CAPÍTULO V
Lori conducía con mucho cuidado.
Antes de ponerse en marcha había comprobado la gasolina, se había abrochado el cinturón de seguridad, había examinado las luces. Mantenía una velocidad de 50 kilómetros por hora, se aseguraba de hacer bien la señales con tiempo suficiente, obedecía las luces de tráfico.
Pero no había manera de controlar o desviar sus pensamientos y, aunque conducía despacio, su mente volaba veloz por extrañas y oscuras carreteras.
¿Qué la estaría esperando allí? ¿Por qué se lanzaba en medio de la noche a reunirse con alguien a quien ni siquiera conocía? ¿Y quién era Nadia Hope?
Era una sensitiva, según se llamaba a sí misma, no una psíquica. Pero poco importaba el vocablo; verdad o mentira, lo importante era que tenía cierta clase de poderes. El poder de recibir impresiones y de formar imágenes del vacío.
Lori trató de recordar lo poco que había leído o escuchado acerca de la parapsicología. Había gentes que alegaban tener cualidades inusuales, otras que creían en ellas y otras muchas incluso que se mostraban escépticas y rechazaban firmemente esta creencia. Su resultado era la confusión, pero Lori no había tenido hasta ahora necesidad de considerar este problema.
Hasta ahora, que conducía a través de la noche hacia el lugar donde habían muerto sus padres, hacia el lugar donde Nadia Hope estaba esperando.
Nadia Hope. Lori se puso a considerar este nombre. Nadia, que en ruso significaba nueva. Y Hope que en el inglés antiguo significaba precisamente esperanza.
Nueva esperanza. ¿Constituiría esto una especie de augurio para reafirmarse en sí misma? Unos días antes, Lori se habría reído de esta idea, pero ahora no estaba tan segura, sobre todo después de oír aquella voz por teléfono. No, Lori, está usted equivocada. No está separada del mundo.
Aquella voz sabía lo que Lori estaba pensando. Y si había un mundo donde existían tales poderes, Lori no se apartaría de él.
Ahora, cuando se metía en Sunnydale Avenue, Lori estaba entrando en aquel mundo, en una calle corta en la que se veían pocas luces en las ventanas de los edificios y en la que no entraban los coches para evitar el callejón sin salida que había al final. Era un oasis de clase alta situado en los límites de la ciudad; las viviendas, edificadas sobre espaciosas parcelas nobles, databan de los años veinte y no ejercían atractivo para la creciente movilidad de hoy. Los propietarios del 208 eran residentes allí desde hacía mucho tiempo y lo mismo les pasaba a los del 212. Pero los que habían habitado el número intermedio se habían ido y también la casa.
Cuando Lori penetró en la calle, casi esperaba ver la casa erguida como siempre la había recordado pero allí no quedaba más que la oscuridad, ensombrecida por los árboles, que envolvían como un sudario cimientos derruidos y tablas quemadas. Aquello y el olor del fuego, tan penetrante como el olor de la muerte.
La silueta de la compacta furgoneta aparcada en el arcén ofrecía una parcial seguridad. Lori paró detrás, apagó las luces y el motor y después de apearse se acercó a ella.
En seguida se abrió una puerta de la furgoneta y apareció una mujer sonriendo.
—Hola —dijo—. Soy Nadia Hope.
La inclinación de cabeza de Lori encubría su sorpresa. Nadia Hope no era exactamente como Lori había imaginado. En cierto modo, había asociado su nombre a la imagen de una figura imponente, con un rostro más que maduro, que retenía aún rasgos de belleza pasada. La había imaginado vestida de negro, con solemnes ropajes acentuados por la pedrería: pendientes enmarcando pómulos flacos, un collar de perlas colgando de su seno enjuto, anillos espléndidos en sus largos y sensibles dedos…
La sonrisa de la mujer se hizo mayor.
—Lamento defraudarla.
Lori no estaba segura de si se hallaba defraudada o tan solo confundida. Esta mujer desconocida vestía un mono de color naranja, tenía poco más de treinta años y distaba mucho de ser flaca. No lucía joyas, tenía los dedos cortos y regordetes, y su cuerpo amenazaba con hacer que estallaran las costuras de su traje. ¿Era esta realmente Nadia Hope?
