CAPÍTULO XI

Lori tenía los ojos cerrados, pero sus manos se asían como garras a aquel rostro huesudo y sin carne, hasta que le obligó a ceder. Pero no era hueso sino papel delgado que trataba de pegarse a su rostro.

¿Se habría desmayado en la capilla? No podía ser porque el suelo de la capilla era duro y ahora estaba apoyada sobre un cuerpo blando y acogedor.

Hizo una profunda aspiración de aire. Este aire puro le anunció lo que sus ojos confirmaron: no estaba en el suelo de la capilla.

Las capillas no tienen paredes azules al pastel ni camas con respiración asistida. Miró a la máscara de oxígeno que ella misma se había retirado de la cara. Luego se volvió hacia la puerta y vio que esta se abría y entraban tres personas a toda prisa.

Una era la enfermera que la increpaba por haberse quitado la máscara, pero el doctor Justin se puso a examinarla y dijo que ya no precisaba de ella. Russ, en cambio, la cogió en sus brazos y se puso a hablar.

Exactamente como Lori había supuesto, Russ había intentado por la noche ponerse en contacto con ella cuando llegó a su casa. Al ver que no respondía a sus llamadas telefónicas, había empezado a inquietarse. Fue entonces cuando decidió ir a su casa. El pánico se había apoderado de él mientras aporreaba la puerta y no recibía contestación.

—Lo siento de verdad —dijo Lori—. Estaba dormida como un tronco.

—Lo sentirás más cuando veas la puerta. Tuve que romperla para entrar.

—Russ…

—Tuve que hacerlo. Estabas a punto de morir. Tenías la cara azul y no se te notaba pulso alguno. Gracias a Dios que llegó en seguida la asistencia médica.

—Pero si solo tomé dos píldoras —murmuró Lori—. No pensé que fueran tan fuertes.

—Y no lo son —añadió el doctor Justin—. Russ dice que encontró en la cocina una taza de café medio vacía.

—Café instantáneo. Lo preparé al llegar a casa.

Justin se quedó mirando a Russ.

—Tenía usted razón. Eso era lo que la asfixiaba.

Lori arrugó el entrecejo.

—¿Asfixiaba?

Russ asintió.

—Después de penetrar en el apartamento no pude respirar bien hasta que abrí las ventanas y empezaron a despejarse los humo. Tú estabas apagada, como el fuego de tu fogón. Pero el gas continuaba saliendo.

El entrecejo de Lori se frunció todavía más.

—Yo creía que lo había cerrado después de hervir el agua. —Su voz salía trémula—. Estaba tan nerviosa que en realidad no lo recuerdo bien.

—Pues tuviste suerte —dijo Russ—. De saltar alguna chispa en tu cocina habría volado toda la casa.

Lori se agarró más a él tratando de encontrar palabras, pero quien habló fue el doctor Justin.

—Ya es suficiente por ahora, jovencita. Tiene que descansar.

—Quiero irme a casa.

—Lo hará mañana.

—¿Por qué no ahora? Le prometo que me iré derecha a la cama. —Miró a Russ—. Y tú cuidarás de mí, ¿verdad?

Él sacudió la cabeza.

—Eso era lo que quería decirte anoche. Salgo para México en el vuelo de las cuatro.

—¿Para México?

—A Acapulco. Ayer, mientras estaba yo en la oficina, llegó la noticia. Ha habido otro importante terremoto y se encuentran afectados algunos de sus maravillosos hoteles. Nadie conoce el número de muertos pero los últimos boletines informan de varios turistas lesionados o desaparecidos. Yo cubriré la información desde ese aspecto.

—¿Cuánto tiempo estarás allí?

—Dos días, tal vez tres. Tengo de plazo hasta el mediodía del viernes. —Russ se inclinó y la besó en la mejilla—. No te preocupes. Estás en buenas manos.

Lori se incorporó con ademán rápido.

—¿Qué pasará si mientras estás allí se repite el seísmo o alguna sacudida menor? ¿Y todas esas enfermedades que se declaran cuando…?

Russ le cortó la palabra tapándole la boca con los dedos.

—Calla, te propongo un trato. Tendré cuidado de mí si tú lo tienes de ti. Quédate aquí esta noche y mañana sabrás de mí tan pronto como llegue.

—¿Prometido?

—Palabra de honor. —Le dio otro beso en la mejilla y se dispuso a salir, pero cuando llegaba a la puerta se volvió y dijo—: Se me olvidaba. El casero ya ha arreglado tu puerta. Y te robé las llaves del coche. Lo tienes en el garaje de abajo. Lo ha traído un amigo de la oficina.

