CAPÍTULO XVII

El teniente Orión Metz no habría protagonizado jamás una película de corte policíaco. Su edad, su abdomen de platos preparados y su voz nasal eran solo aptos para interpretar una comedia.

Pero esto no era una película ni tenía nada de divertido lo que él había estado haciendo durante los últimos días. Quizá fuera un buen acierto el no haberse casado; las horas que dedicaba a su trabajo habrían desesperado a cualquier esposa.

Se hallaba inclinado sobre su escritorio, concentrado en introducir en su vacío estómago parte al menos de una comida preparada. ¿Cuándo habrían empezado a meter carne de cabra entre dos cartones recortados y a llamarlo bocadillos de comida preparada? Hasta su aderezo era malo. No resultaba extraño que a los vampiros no les gustara el ajo. ¿Acaso era esto otro estereotipo cinematográfico?

Metz trató de tragarse otro bocado, pero le resultaba difícil deglutir el légamo que se empleaba en ellos como untura. Debía de ser una especie de mayonesa. No tenía nada de particular que de ello se derivara el nombre de una clínica. Mayo, mayonesa…

Desistiendo de sus esfuerzos, cogió la manzana e intentó morderla despacito. Otra cosa que tampoco se veía en las películas. Nadie, ni el héroe ni el malo, mordía jamás una manzana a pequeños bocaditos. Lo que hacían era morder a plena boca abierta, con grandes sonidos ronchantes por medio de efectos y una mueca de comer fruta.

La manzana estaba casi madura y a lo mejor su capa de pesticida ayudaba a matar los microorganismos que se había tragado con la carne. Pero valía más que terminara pronto porque la muchacha no tardaría en llegar.

Lori Holmes. He ahí a una muchacha con posibilidades para triunfar en el cine. No era un tipo despampanante, pero sí lo bastante atractiva cuando estaba de pie y dejaba de sobarse los mocos. Y no es que le extrañara la reacción de la muchacha la otra noche. Según se iban poniendo las cosas en estos tiempos, uno podía esperar encontrarse con algunos esqueletos escondidos en los despachos de los abogados, pero no al propio letrado. Debió sufrir una fuerte impresión. Cuando estas cosas aparecen en televisión, se retiene un fotograma del aterrado rostro y se corta para meter publicidad. Fin del acto primero.

Solo que aquí no había publicidad para rellenar espacios, ni tampoco venenosos bocadillos de carne preparada, ni cortes de acción. Él solo había tenido tiempo de dejarse caer por allí, de echar un rápido vistazo y luego dejar los actos preliminares en manos de Slesovitch y su grupo. Tal vez con mucha suerte encontraran algo. Mientras tanto, Metz había citado a Lori para un interrogatorio preliminar.

Volvió a morder la manzana. Es más fácil así, no estando delante de la cámara ni teniendo que pagar otros quinientos por una corona y un empaste. Trató de recordar si había visto a Bogie alguna vez sentado en la silla del dentista.

Y las heroínas, ¿se habrían excusado alguna vez en medio de su declaración para ir al lavabo? Lori Holmes lo había hecho. De acuerdo con la versión de la agente Fay Richter, que la había escoltado hasta allí, Lori había usado la máquina de compresas porque tenía la menstruación.

Este era otro detalle que no salía en las películas. Podía verse cómo una señora se metía en la cama para tomarse un trago corto de licor —o más largo, si el guión de la película lo exigía—. Pero su vida sexual raras veces se medía por menstruaciones. En cuanto al gran momento del interrogatorio, jamás era interrumpido por agitadas comunicaciones telefónicas.

Más tarde, al terminar las palabras, se aceleraba la marcha con una secuencia de acción: una persecución alocada y un tiroteo que terminaba cuando era alcanzado el coche del malo y saltaba por los aires convertido en una bola de fuego.

Metz hundió el corazón roído de la manzana en la papelera y luego movió la cabeza. Casi habían transcurrido treinta años desde que había salido de la academia de Policía, más de veinte desde que se había hecho detective y ni una sola vez había participado en una persecución rutinaria donde el coche fugitivo acabara volando por los aires. Era cierto que en muchas ocasiones había tenido que sacar su pistola Special, pero se había pasado mucho más tiempo limpiándola que disparando contra actores de carácter, parapetados en un almacén abandonado. Metz no había matado nunca a un hombre, ni nadie le había dado a él su día.