—En realidad no —dijo la mujer riéndose entre dientes—. ¿Pero quién iba a consultar a una psíquica llamada Molly Bloom?
—¿Molly…?
—Bloom. Como en Ulises. —Nadia Hope volvió a reírse entre dientes—. Mala suerte, el parecido termina ahí. Mis buenos y ortodoxos padres deseaban una princesa judía. En vez de eso trajeron al mundo a un asno listo. Cada vez que sonaba el teléfono yo ya había adivinado quién era antes de descolgar el aparato. Una vez mi padre planeó hacer un viaje de negocios a Amtrak, pero yo puse el grito en el cielo y tuvo que cancelarlo. Al día siguiente chocó ese tren contra otro de mercancías cerca de Denver. Entonces fue mi padre quien puso el grito en el cielo. Al preguntarme cómo había sabido yo lo que iba a suceder, le respondí que lo había visto en un sueño. Fue entonces cuando me llevó a rastras a ver a un psiquiatra.
—¿Y qué dijo el psiquiatra? —preguntó Lori.
—Las típicas palabras de doble sentido. Lo suficiente para que yo me diera cuenta de que, a partir de entonces, debía tener bien cerrada la boca sobre aquellas cosas. No fui princesa pero mantuve la felicidad a mis padres hasta el día de su muerte. —Nadia Hope dejó de hablar y su sonrisa se desvaneció—. Lo siento, debo estar aburriéndola con estas cosas sobre la autobiografía de Nadia Hope.
—Me parece muy bien —dijo Lori. Pero eso no era del todo cierto. No había ido allí para escuchar la autobiografía de Nadia Hope—. En cuanto a lo que usted me ha dicho por teléfono…
—No se inquiete, ya llegaremos a eso. —La mujer contempló las ruinas humeantes y las oscurecidas viviendas de ambos lados—. Pero no nos quedemos aquí de pie. Sentémonos cómodamente en mi coche.
Sin esperar respuesta, dio media vuelta y echó a andar hacia la furgoneta. Cuando Lori caminaba tras ella captó el olor de la madera carbonizada y de las cenizas húmedas mezclado con el penetrante perfume de Nadia Hope. Este olor le resultaba extrañamente familiar, pero no lograba identificarlo.
La pequeña psíquica abrió la puerta y Lori se deslizó sobre el asiento delantero. Nadia Hope se acomodó ante el volante.
—Ahora ya podemos hablar. ¿Alguna pregunta?
Lori escogió con todo cuidado las palabras.
—De lo que usted ha dicho, deduzco que nació con estos poderes.
—Le confesaré un secreto. Todos nacemos con percepciones extrasensoriales. Ello viene con el territorio. El territorio, o mundo donde hoy vivimos, no es hospitalario con los poderes psíquicos. Los niños son como animales, sienten en torno a ellos las emociones a nivel no verbal. El problema es que los padres, no consideran a sus hijos como animales. Cuando los pequeños aprenden a hablar y expresar sus sentimientos a los adultos, estos los ignoran o les dicen que cierren el pico. Cuando intentan describir sus sueños, los padres les dicen que no teman, que solo son pesadillas. En la edad escolar, a la mayoría de los niños se les lava el cerebro haciéndoles creer que las impresiones y sueños carecen del significado real, que la precognición no es más que una coincidencia o una conjetura afortunada. Una vez que el mozalbete asume esto, sus poderes se atrofian igual que los músculos no ejercitados. Y nunca más los usará, pues no se acuerda de que existen.
Lori asintió con la cabeza.
—¿Usted, entonces, es una excepción?
—Podría ser una cuestión genética. Tal vez yo naciera, para empezar, con músculos mentales más fuertes. Y, como he dicho antes, aunque yo mantuviera cerrado el pico, mi mente la mantuve abierta. Cuando empecé a valerme por mí misma, empecé a estudiar todas estas cosas. Muchas de ellas eran bazofia —un término que mis difuntos padres no aprobarían—, pero algunas de ellas tenían sentido. Lo más grande que aprendí consistió en saber que no estaba sola. Había otras muchas personas: médiums en trance, clarividentes mentalistas que recurrían a todo, desde el Tarot hasta las hojas de té. A buen seguro que muchos de ellos son unas farsantes, pero los poderes son reales si uno quiere trabajar y desarrollarlos. Hace unos cinco años decidí que en la vida había algo más que ser un higienista dental para un sofisticado ortodontista que no tenía intenciones de casarse conmigo. De hecho, anunció que se iba a casar con una pequeña shiksa de malas bicúspides. De modo que abandoné mi trabajo y me establecí como consultora psíquica.
