CAPÍTULO III
Fue un hermoso funeral.
Todos lo repitieron una y otra vez. Le dijeron a Lori cuán hermosa era la capilla, y las flores, y lo hermoso que había resultado también el servicio del reverendo Peabody.
Luego hubo un hermoso paseo en una hermosa limusina hasta el cementerio en una hermosa y soleada tarde. Resultaba muy hermoso ver a unos cuantos amigos de mamá y papá, gente mayor de la congregación de la parroquia, y sus antiguos vendedores de la oficina inmobiliaria; pero aparte de la encargada de la limpieza, Lori no había visto antes a ninguna de aquellas personas.
Russ, desde luego, permaneció todo el tiempo a su lado, y fue él quien le presentó al abogado de papá, Ben Rupert, único responsable de los trámites para el funeral. Y también vino el doctor Justin; fue él quien le dio aquellos hermosos tranquilizantes.
Todos estaban ahora reunidos en torno a la sepultura, escuchando cómo los pájaros cantaban su hermosa canción mientras eran apareados los dos ataúdes en el hoyo donde mamá y papá encontrarían su hermoso descanso eterno.
Y aquí terminaba la hermosura.
La contemplación de los ataúdes no tenía nada de hermosa ni que decir tiene que sus tapas estaban cerradas, por una buena razón, pero Lori sabía muy bien lo que había dentro. Russ trató de ocultárselo, pero uno de los jefes de bomberos dejó escapar una frase que ella pudo oír: Al forense le aguarda un difícil trabajo. No hay más que huesos y cenizas ¿Entonces, por qué se habían molestado en poner ataúdes?
Tal vez insistieran los del cementerio, pero habría sido mejor una urna para preservar sus despojos.
El reverendo Peabody dijo que la muerte es una ilusión del hombre y que el alma es una realidad de Dios. Ilusión o no, mamá y papá estaban descendiendo a la sepultura. ¿Qué pasaría si sus almas estuvieran con ellos y se dieran cuenta de lo que estaba sucediendo? ¿Qué se sentiría sabiéndose atrapado allí abajo, en la oscuridad del hoyo abierto, sepultado por toda la eternidad y eternamente consciente de ello?
—¡Lori!
La voz de Russ era apremiante, pero ella no podía responder porque estaba con mamá y papá descendiendo…, descendiendo a la profunda y húmeda oscuridad donde aguardaban los gusanos.
No estaba muerta. Se encontraba bien y no había que preocuparse; al menos esto era lo que le había dicho el doctor Justin cuando volvió en sí y le aplicó otra inyección. La gente se desmaya en los funerales y todo ello se había debido a un exceso de tensión.
Ahora se encontraba instalada en el apartamento amueblado que Ben Rupert había alquilado para ella al día siguiente del incendio. A su lado se encontraba Russ, sosteniendo un vaso junto a sus labios, diciéndole que se relajara y que descansara un poco. Descansa en paz…
Lori estuvo durmiendo de un tirón hasta la mañana siguiente y cuando se despertó se encontraba sola. Los efectos de la medicación no se habían disipado por completo. Todo le resultaba muy trabajoso: bajar de la cama, ponerse la ropa, ir a la cocina y preparar café. Parecía que no iba a terminar nunca de tomárselo y se le derramaba el café de la cucharilla.
Por fin consiguió tomárselo y le hizo bien. Lori se tomó tres tazas y notó que el calor y la fuerza de la cafeína la fortalecían. Sabía que la cafeína le iba mal, ¿pero qué no iba mal en estos días? No tomes sal, evita el azúcar, prescinde del alcohol, aléjate de las bebidas suaves, no tomes nunca aspirinas, renuncia al pan blanco, los huevos contienen colesterol, la carne roja ni hablar, el cerdo es un riesgo, la caza puede abrigar esteroides, las frutas y verduras podrían estar rociadas de peligrosos pesticidas, el pescado puede estar contaminado por toxinas residuales de aguas contaminadas, el agua del grifo puede ser un riesgo para la salud, el agua embotellada es a veces altamente peligrosa por su contenido mineral, fumar produce cáncer, respirar humo de tabaco podría ser incluso peor, y el mero hecho de inhalar aire ordinario te llena los pulmones del mortal smog.
