CAPÍTULO XV

Triturar el anuario no constituyó ningún problema. Una vez arrancadas las tapas y metidas en la máquina trituradora, saldrían hechas tiritas no más grandes que un renglón. Luego les tocaría a las páginas, una docena cada vez, saliendo en pequeños fragmentos. Era el resultado de emplear modelos de corte transversal y no siguiendo líneas horizontales. Eran máquinas más caras, pero merecían la pena. Después de tanta práctica, Ben Rupert sabía lo suficiente en trituraciones de documentos como para conseguir un trabajo en la CIA.

Pero él no deseaba trabajar para la CIA ni para nadie más. Sus días de trabajo habían terminado, o lo estarían tan pronto como triturase el resto del material que quedaba en sus archivos. Y esto era lo que tenía que hacer ahora: acabar con sus archivos antes de que ellos acabaran con él.

De no haber sido por aquel maldito anuario, ya no tendría dudas acerca de su éxito. ¿Por qué Ed Holmes se habría quedado con una cosa como esa?

Ed había sido un tonto; desde luego, siempre lo había sido. Amasar dinero en la cuestión inmobiliaria no había sido más que una cuestión de suerte, de estar en el lugar preciso en el momento preciso al producirse la escalada de precios inmobiliarios en los años de mayor auge. Pero Ed, en realidad nunca había tenido cabeza para los negocios, ni había conocido los altibajos de la inversión. Una vez ganada la confianza de Ed, este fue feliz dejando que Ben se hiciera cargo de las tareas inversoras y financieras. Después de retirarse Ed Holmes, las cosas serían todavía más fáciles; era como disparar sobre un pato puesto de diana, sin posibilidad de error. Ahora era un pato muerto él y su estúpida esposa.

Ben se había hecho el propósito de no pensar por ahora en esa parte; pero las imágenes empezaban a surgir: la cara sobresaltada de la mujer en la silla de ruedas ante la amenaza del atizador del fuego que caía sobre ella, el repentino choque reflejado en los ojos de Ed Holmes al apercibirse de que el hierro caía sobre él, la forma en que ambos miraban momentos antes de que se arremolinara el humo y se elevaran las llamas.

Ben Rupert no se había imaginado nunca a sí mismo como hombre capaz de ejercer la violencia. Pero la autoconservación es la primera ley de la Naturaleza y no le había quedado otra alternativa.

La auditoría, en sí, no iba a constituir ningún problema. A lo largo de los años, él había realizado un hábil trabajo de contabilidad y cualquier inspección rutinaria no desvelaría sino el resultado de un pobre juicio por parte de Ed Holmes. Los verdaderos problemas podrían presentarse cuando la familia empezara a preguntar dónde había ido a parar el dinero, porqué él nunca había mencionado la mala gestión y las pérdidas mutuas aparecidas en los libros. Una vez que se pusiera de manifiesto que el propio Ben había manejado las inversiones, cualquiera podía olerse algo raro y dar comienzo a una investigación.

Solo había una forma de evitarlo. Pero a pesar de su cuidadosa planificación, solo había tenido un éxito parcial, aunque bien era cierto que podía felicitarse por haber destruido las pistas que condujeran hasta él. Aunque hubiera un veredicto de incendio provocado, o incluso de homicidio, no se le podía inculpar a él desde el punto de vista legal. Tal como estaban las cosas, no aparecía la menor insinuación de juego sucio, y lo que parecía un fallo parcial más bien podía considerarse como un hábil enmascaramiento.

Quizá la chica no representara la amenaza que él imaginaba. Ella parecía confiar en él, y su misión consistía meramente en preservar esta confianza. Lori Holmes parecía no saber mucho acerca de las finanzas de la familia, así que tal vez no se presentaran preguntas embarazosas acerca de quién era el responsable de las falsas pérdidas que había en los libros. Si Ben se lamentaba con ella con respecto a las descabelladas inversiones hechas por su padre, Lori aceptaría sin la menor sospecha todo lo que descubriera una auditoría rutinaria. Así era como él lo veía y, después de la debida consideración, decidió correr el riesgo.

Con lo que no había contado era con el riesgo que se cernía sobre él al aparecer el anuario.

El anuario cambiaba todo el esquema. Había que desembarazarse de ese libro cuanto antes.

Sin embargo la destrucción de esta evidencia física no resolvería el problema por mucho tiempo. Lori conocía el libro, su prometido también lo conocía y triturar las páginas del libro no borraba de sus memorias lo que en ellas contenía. Lo que ellos recordaban iba a suscitar preguntas mucho más peligrosas que cualquier auditoría. Antes o después estarían inclinados a formular preguntas y Ben no podía correr semejante riesgo.