Lori se sonrió.
—¿Y entonces se cambió el nombre por el de Nadia Hope?
—Cambié muchas cosas, además de mi nombre. O tal vez muchas cosas me cambiaron a mí. A decir verdad, no fue precisamente el perder a mi maldito dentista lo que me obligó a dar el paso. Durante un tiempo pensé que estaba perdiendo la razón. El sentir por anticipado que me iba a dejar plantada me produjo un choque. Pero todavía fue más duro conocer el nombre de la chica por la que me iba a dejar plantada, semanas antes incluso de que ella se presentara en su consulta como paciente. Y mis sueños seguían cobrando fuerza, sueños como el que había tenido de niña cuando mi padre proyectaba un viaje en tren. El problema era que ahora los sueños podían referirse a personas extrañas. Ya he dicho que leer en las mentes no es igual que leer en los libros, y lo mismo sucede con los sueños. Tú no los buscas; son ellos los que vienen a ti. En especial después de tomar unas copas.
Nadia Hope dejó de hablar. Luego continuó:
—No sé qué pensará usted, pero podría tomarme un pequeño latigazo ahora mismo. ¿Quiere acompañarme?
Sin esperar la respuesta, echó mano a la guantera del coche y sacó una botella de medio litro. Una vez más captó Lori el desagradable olor familiar. Esta vez lo identificó. Nadia Hope no usaba perfume; lo que desprendía su aliento era olor a alcohol.
Así que esta era la razón de su parloteo sobre telepatía y de que me explicara con tanto detalle la historia de su vida. Esta mujer era una alcohólica.
Nadia Hope sacudió la cabeza.
—No soy una borracha —dijo—. En realidad apenas si lo probaba antes de que me dejara el novio. Luego empecé a empinar el codo, solo para matar las penas. Y produjo su efecto, pero lo que yo no sabía era que también exacerbaba mi sensibilidad. —Destapando la botella, se la ofreció—. Las damas primero.
—Yo paso —dijo Lori—. No bebo whisky.
—Es una manera educada de decirlo. —Su risita se ahogó en un gorgoteo de líquido—. No se preocupe. Sé lo que hago. Así mantengo los canales abiertos.
—¿Los canales?
Nadia Hope tapó la botella y volvió a meterla en la guantera del coche.
—Los canales de comunicación —dijo—. Yo nunca he probado la ruta del trance. Una vez que te metes en él, no sabes dónde vas a ir a parar. Lo mismo sucede con la escritura automática o con el tablero Ouija. Las cartas y las bolas de cristal no son más que trucos, lo mismo que el I Ching o las hojas de té… todo lo que hacen es fijar la concentración. Pero lo que uno ve son símbolos que han de ser interpretados. Por eso resulta fácil equivocarse. Un buen sensitivo no debe correr ese riesgo. Cuando se juega con las vidas de los otros no se permiten fallos. Yo encuentro que lo que mejor me funciona es la impresión directa. Y cuando me siento bloqueada, un par de tragos me suelen relajar. El truco consiste en mantener el control. No tiene sentido cambiar una suspensión por un residuo del pasado.
—Y estos sueños suyos, ¿de dónde proceden? —dijo Lori.
—Buena pregunta. Ojalá conociera yo la respuesta. —Nadia suspiró—. Como ya le he dicho, soy una profesional. Consultora psíquica, así es como aparece en las páginas amarillas. Los clientes leen mis anuncios, yo leo sus mentes y todos felices. Las personas como usted son las que me ocupan un tiempo más duro.
—Pero si yo ni siquiera la conozco a usted, ni usted me conoce a mí…
—Ahí es donde entran los sueños. —Nadia frunció el entrecejo—. Según vienen se van fortaleciendo. Y casi siempre hay problemas, incluso tragedias. El trauma parece desencadenar las vibraciones que yo capto.