Gracias a la ciencia y a sus maravillosos descubrimientos sabemos que casi todo puede matar. La vida no es más que un relato de la hora de acostarse que precede a un larguísimo sueño.
¿Pero estás durmiendo?
Una vez más, Lori recordó el funeral y sus temores de que la muerte puede ser tan solo el inicio del tormento, no el fin.
¡Ya era suficiente! Obligándose a sí misma a levantarse, se dirigió al cuarto de baño para luchar con las armas que tuviera a mano: sombra de ojos, lápiz de labios, polvos máscara. De forma gradual su semblante decaído desapareció y la imagen macilenta que se reflejaba en el espejo fue sustituida por otra más satisfactoria. Luego, poco a poco, con mucho cuidado, se vistió, seleccionando el conjunto más nuevo de su vestuario. Satisfecha, se miró a un espejo de cuerpo entero que había en la puerta del armario.
Después de pasar revista a los resultados de su esfuerzo, la satisfacción se esfumó. El minucioso examen seguía revelando unas indiscretas líneas en los ángulos de sus ojos y una tumefacción en su parte inferior. Los labios, bajo su capa de carmín, se distorsionaban a causa de la tensión. Tampoco el vestido le iba a la medida; debía de haber perdido peso, pues la chaqueta le quedaba demasiado holgada. Sonó el timbre.
Cuando Lori contestó a la llamada y vio a Russ delante de ella, no pudo contener un impulso de alivio y se arrojó a sus brazos. Por un momento se sintió recuperada. Russ tenía lo que a ella le faltaba: fortaleza y confianza. En sus brazos se sintió segura, completa y sin temor. Pero los abrazos terminan, y cuando se apartó de él disminuyó su sensación de seguridad.
¿Café?
Le condujo hasta la cocina, cogió una taza del aparador y la llenó de su propio café. Mientras tanto, Lori realizaba esfuerzos para concentrarse en lo que él estaba diciéndole.
—He estado hablando con Ben Rupert —dijo Russ—. Da la impresión de ser un hombre eficaz.
Lori asintió.
—Papá solía decir lo mismo. Quería que se encargara de sus asuntos cuando él se retirase.
—Bueno, parece estar bien enterado. Me ha dicho que no esperaba tener problemas para aportar las pruebas. Tan pronto como te encuentres dispuesta, te hará firmar los documentos para llegar a un acuerdo con los del seguro. Está persuadido de que podrás beneficiarte de la doble indemnización por muerte accidental. También piensa que podrás salir bien parada en la cuestión de los impuestos.
Lori dejó la taza de café antes de que se derramara su contenido. ¿Por qué Russ tenía que pronunciar tales palabras, cuando era obligado enfrentarse a aquellas dos torvas realidades? Nada es más cierto que la muerte y los impuestos.
Se quedó mirándola.
—¿Qué sucede?
Ella se encogió de hombros.
—Estaba pensando lo estúpida que he sido pasando media mañana delante del espejo. La vida no vuelve poniéndose una etiqueta Gucci.
—Pues a mí me pareces muy bien así. —Russ seguía mirándola—. Lo malo sería que tú no pusieras algo de tu parte.
—No es nada. Creo que estoy cansada todavía.
—¿No tenías que ver hoy al doctor Justin?
—Sí, me pidió que fuera. Pero realmente no hay ningún motivo para…
—No te hará ningún daño cualquier medida de prevención. ¿A qué hora tienes la cita?
—A la una.
Russ consultó su reloj.
—Te llevaré con el coche.
—¿No tienes trabajo?
—Lo acabé esta mañana. Tengo todo el día libre.
Lori asintió.