En aquel momento tenía incrustada entre los molares inferiores izquierdos una brizna de piel de manzana. Abrió el cajón central de su escritorio y cogió uno de los mondadientes que solía tener allí preparados para casos de emergencias como ese. Metz buscó a tientas y por fin cerró los dedos en torno a uno que reposaba bajo el cúmulo de informes y notas que necesitaba usar cuando no se manejaba un ordenador de los que había abajo. Gracias a Dios que a finales de año optaría por la jubilación anticipada; por tal motivo no había recibido presión alguna para que realizara un cursillo sobre el manejo de aquellas condenadas máquinas.

Ya tenía bastante trabajo, sin necesidad de cursillos con la burocracia y los procedimientos de investigación. No sé capturaba a los delincuentes apoltronado en el despacho a la espera de que un soplón llamara por teléfono y los sirviera en bandeja. Tenía que trazarse sus propias pistas y seguirlas, sabiendo por adelantado que los resultados podían ser decepcionantes. Pero en eso consistía el trabajo: el diez por ciento de investigación y el noventa por ciento de frustraciones.

Metz manipuló su mondadientes y luego lo arrojó a la papelera para que hiciera compañía al núcleo roído de la manzana. Mientras hacía esto zumbó el intercomunicador y le anunció que Lori Holmes ya estaba allí.

La entrada de Lori no le sacó de sus casillas, como mujer despampanante, pero tenía mucho mejor aspecto del que Metz recordaba de la otra noche. Y durante un rato, después de que ella se hubiera sentado y cruzado las piernas, cambió de opinión con respecto al matrimonio. No con una criatura como esta, desde luego, sino tal vez con otra más madura y con experiencia suficiente para preparar una comida mejor que la que él había tomado. Quizá después de retirarse del servicio…

Pero todavía no estaba retirado, solo cansado. Metz parpadeó y, mientras hablaba, se puso a manosear los papeles que tenía sobre la mesa.

—Gracias por haber venido, señorita Holmes. —Cuando localizó lo que estaba buscando bajó la mirada—. He estado leyendo el informe redactado por el sargento Bronstein después de que ayer hablara con usted. Dice que se mostró muy cooperante.

—Traté de serlo.

Metz hizo una evaluación rápida sin la ayuda de ningún ordenador. Voz sincera, sonrisa falsa.

—Considero su declaración plenamente satisfactoria —dijo él—. Pero me estaba preguntando si podría usted facilitarnos un poco más de concreción acerca de Ben Rupert. No me refiero a la relación entre abogado-cliente, sino lo que sepa usted sobre su pasado, sus costumbres personales.

Lori Holmes ya estaba negando con la cabeza antes de que Metz terminara de hablar.

—Nada. Como le dije al sargento, solo nos reunimos en una ocasión y no hablamos más que de los trámites de la herencia. Se mostraba muy profesional y parecía conocer lo que tenía entre manos.

—Eso significa que se fiaba usted de él.

—Sí.

—¿Lo suficiente como para celebrar una entrevista en su despacho a solas y por la noche?

El momento de vacilación de la muchacha fue casi imperceptible, pero Metz lo captó.

—Mire, no estoy diciendo que fuera usted a tener miedo de que él la atacara, ni nada por el estilo. Me refiero a que usted pareció no sentir escrúpulos ante una visita tan repentina a tales horas.

—El señor Rupert se disculpó por llamarme tan tarde, pero dijo que había surgido un problema que requería una decisión inmediata.

Metz asintió.

—Esto está incluido en su declaración, pero no facilita más detalles. ¿En qué consistía el problema?

—Lo ignoro. Lo único que me dijo fue que discutirlo por teléfono resultaría demasiado complicado, y que cuando me viera me lo explicaría todo.

—¿Le dijo alguna cosa más que pudiera darle a usted alguna idea sobre ello?

Lori Holmes negó con la cabeza.

—Solo dijo que era importante.

Lori, mientras hablaba, cruzó las piernas, y Metz dio también a esto su asentimiento.