—Usted ha dicho por teléfono algo sobre… el incendio.
—Lo vi, Lori. Vi las llamas, vi la casa ardiendo. Era una impresión tan intensa que yo creía que me abrasaba también, y cuando me desperté estaba empapada de sudor. Entonces me dije, qué diablos, todo esto no es más que una pesadilla. Luego, a la mañana siguiente, puse las noticias. Y mientras escuchaba el informe del incendio podía oír otra voz, solo que esta voz venía del interior de mi cabeza, que decía: ¿Lo ves?, todo es cierto. Todo era cierto, eso era lo que decía él.
—¿Él?
—Era la voz de un hombre, Lori. No sé de quién.
Aunque dentro de la furgoneta hacía calor, Lori sintió de pronto como un escalofrío.
—¿Y oyó usted la voz de mi padre?
—Ahí está el enigma. —Nadia Hope sacudió la cabeza—. No parecía serlo, aunque tengo la clara impresión de que es alguien próximo a usted cada vez que oigo un mensaje.
Lori empezó a hablar, pero Nadia hizo un gesto con su mano regordeta invitándola a guardar silencio.
—Pues bien, cada vez que bajo la guardia, cuando trato de relajarme y dormir un poco, continúo oyendo la voz. Ya le he dicho que, en ocasiones anteriores, he tenido sueños sobre personas extrañas. Primero me inquietan, pero antes o después logro zafarme de ellas y desaparecen. Esta vez es diferente, todo a causa de la voz. De esa maldita voz que me dijo que la llamara, que la trajera aquí porque era algo importante.
—¿Por qué?
De nuevo Nadia repitió su gesto.
—Mire, esto no es un timo ni yo estoy tratando de ganarme su confianza. Soy una profesional y no me atraigo a los clientes por medio del teléfono. Hasta ahora he logrado manejar bien los sueños. El problema está en que hasta ahora no había tenido que vérmelas con el fenómeno de la voz. Créame, yo quiero ayudarla pero, en el fondo, necesito ayudarme a mí misma a desembarazarme de esa voz antes de que esta presunta bendición mía se convierta en una maldición.
—Todavía no me ha dicho usted qué se supone hemos venido a hacer aquí.
—Tampoco lo ha dicho la voz, en ninguna de sus palabras. Pero tengo la clara impresión de que se supone que tenemos que buscar algo.
Lori permaneció sentada en silencio durante un rato. Las impresiones que ella tenía eran un tanto diferentes.
A pesar de lo que había dicho Nadia, esto podía seguir siendo un timo y toda la jerigonza de los poderes psíquicos era su forma de promocionarse. En cuanto al incendio, ella misma admitió haberlo escuchado en las noticias. El hecho de que alegara haber visto previamente el acontecimiento en un sueño precognitivo podía no ser más que una treta.
El guión se esbozó rápidamente en la mente de Lori. Nadia había dicho que estaba allí para buscar algo. Los bomberos y el personal de investigación allí destacado sin duda habrían revuelto los escombros a conciencia y por lo que ella sabía, no habían encontrado nada que tuviera consecuencias. Tampoco había nada que encontrar; salvo que Nadia hubiera ido allí con anterioridad y hubiera depositado lo que se suponía iban a descubrir.
Esto podía constituir otro argumento decisivo, la prueba sobre los poderes psíquicos de Nadia. Después no necesitaba pedir honorarios, pues ya tendría a un converso, a un verdadero creyente, a un pichón al que desplumar cuando cobrara la herencia. Para entonces ya se habría preparado un nuevo montaje y comenzarían las despedidas. Consultas, consejos, guías espirituales, la gran víctima.
De ninguna manera. Estoy segura. Nadie lee en las mentes. Y aunque se hubiera dejado engañar, de una cosa estaba Lori bien segura. No pensaba ponerse a rebuscar entre los escombros con aquellos tacones altos.
—Así se piensa —dijo Nadia Hope—. Querida, ¿por qué no se acerca a su coche y se pone esas zapatillas azules que tiene metidas bajo el asiento trasero de la parte izquierda?