—Te diré una cosa. Llévame primero a la estación de servicio de Westmead y recogeré el coche que papá dejó allí la semana pasada para que lo repararan.
—¿Tienes idea de cuánto costará?
—Usaré una tarjeta. Ben Rupert ha pagado el alquiler del primero y último mes de este apartamento, así que me imagino que me adelantará dinero para los gastos hasta que se solucione lo de la herencia. Yo ya cuento con ello.
—Está bien. Pero cuando recojas el coche volveremos aquí con él. Sigo queriendo llevarte a la consulta del doctor Justin, ¿de acuerdo?
Y así se hicieron las cosas. No hubo problema para recoger el coche, ni para regresar con él y aparcarlo junto al apartamento. Pero Lori vivió un momento de fuerte tensión cuando se situó detrás del volante y puso la llave en el punto de contacto. Las manos de papá habían empuñado aquel volante y accionado aquella llave.
Este momento se prolongó hasta después de cambiar ella de sitio y ocupar el asiento del otro coche, al lado de Russ. Durante la mayor parte del viaje permaneció sentada en silencio, agradecida de que la música de la radio sirviera de excusa para no hablar.
El aire era fresco y el día resultaba hermoso; Lori, al menos, admitía esto. Y al estar junto a Russ la reafirmaba en el hecho de que estaba viva, y no abajo, en la sepultura con mamá y papá.
—¿Lori?
Al hablar Russ, ella se dio cuenta de que ya estaban entrando en el garaje que había debajo del centro médico donde el doctor Justin tenía la consulta.
—Aquí me tienes —dijo ella.
Russ frunció el entrecejo.
—Te encuentras a un millón de millas de aquí. ¿Qué te preocupa?
—Me encuentro bien.
Las mentiras son mentiras y se dicen cuando es necesario decirlas. El propio silencio podía ser una mentira, pero ahora resultaba mejor callar que estar hablando de gusanos y dípteros.
Y así Lori permaneció en silencio mientras estaban sentados en la sala de espera del doctor Justin, contemplando aquellas caras; eran las caras tristes y llenas de ansiedad de otros pacientes, y las caras felices y acuciantes de Sly Stallone y Madonna haciendo gestos desde las gastadas cubiertas de revistas viejas.
Las gentes de People parecían criaturas de otro planeta donde la vida era una juerga permanente. Incluso los políticos que comparecían ante un tribunal y eran encontrados culpables se mostraban sonrientes ante las cámaras.
Pero las gentes que leían People —estos pobres especimenes que había aquí sentados esperando el veredicto del doctor Justin— no sonreían nunca. Sabían que una vez acusados de arteriosclerosis, procesados, condenados convictos de cáncer, su sentencia de muerte iba a ser inapelable.
Cuando por fin una voz rasposa anunció su nombre por el altavoz de la recepcionista y una enfermera la condujo por el pasillo, Lori se encontró ante el pulcro doctor en su despacho privado. Allí no había ejemplares de revistas; solo libros de medicina sobre impolutos e inmaculados estantes, y fotografías familiares con marcos de plata sobre un inmaculado e impoluto escritorio. Lori reconoció la imagen de la esposa del doctor, también inmaculada e impoluta, obviamente recién salida de un salón de belleza, aunque todavía con un aire inconfundible de matrona y tirando un poco a zafia. Lori miró los inmaculados e impolutos rostros de los inevitables dos hijos, el muchacho excesivamente delgado y la niña demasiado gorda. Justamente una gran familia feliz en ascensión y movimiento.
El doctor Justin, con sus gafas de montura gruesa y marca cara, su corte y secado de pelo de ochenta dólares y su terno de novecientos dólares, más impuestos, era el mismísimo representante de la joven y ascendente movilidad profesional.
Pero el doctor no era ningún tonto. Ella era la tonta, allí sentada juzgando a la familia Justin, a la que no conocía, y condenándole a él por sus extravagantes apariencias.