Ben metió en la trituradora lo que quedaba de su archivo. Estaba tan cansado que ni siquiera se molestaba en comprobar su contenido. El andar de un lado a otro durante todo el día se había cobrado su tributo. Ahora necesitaba un trago. Solo uno para poder continuar.

Se sentó tras su escritorio y abrió el cajón del fondo a la derecha donde guardaba la botella que tenía para casos de emergencia. Estaba vacía en casi sus tres cuartas partes, pues últimamente había tenido muchas emergencias.

El Stoli tenía un sabor bueno y penetrante y no dejaba en el aliento rastros de alcohol. Malditos lo buenos que eran los comunistas, pero al diablo había que dejarle con su cola y reconocer sus méritos: fabricaban un buen vodka.

Ahora quedaban solo unos pocos centímetros de líquido incoloro en el fondo de la botella. ¿Por qué no liquidarlo, matarlo? Volvió a empinarla.

Matar. Matando.

Para eso apuró los últimos tragos de la botella, para matar el recuerdo de aquellos rostros cuando descendía sobre ellos el atizador del fuego, una y otra vez.

Ben Rupert no era un hombre violento. Era tan solo que no podía soportar aquel cuadro, aquellos rostros. Pero ahora lo estaba viendo. Ahora los estaba golpeando, y los tragos rápidos al caer en su estómago vacío le estaban golpeando a él. Oh, cómo deseaba disponer de otra botella, pese a darse cuenta de que no le serviría de nada.

Aquellos rostros muertos no constituían ninguna amenaza. La verdadera amenaza procedía de los vivos, de Lori y Russ Carter y de lo que recordaban acerca del anuario. Cuando volviera Carter empezarían las preguntas y no habría forma de pararlas.

Ben Rupert suspiró y volvió a dejar la botella, ya vacía, en el cajón de su escritorio. No fue sino una reacción automática lo que hizo al bajar la mirada.

Automática.

Al lado de la botella descansaba una pequeña pistola automática que guardaba allí por si surgía otro tipo de emergencia. A Dios gracias, no le habían robado nunca, ni nunca había tenido que usarla, pues él no era un hombre violento.

De ahí que estuviera tan seguro de que, aun ocurriendo lo peor, jamás le considerarían un sospechoso. Hasta que apareció el anuario.

Pero, cuanto más lo pensaba, más se daba cuenta de que la desaparición del libro no garantizaba la salvación. Lori y Russ al no tener nada en que fundamentar sus acusaciones, empezarían a investigar. Y si encontraban alguna prueba fundada acudirían con ella a las autoridades. Ahora que había hecho funcionar la trituradora de papeles, tal vez no encontraran pruebas del desfalco, ni ninguna evidencia que le relacionara con las muertes de los Holmes, pero bastaría con lo que lograran encontrar acerca del anuario. Una vez que los periodistas metieran sus narices en este asunto serían insaciables; era esta una clase de asuntos que les gustaría airear. Era dinamita pura.

Ben Rupert se quedó mirando el arma que tenía en el cajón. Deseaba que Lori Holmes y Russ Carter estuvieran allí en ese momento para alojarles una bala en la cabeza antes de que unieran sus vidas.

Por descontado que eso era imposible. No podía esperar hasta que volviera Carter; incluso entonces, disponer de él sería demasiado peligroso y probablemente innecesario.

Quien de verdad estaba interesada en ello era Lori, pues era ella quien tenía motivos personales para encontrar respuestas. El verdadero interés de Russ Carter se centraba en la muchacha, no en el libro. El anuario no significaba gran cosa para él y de ser él solo no habría tenido motivos para continuar.

De ser él solo.

¿Qué ocurriría si cuando él regresara ya no estaba Lori para apremiarle, ni para apoyarle en su historia acerca del viejo y misterioso anuario que ya no podría ser localizado jamás? Al no estar Lori se acabaría todo.

Ben Rupert parpadeó y luego miró fijamente el cajón. Tal vez estuviera ebrio, quizá la bebida estaba pensando por él, pero la inspiración le había llegado, de forma automática.

Consultó su reloj. Sobraba tiempo; más de dos horas antes de que las encargadas de la limpieza invadieran los despachos vacíos del edificio. Ello significaba recortar las cosas un poco, pero tenía tiempo de marcharse antes de que empezaran a limpiar en esa planta. E incluso podía ganar un tiempo extra escribiendo la nota por adelantado. Si las cosas salían bien, tendría tiempo de considerar las palabras apropiadas y ocupar su mente mientras esperaba. Y las cosas saldrían bien; de eso estaba ahora seguro.

Echó mano del aparato de destrucción y se puso a marcar números. Era curioso; jamás había pensado antes que el teléfono pudiera emplearse de aquel modo. Pero las cosas habían cambiado. Hasta su propia imagen era diferente. Por primera vez en su vida, Ben Rupert reconoció la verdad.

Reconoció que era un hombre violento.