero llevaba mucho tiempo encerrada en casa. Aseguró que la próxima vez que se encontraran tendrían tiempo para hablar a sus anchas e hizo prometer a Lori que sería pronto y que continuarían en contacto. Entre sus palabras afirmativas, Lori incluyó las gracias por haber pagado la cuenta, aunque hubiera preferido hacerlo a medias, y el halago de que encontraba que tenía muy buen aspecto. Le dijo que la llamaría pronto y otras frases de despedida.

Como suele ocurrir en el gran Los Ángeles, los mozos del aparcamiento parecían tener preferencias por las rubias. Así que el coche de Lori fue el primero en llegar. Al marcharse, Lori sonrió a su amiga a través del espejo retrovisor.

Cuando dobló a la derecha se desvaneció la imagen de Tansy del espejo, al igual que de sus pensamientos. La comida constituyó un grato pasatiempo, pero, una vez terminada, Russ volvió a apoderarse de su mente.

La noche anterior se había apoderado de su cuerpo. ¿O no era él? Desde luego que había sido Russ. Con champaña o sin champaña, ¿qué otro podía haber sido?

Pero ahí no radicaba la verdadera cuestión. La verdadera cuestión —que ya no podía seguir eludiendo— era: ¿de qué otro hubiera deseado que se hubiera tratado? ¿Y por qué?

Era preciso contemplar el hecho: el sexo, en sí, era bueno, siempre lo había sido con Russ. No necesariamente extraordinario, cualquiera que fuese el significado de esta expresión, pero sí satisfactorio. Con Russ había experimentado siempre una sensación de seguridad, nunca la sensación de una sola noche pasajera. Entonces, ¿por qué la deslumbraba Anthony Leverett? Después de todo, él no era más que su médico, su psicoterapeuta.

Psicoterapeuta.

¿Era una palabra o serían dos?

El violador[8].

Entonces, ¿de dónde procedía el vocablo? El doctor Leverett no era ningún violador. Ella no quería ser violada por él ni en modo alguno había sentido que estuviera siendo violada la noche anterior, durante tres veces seguidas.

Lori recordó cómo se había sentido al despertar esa mañana. Cálida, relajada, en paz con el mundo. Y lo que era más importante, en paz consigo misma. ¿Por qué no había podido prolongarse aquella sensación? ¿Por qué había tenido que pelearse con Russ y despedirle?

Sobrerreacción. Ahora que podía reflexionar con calma sobre ello estaba en condiciones de entender por qué Russ le había contado a Ben Rupert lo del anuario. Ella se encontraba en el hospital, él se marchaba fuera y no sabía lo que podía suceder. Bajo tales circunstancias, lo que había hecho Russ había sido tomar una precaución razonable. Dado que era su abogado, Ben Rupert parecía la persona más indicada. En aquellos momentos no existían motivos para sospechar de él.

Tampoco había motivos para encolerizarse aquella mañana del modo en que lo había hecho. ¿Existían acaso otras razones? ¿Cabía la posibilidad de que estuviera buscando un pretexto para romper con Russ debido a que estaba enamorada de Tony?

Buena pregunta. Pero las respuestas que se le ocurrían eran todas malas. Mas una cosa era cierta: si de verdad sentía algo hacia el doctor Leverett, ni el encuentro de una sola noche, ni un maravilloso fin de semana con él en Las Vegas habrían resuelto la situación. Aunque en realidad conocía poco su personalidad íntima, de eso estaba bien segura. Pero los pensamientos en torno a una relación más duradera eran desconcertantes. Le costaba trabajo imaginarse a sí misma casada con un hombre de la edad del doctor Leverett. ¿Iban a tener hijos?

De lo que sí estaba segura era de que con Russ los habría. Se podía decir que lo sabía desde el primer momento, cuando, hacía ya casi dos años, Russ se había presentado en el campus para realizar unas entrevistas. Desde entonces habían estado siempre juntos.

¿Pero qué significaba en realidad estar juntos? Russ había convertido en un hábito su desplazamiento hasta allí con su coche la mayor parte de los fines de semana durante el año escolar, y se habían visto con más frecuencia durante los dos últimos veranos.

Pero el estar dos personas juntas implica algo más que compartir las conversaciones, las comidas, los recreos, las diversiones o la cama. Casi por primera vez encontró base ante el hecho desnudo de que, en realidad, no sabía más acerca de Russ Carter que del doctor Leverett.

Ni que decir tiene que había pasado horas con Russ en su apartamento del distrito de Wilshire, pero el lugar en sí descubría poco en torno a su inquilino. El mobiliario de plástico y los utensilios baratos caseros proporcionaban escasas pistas sobre sus gustos y mucho menos sobre su carácter. La solitaria piel de antílope sudafricano que había en el asiento trasero de su coche quizá le retrataba mejor que todo el contenido de su apartamento amueblado.