—¿Usted daba por sentado que se refería a la herencia?

La muchacha respondió en seguida, demasiado pronto.

—Sí, eso es lo que dije en mi declaración.

Pero ella no lo había dicho, dijo Metz para sus adentros. Ella se estaba reservando alguna cosa.

Metz asintió.

—Comprendo que se interesara usted por cualquier problema relativo a la herencia. Pero me pregunto si habría acudido a la oficina de Ben Rupert la otra noche si hubiera conocido mejor la situación a la que se enfrentaba.

—¿De veras?

Metz se encogió de hombros.

—Hemos hecho averiguaciones sobre el pasado de Rupert. —Levantó otra hoja de papel del montón que tenía sobre su mesa—. Aquí está la declaración de la señorita Raimondo. Ha sido su recepcionista durante los últimos tres años.

—¿Y habló el señor Rupert con ella acerca de la herencia?

—Según ella, Rupert no habló de nada. —Metz cogió una segunda hoja del montón y miró hacia ella bizqueando a medida que hablaba—. Lo que sabemos procede de otras fuentes. Rupert era un solitario. No se le conoce familia, aparte de un par de primos de Wilkes-Barre que dicen no haberlo visto ni haber tenido noticias de él desde hace treinta años o más. Que sepamos nosotros, no tenía amigos íntimos. Vivía en un apartamento de Wilshire, junto a Beverly Glen, pero no tenía amistad con ninguno de los otros inquilinos a los que interrogamos, la mayoría de ellos ni siquiera conocían su nombre. Los guardas de seguridad del edificio no recibían de él más que un hola escueto y un billete de diez dólares en Navidad. La criada recibía veinticinco; iba una vez por semana y se le permitía entrar con una llave maestra. Si conocía algún detalle de él no lo dijo. Todo lo que pudo contarnos fue que era un hombre muy pulcro y que raras veces acumulaba demasiados alimentos en el frigorífico. Continuaba siendo socio del club de Brentwood, pero aparte de cenar allí algunas veces al año con un par de abogados, a los que ya hemos interrogado, apenas usaba sus instalaciones. Su taquilla estaba vacía y no tenía palos de golf. No hay constancia de que hubiera estado casado alguna vez ni parece que tuviese relaciones sentimentales. La señorita Raimondo asegura que nunca hizo insinuaciones. Dice también que, hasta principios de este año, entre sus clientes había un servicio de escoltas, y piensa que cuando le urgió decidió retirar sus honorarios comerciales.

Lori Holmes frunció el rostro.

—No veo que tenga esto nada que ver con lo que sucedió la otra noche. Solo por ser una persona reservada…

—Demasiado reservada. —Metz escudriñó los documentos—. A juzgar por lo que tengo aquí, él llevaba sus propia contabilidad, sus archivos, y todo lo tenía cerrado bajo llave. Él mismo redactaba cartas a los clientes. La señorita Raimondo se encargaba de las labores rutinarias, como rellenar impresos oficiales corrientes. Pero su principal misión consistía en hacer de recepcionista y atender el teléfono. Y últimamente no recibía muchas llamadas ni visitas. El padre de usted fue el último cliente que le hizo por adelantado el pago anual de sus honorarios. Rupert no parecía interesado en emprender nuevos negocios. La señorita Raimondo cree que podría estar preparándose para su retiro definitivo.

Lori Holmes asintió.

—Eso parece tener lógica.

—Lo mismo pensábamos nosotros hasta que comprobamos su cuenta bancaria; poco más de dieciocho mil en ahorros y unos cuatro mil a la vista. Unos veintitrés en total. Incluyendo lo de la Seguridad Social, con eso no habría tenido bastante para conservarse sin alcohol.

—¿Bebía?

Metz se encogió de nuevo de hombros.

—Como usted dice, era un hombre independiente. En el frigorífico no guardaba comida, sino que lo tenía lleno de agua tónica. Pero la criada nos dijo que en las despensa había siempre vodka; una caja o dos, quién sabe. Y en la mesa de su despacho encontramos una botella vacía.

La sorpresa de la muchacha parecía auténtica.