Russ salió de la habitación dejándola sola con el doctor y con la silenciosa enfermera. Estaba en buenas manos, como había dicho él.

¿Pero qué estaban haciendo aquellas manos? La enfermera sostenía una aguja. Se la dio al doctor Justin y este se aproximó a la cama.

—No, por favor —protestó ella—. Dormiré. De veras que no necesito eso para dormir.

Lori trataba de oponerse a que le pusieran la inyección, pero el doctor sujetaba bien su brazo.

—No es más que una dosis ligera, bajo la que podrá dormir algunas horas.

—No…

Su voz se fue apagando a medida que actuaba la aguja hipodérmica. No le producía ningún dolor, solo temor.

Bajo la que…

Eso era lo que había dicho el médico y de eso era de lo que Lori tenía miedo, de estar bajo algo. Bajo sedación, bajo las sábanas, bajo tierra.

Pero ellos no la escucharían, y ella parecía no poder mover los labios ni abrir los ojos porque la luz era demasiado brillante, demasiado blanca.

The light is bright mainly in the night[1].

¿Quién había dicho esa frase? Nadia, por supuesto. Era ella la que lo había dicho mal. Había alguna cosa más; algo así como pain in Spain[2]. Pero no era pain[3]. Rain[4] era la palabra. ¿Pero de dónde había venido esa frase?

Bien, todo terminado. Ya puedes relajarte, bella dama.

My Fair Lady[5]. Desde luego, eso era. La voz se lo había recordado.

¿Pero qué voz? No sonaba como la del doctor Justin.

Abrió los ojos, bizqueando, y luego los cerró en seguida otra vez para librarse de la brillante luz que se colaba por entre los párpados. Todo era blanco, demasiado blanco a la vista, pero estaba bien.

—Se pondrá usted bien.

Otra vez la voz; una voz extraña y familiar a la vez. Y, quienquiera que fuese, decía la verdad. Ella estaba bien. Estaba bien allí, en la cama de un hospital. Y se sentía relajada, yaciendo allí y durmiendo, apenas consciente de los cables y tubos.

No sabía cuándo los habían colocado, pero sabía que los necesitaba mientras se estaba relajando. Era importante recordarlo. Ella había pasado mucho, pero ahora todo estaba hecho y terminado y podía relajarse. Que los cables y los tubos cumplieran su cometido; lo único que ella tenía que hacer era descansar. Sin preocuparse, sin pensar, solo descansar y relajarse. Nada en absoluto había de aterrador si se encontraba bajo algo, salvo que estuviera bajo mucha profundidad. El secreto radicaba en mantener consciente una parte de sí misma. No debía dejarse bajar permanentemente; ahora tenía que mantener el control. De vez en cuando subiría a la superficie desde las profundidades del sueño mientras sonaban voces lejanas. Después de un momento descendería otra vez, pero, a intervalos —¿sería horas, días, semanas o meses más tarde?— las voces regresaban.

Era casi como escuchar una de aquellas viejas series radiofónicas; jamás veías a los actores, pero al cabo de poco aprendías a identificarlos cuando hablaban y parecía como si los conocieras.

Había una mujer cuyo nombre era Clara —probablemente la enfermera— y un hombre a quien ella llamaba doctor Roy.

Eso la intrigó al principio. ¿No era su médico el doctor Justin? ¿Y qué tenía que ver este otro hombre llamado doctor Chase? A ella le parecía conocerle de alguna parte, pero eso no tenía sentido. El doctor Roy le llamaba Nigel.

Nigel significa oscuro, o negro. Y Chase significa cazador.

Un cazador negro, un personaje real, y Clara que significaba claro. Solo que nada estaba claro. Las palabras se desvanecían, como hacen las señales de radio cuando se desvían de la sintonización, y ella también, para sintonizar otra vez… ¿mañana, la semana próxima, el año que viene?

Demasiadas preguntas, demasiados problemas. ¿Eran problemas?

—No hay problema al respecto. —Era la voz del doctor Roy—. Hemos hecho todo cuanto hemos podido. Es inútil seguir.

Y la voz atormentadora y familiar del doctor Chase decía:

—Todavía queda una oportunidad. No hay que ceder ahora… Sé que podemos hacerlo.

Se acordó de cómo los seriales de radio eran cortados en el momento crucial por una voz que decía Continuará. Entonces cesaban las voces, exactamente igual que ahora. Fue, al parecer, mucho más tarde cuando las oyó de nuevo, y ahora los dos hombres se estaban peleando.