Cuando la saludó, Lori tuvo aguda conciencia de que detrás de aquellas estúpidas gafas unos ojos perspicaces estaban justipreciando todo lo que ella trataba de ocultar. Sentada junto a aquella mesa frente a él, Lori se insensibilizó para la inevitable rutina de preguntas y respuestas.
¿Cómo se siente?
Bien, doctor. Solo un poco cansada.
¿Ha tomado usted tas píldoras que le receté?
Si, gracias, me han ayudado a dormir bien.
¿Dolores de cabeza?
No, doctor. Ya le he dicho que me encuentro bien…
Pero, durante un buen rato, el doctor no hizo más que mirar y tomar notas de su rígida postura, allí sentada en un sillón bajo, sus manos crispadas, la forma en que le temblaba el labio. Era casi como si supiera de antemano lo que iba a suceder. Y sucedió, cuando ella rompió a llorar.
Lori no podía dominar los sonidos, pero sus lágrimas descendían en silencio, incluso cuando el dolor fue remplazado por un arranque de rabia ante su propia debilidad.
—Lo siento —murmuró—. De veras que siento todo esto.
Pero no era capaz de controlarse y al final no le quedó más remedio que sonarse la nariz.
En el momento en que volvió a meter el pañuelo enrollado dentro de su bolso, Lori se percató de que el doctor Justin estaba asintiendo en señal de aprobación.
—Así está mejor —dijo—. Me ha tenido usted un poco preocupado durante un tiempo.
—¿Porque me desmayé?
—Por no haber llorado. En vez de estar llorando durante el funeral, usted se desvaneció.
—Usted dijo que ello era natural.
—En tales circunstancias, sí. Pero expresar las emociones también es natural. Aguantarse las emociones no ayuda a luchar contra el problema. Usted se halla ahora bajo una fuerte tensión. Si siente ganas de llorar, adelante. —Se levantó—. Créame, Lori, lo peor ya ha pasado. Es cuestión de tiempo. De tiempo y paciencia.
—Gracias.
Justin garabateó algo sobre un cuaderno de recetas y se lo dio a ella cuando se levantaba.
—Puede adquirir esto en la farmacia de abajo.
Lori bizqueó mirando los garabatos que había escrito el doctor, pero no pudo descifrarlos.
—¿Más medicación?
—Solo un refuerzo del sedante. Me gustaría que siguiera tomándolo. —Se puso a sonreír—. Y hay otra cosa que quiero que compre. Para ello no necesita receta.
—¿Qué es?
—Una caja de pañuelitos de papel.
Lori suspiró afligida mientras avanzaba hacia la puerta.
—Tal vez sería mejor que comprara un cartón entero.
—No será necesario, créame. Y no se avergüence de llorar. —El doctor Justin consultó el calendario de su escritorio—. Quiero verla otra vez dentro de dos semanas.
—Entendido.
Al abandonar el despacho, Lori le dirigió una sonrisa, pero mientras caminaba por el pasillo sus labios se pusieron rígidos. El doctor Justin tenía razón, desde luego. El desembarazarse de un dolor no era motivo de vergüenza, y llorar podría servir de mucho.
Pero a ella no le serviría para desembarazarse de sus temores. Se detuvo ante la puerta de la sala de espera y el recuerdo de las palabras del doctor acudió en su ayuda. Usted se halla ahora bajo una fuerte tensión. Esta era la respuesta; toda aquella experiencia había sido traumática y no era de extrañar que sintiera temores. Pero si el dolor pasaba con el tiempo, el trauma pasaría también y con él los temores.
Mientras tanto, contaba con las píldoras para ir tirando. Las píldoras y Russ. Mientras él estuviera a su lado, ella podría enfrentarse al problema. Y Russ estaba allí con ella, precisamente ahora.
Aspiró aire con fuerza y abrió la puerta, acogiendo de buen grado la tranquilizadora presencia de los otros pacientes sentados allí con Russ.
Entonces expulsó el aire al ver que su asiento estaba vacío. Russ se había marchado.