—Cuesta creerlo…

—Más nos costaba a nosotros hasta que empezamos a ver lo que había estado haciendo. Ben Rupert pudo haber sido un hombre muy sedentario, pero el último día lo paso ocupado de verás. Canceló las dos cuentas bancarias y, según consta en el registro de control, a eso de las dos entró en la cámara donde tiene alquilada una caja fuerte y salió diez minutos más tarde. Todavía no tenemos el rastro de lo que hizo durante las dos horas siguientes, pero a las dos y media estaba de regreso en su despacho y le dijo a la señorita Belmondo que podía irse antes de lo normal. Creemos que lo que quería era estar solo cuando le llevaran la máquina trituradora de papel, cosa que ocurrió sobre las cinco cincuenta. Nos pusimos en contacto con la casa distribuidora y nos informaron de que había hecho un contrato mensual de alquiler sobre la máquina, con opción de compra. Pero ese trabajo no le llevó un mes. Ya ve usted los resultados.

Lori Holmes cerró los ojos de modo involuntario. Cuando los volvió a abrir vio que Metz le tenía preparada una sonrisa de disculpa.

—Lo lamento, pero quería presentarle los hechos tal y como nosotros los conocemos. Esperaba estimular su memoria por si había alguna cosa más que hubiera pasado por alto su imaginación.

—No, no hay nada más. —Ella negó con firmeza con la cabeza—. Les he dicho todo lo que recordaba. —Su voz titubeó—. Yo llegué, llamé…, abrí la puerta… Él no estaba en su escritorio. Me acerqué a la trituradora y vi que había sido usada. Luego me volví…

—Ya basta —dijo Metz—. No es necesario repetir el resto.

—Gracias.

Metz bajó la mirada hacia el papel que tenía delante.

—Solo una cosa. ¿Por casualidad se fijó usted en lo que había sobre el escritorio de Rupert?

—Documentos. Había muchos esparcidos al azar.

—¿Examinó alguno de ellos?

—Claro que no. ¿Por qué iba a hacerlo? Fue solo una ojeada rápida.

—¿Puede describir cómo eran?

Lori Holmes frunció el rostro.

—Casi todos parecían páginas mecanografiadas o fotocopias de impresos cumplimentados. Algunos tenían un tamaño oficial.

—¿De qué color eran?

—Blanco. Todos eran blancos.

Metz resolvió el montón de papeles que tenía al lado y extrajo una pequeña hoja azul rayada de pequeño tamaño.

—¿Entonces no vio nada como esto?

—No, que yo recuerde. ¿Qué es?

—Véalo usted misma.

Le entregó el papel y se inclinó sobre el respaldo de su asiento mientras los ojos de Lori recorrían a toda velocidad las irregulares líneas caligrafiadas. Metz no necesitaba volver a leerlo, pues se sabía de memoria hasta la última palabra.

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He cometido un trágico error.

Eso es lo que fue; un error. Me he quedado hasta muy tarde porque tenía que ordenar y arreglar los archivos. Oír un ruido en la antesala me ha extrañado, pues no esperaba visitas. He aguardado unos instantes y no he oído nada más, y cuando he preguntado en voz alta no he obtenido respuesta. Me he levantado del asiento y he ido hacia la puerta disponiéndome a abrirla lentamente. Entonces la puerta se ha abierto de golpe y me he encontrado ante el umbral con la oscura silueta de una persona.

Las luces de la antesala estaban apagadas y lo único que he podido ver gracias a la luz que había a mis espaldas ha sido el reflejo del cañón de un arma de fuego que me estaba apuntando. De modo instintivo me he agarrado a la mano que empuñaba el arma, pretendiendo desviar su puntería. En ese momento se ha disparado y ha tenido lugar el accidente.

Repito, ha sido un accidente. Yo no tenía intención de dañarla a ella…

Lori Holmes levantó la vista y repitió en voz alta las dos últimas palabras.

—¿A ella?

—Exacto —dijo Metz—. Esta carta la escribió por anticipado, sabiendo quién iba a ser su víctima.

—Pero esto no tiene sentido. ¿Entonces por qué se colgó?

—No es como parece, señorita Holmes. El motivo de que no la matara a usted es que alguien le mató a él antes.