—¡No, absolutamente no! —gritaba el doctor Roy—. ¡Usted no está en su sano juicio!

—No hay necesidad de excitarse. Si seguimos el procedimiento normal, le garantizo que no habrá riesgos innecesarios.

—No me importan los procedimientos. Es una cuestión de ética. Y si esto no significa nada para usted, deténgase a pensar en la ley. Ahí es donde radica el riesgo. No hay modo de que salgamos airosos de esto, no existe ningún precedente legal.

—Siempre existe algún modo —dijo en seguida el doctor Chase—. Ya sabe usted lo que esto significa para mí. Si quisiera usted escucharme…

—Ya he escuchado bastante para saber que no quiero tomar parte en esto.

—Está bien. Si eso es lo que opina, no necesito su ayuda. Lo puedo hacer yo solo.

—¡Se lo prohíbo! —El doctor Roy gritaba de nuevo—. Si trata de desobedecer mis órdenes, lo notificaré a la oficina del fiscal del distrito. ¿Está claro?

No estaba claro en absoluto porque ella estaba otra vez perdiendo las voces. Estaba perdiendo las voces y encontrando el descanso.

Lo primero que oyó después fue música. Era una música dulcificante y encantadora, suave y tranquilizadora. Luego, la voz de Chase sobresalía por encima de ella.

—No se preocupe. No hay ningún motivo de preocupación. Todo va a salir bien. Se lo prometo.

¿Se lo estaría diciendo a ella? Seguramente, pues no se oían más voces. Allí solo se escuchaba la voz susurrante del doctor Chase que la preparaba, la cuidaba y la enviaba a dormir.

Poco antes de que se rindiera al sueño oyó que se alzaba la voz del doctor Chase. Seguramente había entrado la enfermera pues él dijo:

—Clara, ya es hora. No podemos esperar más.

Ella quería esperar. Quería seguir durmiendo, durmiendo de modo indefinido. Incluso esto sería mejor que saber que había llegado la hora. Porque la hora era ahora.

Y ahora podía volver a sentir, a sentirse tendida en la cama, atrapada e indefensa, con los cables y tubos enroscados por su cuerpo como serpientes que hormigueaban en busca de un sitio donde hundir sus colmillos. Si pudiera abrir los ojos y la boca y mover las manos para luchar contra ellas…

—¡Por favor! No tiene que luchar.

El mandato venía de lejos, y ella obedeció, pues las serpientes parecían abandonar su cuerpo y con ellas se iba el temor. Ahora se daba cuenta de que no eran serpientes, sino cables y tubos.

De súbito, sintió una picadura en el brazo.

Era una serpiente.

Se hundieron los colmillos; saltó el veneno y penetró en sus venas, extendiendo su paralización.

Ella trataba de luchar, pero era demasiado tarde. La habían atado y no podía moverse. Y la hora era ahora.

Ahora.

Sintió la punzada de las agujas y el torrente de aire frío contra la carne desnuda. Luego una cuchillada. Pero no fue la cuchillada lo que la despertó, sino el grito de su propia garganta.

—Despierte. ¡Despierte!

Alguien la estaba moviendo y le hablaba con suavidad. Lori abrió los ojos y vio a la enfermera inclinada hacia ella. La habitación estaba inundada de luz solar. Era un sol real en un mundo real.

—He tenido una pesadilla —murmuró.

—Vale más creerlo —dijo sonriendo la enfermera—. Lo podía oír todo desde mi sitio.

—Lo siento —la voz de Lori cobró más fuerza—. Debe haber sido aquella inyección que me han puesto.

—No se queje. Ha estado durmiendo como un niño hasta ahora.

Mientras la enfermera pronunciaba estas palabras, se metió la mano en el bolsillo. Lori la miraba con ansiedad.

—No irá a ponerme otra inyección, ¿eh?

—No. Solo voy a tomarle el pulso y la temperatura. Cuando termine usted su desayuno vendrá el doctor.

La predicción no pudo ser más exacta, porque en el preciso instante en que terminaba de tomar su leche entraba airoso el doctor Justin.

—Buenos días. ¿Cómo está mi paciente?

—No muy…

—¿No muy qué?

—No muy paciente. —La mirada de Lori se cruzó con la del médico—. No muy paciente de seguir aquí. Quiero irme a casa.

—Y se irá tan pronto como sea dada de alta.

—Me prometió que sería hoy. —Lori apartó a un lado la bandeja—. No hay razón para que siga aquí. Yo me siento mucho mejor y la enfermera dice que he dormido como un niño…

—Ha tenido usted otra pesadilla.

—¿Se lo ha dicho ella?