Lori había aprendido algo sobre el modelo de sus costumbres, por supuesto, sus preferencias en las comidas, en la bebida y en el sexo. Pero, cosa harto extraña, no tenía idea de nada referente a sus convicciones personales, si es que las tenía, sobre distintos temas, incluyendo la política y la religión.

Aparte de su primer encuentro con él en el campus como entrevistador, Lori no había visto nunca a Russ en el trabajo, ni había sido jamás invitada a visitarle en la parte comercial de la ciudad. Era cierto que la mayor parte de sus misiones le llevaban lejos de su oficina, por lo general durante un día entero, pero también a veces durante períodos como el de su viaje a México. A saber si su inconsciente se le había adelantado precipitando la pelea de aquella mañana. Si estuvieran casados y tuvieran familia, ¿cuánto tiempo podría dedicar Russ a estar con sus hijos?

Esta era una cuestión que nunca había surgido, algo que no habían llegado a plantearse. Tal vez no fuera en verdad culpa de ninguno; la gente de hoy no se para a discutir estas cosas y su intimidad se reduce a confinarse dentro del dormitorio.

A confinarse en el dormitorio o en el consultorio del psicoterapeuta. Resultaba curioso: Lori no había estado nunca en la oficina de Russ y sí en cambio, había estado en el consultorio de Leverett. Había averiguado más acerca del trabajo de este, de sus puntos de vista y de sus creencias en solo unos días, de lo que había podido aprender en los dos últimos años acerca de su amante.

Y tal vez no hubiera que achacárselo al patrón cultural del momento. Quizá Russ se mostraba deliberadamente retraído, de la misma forma que lo había estado con ella en torno a Ben Rupert y al anuario hasta esa misma mañana.

¿Pero por qué habría de mostrarse así?

En aquel mismo momento, cuando se disponía a aparcar su coche, una mirada momentánea al espejo retrovisor la llevó a pensar que el conductor del Honda gris que venía tras ella era el mismo hombre que le había señalado Tansy en el restaurante.

Ahora comprendía por qué Russ se mostraba retraído con ella; porque continuaba siendo una paranoica. Russ no se mostraba retraído con ella, y en el gran Los Ángeles tenía que haber por lo menos cien mil hombres con pelo grisáceo y bigote a quienes les gustara vestir camiseta hawaiana de mangas cortas en un día cálido y bochornoso.

Todo ello fue muy tranquilizador, pero no impidió que Lori mirase a su izquierda para asegurarse de que el Honda gris continuaba su camino calle adelante.

Aparcar, recoger el correo y sacar las llaves de su casa le sirvió de terapia para distraerse, pero cuando estuvo dentro del apartamento le resultó imposible por un instante librarse de una automática aprensión. Solo fue un momento, pues la vivienda estaba tranquila y nada había sido perturbado. Excepto ella, claro. Después de todo, estaba sola; se estaba quedando sola…

Desecha esta idea. Las cosas podían ir peor. Podías estar con Tansy en esa barbacoa.

Con las ventanas cerradas todo el día, el apartamento podría haber sido empleado también a manera de barbacoa. En aquellos momentos en que los rayos del sol de la tarde empezaban a declinar, Lori recorrió toda la casa abriendo ventanas. El aire comenzó a circular bajando la temperatura pero no logró que ella elevara su estado de ánimo. Sacudiéndose los zapatos, que se acababa de quitar, se sentó en la silla que había junto a la mesa de la cocina y empezó a revisar el correo. No había complicaciones; las facturas las amontonó sobre la mesa, a su derecha, y la correspondencia inútil la dejó aparte para meterla en la bolsa de la basura que guardaba debajo del fregadero. Hoy no había ni una carta personal, ni postales de cumpleaños.

El veintiún cumpleaños se supone que es un acontecimiento singular en la vida. Por descontado que también lo es cualquier otro cumpleaños, pero aquel era especial. ¿Acaso no lo sabían ellos?

Ellos los sabían, pero estaban muertos. Papá, mamá, Ben Rupert, todos estaban muertos. No existía ninguna razón para que Tansy ni sus otras condiscípulas recordaran el día de su nacimiento ni de que ella recordara los de las demás. Esa fecha estaba probablemente registrada en los historiales médicos de los doctores Justin y Leverett, pero no existía ninguna disposición en la profesión médica que obligara a los doctores a mandar a sus pacientes tarjetas con el sello de cumpleaños. Solo Russ se había molestado en felicitarla, pero, dadas las circunstancias, más que una felicitación pareció un sarcasmo.

Muy bien, de modo que no iba a haber festejos. Ya se había resignado a ello y no insistiría en que hubiera fuegos artificiales, en particular de los que habían ardido allí aquella mañana.