—Está aquí en su hoja con todo lo demás. —El doctor se inclinó y tomó asiento en la silla que había a la izquierda de la cama—. Y ahora, ¿quiere contármela?

—Con franqueza, no. No ha sido más que un mal sueño. —Lori le dirigió una sonrisa de disculpa—. Siento haber formado este alboroto por nada. Lo curioso es que ahora apenas me acuerdo de los detalles.

—Haga un esfuerzo por recordar. Tal vez empiecen a salir solos.

El doctor tenía razón; a medida que hablaba Lori empezaron a salir algunos detalles. El recuerdo aminoraba su impacto pero no arrojaba ninguna luz. Cuando Lori terminó de hablar le preguntó al médico qué opinaba de ello.

—Nada. No es cosa de mi departamento.

—Entonces, ¿por qué me ha pedido que se lo cuente?

—Para que pueda recordarlo mejor la próxima vez.

—No acabo de entenderle.

El doctor Justin se encogió de hombros.

—Voy a mantener mi promesa enviándola a casa hoy mismo. Pero con una condición.

—¿Cuál?

—Le he concertado una cita para mañana a las cuatro y media de la tarde en Beverly Hills.

—¿Otro doctor?

—Otra opinión. —El doctor Justin sacó un impreso de receta del bolsillo interior de su americana y se lo entregó a Lori—. Aquí le he escrito el nombre y dirección.

Ella bizqueó mirando las garambainas del doctor Justin.

—¿Anthony Leverett? No he oído hablar de él.

—Pues él sí ha oído hablar de usted. Me llamó después de haber leído lo del percance del gas en su apartamento.

—¿Quiere decir que ha salido en los periódicos?

—Solo una breve reseña, pero la leyó. Yo le aseguré que no había usted sufrido ningún daño, pero nos enzarzamos en una conversación sobre su estado general de salud a partir de los funerales. Como consecuencia de ella, le concerté esta entrevista.

—¿Y por qué él se interesa por mí?

—Porque su padre de usted era paciente suyo.

—Pero usted era el médico de papá. ¿No me dijo usted mismo que papá se encontraba bien de salud?

—Físicamente, sí. —El doctor Justin se encogió de hombros—. El doctor Leverett es psicoanalista.

—¡Pero yo no necesito ningún psiquiatra!

El médico asintió con la cabeza.

—Lo más probable es que tenga usted razón. Pero los dos sabemos el estado de tensión a que ha estado usted sometida. Dado que las pesadillas son sintomáticas del estado de tensión, he querido que hable con una persona competente para tratar el problema. Puede que ello no la ayude, pero, en todo caso no la perjudicará.

Lori se quedó dudando.

—¿Le dijo el doctor Leverett de qué estaba tratando a papá?

—No. Ni siquiera se lo pregunté. Mañana podrá usted preguntárselo, si le parece.

—Eso si voy.

—Se lo ruego. Nos hará a ambos un favor. No deseo continuar haciendo recetas por triplicado para usted. —Justin se levantó—. En realidad desde ahora mismo le retiro los sedantes.

—¿Cree que podré dormir sin ellos?

—Eso es cosa suya. Si no puede dormir, tendrá toda la noche para reflexionar sobre lo que le estoy sugiriendo.

Y así lo hizo.

Confíe en mí. Yo soy el doctor.

Eso era lo que él había dicho, y él estaba diciendo la verdad; él era el doctor.

¿Pero cuál de ellos? Había muchos doctores: el doctor Justin, el doctor Roy, el doctor Chase. Todos ellos aparecían mezclados en sus pensamientos a causa de los sueños. Visualizaba bien al doctor Justin, eso le resultaba fácil; pero el doctor Roy y el doctor Chase no eran más que voces de personas a las que no había visto nunca.

¿O sí las había visto?

En algún rincón posterior de su mente existían imágenes, como las del anuario de Priscilla Fairmount. Eran unas imágenes de personas auténticas a las que ella tenía la sensación de conocer. Pero sus rostros no eran visibles a los ojos de su mente. Lo único que quedaba de ellas eran sus palabras retenidas en sus oídos mentales.

Y ahora, todas a coro, hacían que sus palabras sonaran y resonaran como un eco.

Confíe en mí. Yo soy el doctor.

Sí, debía confiar en ellos, porque ellos querían ayudarla. Por eso tenía que ver al doctor Leverett para que la ayudara a liberarse de sus dudas y sus malos sueños.

Cuando Lori iba cayendo en brazos del sueño sabía muy bien que eso era lo que más deseaba en el mundo.

Liberarse.