La luz solar estaba empezando a diluirse de manera perceptible, al igual que ella Quitarse los zapatos había sido una buena idea y si se quitaba el arrugado vestido de hilo se sentiría todavía mejor. Más tarde habría tiempo suficiente para ir pensando en la cena. Por el momento, solo deseaba tumbarse durante un rato hasta que la temperatura del apartamento comenzara a descender. Este era un pormenor en el que tendría que pensar. Había sido tan grande el alivio que había experimentado cuando Rupert encontró tan rápidamente una vivienda para ella, que ni siquiera se le había ocurrido considerar que carecía de aire acondicionado. Tal vez le seria útil instalar un aparato refrigerador en la ventana de la cocina, o ahí, en el dormitorio.

Pero el aparato podía esperar. Ella podía esperar, dejar todo en suspenso y tenderse en la cama. Cerrar sus ojos, cerrar su mente, imaginarse en posición gisant.

Gisant, participio activo del verbo francés gésir, yacer tendido. Las esculturas que aparecen tendidas con los brazos cruzados sobre las tumbas se denominan figuras yacentes.

Tumbas. ¿Por qué pensaba en tales cosas ahora? Ahora que todo se iba enfriando. Pero las noches son siempre más frías, en especial cuando llega la brisa. Las ramas y arbustos que formaban un arco sobre su cabeza se agitaban ligeramente y el leve temblor de las hojas confirmaba el origen de su movimiento.

Estaba a oscuras allí en las sombras proyectadas por los árboles, y también lo estaba cuando el sendero que ella seguía serpenteaba ascendente por la ladera de la colina. La luna —de manera vaga recordaba que allí hubiera habido luna— se asomaba entre el velo rasgado de una nube.

Pero cuando alcanzó la cumbre y contempló el paisaje que tenía delante, el velo desapareció y Lori pudo reconocer cuanto la rodeaba. La última vez que había estado allí había sido bajo la luz del día y había acudido en coche por la puerta lejana que tenía a la derecha; de noche había llegado por otra ruta, pero al final todos los caminos conducen al punto de partida. Y allí había sido donde había empezado. Allí, en el cementerio de Hopeland.

Cuando comenzó a descender por la lejana ladera de la colina trató de visualizar el área donde descansaban papá y mamá. Eso si en verdad descansaban y si los cementerios constituían un lugar de descanso para alguien. Lori no había ido allí a aprender eso, ni estaba descansando. Descansa, Gisants; pero lo que hacia era correr colina abajo, apretando el paso según iba dejando atrás las lápidas mortuorias que surgían a ambos lados como hileras de dientes iluminados por la luna. Fuera de las bocas de las sepulturas.

Sepulturas, que no tumbas. Ella iba buscando una sepultura. ¿O acaso la sepultura la buscaba a ella? Difícil saberlo, difícil decirlo y ahora difícil verlo, pues la luna velaba su cara una vez más detrás de las nubes.

Salomé. La danza de los siete velos. Qué extraño pensamiento en aquellos momentos. Pero más extraña resultaba aún la posibilidad de que aquel pensamiento no fuera suyo. ¿Cómo iba a ser eso posible? ¿Quién estaba pensando por ella? ¿Quién estaba guiando sus pasos ahora alrededor de aquella curva que conducía directamente hacia un grupo de árboles, y por qué aquellos parajes le resultaban tan familiares? Para su cabal conocimiento, ella no había visto antes esta parte del cementerio pero su conocimiento entonces no era tan cabal. Nada hay cabal y cierto sino la sepultura.

Y allí estaba, justamente a la izquierda del sendero, donde los oscuros árboles montaban guardia ante la sepultura de granito que se erigía detrás de ellos. Árboles oscuros encima, oscuros montículos de tierra debajo y el oscuro velo de la luna en lo alto que empezaba a descorrerse. Un rayo de plata iluminó la superficie de la lápida que tenía delante; sobre la piedra había una inscripción:

Royal S. Fairmount

1913 - 1968

¡Así que él estaba enterrado allí! Todos estaban enterrados allí, todos los vivos… Mejor dicho, todos aquellos muertos. Pero no todos.

No todos, porque ahora la está llamando. La voz le está ordenando que se acerque a la sepultura que se halla junto a la del doctor Fairmount y que mire las sombras que cubren la lápida devorada por las malas hierbas, las sombras que se inclinan ante la brisa cuando brilla la luz, el sonido de la voz que se alza, y un letrero que se está desmoronando y que revela la identidad de quien yace debajo. El nombre y la fecha:

Priscilla Fairmount

1947 - 1968

Y después la voz. La voz apagada que llega hasta ella desde el seno de la sepultura, llamándola para que descienda hasta la oscuridad que reina debajo.

Pero al menos no la ha sumido en el olvido.

—Feliz día de tu nacimiento —dice la voz con un murmullo—. Y también feliz día de tu muerte.